Fiat

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Tercer domingo de Adviento

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Mamá emitió un gritito ahogado y se tapó la boca con la mano.

Se oyó a Papá llamarla desde abajo. Ambas ignoraron la llamada.

—¡Ay, Mamá! ¿Crees que le gusto?

Mamá sonrió y le acaricio el pelo. Parecía emocionada.

—Cariño: es imposible que no le gustes.

Vera aplaudió nerviosa.

—¿Te ha acompañado a casa? —quiso saber.

—Me ha traído en coche.

—¿En coche?

Mamá emitió otro gritito.

—¿Y cómo os habéis despedido?

Cualquiera diría que Mamá había estado en el coche. O en otros coches.

Vera apretó los dientes y arrugó la naricilla. Mamá la miraba expectante.

—Nos hemos dado dos besos. Bueno uno...

Mamá se llevó otra vez la mano a la boca.

—¡No, pero no es lo que crees! —se apresuró a aclarar Vera.

Papá volvió a gritar el nombre de Mamá desde abajo. Esta vez ella contestó que bajaba enseguida.

—Mamá, espérate un momento. Si total siempre llegas tarde, un día más no pasa nada, ¿no ves que te necesito?

Vera prosiguió con la explicación.

—Nos estábamos dando dos besos y nos hemos quedado un momento así como... —hizo el gesto de proximidad con las manos —pero entonces han aparecido unos faros, que sería Papá o un vecino o ¡yo que sé! Me he puesto súper nerviosa y he salido corriendo.

Forzó un suspiro dramático. Mamá la abrazó. Estaba casi más histérica que Vera.

Papá llamó por tercera vez. Ahora sí sonaba exasperado.

—Me tengo que ir, mi vida. Pero mañana hablamos.

—Ok.

—La cena está en el microondas. Valentina tiene arroz blanco que tiene la tripa regular.

—Ok.

—Echa la llave.

—Que sí.

Mamá se la quedó mirando, como en una pausa dramática y teatralizó:

—Ay, Vera… ¡Que te va a salir novio!

—¡Anda ya! ¡Vete ya! —Dijo empujándola fuera de la habitación entre risas—. Ha sido culpa mía, Papi: no la regañes —gritó Vera por el hueco de la escalera guiñándole un ojo a Mamá mientras bajaba.

 

De repente, le pareció que hacía una eternidad de aquellas risas con Mamá.

—¿Y bien?

Mencía esperaba ansiosa los detalles de la cena del sábado sentada a los pies de la cama de su mejor amiga.

Vera le contó que Lucas la recogió en casa a eso de las nueve. Había elegido un conjunto informal pero con un toque sofisticado para parecer mayor aunque no demasiado arreglada y, sobre todo, que pegara con sus espectaculares botines nuevos de tacón alto. Había estado esperando una ocasión propicia para estrenarlos. Quería impresionar a Lucas y se sentía extraordinariamente femenina y segura de sí misma con aquel taconazo.

Lucas también estaba guapísimo. Tenía mucho estilo vistiendo, lo cual no hacía sino multiplicar puntos a ojos de las chicas. Fueron a una pizzería, que Vera describió generosamente con un poco más de lujo del que estrictamente le correspondía, y después cruzaron a un local de moda entre los universitarios a tomar un cocktail.

—Dieron por hecho que era mayor de edad, tía. ¡Ni siquiera me pidieron la huella dactilar! Lucas estaba alucinado —presumió Vera.

Vera se entretuvo en contarle a Mencía los pormenores de la conversación recreándose en los detalles. Le gustaba contar las cosas así. Su interlocutora, sin embargo, le urgía para que se saltara los prolegómenos y fuera directamente a los detalles escabrosos, que parecían interesarle más que el hecho de que congeniaban muy bien y tenían bastantes intereses en común.

