Fiat

Fiat


Fin de Año

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Vera asintió, feliz. Su amiga se la quedó mirando con un brillo extraño en los ojos que Vera no supo interpretar. Hubiera dicho que era envidia de no ser por lo emocionada que la vio cuando, acto seguido, le llegó el turno de relatar su propia irrepetible, insuperable e intensa noche.

Mencía sí lo había hecho. Utilizó un tono de confidencia para describirle los detalles románticos de la velada y cómo Jaime se había preocupado de que ella estuviera cómoda y tranquila en todo momento. Se hizo un poco la interesante antes de contarle los aspectos más morbosos del episodio y adoptó un tono de falsa madurez para confesarle que había sido la mejor noche de su vida y que se sentía totalmente transformada por la experiencia.

—No lo entiendes hasta que no lo haces —alardeó Mencía.

—¿Te dolió? —quiso saber Vera.

—Un poco.

—Tía y ¿no te dio vergüenza? Ya sabes... Todo —dijo refiriéndose a las consecuencias físicas sobre las que tantas veces habían especulado.

—Que va, tía. Es todo muy natural.

Vera estuvo a punto de contestar que no por ser natural tenía que ser necesariamente menos vergonzoso, pero se reprimió. No quería arruinarle sus quince minutos de gloria. La dejó alardear un poco más antes de atreverse a preguntar:

—¿Te arrepientes?

—No.

—¿No te da miedo que... —Vera eligió las palabras con cuidado— algún día se estropee la relación?

—Al contrario —respondió Mencía categóricamente— ahora estoy más segura que nunca de que me quiere.

Se encogió de hombros y, como si fuera la única que sabe de lo que habla, añadió:

—El sexo es lo más íntimo que pueden compartir dos personas: une para siempre.

—Ya, si... —Vera se encogió de hombros también y añadió resueltamente— eso es lo único en lo que estamos de acuerdo.

Vera notó que su amiga no comprendía la profundidad del comentario pero lo dejó correr. No quería iniciar un debate. A cambio, rezó para sus adentros una jaculatoria para que su amiga estuviera en lo cierto sobre los sentimientos del chico.

Mencía continuó su relato dando parte de las últimas horas de la fiesta. Ya en clave de cotilleo, le contó que Bea se había acostado con uno de los amigos de Lucas y que otra de las Malditas Bastardas aseguraba haber visto a Patricia Suárez marcharse en un coche con otro de ellos, pero todavía nadie había podido confirmarlo.

Eran las nueve menos diez cuando Vera dijo:

—Vienes a misa, ¿no? Vamos ya, por si te quieres confesar.

Mencía hizo una mueca.

—Creo que paso —dijo.

—¡Anda ya, tía! Ya que estás aquí... —insistió su amiga.

—Que no, tía. Estoy agotada, me voy a dormir —zanjó.

A Vera le dio pena, pero no quiso importunarla.

—¿Cuándo vuelven tus padres? —preguntó por cambiar de tema mientras caminaban hacia la parroquia.

—Pasado mañana.

—¿Te quieres venir mañana a comer con nosotros? Vamos a un restaurante nuevo —invitó Vera.

Mencía aceptó encantada.

—Última oportunidad —intentó Vera señalando el templo con la cabeza.

Mencía volvió a rehusar la invitación y se despidieron en la puerta de la iglesia hasta el día siguiente.

 

El restaurante era un italiano de ambiente familiar, decorado con buen gusto, que se había puesto de moda y que Mamá había descubierto en una de sus comidas de trabajo. A las niñas les encantaba la cocina italiana por lo que la sugerencia había encajado a la primera para acoger la comida de Año Nuevo. La habían trasladado al día dos porque nadie apostaba por que Vera se levantara a tiempo después de pasar la noche de fiesta.

No era la primera vez que Mencía los acompañaba a comer fuera.

—¿Cuánta gente había en la fiesta? Mi hermana dice que cien, pero no me lo creo —dijo Olivia, que se había sentado al lado de la invitada especial.

Le encantaba la novedad.

—Pues más o menos —contestó la interpelada.

—Mencía, ¿tú tienes perro? —preguntó Valentina.

—¿Qué le vas a pedir a los Reyes? —quiso saber Flavia sin darle tiempo a contestar.

