Fiat

Fiat


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Estaban ya todos en el recibidor poniéndose los abrigos de vestir cuando Vera bajó.

—¿Te has puesto el brazalete? —preguntó a Olivia en voz baja mientras ella misma se ponía una pulsera de cordón de seda rosa con un pequeño abalorio con forma de coronita. La miró con ternura mientras se la abrochaba: el cordón se veía ya un poco desgastado.

—Sí —contestó Olivia extendiendo la muñeca para dejar ver su pulsera de cordón de seda turquesa con un pequeño abalorio con forma de coronita.

—Choca —dijo Vera.

Y chocaron las muñecas en el aire a la altura de donde tenían las pulseras.

Vera notó que Valentina las miraba. Instintivamente le miró la muñeca. Llevaba una pulsera semejante, de cordón de seda amarillo con un pequeño abalorio en forma de coronita. El cordón se veía nuevo y reluciente.

La miró con ternura y la invitó a unirse diciendo:

—Valentina, ven. Choca tú también.

Y unieron las tres pulseras en el centro, haciendo un saludo al estilo de los deportistas mientras Olivia vitoreaba:

—¡Por el poder de tres!

Debía haberlo sacado de una vieja serie de televisión.

El termómetro del coche marcaba tres grados bajo cero cuando aparcaron en la parroquia.

En cuanto el sacerdote dio por concluida la misa, las familias formaron en fila para adorar al Niño Jesús que don José María sostenía ahora en brazos para el besapié. La familia se fue congregando a la salida, saludándose y felicitándose la Navidad mientras los niños arrasaban con los caramelos y chucherías que los monaguillos repartían en la puerta.

Toda la familia de Papá se reunía para comer el día de Navidad. La celebración solía tener lugar en casa, así que los que podían se acercaban antes al Beato para ir a misa juntos.

En casa, todo estaba ya preparado. Mamá era buena anfitriona aunque no agasajaba a sus invitados en los términos habituales. Por ejemplo, encargaba la comida en vez de hacerla ella, pero, a cambio, se ocupaba de la decoración de la mesa con esmero y buen gusto, preparaba con cariño detalles para sus invitados, personalizaba recordatorios y siempre sorprendía con alguna genialidad que conseguía convertirse en el tema de conversación de la sobremesa.

Después de comer, tenía lugar el tradicional intercambio de regalos del amigo invisible en el que participaban todos los mayores de dieciocho años. Utilizaban una aplicación que realizaba automáticamente el sorteo y distribuía el resultado entre todos los participantes, que tenían la posibilidad de crear listas de deseos así como de enviar pistas y mensajes anónimos a los destinatarios de sus regalos. Para la entrega, cada amigo invisible tenía que presentar además una candidatura destacando las principales virtudes y logros de su representado antes de desvelar su identidad. Al final, cada uno ponía cinco euros y un voto en una caja y el titular de la mejor candidatura, se llevaba el bote. En los últimos años, se había impuesto la tradición de que ganador y amigo invisible se iban a comer con el dinero de la caja.

Desde hacía varios años, los pequeños hacían un amigo invisible paralelo en el que participaban todos los primos entre siete y diecisiete años y en el que se reproducía la dinámica de los mayores con dos salvedades: los regalos tenían que ser hechos a mano —se podían comprar los materiales pero no valían regalos comprados tal cual— y en la caja de los votos se depositaban chuches en lugar de dinero. Los menores de siete años solían recibir un regalo de cada familia, aunque ya solo quedaba Flavia que era la menor de todos los primos.

Cuando acababa la ceremonia de entrega de regalos —sobre las seis— se sacaba la merienda. Después de merendar, se concentraban en torno al belén y rezaban juntos el rosario. Cada familia ofrecía un misterio. Como era Navidad, contemplaban siempre los misterios gozosos. Solía ser un momento muy emotivo porque se ponían intenciones muy concretas.

Jacobo tomó la palabra cuando le tocó el turno a la familia del tío Juan:

—Tercer Misterio: el nacimiento del Hijo de Dios en Belén. Ofrecemos este misterio por los bebés que vienen en camino y se van a incorporar a la familia el año que viene —dijo mirando alternativamente a las primas embarazadas, guiñándole un ojo a la prima So— y por las víctimas del aborto que haya habido en nuestro país durante este año.

