Fiat

Fiat


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—¿Has registrado mi bolso? —gritó histérica.

—No me pienso justificar —dijo con severidad—. Contesta la pregunta.

—No son míos —mintió ella.

—¿Estáis teniendo relaciones, mi vida? —inquirió Mamá adoptando el tono propio de una confidencia.

—Te he dicho que no son míos —contestó Vera sin pestañear.

—¿Y para quién son? ¿Son para Mencía? —aventuró Mamá.

Vera guardó silencio.

—Vera, mírame —dijo Mamá levantándose del banco y acercándose a su hija—. Esto es muy serio. ¿Te das cuenta? Tendré que llamar a sus padres.

—¿Qué? ¡Ni se te ocurra!

—No me levantes la voz —conminó Mamá—. Entiendo que estés enfadada pero esto es muy grave.

Vera ardía de rabia.

—¿Y qué si son míos? —espetó con descaro.

—Me preocuparía mucho. Es un pecado grave.

Vera perdió los estribos y dejó que el odio acumulado tomara el control y hablara en su nombre.

—¿Qué? ¡Dios mío! ¿Cómo puedes ser tan hipócrita? ¿Cómo te atreves a hablarme tú de pecado? Sabes que he leído eso, sabes que sé las cosas horribles que has hecho y eso sí que son pecados graves, Mamá. No sé cómo puedes mirarte al espejo y no vomitar. No eres más que una puta mentirosa.

Tal cual lo escupió, pensó que lo siguiente que escucharía sería la mano de Mamá estrellarse contra su cara, pero lo único que escuchó fue cómo se le rompía el corazón. La miró fijamente durante un instante que se alargó una eternidad, con el gesto tan impasible que era imposible adivinar si iba a darse la vuelta e irse o romper a llorar. Pero no. En lugar de eso, contraatacó:

—Te crees muy lista, ¿no? ¿Quieres que te cuente cómo acabé? ¿Quieres saber a dónde me condujo esa vida?

Vera no se atrevió a hablar.

—Contéstame.

Mamá empezaba a dar un poco de miedo. Nunca se había dirigido a ella con tanta agresividad.

—Sí —dijo tímidamente Vera.

Mamá hizo un gesto de incredulidad.

—¿Crees que todo eso me llevó a buen puerto? —preguntó quitándose el reloj y arrojándolo descuidadamente sobre la cama. Vera la observó perpleja.

—Te llevó a Papá —replicó con retintín.

—¿Eso crees? —contestó su madre sin dejar de mirarla mientras se quitaba las mil y una pulseras de la mano derecha y las lanzaba una a una sobre la cama como una posesa. Hizo una brevísima pausa antes de continuar—. Pues te equivocas. A Papá me llevó Dios. Toda esa mierda que has leído, no me llevó más que a la muerte.

Y dicho esto, estiró los antebrazos hacia delante exponiendo a la vista de su hija las muñecas. Vera contempló las cicatrices, muda de espanto.

—¿Querías la verdad? Pues la verdad es que mi vida, tan llena de aventuras y emociones como me parecía, no estaba más que llena de vacío. La verdad es que tanta libertad no me hizo más que esclava de mis miserias; que tener todo, me redujo a nada y buscarme a mí misma me convirtió en mi peor enemigo. La verdad es que vivir de espaldas a Dios me privó no solo de dignidad, sino de esperanza y de amor; que aquellas promesas de felicidad no eran más que un espejismo en un desierto de tristeza y aquellos placeres, el queso en la ratonera. Esa es la verdad.

Vera se sintió desfallecer. Le temblaban las piernas y sintió ganas de vomitar.

No se atrevía a mirarla otra vez. Mamá, su Mamá, era de repente todas las cosas espantosas que había leído y además una suicida. O una superviviente. La imagen que siempre había tenido de su madre había desaparecido completamente tras la lectura del diario, pero la mujer que tenía ante ella ahora tampoco era la que retrataba aquel relato. Se sintió tan confundida que le pareció que se estaba mareando.

Mamá se acercó y la sujetó por los hombros.

—Ven aquí —dijo recuperando su dulzura habitual y guiándola hasta el banco.

Madre e hija se sentaron bajo la ventana.

Mamá esperó un poco a que se calmara y puso en contexto la información que acababa de revelarle.

Le habló de la época caliente y loca que se describía en el diario y de la etapa fría y oscura que vino después. Todo lo que Vera había leído en aquel funesto relato era verdad: era Mamá la que había bebido hasta la inconsciencia todas las noches de la misma semana; era Mamá la que había falsificado documentos para cobrar una subvención que no le correspondía y gastársela en caprichos; era Mamá la que había tomado anticonceptivos orales solo para poder mantener relaciones sexuales sin preservativo; la que se había acostado con los novios de sus amigas, con más de un chico a la vez y hasta con hombres casados. Era Mamá la que había puesto por escrito aquellas escenas porque le parecían aventuras fascinantes capaces de competir con cualquier best seller. Pero las fiestas, el abuso de alcohol y la forma en la que se relacionaba con los chicos —tan falta de dignidad y de respeto— no resultaron en la vida real tan sexy como se presentaban en la pequeña pantalla y derivaron en sentimientos de vacío existencial y falta de sentido que la sumieron en un profundo estado de depresión.