—Chicas, chicas —intervino Papá chasqueando los dedos para captar la atención de las dos pequeñas—. Mencía no está acostumbrada a tener hermanas preguntonas y a este paso no va a querer venir más. No la atosiguéis.

—Que va, si me encanta —terció la invitada. Y con cierta nostalgia, añadió—: Vuestro hogar es tan... luminoso y alegre.

Papá sonrió con ternura y le guiñó un ojo:

—Cuando quieras.

Entre las pizzas y el postre, las dos amigas adujeron alguna excusa absurda y salieron a fumar.

—Pero si mi madre ya sabe que fumas, tía —dijo Vera abrochándose el abrigo. Hacía frío fuera—. Te huele el pelo —añadió.

Mencía puso cara de haber metido la pata.

—¿Me odia? —preguntó.

—¡Cómo te va a odiar! Mi padre también fuma.

—Pero es un adulto, tía.

—Ah, o sea que para fumar si te ves pequeña pero para...

Y se empezó a reír.

—Ay, tía, no empieces...

Y las dos se rieron.

—Tía, ¿y cómo de mono ha sido tu padre cuando me ha guiñado el ojo?

Vera le puso los ojos en blanco. Mencía estaba enamorada platónicamente de Papá desde los ocho años.

—Es tan sexy —dijo por hacerla rabiar.

—Es tan... mi padre —contestó Vera mientras le pegaba de broma, sin hacer fuerza.

Les dio la risa floja.

De repente, Vera se detuvo en seco. Algo en el parking llamó su atención. Aguzó la vista. No estaba segura de lo que creía estar viendo.

—Oye, ¿ese no es...? Ay, Dios...

Ahora sí estaba segura: Jaime estaba a pocos metros de ellas, con el casco en la mano, besando a una chica. Mencía se volvió instintivamente a ver qué miraba su amiga y entonces lo vio también. Se quedó petrificada. Estupefacta. No reaccionaba.

—Vámonos de aquí —dijo Vera.

Le quitó el cigarro de la mano, aplastó la colilla y empujó a Mencía de vuelta al restaurante.

Ya en casa, en el cuarto de Vera, estalló el drama. Mencía lloraba desconsolada, los sollozos casi no la dejaban hablar.

—¡Te mentí! —acertó a decir—. No fue nada romántico.

Vera la miró atónita y expectante. Mencía sorbió y emitió un gemido.

—¡Estaba tan borracha que ni siquiera me acuerdo bien! —reconoció.

Le costó encontrar las fuerzas para seguir:

—Ni siquiera recuerdo cuando se fue... Solo sé que me desperté por la mañana desnuda, sola y con un dolor horrible ahí… —gimió—. ¡Me sentí tan humillada!

Vera no daba crédito. Sintió que le empezaba a temblar el labio inferior.

—¿Y por qué me mentiste? —dijo.

Mencía se tapó la cara con las manos y sollozó.

—No quería que tuvieras razón. Pensé que se me pasaría cuando hablara con él, que me pediría perdón o... —lloró amargamente antes de añadir—: Dios, V… ¡Le he entregado mi virginidad a un tío que se acostó conmigo sin mí y que está besando a otra apenas veinticuatro horas después!

Las palabras desesperadas de su mejor amiga golpearon el corazón de Vera como martillos sobre cristal. Rompió a llorar también y las dos se abrazaron.

Se pasaron toda la tarde llorando.

 

Vera se levantó a la mañana siguiente con una sensación agridulce que le revolvía el estómago. Por un lado, la desagradable situación de su mejor amiga le partía el corazón. Nunca la había visto sufrir así: estaba destrozada. Odiaba que Mencía tuviera que pasar por eso y odiaba aún más que fuera un hecho irreversible pero, al mismo tiempo, era muy consciente de que la que lloraba sin remedio había estado a punto de ser ella y no podía evitar sentirse profundamente agradecida. A Dios, por supuesto, pero también a Mamá. De algún modo, si su testimonio no la hubiera impactado tanto; si sus caídas no la hubieran arrastrado tan al fondo; si el sufrimiento que se escondía en aquellas cicatrices no la hubiera desgarrado de aquella manera y la hubiera hecho reaccionar, ahora podría ser ella la que estuviera necesitada de consuelo buscando desesperadamente una fórmula imposible de volver atrás en el tiempo y deshacer lo hecho. Y Lucas... Sabe Dios cómo hubiera acabado.