Y continuó con el Padrenuestro.

Cuando le tocó el turno a la familia de Papá, Vera le hizo una señal a su padre para indicarle que quería ser ella la que pusiera la intención del misterio familiar. Papá la invitó a hacerlo con un gesto y una sonrisa.

—Quinto Misterio: el Niño perdido y hallado en el templo. Ofrecemos este misterio por aquellos de nuestra familia que conocen a Dios pero viven como si no lo conocieran.

Dijo esto mirando alternativamente a Mamá y a Jacobo. Notó por el rabillo del ojo que los demás la miraban entre sorprendidos y expectantes.

—Padre Nuestro que estás en el cielo... —empezó, dando a entender que no pretendía añadir ningún matiz.

Finalizado el rosario —sobre las ocho— las familias empezaban a marcharse porque muchos trabajaban al día siguiente, vivían a cierta distancia o tenían niños pequeños.

Cuando todos se hubieron marchado, Vera decidió retomar la lectura. Apenas quedaba un par de páginas. Las leyó. Sin embargo, no encontró la conclusión que esperaba. De hecho, no se podía decir que hubiera una conclusión propiamente dicha. Simplemente, no había más palabras.

Reflexionó unos instantes y, finalmente, no pudiendo reprimir por más tiempo aquella fuerza desgarradora que brotaba de lo más profundo de su alma, rompió a llorar. Lloró desconsoladamente durante horas. Lágrimas de traición, de rabia, de pena, de desencanto, de amargura, de vergüenza y de desprecio empaparon la almohada que había sido testigo de tantos sueños infantiles. Hacerse mayor debía de ser esto. ¡Qué ingenua había sido! Convertirse en adulto era un asco. Era como despertar en una caverna incapaz de distinguir pesadilla y realidad.

Al final, se quedó dormida de puro agotamiento. Se despertó cuarenta y cinco minutos después con una idea y la firme determinación de descubrir la verdad. Saltó de la cama y cogió su smartphone. Envió un mensaje instantáneo y se quedó contemplando la pantalla hasta que la respuesta hizo que se volviera a encender.

Bingo.

Volvió a escribir y esperó la respuesta.

Vera esbozó una sonrisa victoriosa cuando la pantalla volvió a iluminarse.

Vera se lavó la cara para disimular el rastro de haber llorado y salió a buscar a Mamá. La encontró en la cocina, organizando las sobras.

—He visto un regalo perfecto para Papá en una tienda online —improvisó— pero hay que ser mayor de edad para comprar. ¿Me podrías dejar tu tarjeta y yo te doy el dinero?

—Claro que sí. ¿Qué es?

—Es sorpresa —mintió.

—Mmm... Qué misterio. Coge la Amex. Mi cartera está en el bolso.

—Gracias.

Para tener tanto que ocultar, Mamá era un poco descuidada.

Sacó la cartera de su bolso y rebuscó entre las tarjetas. Era imposible tener más tarjetas de fidelización que Mamá. Encontró su dni. Sacó el móvil del bolsillo y tomó una foto del código qr que figuraba en el reverso y que contenía toda la información financiera, fiscal, laboral, sanitaria, familiar y policial que el estado tenía de un ciudadano. Volvió a dejarlo exactamente como lo había encontrado. Cogió la Amex para disimular, dejó la cartera en su sitio y se marchó. Tendría que comprarle algo a Papá para mantener su coartada. Puede que le comprara un buen vino.

Volvió a encerrarse en su cuarto y le envió la foto a Álvaro Rada. El primo de Mencía había prometido ayudarle a violar el qr de Mamá y así poder hurgar en su pasado. Si aquella basura era biográfica tenía que haber rastro del hedor en alguna parte.

Álvaro le devolvió un código de acceso en apenas media hora. Vera siguió sus indicaciones hasta la página de identificación, introdujo el código que le había facilitado y lo verificó.

Voilà. El sistema le dio la bienvenida como si se tratara de su mismísima madre.

Se sorprendió excitada. Delinquir resultaba mucho más placentero de lo que había imaginado.

Navegó por la información confidencial de Mamá sin una idea exacta de lo que esperaba encontrar. Revisó diversos documentos de los años a los que se refería el escrito. Nada parecía desmentirlo.

