Fiat

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Tercer domingo de Adviento

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—Nadie puede obligarme a hacer nada que yo no quiera —replicó ella.

—Por supuesto. Pero puede que llegue un momento, en el que ese no querer, te cueste un poco más y te exija sacrificio.

—Tener las ideas claras ayuda —apuntó Vera restándole importancia.

—Ayuda, pero no te hace inmune. Es lo que quiero que entiendas. Ser católicos no nos da una fuerza especial que nos libra de las tentaciones que sufren todos los demás. No somos mejores que aquellos que son capaces de las peores atrocidades. Vencer cuesta. Pero te aseguro que es una lucha que merece la pena.

—¿Entonces, según tú, mi formación no sirve para nada? No estoy de acuerdo —objetó Vera.

—Claro que sirve —aclaró Papá—. Te da las armas y las fuerzas para vencer, pero no te libra de la lucha.

—¿No confías en mí o qué?

—No es una cuestión de confianza. Hasta ahora te has desenvuelto en un entorno coherente: el colegio, la familia, la parroquia... Pero vivimos en una sociedad pagana, Vera. No quiero que salgas ahí fuera pensando que solo por haber recibido una formación cristiana y cumplir ciertas normas de piedad no te van a tentar las mismas cosas que al resto.

Vera se entristeció un poco.

—Hablas como si pensaras que voy a caer —dijo.

—En absoluto. Solo quiero convencerte de que es una lucha que merece la pena pelear hasta el final. Y por eso quiero que tengas algo que te ayude a recordarlo.

—¿Me vas a comprar uno de esos anillos? —preguntó Vera extrañada, refiriéndose a los anillos de castidad que utilizaban algunas chicas cristianas para simbolizar su compromiso de mantener su virginidad hasta el matrimonio.

Papá le acarició el pelo y, poniéndole las manos sobre los hombros, dijo solemnemente:

—Te voy a comprar un anillo que te recuerde este día, esta conversación con tu padre, pero sobre todo, que te recuerde siempre que el amor que no sabe esperar no es amor, el amor que no se sacrifica no es amor y el amor que no es virtud no es amor.

—Me vas a hacer llorar, Papá —contestó Vera.

—Yo sí que voy a llorar cuando me toque sacar la cartera. Anda, venga... Entremos.

Vera rio entusiasmada. Papá le pasó el brazo por los hombros ante los ojos del elegante portero y entraron en Tiffany’s.

Dieron un paseo por el mítico establecimiento y contemplaron todas las vitrinas de la joyería antes de decidirse por un modelo concreto del que Vera se probó varios tamaños hasta dar con el que se ajustaba perfectamente a su dedo anular.

La dependienta le preguntó si deseaba que se lo empaquetara para regalo. Vera le contestó en perfecto inglés que, de hecho, pensaba estrenarlo sobre la marcha. Lo tomó con cuidado de las delicadas manos enguantadas de la dependienta y se volvió hacia Papá.

—Pónmelo tú.

Papá tomó su mano derecha y le colocó cuidadosamente la sortija en el dedo anular. Luego puso su mano derecha sobre ella y la apretó con ternura. Le brillaban los ojos.

—Algún día alguien cambiará este anillo por una alianza. Espero que ese alguien te quiera al menos tanto como tu padre.

Vera lo abrazó con todas sus fuerzas. Luego, se separó suavemente, le miró a los ojos y le dijo:

—No me lo pienso quitar hasta entonces. Te lo prometo.

Él le cogió la cara con las dos manos y la besó en la frente.

—Si no... Ya sabes.

Y le guiñó un ojo señalando con un gesto su ansiada cajita azul que en ese momento le entregaba la dependienta, haciendo referencia a la inscripción que lucía en el anillo y que daba nombre a una de las colecciones más atemporales de la joyería neoyorquina y que rezaba: «Please Return to Tiffany & Co. New York».

Por la tarde, subieron al observatorio del piso 86 del Empire State Building.

Esa noche, al llegar al hotel, Vera tachó los dos primeros puntos de su lista de cosas-que-no-se-podía-perder-por-nada-del-mundo.

 

Sin darse cuenta, Vera se había sentado a los pies de la cama del dormitorio de Mamá y Papá. Jugueteó distraídamente con el anillo que lucía espléndido en su dedo anular desde el verano. Estiró los dedos ante sí y lo miró fijamente. Inclinó la cabeza, como si hubiera observado algo distinto en él.