Había que ser muy valiente y muy cobarde para intentar quitarse la vida. Pero había que ser solo muy valiente para reconocer la propia debilidad y asumir nuestra miseria ante aquellos cuya opinión tenemos en más estima. No debía de haber sido fácil para Mamá confesarle todo aquello a una hija altiva e impertinente que no ofrecía ninguna garantía de que la fuera a perdonar. Pero aun así lo hizo. Y su testimonio —y la gracia de Dios— había hecho a Vera cambiar de opinión y a Lucas cambiar de vida, como había hecho antes con tantos jóvenes en sus charlas.

Vera lamentó sinceramente haber sido tan dura con ella.

—Papá...

—Dime cariño.

—¿Me puedes llevar al Beato?

—¿Ahora?

Vera empezó a llorar y asintió. Papá la abrazó y, sin hacer preguntas, agarró las llaves del coche al vuelo y la llevó.

El seminarista informó a Vera de que don José María estaba en el despacho pero que había otro de los sacerdotes disponible. Vera negó con la cabeza y pidió permiso para ir a buscarlo. Tenía que ser él. Era evidente que le tenía que pedir perdón a Dios, pero también quería disculparse por cómo le había hablado al sacerdote el otro día. Ni siquiera le había felicitado el año.

El párroco se alegró de verla no sin cierta sorpresa.

—¿Me puedes confesar? —solicitó ella.

A él se le iluminó la cara con una sonrisa de plenitud y contestó con ternura.

—Claro que sí.

Cogió la estola y la siguió hasta el confesionario.

Vera se derrumbó justo después del «Ave María purísima». Le contó todo, desde que intuyó que no debía leer aquel manuscrito encontrado y aun así lo hizo hasta la última mirada de desprecio que había dirigido a su madre, e incluso el pequeño regocijo que había sentido al saberse librada del mal que ahora atormentaba a su mejor amiga. Lloró de remordimiento y de pena. De amargura y de vergüenza.

Don José María la escuchó en silencio hasta el final. Nunca decía nada hasta que ella acababa totalmente de hablar. Cuando lo hizo, dijo en tono triunfal:

—Muy bien, Vera —siempre empezaba así su charla—: Me acuerdo de que hace años, cuando confesé a tu madre por primera vez, le dije esto mismo: que los pecados no son pecados porque a la Iglesia le dé la gana. Son pecados porque nos destruyen —e hizo una pausa antes de añadir—: Creo que ahora tú también te has dado cuenta de que es verdad, ¿no?

La niña asintió al otro lado de la celosía mientras se secaba las lágrimas con un pañuelo de papel que había sacado de su bolso. Esta vez había venido preparada.

—El Señor nos perdona siempre, Vera, por horribles que hayan sido nuestras faltas. Pero la herida que deja el pecado en el alma, no se borra. Hay que aprender a vivir con ella. Y yo creo que Mamá lo ha hecho bastante bien, ¿no te parece? Tienes que dar muchas gracias a Dios.

Después de recibir la absolución, Vera abrió la puerta y salió del confesionario. Don José María salió al mismo tiempo y una vez fuera, le dijo:

—Ven.

Vera lo siguió con curiosidad. Subieron por una escalera cuya existencia desconocía hasta ese momento, atravesaron una puerta que jamás había visto y salieron al campanario. Vera alucinó. Ni siquiera sabía que se pudiera subir hasta allí. Don José María señaló una de las campanas y dijo:

—Mira.

Esculpido en el bronce de la campana mayor, podía leerse: Fiat.

—Tu madre donó las campanas con el beneficio de su primera novela —declaró orgulloso.

Vera las contempló boquiabierta.

—No tenía ni idea —dijo.

—No era una historia que debieras conocer todavía —contesto él.

Permanecieron un rato en silencio mirando las majestuosas campanas. Finalmente, el sacerdote dijo:

—Mamá ha hecho mucho bien, Vera. Tienes que quererla mucho.

