Fiat

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Primer domingo de Adviento

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—Lo que es pecado no es tomársela en sí. El pecado es impedir la vida. Si te la tomas porque te la manda el médico pero no estás en circunstancias de concebir no creo que sea pecado. Pero si, por ejemplo, te la estuvieras tomando por prescripción médica y te casaras, creo que la deberías dejar de tomar porque permitir la vida sería más importante que el que tú fueras regular, ¿no crees?

—Yo no quiero tomarla de ninguna manera. Por si acaso.

—Vas a estar bien, ya lo verás —la animó Mamá.

—¡Así que Vera ya tiene edad de venir a verme! —la doctora Lara apareció sonriente en la puerta de la sala de espera. Vera se puso rígida. Mamá la cogió por los hombros, mientras se levantaba y repitió:

—Vas a estar bien.

Y pasó a la consulta.

Salió al cabo de una media hora que a Vera le pareció una eternidad. Sonreía e intercambiaba miraditas con la doctora.

—¿Estás bien? —preguntó Vera.

—Por lo visto, sí.

—Yo no voy a tardar tanto, ¿verdad? —dijo con tono de preocupación.

—No. Es que lo mío se ha... complicado un poco. Pero tú estarás fuera en un santiamén. Te lo prometo.

Y Vera se perdió por el pasillo por el que siguió a la doctora Lara hasta su consulta. Justo antes de entrar, en un rápido movimiento, se santiguó y cerró los ojos pensando en la nueva colección de Bimba&Lola.

 

El sábado a las diez Vera tenía que estar en Conde de Orgaz.

—Solo nos han invitado a Mencía y a mí, ¿entiendes? De todo el colegio —le justificó a Papá cuando este le hizo notar la fecha—. Tengo que ir —sentenció.

La fecha era ni más ni menos que el Real Madrid-Sevilla.

Papá, como toda su familia, era madridista acérrimo. Él y los tíos tenían entre todos un palco en el Bernabéu. De pequeños, Papá y sus hermanos habían tenido abonos y solían ir a los partidos pero los palcos era como algo reservado para los ricos o los patrocinadores. Sin embargo, ahora la mayoría de la gente prefería ver los partidos en 3D 360º porque se apreciaban los detalles mucho mejor y era más cómodo, así que hacía unos años el Club había puesto algunos palcos a la venta a un precio muy apetitoso y Papá y los tíos, que adoraban el Bernabéu, aprovecharon para comprar. A Vera le encantaba el fútbol y solía ir con Papá al estadio casi siempre que había partido. Allí se juntaban con los primos y los hermanos de Papá y se lo pasaban en grande. Vera, como era tan sociable y extrovertida, lo vivía con mucha intensidad y era la que más animaba el ambiente, vitoreando a los jugadores, abrazando a todo el mundo cuando marcaban y haciendo grandes aspavientos cuando había faltas o amonestaciones. En eso era igual que Mamá. Solo que Mamá era del Sevilla.

Eso era, de por sí, algo totalmente inexplicable porque los primos de Sevilla eran todos del Betis, pero Mamá era totalmente sevillista y, no se sabía muy bien cómo, se lo había contagiado a Olivia y a Valentina, que apoyaban también al club hispalense. Flavia aún no había manifestado su predilección aunque, como estaba en la fase de princesas, Vera y Papá intentaban atraerla con la excusa de que su escudo llevaba corona.

Los Real Madrid-Sevilla eran uno de los acontecimientos más esperados de la temporada en casa. Era el único partido al que iban todos juntos. Mamá y las pequeñas se vestían del Sevilla pese a que el palco estaba en, como ella decía, territorio comanche. El año pasado, incluso —pese a que Papá había defendido la neutralidad de la benjamina— Mamá se las ingenió para que, casualmente, Flavia fuera ese día vestida de rojo y blanco.

Aquello había encendido la mecha y llevaban todo el año haciendo bromas y planeando la venganza para el próximo encuentro.

La cosa estaba calentita. Los palanganas[2] eran los vigentes campeones de Liga y, de momento, lideraban la clasificación con tres puntos más que el Real Madrid.

—Es ahí —señaló Vera.