La melodía que identificaba las llamadas de Lucas la sacó de su ensimismamiento. Silenció la llamada, se levantó como pudo y salió de la habitación de sus padres cerrando la puerta tras de sí.

Lucas se había tomado razonablemente bien la lesión de Vera. Pese a los peores presagios de Mencía, no parecía que fuera a olvidarse de ella o sustituirla por otra ahora que no estaba disponible. De hecho, se diría más bien que no se la podía quitar de la cabeza a juzgar por el número de horas al día que pasaba dedicado a conseguir entretener a Vera durante su aburrida y solitaria convalecencia. Por supuesto, Vera contaba con todo tipo de distracciones y con la compañía y los mimos de su familia, que se esforzaba en hacerle el reposo lo más ameno posible, pero había omitido este pequeño detalle en sus conversaciones con Lucas. Las atenciones de un chico guapo nunca estaban de más.

Además, la lectura del dichoso diario la tenía completamente atrapada. El texto se había vuelto de lo más inquietante. Quienquiera que fuese la protagonista ya no sonaba tan frívola y superficial ni hablaba despreocupadamente de sus amoríos, jactándose de su promiscuidad, como si cada chico con el que intimaba fuera un triunfo. Ahora hablaba de angustia, de soledad y de vacío. Todo el pasaje era como un mal presagio. Como un augurio de tinieblas, de dolor y de muerte. Morir para renacer. Como un ave fénix.

Atrás habían quedado las descripciones de fiestas, citas y desfases del principio que habían fascinado a Vera como las luces de Times Square. Ahora solo había oscuridad. Cualquier rastro de diversión parecía haberse esfumado y, sin embargo, cuanto más oscuro se volvía el relato más poder de atracción ejercía sobre ella. Había algo en aquellas palabras que la cautivaba al tiempo que le hacía sentir profundamente incómoda. Algo salvaje. Algo con la inconfundible capacidad desgarradora de la sinceridad.

La lectura la sumía en un estado inusitado de apatía y Vera se sorprendió disfrutando de la soledad de su cuarto hasta la cena.

 

Los martes se ocupaba de preparar la cena el equipo mayúscula. Mamá hacía la comida y las niñas ponían la mesa, ayudaban a servir y recogían los platos al terminar. Hoy había tortilla de patata. Al principio, Mamá las compraba precocinadas o las encargaba, pero cuando la bisabuela Tere falleció, Mamá empezó a practicar hasta que consiguió que le quedaran tal y como ella le había enseñado, y estaban deliciosas.

A Mamá no le interesaba lo más mínimo la cocina. Nunca se había molestado en aprender más que unos cuantos básicos suficientes para sobrevivir y alguna que otra receta sofisticada que solo exhibía en ocasiones especiales. La repostería sí le gustaba más y los domingos solía hacer tartas y galletas con formas divertidas que decoraba con fondant. Era indiscutible que Papá era mejor cocinero; ahora bien, Mamá era la auténtica reina del precocinado. Todo lo que vendieran listo para consumir, ella lo tenía localizado. Conocía la existencia de productos que las demás madres ignoraban como los huevos ya cocidos, la cebolla ya frita o los pimientos ya cortados listos para freír. Ella los llamaba sus productos mágicos.

Una vez, en una excursión con las familias de la parroquia, Flavia le dijo a don José María que su sandwich tenía un huevo mágico. Cuando Mamá lo explicó, las demás madres se rieron de ella e hicieron comentarios de desprecio, como si fuera peor madre por comprar el huevo ya cocido en vez de cocerlo ella.

—Yo creo que cocinar para tu familia es parte de la dedicación que exige la maternidad —dijo una de las madres.

Mamá contestó:

—Estoy de acuerdo en que la maternidad exige dedicación. Precisamente por eso yo prefiero dedicar tiempo a estar con mis hijas que a cocer un huevo.

—Lo importante es cocinar con amor —intervino don José María como para apaciguar los ánimos. El tono de Mamá denotaba que se había sentido atacada.

—Pues no sabes con qué amor ha puesto hoy Mamá el huevo ya cocido en nuestros sandwiches —replicó Olivia.

Y todos rompieron a reír.

Olivia siempre saltaba en defensa de Mamá. Si alguien decía algo negativo de ella o le hacía alguna crítica, siempre contestaba con alguna ocurrencia. La defendía incluso aunque ella estuviese presente y pudiera hacerlo por sí misma. Si no había nada de lo que defenderla, ensalzaba sus virtudes o sus trabajos, a veces de forma tan exagerada que resultaba incluso cómico.