Ella asintió y fue meditando estas palabras mientras bajaban del campanario.

Papá la esperaba rezando en la capilla del Santísimo. Vera rezó la penitencia, hizo la visita y ambos salieron.

—He visto las campanas —declaró victoriosa mientras caminaban por el aparcamiento.

Papá le rodeó los hombros con el brazo, la estrechó contra sí y le besó la frente. Fue tan elocuente como si le hubiera dicho con palabras lo contento que estaba por haber recuperado a la hija pródiga.

—Lo siento, Papá —se disculpó ella ya en el coche.— Por todo.

Papá soltó una mano del volante y le apretó la rodilla cariñosamente.

—Ojalá todo lo que tengamos que perdonarte en la vida sean ataques de cólera contra nosotros.

Vera no estaba segura de haberlo entendido bien.

—Sería muy injusto —dijo de todos modos.

—Sobreviviríamos —replicó Papá haciendo un gesto como de quitarle importancia al asunto.

Le revolvió el pelo como castigo y ella se defendió entre risas para evitar que la despeinara. Papá se percató entonces de que volvía a llevar puesto el anillo.

Volvió a concentrarse en la conducción y, después de unos instantes en silencio, se rascó detrás de la oreja y, con toda naturalidad, dijo:

—Ese chico ha tenido mucha suerte.

Vera sonrió tímidamente. Le hacía gracia cada vez que Papá intentaba hablar de chicos. No sabía si se refería a la suerte de haberla encontrado a ella o, más bien, de haber encontrado a Dios por el camino. Era un buen chico, aunque hubiera hecho las cosas mal. Lo importante era que se había dado cuenta y había puesto los medios para corregirse. Estaba dispuesto a cambiar por amor a Dios. Seguro que Dios tenía eso muy en cuenta y lo colmaba de gracias. Como había oído repetir a don José María en tantas ocasiones, «no es santo el que nunca cae, sino el que siempre se levanta». Pensó entonces en Mamá. Había sido capaz de las peores atrocidades en el pasado pero también había dedicado el resto de su vida a dar gloria a Dios sirviendo con fidelidad y rectitud.

—A lo mejor, después de todo, soy yo la que ha tenido suerte.

Papá la miró impresionado y sonrió orgulloso, aunque Vera no estaba segura de si había interpretado todo lo que encerraba el comentario.

Sin darse cuenta, habían llegado a casa. Entraron por la puerta del garaje y subieron al salón.

—¿Has visto lo que ha pasado hoy en el belén? —dijo Papá cuando terminaron la escalera y se encontraron de frente al nacimiento.

La Sagrada Familia regresaba en burro de Jerusalén. San José ya no llevaba la jaula —hecha con alfileres— que contenía las dos tórtolas —hechas con miga de pan— que había llevado como ofrenda al templo, como mandaba la tradición. Mañana por la tarde, a buen seguro, aparecería en el extremo de Oriente el primer paje que hacía de avanzadilla al cortejo real.

Vera miro a Papá, que le sonreía con gesto infantil, y notó que se le nublaba la vista. Se lanzó a sus brazos y lo apretó con todas sus fuerzas.

—Te quiero muchísimo, Papá —declaró.

—Y yo a ti, Pequeña.

 

Olivia les informo de que Mamá estaba en su cuarto. No se encontraba muy bien.

—Será de los disgustos —dijo con retintín mirando a su hermana mayor.

Vera le respondió con una mueca. Papá chasqueó la lengua como signo de desaprobación y Olivia le hizo ojitos con cara de beatitud para ganar su indulgencia.

Sabía que su hermana lo había dicho con el único propósito de fastidiarla, pero no pudo menos que tomarlo en consideración. Mamá no solía enfermar, y la había visto indispuesta más veces desde que empezaron sus desplantes que en toda su vida. Llamó a la puerta.

Mamá estaba sentada en la butaca de su dormitorio haciendo su ratito de lectura espiritual. Se la veía un poco pálida. Vera se acercó y se sentó en el escabel, a los pies de su madre. Ella le dedicó una sonrisa preciosa, pero no se atrevió a decir nada.

—Tenías razón —concedió Vera.

Mamá la miró, esperando que añadiera algo que le aclarara a qué se refería.