Una verja cubierta con arizónicas delimitaba el perímetro de la finca impidiendo a los viandantes ver el interior de una de las exclusivas casas de Conde de Orgaz. De hecho, la única razón que hizo a Vera pensar que era ahí era que Mencía estaba de pie en la puerta, esperándola sin atreverse a entrar.

—¿De quién has dicho que era la casa? —preguntó Papá mientras Vera se atusaba el pelo.

—La fiesta es de Bea Casas pero la casa es de Blanca López de Ayala, que es su mejor amiga.

Dicho esto, besó a Papá en la mejilla y se bajó del coche. Sin cerrar todavía la puerta, se agachó y, forzando un gesto infantil, le dijo:

—¿Me vas a echar de menos?

—No puedo creer que me dejes solo en esto, Peque —contestó Papá exagerando un suspiro—. Pero lo entiendo: te haces mayor.

—Ay, Papi —dijo volviendo a entrar en el coche poniendo las rodillas sobre el asiento del copiloto y abrazándose al cuello de su padre mientras le besaba en el pelo—. Espero que al menos ganemos. ¡Hala Madrid! —gritó levantando los dos brazos una vez fuera del coche mientras cerraba la puerta.

—Vendré a buscarte a las dos, ¿vale?

—Te quiero, Papi.

—Diviértete. ¡Adiós, Mencía!

Las chicas saludaron con la mano al coche que se alejaba y se abrazaron.

—Me encanta tu padre, es tan mono —dijo Mencía.

—Sí que lo es. ¿Tú cómo has venido?

—Le he cogido a mi padre pasta para el taxi.

Llamaron a la puerta y sonó un mecanismo que indicó que podían pasar. Había una zona ajardinada delante de la casa, a través de cuyas ventanas veían ahora multitud de siluetas en movimiento. La puerta de la vivienda se abrió dejando salir el eco de la música que sonaba en el interior y risas.

—Me ha dicho Bea que habrá gente de la uni. El lunes vamos a ser las reinas del cole, ya lo verás —susurró Mencía al tiempo que subían los tres peldaños que daban acceso a la casa.

Había mucha más gente de la que Vera había imaginado que habría.

El salón de la casa, bastante amplio, parecía un pub, con grupitos de gente de pie tomando copas, riéndose ruidosamente por encima de la música que se oía de fondo. La casa tenía dos plantas y había personas sentadas en la escalera.

Bea Casas apareció de repente y se abrió paso hasta donde ellas estaban.

—¡Chicas! —gritó. Y súbitamente bajó el tono de voz y les susurró—: No he dicho vuestra edad.

Y les guiñó un ojo como si les hubiera hecho con esto el favor de sus vidas.

—Pero no os quedéis ahí, pasad.

Las dos chicas se integraron en el barullo. Una escandalosa risa atravesó la habitación. Vera miró instintivamente a ver qué causaba tanta gracia. Dos chicas, sentadas en las escaleras, se reían de algo que contaban tres chicos que permanecían de pie frente a ellas. Vera aprovechó el giro para echar un vistazo al público del salón. Unos cuantos chicos, suponía que mayores, charlaban animadamente con chicas arregladas para parecer mayores. Algunas caras le sonaban del colegio. La mayoría, no.

Se giró de nuevo hacia su amiga y aproximándose a ella, le dijo:

—¡Hay chicos!

—Ya, ¿no es genial? —respondió Mencía.

—Pero mis padres creen que no va a haber chicos —objetó Vera preocupada.

—Si lo hubieran sabido, no te habrían dejado venir.

—Ya, tía, pero sabes que yo no les miento.

—Por eso tú tampoco lo sabías —replicó Mencía con sonrisa victoriosa. Y agarrando los hombros de Vera añadió—: Relájate. Estamos en unas copas de Bea Casas en casa de Blanca López de Ayala con chicos universitarios, ¿sabes lo que va a significar esto el lunes en el colegio?

Vera asintió y se integraron en uno de los grupos de conversación.

La primera hora pasó más o menos rápida. Una chica contaba anécdotas de un viaje de voluntariado a Malabo. Eran divertidas pero la verdad es que en su boca sonaban un poco pedantes. Vera tenía el móvil en la mano y lo miraba constantemente.

—¿Se puede saber qué haces? ¿Quién te escribe? —curioseó su amiga en un momento dado.