A menudo le decía a su hermana mayor:

—Hay que cuidar mucho a Mamá, porque aunque parece muy fuerte por fuera, es muy frágil por dentro.

Vera siempre se preguntaba exactamente de qué gestos, comentarios o actitudes de Mamá sacaba su hermana semejante conclusión. De todas las cosas que se podrían decir de Mamá —incluyendo que parecía muy fuerte— a ella nunca se le habría pasado por la mente atribuirle precisamente fragilidad. A lo mejor Olivia simplemente proyectaba su propia personalidad en la forma en que veía a Mamá.

—¡Olivia, a cenar!

Vera y Valentina ya habían terminado de poner la mesa y esperaban al resto de la familia para sentarse. Flavia ya estaba acostada y Papá todavía no había llegado. Olivia llevaba como una hora encerrada en el cuarto de baño reproduciendo una y otra vez la misma canción y revolviendo cosas que de cuando en cuando se oían caer al suelo.

Normalmente, cuando el equipo minúscula libraba y Flavia se iba a la cama, se quedaba en el salón charlando un rato con Papá hasta la hora de la cena o le preguntaba dudas sobre los deberes, pero hoy Papá estaba en el retiro mensual y aunque solía acabar sobre las nueve y media, no era raro que se retrasara porque don José María siempre estaba dispuesto a enredarle con algo y él a dejarse enredar. Ya debía de estar a punto de llegar.

—Ahora cuando venga Papá le decimos que nos corte también un poco de jamón —dijo Mamá mientras sacaba del envase una cuña de queso ya cortado para acompañar la tortilla.

Olivia apareció en la cocina totalmente maquillada, aunque se notaba que había intentado conseguir un acabado natural.

—¿Adónde vas así? —exclamó Vera nada más verla.

Olivia vaciló un instante, como frustrada por el hecho de que su artificio hubiera sido evidente de modo tan inmediato.

—¿Y Papá? —fue todo lo que dijo.

—Estará a punto de llegar —contestó Mamá de espaldas desde el fregadero.

—Qué guapa —apoyó Valentina.

Mamá se volvió a mirarla con curiosidad, provocada por los comentarios. Olivia agachó la cara.

—¿A ver? Déjame verte.

La niña levantó la cabeza y parpadeó dramáticamente.

—Pero bueno, qué despliegue de belleza para la cena —aprobó Mamá en broma.

—¿Con qué te has pintado? ¿Has tocado mis cosas? —increpó Vera con cierta brusquedad.

Mamá la miró con gesto reprobatorio.

Las niñas estaban acostumbradas a compartir todo y era rara la ocasión en la que alguna reclamaba la propiedad exclusiva de algo específico.

—Estoy practicando para Navidad —se excusó Olivia—. ¿Puedo maquillarme para Nochebuena? —añadió mirando a Mamá con gesto suplicante.

—¿Por qué lo has cogido sin permiso? —insistió Vera sin dar tiempo a su madre a contestar.

—Vera...

—¿Qué? —replicó levantando un poco la voz.

—No son las tuyas, ¿vale? —cortó Olivia elevando también un poco el tono—. Me las han prestado.

Vera y Mamá la miraron y se miraron alternativamente. Vera abrió la boca pero antes de que pudiese pronunciar palabra Mamá levantó la mano como para indicarle que parara y tomó la palabra.

—¿Y quién te ha prestado el maquillaje?

—Paloma.

—Pues vamos a hacer una cosa: tú le das las gracias a Paloma, le devuelves todo y el fin de semana, tranquilamente, sacamos todo el arsenal de maquillaje, elegimos lo que mejor te quede y practicamos tu look para Nochebuena, ¿te parece?

—¡Sí!

—¿Yo también puedo? —dijo Valentina poniéndose de rodillas en la silla de puro nervio.

—Tú puedes asesorar y ayudarla a elegir lo que le queda mejor, ¿quieres?

—¡Vale!

—Mi asesora de belleza personal —exclamó Olivia ofreciéndole a su hermana pequeña la mano para que chocaran sus palmas.

—Vera también, si quiere —dijo Mamá mirando a su hija mayor.

—Paso —contestó sin levantar la cabeza del plato.

La puerta se oyó oportunamente y Papá entró en la cocina con las mejillas aún sonrosadas por el frío y con el abrigo todavía puesto.

—Perdón. Se me ha hecho tarde —dijo mirando a Mamá con gesto infantil mientras se quitaba el abrigo.