Así, Vera omitió que le había parecido un chico muy popular porque conocía a mucha gente y que insistió en invitarla a una segunda ronda pese a que las bebidas eran carísimas en aquel sitio, y pasó directamente a contarle cómo, de regreso a casa, el ritmo de la conversación se había ido relajando y la atmósfera se había ido volviendo más íntima hasta que, cuando aparcaron frente a la puerta de casa, casi podía cortarse la tensión. Hacía meses que aquella farola no funcionaba y la calle estaba absolutamente a oscuras. Tampoco se veía luz en casa, aunque estaba segura de que al menos uno de sus padres la estaba esperando despierto. Lucas tomó la iniciativa. No sabía si por la hora, las dos copas o la experiencia, pero se le veía mucho más suelto y confiado que el otro día. Vera experimentó una extraña sensación de vulnerabilidad e indefensión en ese momento, aunque decidió omitir ese pequeño detalle en el relato. Lucas le preguntó si se lo había pasado bien, aunque parecía conocer la respuesta porque se permitió acariciarle el pelo mientras lo hacía. Ella asintió, incapaz de articular palabra, presa de aquella repentina timidez. Él debió de notarlo y se aproximó, consciente de que no podría mantener la mirada en el salpicadero eternamente. Le dijo que había disfrutado mucho de su compañía y que se sentía irremediablemente atraído por ella. Pero no lo dijo así, hablando como estaban haciendo ellas, sino en un susurro a cinco centímetros de la oreja de Vera, que empezó a derretirse con el calor de su aliento en el cuello. Se hizo la fuerte manteniendo la cabeza gacha y la vista en el salpicadero. Se preguntó cuánto podría acelerarse el pulso realmente antes de que verdaderamente le diera un ataque al corazón.

—¿No me piensas mirar? —dijo Lucas.

Ella sonrió nerviosa. Se mordió el labio. La sangre palpitaba en lugares inesperados.

—¿Tienes miedo de que si me miras te bese o qué?

Ella rompió a reír sin estridencias y, seducida por la honestidad de la pregunta, lo miró y confesó:

—La verdad es que sí.

Él se la quedó mirando y le brindó la sonrisa más sexy del universo conocido antes de decir:

—Haces bien. Porque es exactamente lo que pienso hacer.

Y dicho esto, la atrajo hacía sí en un gesto irresistiblemente masculino y la besó en los labios. Vera perdió el dominio de sí misma en cuanto sus labios notaron el calor húmedo de los de él. Su propia boca la sorprendió mostrándose más solícita de lo que imaginaba, abriéndose ante aquella presión suave y desconocida sin la menor resistencia. Sus labios recibieron prestos la calidez del visitante y respondieron suave y gustosamente, devolviendo la visita. Siempre se había imaginado ese momento petrificada por los nervios, pero de repente una ráfaga de sangre se le subió a la cabeza, se le erizó el vello de la nuca y de los antebrazos y una energía absolutamente desconocida brotó de lo más profundo de su ser y se hizo con el control de su cuerpo. Sin dejar de besarle, rodeó el cuello del chico con su brazo derecho, corrigiendo la postura para acercarse todo lo que el espacio permitía. Él devolvió el gesto rodeándola con el brazo izquierdo y apretándola hacia sí al tiempo que hacía lo propio con la mano que mantenía en su nuca y que jugueteaba distraídamente con sus cabellos. Vera sintió que le faltaba el aire pero, en lugar de respirar, deseó fundirse con él y se abandonó de nuevo al beso. Evidentemente, no se lo refirió con tanto detalle a Mencía, que escuchaba atentamente el relato de la velada.

Todo lo demás lo recordaba como envuelto en una extraña nebulosa. En algún momento se despidieron y Vera cruzó el umbral de su casa con una sonrisa boba tatuada en el rostro, la mirada perdida y una extraña sensación de irrealidad.

Mamá estaba previsiblemente despierta esperándola en la mesa de la cocina. Salió a recibirla en cuanto la oyó entrar.

—¿Qué? —preguntó con una sonrisa en cuanto cerró la puerta.

—Fenomenal —contestó Vera.

—¿Qué habéis hecho?

—Hemos ido a cenar y a tomar algo. Ha estado muy bien.

—Pero bueno, ¿y qué más? Cuéntame.

Vera se encogió de hombros.

—No sé qué más contarte —cortó.

Notó una cierta desilusión en la mirada de Mamá, que seguía frente a ella expectante y emocionada, ansiosa por que compartiera con ella las novedades. Le dio un poco de pena, pero no quiso ceder.

—Estoy un poco cansada —dijo, no obstante, para suavizar su primera respuesta.

A Mamá pareció convencerle este argumento. Le deseó buenas noches y se retiró.