Vera apartó el móvil antes de que Mencía pudiera verlo pero lo mantuvo en la mano. Cruzó los brazos para disimularlo.

Vera encontró su hueco en la conversación, que se estaba volviendo casi un monólogo, cuando el tema fue a parar a Nueva York. Por lo visto, Bea Casas iba a ir con sus padres en verano. Vera se permitió recomendarle un par de sitios y rápidamente captó la atención de todo el mundo.

—Me muero por pisar Tiffany’s —suspiró Bea provocando un asentimiento general y la confirmación por parte de Vera de que la idolatrada joyería neoyorquina, sin duda, superaría sus expectativas.

De repente, reparó en el anillo que llevaba puesto Vera.

—¿No será...?

Vera sonrió triunfante acercándole la mano para que pudiera ver su preciosa sortija de Tiffany’s.

—Me la regaló mi padre, por mi quin… cumpleaños —se corrigió justo a tiempo.

—¡Es ideal! Cuéntame más, Vera, ¿fuiste con tus padres? ¿En qué hotel os alojabais?

Y Vera siguió explicando sus impresiones sobre Manhattan.

Una vibración en su móvil la hizo distraerse un segundo, hábilmente aprovechado por otra chica que clamaba por ser el centro de atención y rápidamente se hizo con el control de la conversación. Vera consultó la pantalla e instintivamente se mordió el labio inferior con gesto de contrariedad.

—Jode un gol en el minuto noventa, ¿eh?

Una voz masculina sonó justo detrás de la oreja de Vera haciendo que se le erizara la piel de todo el cuerpo. Se volvió. El chico más guapo del mundo se encontraba ahora frente a ella.

—¿Tienes GolTV en el móvil? No he podido evitar fijarme en que estabas siguiendo el partido. Es poco habitual en una chica.

Vera se sonrojó y agachó la mirada.

—Toda mi familia está en el Bernabéu ahora mismo —dijo.

—No parece que te hayas perdido mucho —consoló el chico.

—No. Solo a mi madre y mis hermanas machacando a mi pobre padre.

—¿Son sevillistas? —se extrañó—. Por cierto, yo soy Lucas, ¿tú eres?

—Vera.

—Un placer. ¿Eres de Medicina?

—Qué va. Todavía estoy en el colegio.

Vera contestó por instinto. Notó que la mirada reprobatoria de Mencía le perforaba la nuca y fue consciente de que al menos parte de su anterior grupo de conversación estaba pendiente de su nuevo interlocutor.

—¿En serio? —El tal Lucas la miró con incredulidad—. Nunca hubiera dicho que eras menor de edad a juzgar por tu aspecto.

—Yo nunca hubiera dicho que tú eras mayor de edad a juzgar por el tuyo —replicó ella.

El chico se rio de la ocurrencia y entablaron conversación. Vera se sintió interesante y se supo el blanco de todas las miradas. Estuvieron unos diez minutos hablando antes de que al chico le sonara el móvil, se excusara y saliera de la habitación para atender la llamada. Al segundo siguiente, Vera tenía a no menos de cuatro chicas a su alrededor.

—Tía, que fuerte, ¡te ha hablado Lucas Estrada! —dijo Mencía abrazándola.

Rápidamente, Bea Casas tomó el control de la situación:

—¿Qué te ha dicho? ¿De qué habéis hablado?

—De nada en especial: fútbol, mi familia, no sé…

—¿Él qué te ha dicho?

—Que estudia Medicina, que es del Madrid, tiene tres hermanas, sus padres también son médicos…

—Bueno, bueno, Vera: tu primera fiesta universitaria y te habla el tío más deseado de la uni. Creo que prometes.

Vera no entendió muy bien el comentario de Bea pero sintió como si hubiera aprobado un examen sorpresa.

—Ven, que te presento a unas amigas —dijo Bea tendiéndole la mano para atravesar el pasillo que las llevaría a la cocina. Antes de enfilar el pasillo, apenas había dado dos o tres pasos, se volvió y dijo—: tu amiga, si quiere, también puede venir.

 

La cocina era inmensa y blanca, aunque habría conocido días de mayor limpieza y orden. Tenía una isleta rectangular en el centro, con utensilios de acero inoxidable colgando del techo. A Vera le recordó un poco a un quirófano.