Mamá le dedicó una sonrisa de las que le llenaban la cara y le acercó la mejilla para que la besara.

—¿Nos cortas jamón, porfi?

—Claro.

Papá cortó un plato de jamón mientras las niñas parloteaban y lo puso en el centro de la mesa junto a lo que quedaba de tortilla. Se santiguó y se llevó a la boca una loncha de jamón. Reparó entonces en Olivia.

—¿Fiesta de pijamas? —dijo mirándola con gesto divertido.

Papá casi siempre resolvía las situaciones incómodas con humor.

—¿Puedo maquillarme para Nochebuena? ¿Por favor? —preguntó la niña haciendo una estudiada pausa para conferir mayor dramatismo a la pregunta.

Le diría que no. Era demasiado pequeña para maquillarse. Ni siquiera en fiestas familiares. A Vera solo la dejaron maquillarse a partir de los quince y aun así, se maquillaba muy poco y solo en ocasiones especiales.

—Tú misma. Pero me han dicho que salen arrugas —contestó sin embargo Papá.

Olivia se horrorizó.

—¿En serio? —dijo llevándose las manos a la cara y mirando a Mamá en busca de confirmación.

Mamá asintió con cara de circunstancias.

—Cuanto antes empieces a maquillarte antes te salen las arrugas.

—Entonces paso —sentenció Olivia—. A ver si voy a parecer una vieja con veinte años.

—Serías la vieja más joven del mundo —dijo Valentina.

Y todos se rieron. Menos Vera, que seguía mirando a su hermana con gesto desafiante.

—¿Qué tal el retiro? —preguntó Mamá dando por zanjado el asunto del maquillaje.

—Adivina quién viene a pasar la Navidad —dijo Papá sonriendo a modo de respuesta, como si acabara de acordarse de algo.

Mamá y las niñas lo miraron expectantes. Él aguantó el suspense un instante más levantando la ceja como el que se sabe portador de buenas noticias y finalmente dijo:

—Olabarri.

Y una algarabía de voces femeninas inundó la cocina.

Carlos Olabarri era un sacerdote de Bilbao que había pasado su primer año como seminarista en el Beato, mucho antes de que Vera naciera. Antes de ser sacerdote, había sido abogado. Mamá le tenía un gran cariño.

—Podríamos ir a Lerma —dijo Mamá ilusionada—. Hace mucho que no vamos.

 

Cuando Mamá decía Lerma, se refería en realidad al convento que el Instituto Iesu Communio tenía en La Aguilera, a unos cuarenta kilómetros de la localidad burgalesa en la que se había originado la Comunidad. Era un lugar muy especial para ellos porque fue al volver de allí de una excursión de jóvenes de la parroquia cuando Papá y Mamá empezaron a salir juntos.

Después de eso, habían ido varias veces más, pero Mamá nunca se atrevía a coger el micrófono en el locutorio. Siempre decía que se quedaba con las ganas y al salir hacía muchísimas preguntas. Papá y don José María le decían que por qué no lo había preguntado dentro. Ella siempre respondía:

—La próxima vez.

Y la ocasión se dio la primera vez que Olabarri vino con un grupo de jóvenes de su propia parroquia. Vera tenía entonces nueve años. Mamá estaba tan revolucionada con la visita que durante el locutorio se levantó, cogió el micrófono, saludó, dijo su nombre y empezó a hablar:

—Llevo diez años casada y soy madre de estas tres preciosas hijas. He venido con don José María, un autobús de familias de nuestra parroquia y con el grupo de jóvenes de la parroquia de don Carlos, que ha venido desde Bilbao.

Los fue señalando conforme los mencionaba.

—Estaba pensando que la primera vez que vine a esta casa don José María era párroco de un solar; don Carlos era un abogado que no se atrevía a contarle a su madre que había empezado el Seminario; mi marido era un voluntario de la jmj al que me daba vergüenza hablar; y yo no paraba de llorar porque no encontraba novio.

A la gente se le escapó una risita.

—Por no ser, ni don Manuel era Santo —añadió con un gesto divertido refiriéndose al titular de la parroquia.

Hubo una carcajada general. Mamá les concedió unos instantes antes de continuar:

—He venido muchas veces y nunca me atrevo a hablar. Pero hoy, no sé… Espero que mi marido no se enfade, porque no he tenido ocasión de decírselo aún, pero quería pediros que recéis por nosotros, porque estamos esperando nuestro cuarto hijo.