—La depresión es una enfermedad de transmisión sexual —reconoció Mamá.

Todo lo que Vera había leído era verdad, pero no era verdad que fuera un diario. No lo era. Era el borrador de la primera novela de Mamá. Goya 69. Así se iba a llamar. Una especie de Sexo en Nueva York versión española. Iba a tener final feliz y acabar cuando Mamá conocía a Sera y por fin dejaba la mala vida por un amor verdadero. Pero, como tantas veces, la realidad superó la ficción: Sera la dejó y ella no pudo encajarlo. Huyó de Sevilla e intentó empezar de nuevo en Madrid, pero no lo consiguió. No es posible empezar de cero si aún cargamos con el peso de nuestros pecados y la carga se le hizo entonces tan pesada que no vio otra salida más que quitarse la vida. Por suerte, no lo consiguió a la primera.

Le contó cómo don José María apareció en su habitación del hospital mientras se recuperaba y le habló de las heridas del alma y de la infinita misericordia de Dios.

—Yo creía en Dios con la boca pequeña. Lo seguía con la fe pero no con las obras, y una fe sin obras…

—Es una fe muerta —terminó Vera. No pocas veces había escuchado de labios de su madre aquella frase del apóstol Santiago.

Mamá asintió esbozando una sonrisa.

—Así estaba yo, Vera. Muerta. Muerta en vida —continuó Mamá— Y entonces me encontré con el Señor. No sé explicarlo. Él… me llamó.

Le contó entonces cómo don José María había recomendado su participación en la jmj como parte de la terapia. Le explicó cuánto bien le hizo mantenerse ocupada y conocer a tantas personas que eran de verdad felices porque vivían con los ojos puestos en Cristo. Le habló de la vigilia en el aeródromo de Cuatro Vientos.

—Aquella tormenta lo cambió todo —aseguró.

Guardó silencio un instante y añadió:

—¿Te acuerdas de lo que conté en la conferencia el otro día? —preguntó.

Vera asintió.

—No solo me pidió el talento, Vera. Me pidió la vida. Aquella vida que era muerte.

Volvió a recordar, con lágrimas en los ojos pero una sonrisa inmensa en los labios, cómo se encontró con el Señor aquella noche y ya no quiso —no pudo— dejarlo nunca. Le habló del vacío insaciable que se le abrió en el corazón acabada la jmj y de cómo se sentía como atraída por una extraña fuerza a la parroquia, a la adoración, a Dios. Empezó a encontrar consuelo en la dirección espiritual y —guiada por don José María y por el Espíritu Santo—, por fin, en la confesión.

—Así sí que se puede empezar de cero —concluyó.

Vera la escuchó atentamente pero no fue capaz de articular palabra en todo el relato.

—Nunca tuve intención de engañarte, mi vida. Solo esperaba que fueras lo bastante mayor como para poder encajarlo. Siento que hayas tenido que enterarte así.

Hizo una pausa antes de continuar:

—Pero los errores de mi pasado no justifican los que tú estás a punto de cometer.

Mamá se sujetó la muñeca izquierda con la otra mano y se acarició la cicatriz con el pulgar.

—Mira —le dijo acercándosela a Vera.

Debajo de la cicatriz había tatuada una palabra en latín.

—¿Sabes lo que quiere decir? —preguntó Mamá.

Vera asintió, tragando saliva.

—La única forma de vivir plenamente es cumpliendo la voluntad de Dios. Todo lo demás es un espejismo.

Hizo otra pausa.

—Dios me esperaba a mí cuando abrí de nuevo los ojos en aquel hospital. Esta fue mi respuesta. Desde entonces y para siempre. Por eso la llevo aquí. Por si algún día tengo la tentación de olvidarla.

Vera extendió lentamente la mano y acarició tímidamente la palabra en la muñeca de Mamá. Fiat. El tacto de la cicatriz sobre las venas la hizo estremecerse. Mamá puso su mano derecha sobre la de su hija, apretándola con ternura contra su muñeca.

—Dios te espera ahora a ti en esa decisión, Vera. ¿Qué vas a responderle tú?

Vera rompió a llorar de nuevo. Mamá le acarició la espalda y la acompañó en silencio. Había poco más que decir.

 

Un periodo de tiempo indeterminado después, Mamá se levantó, caminó lentamente hacia la cama, recogió el reloj y las pulseras que había tirado ahí y se dirigió hacia la puerta.

—El pecado promete mucho pero luego se queda en nada. No te dejes engañar —dijo antes de irse.

Vera se levantó del banco, se tiró boca abajo en la cama y siguió llorando hasta que el sueño vino a liberarla de las garras del llanto.

 

 

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