El texto terminaba de forma abrupta poco después de que Mamá celebrara por todo lo alto su treinta cumpleaños con un extravagante viaje a Nueva York. Mamá cumplió treinta años en enero de 2011. En agosto de ese mismo año fue la visita del Papa a Madrid. Había una laguna de varios meses entre aquella versión diabólica de su madre y la Mamá de la que Papá se había enamorado en la jmj.

Intentó filtrar los datos por fecha pero no encontró el modo de hacerlo. Encontró la declaración de la renta de 2011. Parecía ser lo único archivado por años. La cotilleó sin muchas expectativas. Sin embargo, un detalle llamó su atención. Según parecía, Mamá había estado cobrando una prestación por incapacidad temporal. ¿Cuándo había estado Mamá incapacitada? Ni siquiera había dejado de trabajar durante las bajas por maternidad de las hermanas. Nunca la habían operado y nunca se había roto nada, aunque le habían dado puntos hasta en la lengua. O al menos eso decía ella.

La imagen de Mamá enferma hizo sonar la campana en algún lugar remoto de su memoria. Navegó hasta la pestaña de información sanitaria con el corazón repentinamente acelerado y una sensación incómoda en el estómago.

Había un medicamento recetado por lo menos durante diez años. El nombre no le resultó familiar así que abrió una nueva pestaña y lo introdujo en el buscador. Vera empezó a sentir dificultad para tragar saliva. Ya no se fabricaba con esa marca pero eran, efectivamente, anticonceptivos. Así que era verdad… Pero por reprobable que pudiera parecerle, no se le ocurría qué efecto secundario de los anticonceptivos podía haber hecho enfermar a Mamá. Tenía que haber otra cosa.

Volvió al informe. Avanzó hasta 2011. Había cantidad de medicinas prescritas ese año. Aún no había tenido tiempo de encajar el primer golpe cuando encontró lo que inconscientemente estaba buscando: Ingreso hospitalario, julio de 2011.

Hizo doble clic sobre el documento para tener acceso al contenido. El informe clínico aparecía tan confuso e ininteligible que le costó localizar la información útil. Cuando por fin dio con el motivo del ingreso, la palabra le atravesó la vista como un ariete y le golpeó directamente en el corazón, volándolo en mil pedazos.

Inconscientemente, se llevó la mano a la boca y ahogo un grito. Era tarde, sin embargo, para contener el llanto. Sintió que le faltaba el aire y una fuerte arcada le hizo correr hacia el baño. Llegó justo a tiempo para vomitar.

A la mañana siguiente, Vera se arregló a toda velocidad y llamó a Lucas. Necesitaba que la llevara en coche al único lugar en el que encontraría respuesta a toda esta locura.

Acababa de dejar de llover cuando aparcaron en el Beato. Lucas no quiso entrar en la parroquia y prefirió esperar en el coche. Vera prometió que tardaría lo menos posible.

No había nadie en el interior del templo cuando Vera entró. La luz del sol que luchaba por abrirse paso entre las nubes entraba ahora por las pequeñas claraboyas de la fachada proporcionando una iluminación de insólita belleza. Se arrodilló e hizo la visita al Santísimo. Aunque ya había aprendido la que rezaban los mayores, todavía le salía espontáneamente la de los niños.

Encontró a don José María en el confesionario.

—¿Puedo hablar contigo? —preguntó asomándose sin llegar a entrar.

—Claro que sí. Pasa.

Ella entró, cerró la puerta y se sentó en el banquito, como tantas veces. El sacerdote abrió la celosía, como solía hacer cuando hablaban en el confesionario fuera de la confesión. Vera sopesó cómo empezar y optó por lanzar la pregunta directamente antes de que pudiera echarse atrás.

—¿De qué estaba enferma Mamá cuando la conociste?

A don José María le sorprendió la pregunta.

—No me acuerdo bien —contestó.

—Mientes fatal —acusó ella.

—Yo no miento.

—Pues no estás siendo sincero del todo. Lo sé por la cara que has puesto: te conozco —argumentó la niña.

—¿Ella qué te ha dicho? —preguntó el sacerdote.

—No le he preguntado.

—¿Por qué?

—No quiero hablar con ella.

—¿Qué ha pasado? —preguntó él con gesto de preocupación.