El locutorio estalló en una sonora ovación. Papá se levantó de un salto y la abrazó. Don José María se levantó también, todo sonrisa, y abrazó a Papá y hasta a Mamá. Todos les felicitaron y ya fueron hablando de aquello todo el viaje de vuelta.

Las malas lenguas decían que, al acabar el locutorio, Mamá había pedido en secreto a las monjas que rezaran para que fuera un varón.

—No creo que dé tiempo esta vez: solo estará un par de días —dijo Papá deshaciendo la ilusión de una nueva excursión a Lerma—. Pero me ha prometido que vendrá a la corona de Adviento el domingo.

La alternativa provocó idéntico regocijo y ya no se habló de otra cosa hasta que se fueron a dormir.

 

Mamá entró a darle las buenas noches como de costumbre.

—Mamá —dijo Vera haciéndole un gesto para que se sentara en la cama— antes de conocer a Papá, ¿tuviste otros novios?

—Alguno —respondió la interpelada haciéndose la interesante.

—¿Cuándo vivías en Sevilla? —indagó Vera.

—Puede.

Vera notó que, aunque se hacía la misteriosa, Mamá estaba dispuesta a compartir aquella información si la presionaba lo suficiente.

—Oh, vamos Mamá, no te hagas rogar. Sabes que me encantan tus historias: cuéntamelo.

—Tuve algún que otro novio, sí. Sera, por ejemplo.

—¿Sera fue tu novio?

Sera era un amigo de Mamá. Las niñas le conocían personalmente porque no se perdía ninguna de las presentaciones de las novelas de Mamá. Era muy guapo y muy interesante porque siempre tenía alguna aventura que contar, como un viaje a un destino exótico o un evento exclusivo al que había asistido últimamente. Solía tener trabajos que sonaban muy atractivos y hablaba de ellos continuamente, aunque nunca parecía feliz del todo. Parecía conocer a todo el mundo. Los saludaba afectuosamente —por supuesto también a Papá— y se integraba con facilidad en los distintos grupos de conversación, pero siempre venía solo.

De repente, quiso saber más sobre aquella relación.

—¿Ibais en serio?

—Creo que yo siempre fui más en serio que él.

—¿Y qué pasó?

Mamá se encogió de hombros y respondió:

—No era.

—¿Cómo puedes estar segura? Él todavía no se ha casado.

—Pero yo sí.

Vera no encontró nada que decir a eso.

—Jo, Mamá, tu pasado es una caja de sorpresas —dijo sin pensar.

—¿Por qué dices eso? —replicó ella, sorprendida.

—No, por nada —se apresuró a contestar Vera.

Mamá hizo un gesto de extrañeza. Vera busco una forma rápida de salir de aquello.

—¿Te he dicho que eres preciosa? —dijo zalamera.

Mamá puso los ojos en blanco y se levantó de la cama dando por zanjado el ratito de tertulia.

—¿Has hecho el examen? —preguntó, como de costumbre.

—Sí —contestó Vera anotando mentalmente una mentira.

—Buenas noches, entonces.

—Buenas noches, Mamá.

 

Los viernes por la noche había plan especial en casa: pedían pizza, veían una peli con palomitas, jugaban a los disfraces o, en verano, cenaban en el jardín. Cosas sencillas que disfrutaban en familia. A Vera le gustaba participar aunque, últimamente, dedicaba la mayoría de los viernes a planes que hacía con sus amigas de ballet después del ensayo intensivo de los viernes, que solía alargarse hasta las nueve. Vera tampoco fue a ballet ese viernes. El amigo médico de Papá volvería a revisarla para comprobar la evolución de la lesión y valorar si podía reincorporarse a los ensayos el martes siguiente. Estaba en el salón de proyecciones de abajo con sus hermanas eligiendo la película cuando se desencadenó el drama.

Como todos los dramas, empezó con una alerta de mensaje no leído. Como no podía moverse a gran velocidad, Vera hizo que una de sus hermanas subiera corriendo a llamar a su madre con carácter urgente. Desconfiaba de ella, pero en este momento la necesitaba con todas sus fuerzas. Mamá bajó en menos de lo que se tarda en decir emergencia.

—Lucía dice que me han sustituido para París —espetó Vera con la voz entrecortada en cuanto Mamá entró en su campo de visión.

Tenía el rostro desencajado aunque todavía no había empezado a llorar. Las hermanas la miraban muy quietas y en silencio, con cara de circunstancias.

Lucía Quiroga era la mejor amiga de Vera en la academia de ballet. Le había escrito para informarla desde el vestuario de la escuela, en cuanto tuvo acceso a su teléfono, ya que los móviles estaban prohibidos durante las clases.