Vera se acostó recreando en su mente los minutos anteriores como si hubieran sido parte de un sueño a punto de olvidarse. A él le debió pasar algo parecido porque a la mañana siguiente la despertó con este mensaje:

 

Lucas: He soñado que la chica más preciosa de Madrid me besaba. ¿Estoy loco?

 

Ella contestó:

 

Vera: Dímelo tú. Yo he soñado que la chica era yo.

 

Él volvió a escribir:

 

Lucas: ¿Cuándo podemos seguir soñando?

 

—Tía, está colado por ti —sentenció Mencía—. Qué fuerte me parece que el primer tío con el que te enrollas sea Lucas Estrada. ¡Y en la primera cita!

—Ya... yo también me asusté un poco. Pero tiene algo... No sé.

—Tiene que está buenísimo, no te jode. Y demasiada experiencia.

—No digas eso.

—¿Que vas a hacer ahora? —dijo señalando el pie con la cabeza—. Vaya momento para quedarte inválida.

Vera se encogió de hombros.

—Rezar, confiar y esperar —dijo finalmente.

 

Valentina llamó a la puerta en cuanto Mencía se fue. Traía su tableta de estudios y una sonrisa victoriosa.

—¿Te lo enseño? —preguntó ilusionada.

—¡Claro que sí! Ven aquí.

Vera dio un par de golpecitos en la cama y se hizo a un lado para dejar sitio a su hermana, que se acomodó en la cama con ella.

—Veamos qué hay por aquí —dijo besando a su hermana y sonriendo mientras le daba al play.

Vera se quedó sin palabras cuando acabó la reproducción. Estaba muy, pero que muy bien.

—¿Te gusta? La idea ha sido mía pero Mamá me ha ayudado un poco —confesó la pequeña.

Había empezado sonando el Angelus cantado y en latín. En los bordes del tablero estaba escrita la frase «hágase en mí según tu palabra» en hebreo, griego, latín y castellano con diferentes tipografías y colores. En el centro, se abría un cuadro de video en el que aparecían mujeres de diferentes razas y nacionalidades diciendo «Sí» en diferentes lenguas: yes, oui, ja, ken, tak... Al final, la pantalla se fundía en negro y aparecía una imagen de la escultura de la Bella Pastora[5] con la frase superpuesta: «Gracias por tu sí, María».

La composición era preciosa.

—Está fenomenal, Valentina, en serio. Enhorabuena.

Valentina señaló el texto en hebreo.

—Esto es lo que dijo la virgen de verdad, ¿sabes?

Y señalando el texto en latín, añadió:

—Y esto es lo que decimos los cristianos cuando queremos decir sí a la voluntad de Dios: Fiat. Como nuestro coche.

Vera sonrió.

—Sí. Está increíble, de verdad. Hoy te puedes ir a dormir muy contenta.

 

Vera pasó los dos días siguientes en absoluto reposo. Apenas salió de la cama más que para ir al baño. Al tercer día, se levantó con la ayuda de unas muletas que había traído Papá la noche anterior. No podía más. El dolor había disminuido considerablemente pero el aburrimiento y la curiosidad la estaban consumiendo. No había nadie en casa así que salió de su cuarto y se impulsó por el pasillo hasta el dormitorio de sus padres. Nadie podía eliminar su pasado sin dejar rastro: si aquel diario era realmente de Mamá, tenía que haber trazas de su protagonista en el presente.

La habitación de Papá y Mamá era territorio prohibido para las niñas. Habían aprendido desde pequeñas que no podían entrar si ellos no estaban e incluso cuando sí estaban, tenían la costumbre de no hacerlo. De hecho, solo entraban en ocasiones especiales como el día del Padre, Reyes o los cumpleaños de alguno de los dos. Era como su lugar privado. De pequeña, Vera creía que escondían algo dentro e imaginaba qué podía ser: un cofre lleno de oro, otra hermanita o un armario mágico como el de Las Crónicas de Narnia. Ya de mayor, había estado varias veces en aquella habitación, sobre todo con Mamá, pero nunca había estado allí sola.