Vera le contó el drama de Mencía, aunque omitió los detalles que resultaban más humillantes en un intento de preservar la malograda honra de su amiga. Mamá cerró un instante los ojos. Cuando los volvió a abrir, dijo:

—Lo siento mucho.

A Vera la pilló un poco desprevenida. Se había preparado para una serie de «lo sabía» y «te lo dije», pero no esperaba sus condolencias. Había sinceridad y tristeza en su mirada. Se dio cuenta de que Mamá no se había enfrentado a ella por el afán de tener razón, sino porque de verdad estaba convencida de que solo había un camino correcto. Le pesó haber dudado de ella.

—¿Crees que Menci estará bien? —preguntó Vera en busca de algún consuelo.

Mamá asintió con ternura.

—Con la ayuda de Dios. Y la de su mejor amiga.

Estiró la mano y le acarició la mejilla.

—Me siento responsable de esta tragedia —declaró la hija con cierto dramatismo.

—No ha sido culpa tuya —consoló la madre.

—Ya, pero se supone que yo era la más centrada de las dos. Si hubiera sido más firme...

Dejó el resto de la frase en el aire. Mamá se encogió de hombros como indicando que nadie sabía cuales hubieran sido las consecuencias de tal hipótesis. Guardaron un instante de silencio.

—Lo he estropeado todo —se lamentó Vera.

—No ha sido culpa tuya —insistió Mamá.

—¡Anda que no! ¡Hasta te he hecho enfermar! —se culpó.

Al decir esto último, se le escaparon unas lagrimillas. A Mamá, en cambio, se le escapó una risita. Vera escondió la cara entre sus rodillas y sollozó.

Mamá le cogió la cara con las dos manos y se inclinó hacia ella:

—No, mi vida, mírame, mírame: no estoy así por ti.

—No, qué va —lloriqueó ella.

Mamá se rio otra vez.

—De verdad —insistió.

Vera la miró entre confundida y preocupada.

—¿Y entonces?

Mamá se puso misteriosa de repente, miró a ambos lados como para cerciorarse de que no rondaba nadie por allí, dirigió a su hija una mirada de complicidad y, como la que planea una gran travesura, ordenó:

—Cierra la puerta.

 

Por la tarde, Mamá ya se encontraba mucho mejor. Llevaron a las niñas al cine. Vera los acompañó hasta el centro de ocio pero no quiso entrar a la peli.

—He quedado con Jacobo —explicó—. Creo que también le debo una disculpa.

—¿Es tu novio? —preguntó Flavia.

—¡No, loca! Es tu primo —le respondió haciéndole cosquillas.

—¿Cómo se llama tu novio? —siguió la pequeña.

Vera se rio, entre divertida y avergonzada. Miró a sus padres, como buscando un gesto de aprobación. Los dos la miraban con expresión divertida, esperando ver cómo salía del apuro. Ella se mordió el labio inferior para reprimir una risita nerviosa y finalmente contestó:

—Se llama Lucas.

—¿Y cuándo va a venir?

Vera se dispuso a zanjar el asunto con una broma cuando oyó a su padre decir:

—Eso, Peque, ¿cuándo va a venir?

Esa no la había visto venir. Miró a su padre ruborizada, con la boca abierta, forzando una expresión de «de ti no me lo esperaba».

—Sí, ¡que venga! ¡Que venga!

Valentina y Flavia saltaban ahora en el hall de la sala de cine gritando como groupies en un concierto. Olivia se desternillaba de la risa apoyándose en Mamá, que también se reía.

Vera intentó hacerlas callar sin éxito. Cuando recurrió a su padre en busca de apoyo, este puso cara de fingida inocencia, consultó su reloj y dijo:

—La peli dura dos horas —y encogiéndose de hombros, añadió—: Madrid no es tan grande.

Cuando la sesión acabó, Vera y Lucas estaban sentados en las gradas del Diversia. Jacobo se había marchado en cuanto este llegó, aunque se habían saludado con cortesía. Vera le había puesto al día y había consentido en darle un voto de confianza, aunque aquello no impidió que le lanzara una mirada desafiante mientras se despedía con un «tened cuidado», que sonó más a amenaza velada que a recomendación paternal.