—¿Y no puede ser que te hayan sustituido solo para los ensayos? Es lógico que alguien tenga que bailar en tu lugar para que las demás no se confundan —apuntó Mamá.

—No sé —contestó Vera incapaz ya de contener las lágrimas.

Mamá se agarró a ese atisbo de esperanza.

—Te diré lo que vamos a hacer —dijo poniendo sus manos sobre los hombros de su hija mayor—. Mañana a primera hora llamaremos a la señorita Ermakova y nos enteraremos bien de qué ha pasado.

¿De acuerdo?

Vera sorbió como toda respuesta.

Papá apareció en ese momento por el hueco de la escalera ajeno al desastre y dispuesto a ver la película. Vera lo vio y empezó a llorar de nuevo. Mamá lo puso al día.

—Sea lo que sea, no depende de nosotros, Peque: ponlo en manos de Dios y ten confianza. Él nunca defrauda —aconsejó Papá.

—¿Y si es verdad? —replicó Vera con tonos de desesperación en la mirada.

—Dios sabe más —contestó él.

—Pero... no me puede quitar eso —opuso Vera subiendo el tono y haciendo su llanto más sonoro y descorazonador que antes.

—No te adelantes a los acontecimientos —intervino Mamá—. Espera a que llamemos mañana.

Vera se enjugó las lágrimas con el puño del jersey e hizo por serenarse. Se lavó la cara, se recompuso un poco e intentó distraerse con la película. Incluso consiguió dormir razonablemente tranquila.

 

El sábado a primera hora de la mañana se confirmó lo peor. Mamá había intentado razonar con la señorita Ermakova primero y con la directora de la escuela después, pero la decisión era irrevocable. Papá, por su parte, había intentado conseguir un aval médico pero también fue inútil: nadie podía garantizar que Vera pudiera bailar dentro de diez días. Menos aún, que pudiera bailar bien.

Vera estaba desolada.

En torno a mediodía, Mamá fue a verla a su cuarto. Seguía acostada y en pijama y, aunque ahora no lloraba, tenía la nariz colorada y los ojos irritados. Mamá se sentó a los pies de su cama e intentó animarla.

—Tú no lo entiendes —dijo Vera secándose con el dorso de la mano las lágrimas que ahora volvían a discurrir suavemente por sus mejillas—. Había rezado un montón por ello.

—Dios hace siempre lo que más nos conviene. A veces, no coincide con lo que le pedimos y aun así, hay que confiar —respondió Mamá. Hizo una pausa antes de añadir—: Dios sabe más.

—Es precisamente lo que no entiendo. ¿Cómo puede Dios hacerme esto?

—No seas injusta —replicó Mamá.

—¿Yo? ¿Y Él no está siendo injusto? ¡Merecía ir a París, maldita sea!

Lo dijo gritando, dejando salir a través de aquellas palabras toda la rabia y la frustración que la atenazaban en ese momento.

Mamá le puso la mano en la pierna y la reprendió con ternura:

—Mi vida, no hables así. Esa no eres tú.

Vera se enjugó las lágrimas en la manga y se serenó un poco.

—Sus planes no son nuestros planes —citó Mamá a modo de explicación—. Ten confianza.

—Pero París es mi sueño desde los ocho años —opuso Vera.

—Puede que Él haya soñado algo mejor.

Vera sorbió. Le temblaba el labio inferior, como casi siempre que lloraba. Tenía la mirada fija en un punto indeterminado de los pies de la cama. Cuando volvió a reunir fuerzas para hablar, espetó:

—Para ti es fácil decirlo porque todo ha salido como tú querías.

Mamá arqueó las cejas y adoptó una expresión de entre sorpresa e interrogación.

—¿Tú crees que lo que yo quería era esto?

Vera la miró extrañada y se encogió de hombros levantando las palmas como para corroborar la evidencia de su afirmación.

—Tu vida en general, digo. Era tu sueño —aclaró.

—No —negó Mamá rotundamente—. Lo que yo quería era Sera. Esto que tengo ahora, ni siquiera se me habría ocurrido soñarlo.

—¿Querías casarte con Sera en vez de con Papá? —preguntó con la intención de provocar que le contara los detalles de la historia.

—No exactamente.