Era romántica y elegante, con muebles afrancesados en madera decapada y, aunque estaba normalmente muy ordenada, siempre había rastro de Mamá por algún sitio. No lo podía evitar. Por eso, Vera sospechaba que, si buscaba a conciencia, encontraría alguna pista que le ayudara a esclarecer si la primera persona de aquel misterioso relato podía realmente tratarse de su madre o si aquellas barbaridades no eran más que un proyecto de ficción que, consciente de su atrocidad, ella misma había censurado. Si aquel escandaloso pasado había pertenecido de verdad a Mamá, tenía que haber alguna prueba. Pese a que no había nadie en casa, entró con sumo sigilo y cerró la puerta cuidadosamente tras de sí. Sintió que estaba cruzando una línea sin retorno. Notó la adrenalina hormigueándole en el estómago y, para su sorpresa, descubrió cierto placer en ello. Quién sabe cuántas emociones se había perdido hasta entonces por haber sido tan obediente.

Rodeó la cama y se acercó a la mesilla de noche del lado izquierdo. Sabía que ese era el lado de Mamá. No había nada sospechoso a simple vista. Un despertador vintage, crema de manos, el pequeño y gastado ejemplar de Camino, algún libro que nunca acababa de leer... Abrió el pequeño y único cajoncito de la mesilla. Más de lo mismo: la férula dental, un rosario de cuentas de colores, un pastillero, la etiqueta de la última prenda que estrenó, una lima de uñas... Volvió a cerrar el cajón y miró la repisa inferior de la mesilla. Tenía todos los sentidos alerta. Era curioso porque, aunque estaba expresamente invadiendo la intimidad de Mamá, la embargaba la extraña sensación de estar violando una parcela privada y secreta de la vida de Papá.

No había nada anormal tampoco en la repisa. Ni encima de la cómoda. Ni en el tocador, ni en ninguno de los cajones del tocador.

Al cerrar el último cajón, la superficie del tocador vibró e hizo tambalearse el marco con la foto de todos en Nueva York. Vera se fijó en ella. Las cuatro niñas con sus padres posaban bronceados y sonrientes en una de las terrazas del Top of the Rock. Detrás de ellos, se extendía la gran masa verde de Central Park y la cuadrícula casi perfecta de edificios del Upper East Side. Recordaba perfectamente aquel día.

 

Papá y Mamá adoraban Nueva York. Aunque ambos habían estado allí antes de conocerse —Papá incluso había estudiado allí su último curso de carrera—, hicieron una pequeña escala en Manhattan en su viaje de novios, camino de Australia. Habían vuelto en su quinto aniversario de bodas y, cinco años después, cuando celebraron diez años de matrimonio. Siempre habían querido volver con sus hijas, para enseñarles lo que tanto les fascinaba y contagiarles su pasión por aquella ciudad, así que, cuando Vera cumplió los quince, la familia empezó a preparar el viaje.

Todos los domingos, después de misa, se sentaban en la mesa grande del salón a organizar el viaje: sitios que querían visitar, distancias que podrían recorrer cada día contando con el paso de Flavia, actividades que podían realizar una vez allí... Las niñas disfrutaron muchísimo de aquellos preparativos que fueron tomados ya como parte del viaje y a Mamá y Papá se les veía tan emocionados que, a ratos, no se sabía muy bien quiénes eran los adultos y quiénes los niños.

Solían proyectar fotos de viajes anteriores de Papá y Mamá en la pantalla grande y las niñas elegían los sitios que querían ver. Por si no daba tiempo a todo en los diez días que iban a estar, cada niña había elegido una cosa-que-no-se-podía-perder-por-nada-del-mundo. Flavia había elegido el estanque de botes teledirigidos de Central Park; Valentina, el puente de Brooklyn; Olivia, Times Square y Vera, el Empire State Building. Era seguro que les iba a dar tiempo a ver eso así que cada domingo, después de la sesión de fotos, se iban incorporando rincones, cada vez más recónditos, a la lista de cosas-que-no-se-podían-perder-por-nada-del-mundo: Wall Street, Top of the Rock, Grand Central Station, las escaleras del met, la fuente de Bethesda, la escultura de Alicia en el País de las Maravillas, Lombardi’s Pizza, Magnolia Bakery, Henri Bendel, Tiffany’s, fao Swarchz... De repente, diez días no parecían tanto.