—Nada —replicó Vera, que estaba cada vez más nerviosa. Nunca le había ocultado nada a don José María—. ¿Por qué no me lo quieres contar? Estaba en el hospital, no es un secreto de confesión.

—Que te lo cuente ella entonces.

—Te lo estoy preguntando a ti.

Don José María le clavó aquella mirada suya con la que parecía adivinar exactamente lo que estabas pensando y, con total serenidad, le dijo:

—¿Y por qué me lo preguntas si ya lo sabes?

Vera rompió a llorar.

—¿Lo hizo? —preguntó entre sollozos.

—No. El Señor no lo permitió. Si no, tus padres nunca se habrían conocido y tú no estarías hoy aquí —resolvió él.

—Pero lo intentó. ¿Por qué? —insistió Vera.

—Es un acto de locura: no hay un por qué.

—¡Mentira! ¡Seguro que lo sabes!

—Serénate —le conminó don José María en tono serio pero paternal.

Le acercó una cajita de pañuelos de papel y esperó en silencio a que ella se calmara. Cuando se hubo sosegado un poco, retomó la palabra y le dijo:

—Yo lo sé porque soy su confesor. La pregunta es: ¿cómo lo sabes tú?

Vera se lo explicó. Don José María le insistió en que hablase con Mamá para darle la oportunidad de explicarse y arreglar las cosas y la invitó a confesarse.

—No —contestó rotundamente Vera.

Don José María la miró perplejo.

—¿Cómo que no? —preguntó.

—No me arrepiento. No pienso pedir perdón por despreciarla. Yo no tengo la culpa de tener una madre que ha sido un putón. Que se confiese ella.

El sacerdote fue a decir algo pero Vera le cortó con otra pregunta:

—¿Mi padre sabe esto?

Don José María se encogió de hombros.

—¿Cómo habéis podido ocultarle algo así? —le reprochó.

—No sé lo que sabe tu padre, Vera. Eso es algo entre ellos dos.

Y notó en su mirada que decía la verdad.

—Habla con ella, Vera —añadió visiblemente preocupado.

Vera salió del confesionario dando un portazo y abandonó el templo sin hacer siquiera la genuflexión.

A mediodía, Vera, Olivia y Valentina habían quedado con Papá para salir a comprar los regalos de Reyes. Como mandaba la tradición, primero irían a comer a uno de sus restaurantes favoritos. Después, irían a El Corte Inglés y se pasearían por todas las plantas hasta que encontraran un regalo para Mamá y para las hermanas pequeñas. Este año era el primero que Valentina los acompañaba, lo que quería decir que solo habría que elegir regalo para Flavia y para Mamá.

Vera llamó a Papá desde el coche de Lucas y le dijo que llegaría directamente al restaurante. No tenía estómago para pasar por casa, aunque eso, evidentemente, no se lo dijo.

Dejó que sus hermanas eligieran el regalo para su madre. No le podía importar menos. Otra pulsera. ¡Bah! No le quedaba muñeca ya para tanta baratija. Aunque esta era de firma. Papá siempre le compraba regalos caros. Como si los mereciera.

Subieron después a la planta de la juguetería. Era impresionante el despliegue de medios y efectos especiales que se disponía en estas fechas para captar la atención de los más pequeños y colarse en sus cartas. Las niñas se entretuvieron en uno de los espectáculos de animación. Vera y Papá las esperaron apoyados en una barandilla que quedaba un poco más apartada del barullo infantil.

Llevaba intentado quedarse a solas con Papá toda la tarde, pero ahora que lo había conseguido, se dio cuenta de que no era tan fácil iniciar una conversación como aquella.

—Papá, ¿puedo preguntarte algo?

—Claro.

—Es delicado —advirtió.

—Dime —dijo Papá mirándola con curiosidad.

Vera tragó saliva intentando vencer la vergüenza.

—¿Tú llegaste virgen al matrimonio? —se atrevió a preguntar al fin.

Notó que a Papá le impactó la pregunta pero hizo un esfuerzo por adoptar una expresión de naturalidad.

—Sí —contestó, rascándose detrás de la oreja.

Se sentía incómodo.

—¿Y Mamá?

Papá frunció el ceño y la miró con un gesto que Vera no supo interpretar.