Mamá le contó que había conocido a Sera en su primer trabajo. La relación duró apenas un año y ni siquiera se podía decir que hubiera sido feliz durante esos meses, pero Mamá pasó los siguientes cinco años absolutamente convencida de que él era —y tenía que ser— el hombre de su vida. Ella lo siguió queriendo exactamente igual que cuando eran novios durante todos esos años. No se fijaba en otros chicos, no imaginaba su vida sin él y no pensaba en otra cosa que en recuperarle. Él aún la rechazó dos veces más.

—Entonces me puse muy muy triste y atravesé una etapa de profunda oscuridad —dijo agachando instintivamente la mirada.

Hubo un instante de silencio.

—Y justo cuando pensaba que nunca encontraría alguien como él, conocí a Papá —añadió recuperando el tono jovial.

—En la jmj —apuntó Vera.

—Exacto.

—¿Y te olvidaste de Sera?

—No.

Vera frunció el ceño en señal de desaprobación pero Mamá sonreía como quien juega a las adivinanzas.

—Explícate — instó Vera.

Según ella, cuando lo conoció, Papá le parecía inalcanzable. Aparte de que era varios años menor, era el tipo de chico que gustaría a cualquier chica respetable. Los chicos así nunca se fijaban en chicas como ella. Siempre había otra más guapa, más delgada y de mejor familia de la que enamorarse. Lo de Sera, sin embargo, parecía más factible, así que siguió emperrada en que tenía que ser él. No rezaba por otra cosa.

—¿Te imaginas que hubieras acabado con Sera? —dijo Vera.

—Nada de lo que yo más quiero estaría hoy aquí.

Las dos parecieron reflexionar un instante.

—Por suerte, Dios sabe más —concluyó Mamá—. ¿Te das cuenta de que si me hubiera concedido lo que yo pedía, nunca habría conseguido lo que en verdad quería?

—Bueno... —respondió Vera—. Tú querías varones y solo has tenido niñas.

—Créeme que también hay una razón por la que no me ha concedido eso. —Hizo una pausa antes de añadir con un gesto de resignación—: Aunque yo todavía no lo entienda.

—A lo mejor es para que te cuidemos de vieja —consoló Vera.

—Seguramente.

Mamá se levantó para bajar a preparar la comida.

—Mamá —llamó Vera cuando estaba a punto de salir—. Sigo sin entender cómo puede ser lo mejor para mí no ir a París.

—Lo sé —contestó Mamá—. Yo tampoco. Por eso tienes que confiar.

 

Vera pasó la tarde buscando algún rastro de Sera en el supuesto diario. Si había sido alguien tan importante para Mamá y aquella era su vida, tenía que haber alguna mención.

No la encontró.

El texto se había vuelto errático y había perdido el hilo conductor. Ya no había nombres propios ni referencias a lugares concretos. Tampoco se relataban acontecimientos de la vida ordinaria como si fueran escenas de una serie de televisión de moda ni la redacción estaba cuidada como antes, sino que más bien parecía un episodio de escritura automática de alguien que necesitara desahogarse.

Una parte de su subconsciente se sintió contrariada. Ni siquiera la lectura del maldito diario le resultaba ya suficientemente entretenida como para mantener sus pensamientos alejados de París.

Por la noche, Mamá y Papá estaban invitados a una cena con otros matrimonios en casa de unos amigos. Ofrecieron quedarse si les necesitaba pero Vera, que se quedaba al mando, insistió en que procedieran según lo planeado. Ni el disgusto se le iba a pasar en una noche ni iba a ser menos por cancelar ellos sus planes. Estaría bien en casa con sus hermanas.

Las pequeñas estaban de lo más solícito. Habían quedado muy impresionadas por ver a su hermana mayor tan triste y hacían todo lo posible por consolarla o, al menos, no disgustarla más. Cenaron y jugaron un rato juntas en el salón.

Cuando llegó la hora de acostarse, Vera fue requerida para leer la historia de dormir. Se sentó en mitad de la cama de Flavia y empezó a leer por donde Mamá había puesto el marcador. Era la escena en la que Harry se enfrentaba al terrorífico basilisco en las profundidades de la cámara de los secretos.

—Mamá le pone tono —protestó Flavia ante la lectura monocorde de su hermana mayor.

De hecho, Mamá interpretaba la narración e incluso hacía distintas voces para cada personaje. Vera intentó emular a su madre pero no era tan fácil como podía parecer. Además, apenas recordaba la historia.

—«Fawkes planeaba alrededor de su cabeza, y el basilisco le lanzaba furiosos mordiscos con sus colmillos largos y afilados como sables»[6] —continuó.