Alrededor de la mesa, tres chicas sentadas en sendos taburetes también de acero inoxidable parecían diseccionar verbalmente alguna pobre víctima con copas en la mano y una fuente de alguna variedad de aperitivos salados que solo simulaban comer.

—Sabía que estaríais aquí —dijo Bea al entrar. Se volvió hacia sus nuevas acompañantes y añadió en un susurro—: Es como nuestro cuartel general en las fiestas.

Presentó a Vera y Mencía como si fueran fichajes de la nueva generación. Las chicas, Blanca López de Ayala —a la que conocían del colegio y que aquella noche ejercía de anfitriona—, María del Castillo y Alba Cavestany les dieron dos cariñosos besos a cada una y las invitaron a sentarse en torno a la encimera de operaciones. Era curioso que, pese a que el contexto no podía ser más informal, se presentara a todo el mundo con apellidos. Juntas, se hacían llamar las Malditas Bastardas. A Vera le llamó la atención que hubieran elegido un apelativo cariñoso tan aparentemente peyorativo y se preguntó qué tipo de consejos podían recibirse de unas amigas que orgullosamente se denominaban así.

Las dudas se le pasaron pronto porque enseguida vio que las chicas eran exactamente igual que sus propias amigas solo que un poco mayores. Vera estaba acostumbrada a tratar con universitarios porque hacía mucha vida con sus primos y, como Papá era el pequeño de ocho hermanos, casi todos eran mayores. Algunos eran más o menos de la edad de Vera o de la de las hermanas —aunque Flavia era la menor de todos los primos— pero la mayoría eran mayores que ella y estaban en la universidad o ya trabajando una vez graduados. De hecho, la prima mayor era solo cinco años menor que el propio Papá y ya estaba casada y tenía sus propios hijos. Por eso, a Vera no se le hacía raro tratar con chicos mayores y se integró rápidamente en la conversación.

Las chicas les pidieron las coordenadas, a saber: radiografía de la familia —nombre y profesión de los padres y número de hermanos—, barrio de residencia, colegio, centro de formación y estado civil. Superados sendos interrogatorios, Blanca —que había estado manipulando ingredientes en el otro extremo de la encimera— les acercó un par de mojitos en lo que parecía la consumación de un invisible ritual de iniciación a la amistad adulta y el grupo pareció acoger a las neófitas en su seno. La charla se animó, liderada por Alba Cavestany, dando un repaso a todos los invitados como para poner al día a las recién llegadas.

Vera se sintió integrada y especial al mismo tiempo. Acababan de avanzar de golpe tres o cuatro peldaños en el escalafón social. Salir con chicas mayores ya garantizaba el éxito social; tener acceso a fiestas en las que había chicos universitarios las convertiría en las más interesantes del colegio, pero ser amadrinadas por Bea Casas y Blanca López de Ayala ya era lo máximo a lo que se podía aspirar con quince años. No daba crédito a que ser aceptada en su reducido y aparentemente inaccesible círculo hubiera sido tan fácil. Tampoco sabía cuánto de este repentino interés era altruista o se debía al supuesto interés de Bea por Jacobo. En cualquier caso, Vera estaba encantada y no podía esperar a que acabara la fiesta para comentar con Mencía todos los detalles y planear su llegada triunfal al colegio el próximo lunes.

—¿Sabéis quién se le acaba de presentar a Vera? —lanzó Bea, de repente, como si se acabara de acordar.

Un fugaz silencio dio a entender que ninguna se atrevía a suponer un nombre.

—Lucas Estrada.

Aquello provocó una pequeña revolución en el aquelarre de la cocina y las chicas lanzaron una batería de preguntas, interrumpiéndose unas a otras y sin dejar a la interrogada tiempo para contestar. Vera le había dado tan poca importancia al encuentro que no se le había ocurrido considerar el episodio como una de las claves de acceso a su nuevo grupo de madrinas de élite. Rápidamente se dio cuenta de que el encuentro con Lucas, aunque para ella había sido del todo fortuito, le proporcionaba un pase VIP al mismo centro de atención de las autodenominadas Malditas Bastardas. Consciente de ello, se hizo la interesante y adornó un poco la conversación con el chico.