—¿Por qué no le preguntas a ella? —sugirió.

Vera buscó una ruta alternativa hacia donde quería llegar.

—Aunque no me lo digas a mí... ¿Tú sabes la respuesta?

—Claro —respondió categóricamente.

—¿Y te la crees?

Papá la miró visiblemente confundido. Se separó de la barandilla y se colocó de frente a ella.

—Peque, ¿qué pasa?

—Nada —replicó ella en un intento fallido de restarle importancia al asunto.

—No me parece que sean preguntas de no pasar nada. Y no me gusta lo que estás insinuando.

Pocas veces había visto a Papá tan serio. Le empezó a temblar el labio.

—Lo siento —se disculpó—. No te enfades conmigo, por favor.

—No, no me enfado. Pero me gustaría saber de dónde vienen estos comentarios. No se me escapa que llevas unos días rara con Mamá.

—Es que a lo mejor hay cosas de ella que no sabes.

—Mamá y yo no tenemos secretos —afirmó rotundamente.

—¿Estás seguro? —desafió Vera.

Papá apoyó las dos manos sobre los hombros de su hija, la miró con severidad y dijo:

—Escúchame bien: yo sé todo lo que ha pasado en la vida de Mamá y la amo con todos y cada uno de sus días. Y tú deberías hacer lo mismo. ¿Entiendes?

Vera le aguantó la mirada y dejó que su orgullo tomara la palabra.

—Yo solo digo que si supieras como es de verdad, a lo mejor no te habrías casado con ella.

—¡Papá! ¿Me has visto? ¿Me has visto?

Valentina apareció corriendo con las mejillas arrebatadas y se lanzó a los brazos de Papá, neutralizando la atmósfera de tensión con la ternura de su entusiasmo infantil. Olivia venía detrás de ella.

—¡Os lo habéis perdido! ¡Ha conseguido subirse al camello!

Papá forzó una sonrisa y fingió emoción para complacer a sus hijas pequeñas. Se estaban marchando cuando Vera oyó que la llamaban:

—Vera.

Se volvió sorprendida. Era extraño escuchar a Papá referirse a ella por su nombre.

—Esta conversación no ha terminado —le dijo.

Vera tragó saliva, asintió y agachó la cabeza sintiéndose derrotada. Nada salía según lo planeado últimamente. Hizo todo el camino a casa en absoluto silencio, aunque nadie pareció advertirlo. Sus hermanas estaban demasiado ocupadas divirtiéndose.

Pero pese a que Vera no tenía más pretensiones que encerrarse en su cuarto y fingir que no existía, el final de la conversación se precipitó inesperadamente nada más llegar a casa.

Mamá estaba muy seria sentada en una esquina del sofá. En cuanto llegaron, se levantó, saludó, mandó a las niñas a jugar arriba, llamó a Vera y a Papá a su despacho y cerró la puerta.

Vera presintió las turbulencias.

En un primer momento, pensó que Papá y Mamá se habían comunicado telepáticamente, pero pronto comprendió que a Mamá le había llegado el chivatazo por otra vía. Notó que le hervía la sangre.

—Pero bueno, ¿qué es esto? ¿No se puede confiar en nadie o qué? —protestó.

—Claro que sí. Puedes confiar en nosotros. Es evidente que está pasando algo, ¿por qué no nos lo cuentas? —invitó Mamá en tono conciliador.

—No hay nada que contar.

—Yo creo que sí —insistió.

—Pues tú sabrás.

Mamá y Papá cruzaron una mirada de preocupación. Mamá lo volvió a intentar probando otra vía de acercamiento:

—¿Estás enfadada conmigo?

Vera guardó silencio.

Ella persistió:

—Siempre hemos hablado de todo. Si hay algo que quieres saber, ¿por qué no lo preguntas directamente? Podemos hablar los tres de lo que tú quieras.

Vera contestó con más silencio.

Papá respiró hondo. Se inclinó, apoyando los codos en las rodillas, y dijo:

—Lo que me has preguntado antes, ¿tiene que ver con el chico que estás viendo?

—¡No! —cortó Vera—. No lo metas en esto. Él no tiene nada que ver.

—Si no nos lo cuentas, no podemos ayudarte —agregó Papá.

—A lo mejor no necesito vuestra ayuda.