El tono solemne que le confirió pareció ser suficiente para Flavia y prosiguió sin interrupciones. De repente, algo hizo clic en el cerebro de Vera.

Fawkes.

Fénix.

Fawkes era la mascota del profesor Dumbledore. El ave fénix que se autoinflamaba para acto seguido renacer de sus cenizas.

Y Fawkes era el pseudónimo con el que Mamá firmaba sus novelas. W. Fawkes. La W correspondía evidentemente a la conjunción de sus iniciales V. V. Fawkes era supuestamente un apellido inventado que había añadido para que el nombre pareciera más sofisticado. Como J. K. Rowling o C. S. Lewis.

—¿Vera?

Flavia la miraba desde la cama. Se había quedado completamente absorta.

—Perdona, mi vida, es que no me acordaba de quién era Fawkes y me he distraído —se excusó Vera.

—Es el pájaro de Dumbledore —explicó la niña—. Se había muerto y ha resucitado para salvar a los niños. Como Jesús.

—Como Jesús, no. No digas eso —reprobó la mayor—. Jesús murió para salvarnos a todos. El fénix se muere y resurge de sus cenizas cada vez que le da la gana.

—¿Y por qué lo hará?

—Eso quisiera saber yo —dijo Vera pensativa—. Igual cada vez que quiere empezar de cero.

—Pues entonces es como la confesión, ¿no? —resolvió Flavia.

Exacto. Recomenzar. Borrar los pecados y empezar de cero.

—Flavia, mi vida, ¿te importa que lo dejemos aquí? Es que me he acordado de que tengo unos deberes que terminar —dijo levantándose de la cama casi de un salto.

—¡Pero ahora es lo más emocionante! —protestó su hermana.

—Mejor, así te dura la emoción hasta mañana —zanjó.

La niña frunció el ceño, pareció considerarlo y, finalmente, aceptó. Vera apagó el ebook rosa, lo dejó en la mesilla de noche y besó a su hermana en la frente.

—¿Has rezado? —preguntó.

—Sí.

—Pues reza otra vez hasta que te duermas.

Apagó la luz del techo dejando solo la pequeña lamparita con forma de estrella que colgaba sobre su cama y que había que dejar encendida toda la noche, y dejó la puerta entornada.

Se deslizó hasta su habitación y cerró la puerta. Sacó el diario de debajo del colchón. Buscó el fragmento que había leído aquella tarde y lo releyó.

Como un ave fénix. Así se definía Mamá en aquel texto. Si es que era Mamá, claro, aunque de repente parecía inevitable: Mamá había elegido el nombre de un fénix como apodo literario y allí estaba aquel fragmento en el que la protagonista se definía a sí misma como precisamente eso, un ave fénix. Costaba justificar que aquella sarta de atrocidades no fuera su biografía.

Se preguntó de qué cenizas habría querido renacer Mamá con tanta intensidad como para utilizar el nombre de un fénix como firma. Pero si había algo que la atormentaba tanto, que la angustiaba de aquella manera, ¿por qué no acudía a la confesión? Hasta Flavia, con solo seis años, sabía que cada absolución es como un borrón y cuenta nueva. La oportunidad de recomenzar. Sin duda la misericordia de Dios era más curativa que las lágrimas de cualquier ser mitológico y Mamá sabía de sobra eso porque, de hecho, era de ella de quien lo habían aprendido las niñas. ¿Por qué no hablaba de eso el texto? ¿Por qué se fijaría en un ser fantástico teniendo como modelo al Señor que resucitó de verdad? Aunque utilizar Su nombre como pseudónimo hubiera sido irreverente. ¿Por qué utilizaría pseudónimo, en cualquier caso? Lo había hecho así desde su primera novela, Fiat. Vera no la había leído pero sabía cuál era la trama.

De repente se le encendió una luz que la colmó de esperanza. ¿Sería posible que el documento encontrado fuera de hecho el diario del que se hablaba en la novela? Igual era todo ficción. Igual ese texto le había servido de inspiración y había añadido cosas de su vida para darle más realismo. O a lo mejor había utilizado cosas de su vida como inspiración y había añadido experiencias imaginarias para hacerlo más atroz. Seguramente era una parte de la novela que, consciente de su sordidez, ella misma había decidido censurar.

Decidió aferrarse a ese resquicio de esperanza y volvió a dejar el viejo iPad debajo del colchón.

Rezó las tres Avemarías de rodillas, como todas las noches, y añadió otras tres para pedir que fuera todo mentira.

 

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