Pero sí que fue suficiente para ver todo lo que querían y hacer todas las cosas que habían planeado. A las niñas les encantó la ciudad tanto como a sus padres y cada noche, en la suite del hotel que compartían todos, jugaban a elegir lo que más les había gustado del día. Y cada día lo iban complicando, teniendo que elegir entre la suma de los días anteriores, aunque parecía haber unanimidad en que lo más fascinante de todo había sido el paseo en helicóptero.

Cuando llevaban tres días en la ciudad, Mamá llevó a las pequeñas al zoo de Central Park: Papá y Vera tenían un plan especial.

Aunque hubieran ido todos, el viaje seguía siendo el regalo de cumpleaños de Vera así que, después del desayuno buffet, salieron a dar un paseo por la Quinta Avenida. Papá le enseñó a Vera el estudio en el que había trabajado el año que pasó en Nueva York, el piso en el que vivió y algunos de los lugares que frecuentaba en aquella época.

Llegaron a la altura del 757. Papá se detuvo delante de la puerta giratoria.

Venían hablando sobre hacerse mayor y las responsabilidades de un adolescente. Papá le explicó que quince años era una edad importante. La vida iba a empezar a ponerse interesante: Vera sería cada vez más independiente, reivindicaría sus ideas y querría tomar sus propias decisiones. También iba a encontrar ante ella cada vez más opciones. La adolescencia era una etapa de conflicto para cualquiera, pero para los jóvenes cristianos, igual un poco más. Había llegado la hora de ser valiente.

—Papá... —interrumpió Vera adivinando las intenciones de su padre. —Solo dime que no me has traído aquí para darme una charla sobre sexo.

A Papá se le escapó una carcajada.

—Te he traído aquí para comprarte un regalo —se defendió.

—¿Aquí?

Vera señaló perpleja el edificio que se alzaba tras su padre, cuyo portero uniformado los miraba con curiosidad.

—Sí. Pero quiero explicarte una cosa primero.

—Y ahora es cuando me das la charla sobre sexo... Vamos, Papá, te estás rascando detrás de la oreja. Siempre te rascas detrás de la oreja cuando la conversación te incomoda.

—Vaya —exclamó—, voy a tener que espabilar. Vivo rodeado de mujeres inteligentes.

—Ya he hablado de esto con Mamá —dijo Vera sonriendo con ternura—. De hecho, llegas como dos años tarde.

—Genial. Lo tengo fácil, entonces.

Papá comprobó que Mamá había hecho bien sus deberes de madre porque su hija tenía todo perfectamente claro. Fue un poco más allá.

—Es fácil mantenerse firme cuando somos pequeños y vivimos protegidos de todo lo que nos hace daño, pero no siempre va ser tan fácil —dijo Papá muy serio mirándola fijamente—. Pronto empezarás a salir con chicos y puede que te encuentres en situaciones comprometidas, incluso si son buenos chicos.

—Nadie puede obligarme a hacer nada que yo no quiera —replicó ella.

—Por supuesto. Pero puede que llegue un momento, en el que ese no querer, te cueste un poco más y te exija sacrificio.

—Tener las ideas claras ayuda —apuntó Vera restándole importancia.

—Ayuda, pero no te hace inmune. Es lo que quiero que entiendas. Ser católicos no nos da una fuerza especial que nos libra de las tentaciones que sufren todos los demás. No somos mejores que aquellos que son capaces de las peores atrocidades. Vencer cuesta. Pero te aseguro que es una lucha que merece la pena.

—¿Entonces, según tú, mi formación no sirve para nada? No estoy de acuerdo —objetó Vera.

—Claro que sirve —aclaró Papá—. Te da las armas y las fuerzas para vencer, pero no te libra de la lucha.

—¿No confías en mí o qué?

—No es una cuestión de confianza. Hasta ahora te has desenvuelto en un entorno coherente: el colegio, la familia, la parroquia... Pero vivimos en una sociedad pagana, Vera. No quiero que salgas ahí fuera pensando que solo por haber recibido una formación cristiana y cumplir ciertas normas de piedad no te van a tentar las mismas cosas que al resto.

Vera se entristeció un poco.

—Hablas como si pensaras que voy a caer —dijo.

—En absoluto. Solo quiero convencerte de que es una lucha que merece la pena pelear hasta el final. Y por eso quiero que tengas algo que te ayude a recordarlo.