Apenas había tenido tiempo de reproducir la edulcorada conversación cuando las Malditas Bastardas ya habían puesto en pie una teoría según la cual Lucas había quedado prendado de la frescura y juventud de Vera y era cuestión de horas —o copas— que pasara a la fase de acoso y derribo, lo cual había inmediatamente desencadenado el debate de si ella debía esperar la acometida o sorprenderlo en ataque.

Vera sintió que el asunto se le iba un poco de las manos, pero temió hablar por si decía algo que rompiera el encantamiento que tan oportunamente la había convertido en foco de atención de la élite universitaria. Hablaban de otras chicas con las que había estado Lucas. De la conversación se deducía que Bea era, de hecho, una de ellas. No era tan fácil deducir, sin embargo, qué grado de intimidad suponía haber «estado».

—¿Cuánto tiempo estuvisteis saliendo? —se atrevió a preguntar Vera.

—No, no llegamos a salir. Solo nos acostamos un par de veces.

Lo dijo así, sin más. Como quien habla de ir al gimnasio.

Vera se quedó atónita. ¿Bea se había acostado con Lucas?

Bea debió de notar su estupefacción y dijo:

—¿Qué? ¡No pensarías que soy virgen!

Vera se encogió de hombros.

—¡Venga ya!

Ahora la perpleja parecía la propia Bea.

—¿Quieres decir que tú... todavía tienes el carnet de Virgo? —interrumpió la pregunta como con una risita de incredulidad que confirió a la posible respuesta afirmativa un ligero matiz de humillación.

Vera no contestó, pero su silencio fue más elocuente que cualquier monosílabo.

—Ten en cuenta que ellas solo tienen, ¿cuánto? ¿Quince años? —intercedió Blanca dirigiéndoles una mirada compasiva.

—Ni te imaginas las cosas que hacía yo con quince años —intervino Alba.

Vera despertó de su estado de shock y pasó a una peligrosa mezcla de sorpresa, desprecio y vergüenza. ¿Que solo tenía quince años? ¿Pero desde cuando el sexo era una cuestión de edad? Además, tenía casi dieciséis.

—Pero... —titubeó como tratando de encontrar las palabras adecuadas para formular lo que estaba pensando— no estáis casadas —dijo al fin.

La cocina estalló en carcajadas.

Al decir la palabra «casadas», Vera había gesticulado con el dorso de la mano hacia las chicas como para señalar que no tenían alianza. Bea reparó entonces en el anillo de Tiffany’s que le había enseñado previamente en el salón y del que contó que había sido un regalo de su padre.

Le cogió la mano como poseída.

—No será esto un anillo de...

Vera apartó la mano y la escondió entre las rodillas. Las chicas se miraron y la carcajada estalló de nuevo aún más estrepitosamente que antes.

Vera notó que le temblaba el labio inferior. Sus hermanas pequeñas hacían eso justo antes de empezar a llorar. Apretó los dientes. Se sintió patética y ridícula, como una niña haciendo el payaso para entretener a los mayores. Buscó la mirada cómplice de Mencía pero esta estaba muy ocupada en no levantar la vista del vaso, que sujetaba innecesariamente con las dos manos. Tenía los nudillos blancos.

—Estás tan desarrollada que no pensé que fueras tan ingenua —le dijo Bea cuando al fin amainó la carcajada general.

—Pero vosotras también sois católicas… ¡Se supone que no debéis hacerlo hasta el matrimonio! —se defendió Vera.

Por un absurdo momento, sintió como si la vida de todas dependiera de una lección a cuya explicación solo ella había atendido, pero rápidamente quedó claro que el problema no era el desconocimiento de la norma.

Bea Casas se levantó de su taburete, apuró su bebida, rodeó la isleta en torno a la cual estaban sentadas para acercarse a Vera y tomándola por los hombros le espetó:

—Mira, Vera, la cuestión no es serlo sino parecerlo. Hay dos tipos de católicas: las que llegan vírgenes al matrimonio y las muy putas. Es evidente que ninguna somos vírgenes o nuestras fiestas no estarían llenas de tíos como Lucas Estrada. Tú decides si quieres seguir siendo la niñita de papá hasta que te cases o madurar y abrir los ojos al mundo real.