Lucas no se lo tomó a mal, al contrario:

—Si fueran mis hermanas, yo habría hecho lo mismo —lo justificó cuando Vera intentó disculparle.

Tampoco se tomó mal la repentina encerrona familiar. No se sintió violento ni estaba nervioso. Vera sí. Le sudaban las manos pese al frío que hacía e intentaba prevenir a Lucas sobre cuál de sus hermanas metería la pata. Él la contemplaba divertido por la evidente incomodidad que le generaba el encuentro.

Pero cuando la familia se reunió al fin, todo fluyó con la más absoluta normalidad: se produjeron las presentaciones, se intercambiaron comentarios sobre la película y el tiempo, se cursaron invitaciones a comer que fueron educadamente aceptadas e incluso se diría que hubo química entre Lucas y Flavia cuando este le hizo un cumplido sobre sus orejeras de corazones.

Vera se admiró de la madurez con la que su novio se desenvolvía ante su familia y de la seguridad y firmeza con la que estrechó la mano de su padre, mirándole a los ojos y desplegando aquella sonrisa verdaderamente encantadora. Ojalá Papá no hubiera orquestado el encuentro para ahuyentar al chico, porque lo único que había conseguido era que su hija se enamorara todavía más de él.

Se despidieron en la entrada del parking y Vera volvió a casa con su familia, que se pasó toda la cena chinchándola con el asunto del novio. ¿Qué iban a hacer? No estaban acostumbrados. Pero, bromas aparte, a todos —especialmente a Flavia— les había encantado.

 

La vida parecía haber vuelto a la normalidad para el viernes cuatro de enero. Excepto en los colegios católicos, que disfrutaban de vacaciones hasta después de Reyes, se reanudó la jornada laboral y las calles poco a poco recuperaron el ritmo habitual de tráfico y ruido.

Vera pasó la mañana con sus hermanas y, por la tarde, se incorporó de nuevo a ballet. Su regreso fue como un jarro de agua fría. Sus compañeras no volvían de París hasta el domingo y tuvo que acoplarse sola en la clase de las mayores. No conocía a nadie. Al principio, le parecieron todas unas imbéciles estiradas, pero luego comprendió que su desfachatez se debía, seguramente, a los nervios: hoy tenía lugar la audición para el curso de verano en el American Ballet. Los nervios eran más que comprensibles. El curso de verano en Nueva York era el sueño de cualquier bailarina de la escuela. Solo había tres becas completas que irían a parar a las mejores zapatillas de entre las sesenta alumnas de último curso. Conseguir una era prácticamente la única manera de asegurarse un futuro profesional en el mundo del ballet.

Una de las secretarias de la escuela vino a decirle que si quería podía practicar sola en una de las aulas vacías, pero pidió permiso para mirar y se lo concedieron.

El representante del American Ballet encargado de la selección llegó flanqueado por la directora de la escuela y la jefa de estudios de último curso. Se acomodaron en una mesa que había sido dispuesta a tal efecto y dieron comienzo a la prueba. La verdad es que no era sencillo elegir: había bailarinas francamente buenas en ese curso. Vera desconfió de su propio criterio porque la selección de diez finalistas del responsable no coincidía con la que ella hubiera hecho más que en dos. Vio a varias de las chicas llorando fuera al otro lado del cristal insonorizado de la clase. Empezó la segunda vuelta y Vera se sorprendió a sí misma conteniendo el aliento durante la actuación de su favorita. La había tratado fatal hacía menos de una hora, pero su técnica superaba con creces la de las demás y dominaba los movimientos con una maestría indiscutible.

Acabó la segunda ronda. El americano tomó unas notas, se levantó y paseó por la sala dubitativo. Reparó entonces en Vera que estaba sentada en el banquillo, vestida para la práctica y con su bolsa estampada de Degas comprada en el met[7] a los pies. Se acercó a ella señalando la bolsa y le preguntó en inglés si le gustaba Nueva York. Ella le sonrió instintivamente y asintió. Le contestó en perfecto inglés que había estado el verano pasado con su familia. Él le preguntó qué era lo que más le había gustado. Ella le dijo que de lo que tenía un recuerdo más bonito era del Empire State Building, pero que lo que más le impresionó fue el Lincoln Center.

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