—¿Me vas a comprar uno de esos anillos? —preguntó Vera extrañada, refiriéndose a los anillos de castidad que utilizaban algunas chicas cristianas para simbolizar su compromiso de mantener su virginidad hasta el matrimonio.

Papá le acarició el pelo y, poniéndole las manos sobre los hombros, dijo solemnemente:

—Te voy a comprar un anillo que te recuerde este día, esta conversación con tu padre, pero sobre todo, que te recuerde siempre que el amor que no sabe esperar no es amor, el amor que no se sacrifica no es amor y el amor que no es virtud no es amor.

—Me vas a hacer llorar, Papá —contestó Vera.

—Yo sí que voy a llorar cuando me toque sacar la cartera. Anda, venga... Entremos.

Vera rio entusiasmada. Papá le pasó el brazo por los hombros ante los ojos del elegante portero y entraron en Tiffany’s.

Dieron un paseo por el mítico establecimiento y contemplaron todas las vitrinas de la joyería antes de decidirse por un modelo concreto del que Vera se probó varios tamaños hasta dar con el que se ajustaba perfectamente a su dedo anular.

La dependienta le preguntó si deseaba que se lo empaquetara para regalo. Vera le contestó en perfecto inglés que, de hecho, pensaba estrenarlo sobre la marcha. Lo tomó con cuidado de las delicadas manos enguantadas de la dependienta y se volvió hacia Papá.

—Pónmelo tú.

Papá tomó su mano derecha y le colocó cuidadosamente la sortija en el dedo anular. Luego puso su mano derecha sobre ella y la apretó con ternura. Le brillaban los ojos.

—Algún día alguien cambiará este anillo por una alianza. Espero que ese alguien te quiera al menos tanto como tu padre.

Vera lo abrazó con todas sus fuerzas. Luego, se separó suavemente, le miró a los ojos y le dijo:

—No me lo pienso quitar hasta entonces. Te lo prometo.

Él le cogió la cara con las dos manos y la besó en la frente.

—Si no... Ya sabes.

Y le guiñó un ojo señalando con un gesto su ansiada cajita azul que en ese momento le entregaba la dependienta, haciendo referencia a la inscripción que lucía en el anillo y que daba nombre a una de las colecciones más atemporales de la joyería neoyorquina y que rezaba: «Please Return to Tiffany & Co. New York».

Por la tarde, subieron al observatorio del piso 86 del Empire State Building.

Esa noche, al llegar al hotel, Vera tachó los dos primeros puntos de su lista de cosas-que-no-se-podía-perder-por-nada-del-mundo.

 

Sin darse cuenta, Vera se había sentado a los pies de la cama del dormitorio de Mamá y Papá. Jugueteó distraídamente con el anillo que lucía espléndido en su dedo anular desde el verano. Estiró los dedos ante sí y lo miró fijamente. Inclinó la cabeza, como si hubiera observado algo distinto en él.

La melodía que identificaba las llamadas de Lucas la sacó de su ensimismamiento. Silenció la llamada, se levantó como pudo y salió de la habitación de sus padres cerrando la puerta tras de sí.

Lucas se había tomado razonablemente bien la lesión de Vera. Pese a los peores presagios de Mencía, no parecía que fuera a olvidarse de ella o sustituirla por otra ahora que no estaba disponible. De hecho, se diría más bien que no se la podía quitar de la cabeza a juzgar por el número de horas al día que pasaba dedicado a conseguir entretener a Vera durante su aburrida y solitaria convalecencia. Por supuesto, Vera contaba con todo tipo de distracciones y con la compañía y los mimos de su familia, que se esforzaba en hacerle el reposo lo más ameno posible, pero había omitido este pequeño detalle en sus conversaciones con Lucas. Las atenciones de un chico guapo nunca estaban de más.

Además, la lectura del dichoso diario la tenía completamente atrapada. El texto se había vuelto de lo más inquietante. Quienquiera que fuese la protagonista ya no sonaba tan frívola y superficial ni hablaba despreocupadamente de sus amoríos, jactándose de su promiscuidad, como si cada chico con el que intimaba fuera un triunfo. Ahora hablaba de angustia, de soledad y de vacío. Todo el pasaje era como un mal presagio. Como un augurio de tinieblas, de dolor y de muerte. Morir para renacer. Como un ave fénix.

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