Se dirigió a la puerta por la que habían entrado un rato antes y, sin volverse, dijo:

—Volvamos al salón. Tanto hablar de castidad me ha puesto cachonda.

Las Malditas Bastardas se levantaron a la vez y la siguieron hasta el salón, donde se unieron al bullicio que llegaba a través del pasillo. La cocina se sumió en una atmósfera extraña pese a que ya solo quedaban las dos niñas.

Mencía se levantó del taburete que ocupaba. Se desabrochó un botón más de la camisa, se recogió la melena en una coleta alta y, sin mediar palabra, salió por la puerta de la cocina en dirección al salón.

 

Papá detuvo el coche en el mismo punto en que se había despedido de su hija mayor menos de veinte minutos después de recibir el mensaje de Vera. Ella entró en el coche y besó a su padre en la mejilla.

—¿Cómo ha ido la cosa? —preguntó ella nada más subir.

—Insoportable —dijo él cerrando los ojos—. ¿Estás segura de que quieres volver?

—Totalmente.

Papá arrancó y volvió a incorporarse a la circulación.

—No sabes lo que te espera. Creo que Flavia nos ha abandonado definitivamente.

Papá notó inmediatamente que algo no iba bien pero quiso dejar unos instantes por si Vera quería iniciar la conversación. No lo hizo.

—¿Qué tal la fiesta?

—Insoportable —remedó Vera.

—¿No serían sevillistas? —bromeó Papá.

—No.

Vera notó que le temblaba el labio otra vez.

—Eran peores.

Y rompió a llorar.

—Había chicos —balbuceó entre sollozos.

Papá tensó los brazos sobre el volante. Cogió aire como buscando las palabras para formular la pregunta.

—¿Alguno te ha... dicho alguna tontería?

—No...

Vera seguía llorando desconsoladamente escondiendo la cara entre sus manos. Papá estiró el brazo y le puso la mano en la nuca, por encima del pelo, que ahora le caía a ambos lados de la cara.

—Peque, mírame.

Vera levantó la cara lentamente sin dejar de sollozar.

—¿Ha... pasado algo?

A Mamá parecía tenerla calada, pero cuando se trataba de sus hijas Papá olvidaba con facilidad que eran todas amantes del drama y que habían heredado por vía materna una generosa capacidad para la exageración, especialmente de lo malo. Vera se dio cuenta de lo que su padre estaba pensando y negó con la cabeza.

—No. Pero, Papá, son todas unas falsas y unas mentirosas. No se han enterado de nada. ¡De nada!

—Pues hay que pedir por ellas.

La respuesta pareció no convencer a Vera y bajando el tono como para confesar un delito escandalosamente grave, añadió enfatizando cada una de las palabras:

—Se acuestan con chicos.

Papá tragó saliva, lo que Vera interpretó como algo malo y se apresuró a excusarse:

—Te prometo que yo no sabía que iban chicos. Lo siento, de verdad. No pienso volver a salir nunca más.

—Algunos no somos tan malos.

—¡Ya! Pero ellas son horribles, ¿no te das cuenta? Se dicen católicas pero lo hacen sin estar casadas y ¡no se arrepienten!

Se hizo un silencio solo interrumpido por el sonido rítmico de los intermitentes. Estaban ya casi llegando a casa.

—Dicen que soy una ingenua, que todas lo hacen.

El silencio se hizo denso.

—¿Papá?

Lejos ya la luminaria de la M-30, Vera no podía verle la cara.

—Tú dijiste que el sexo está reservado para el matrimonio y que tenemos que respetar eso aunque los demás no lo hagan porque somos cristianos coherentes. ¿Eso es verdad?

—Claro que es verdad —la voz de Papá sonó más rotunda en la oscuridad de la noche.

—¿Entonces? —insistió Vera.

—Entonces... con más razón hay que pedir por ellas.

La puerta del garaje se abría lentamente, dejando ver el interior de la casa desde la calle. Había luz en las ventanas y se intuían siluetas en el interior. Vera se alegró de haber vuelto a casa antes de que su madre y sus hermanas se hubieran dormido.

Aunque fuera para que le restregaran la victoria del Sevilla.

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