—Si vas por ahí soltando impertinencias, gritándole al sacerdote y mintiéndole a tus padres, yo diría que sí necesitas ayuda —reprobó Mamá poniéndose de pie y cruzándose de brazos. Luego suavizó un poco el tono y añadió—: ¿Te das cuenta de que con tu comportamiento nos ofendes a nosotros y ofendes a Dios?

Vera saltó.

—¿Yo? ¿Y tú cómo te atreves a hablar de Dios? —dijo levantándose.

—¡Vera! —la reprendió Papá poniéndose también de pie.

Su voz nunca había sonado tan grave.

Mamá negó con la cabeza y suspiró exasperada.

—No te reconozco.

—¿Que no me reconoces? —desafió—. Tiene gracia que lo digas tú.

Mamá se llevó las manos a la cabeza en un gesto de desesperación y levantando la voz dijo:

—Pero Vera, por Dios, ¿qué te pasa?

Vera no pudo soportar más la presión y dejó que la rabia que la consumía por dentro estallara como una bomba de racimo.

—¿Que qué me pasa? —dijo a voz en grito—. ¡Tú me pasas! ¡Tú tienes la culpa de todo lo malo que pasa en mi vida! Me das asco. Ojalá no fueras mi madre.

Papá le cruzó la cara de un bofetón antes de que le diera tiempo a pensarlo.

En toda su vida, jamás le había puesto una mano encima. Jamás.

Vera cerró los ojos y reprimió las lágrimas de puro orgullo. Cuando los abrió, clavó una mirada de desprecio en los ojos de su madre y, con un tono desprovisto de cualquier cariño, añadió:

—Y esto —dijo señalándose la mejilla— también es culpa tuya.

Y salió corriendo antes de que ninguno de los dos pudiera alcanzarla.

Se encerró en su habitación y, cegada por el odio que la había envenenado, sacó el iPad de debajo del colchón y lo estrelló contra el suelo. Esperaba que se hubiera hecho añicos y hubiera saltado en mil pedazos, como había hecho su corazón al descubrir que su inspiradora madre no era más que una alucinación, pero apenas se quebró la pantalla, como un parabrisas cuando recibe un impacto. Maldito chisme.

Lloró desconsolada hasta ese momento en el que el dolor sigue siendo el mismo pero, simplemente, ya no salen más lágrimas. Se sentó entonces en el banco de la ventana, abrazada a uno de los mullidos cojines, con la mirada perdida en el exterior, como solía hacer cuando necesitaba pensar. Las luces que decoraban las elegantes casas del barrio titilaban alegremente, ajenas a su oscura Navidad. Estaba viviendo un infierno en lugar de la alegría propia de estas fiestas tan entrañables. Solía ser su periodo preferido del año: desde que comenzaba el Adviento y hasta pasada la Epifanía. Hasta eso le había quitado Mamá. ¿Cómo podía Papá defenderla? ¿Acaso él también era un hipócrita?

Cerró los ojos y perdió la noción del tiempo mientras dejaba vagar a la deriva sus desordenados pensamientos aunque, en algún lugar remoto de su conciencia, la decisión ya estaba tomada.

Nadie vino a buscarla para la cena.

Mejor. De todos modos, no tenía apetito.

Cuando por fin se levantó del banco, se dirigió al tocador con paso decidido. Abrió la antigua cajita de música que ya no sonaba y utilizaba ahora como joyero y contempló la estática bailarina que permanecía en un eterno arabesque desde su más tierna infancia. Vaciló un instante.

Se miró en el espejo del tocador, pero la que le devolvió la mirada ya no era la niña inocente que solía reflejarse allí. También ella había desaparecido para siempre. Y entonces, con premeditación y alevosía, se arrancó la sortija de Tiffany’s del dedo anular de la mano derecha, la arrojó al interior de la caja y la cerró de golpe. Presa del mismo impulso, cogió el móvil, envió un mensaje instantáneo y lo arrojó lejos de sí para evitar retractarse.

Para su sorpresa, no solo no se arrepintió, sino que sintió una extraña liberación que le resultó de lo más placentera en medio de aquel sufrimiento.

Se acostó pensando en cómo se iluminaría el rostro de Lucas cuando leyera el mensaje.

A la mañana siguiente, se cruzó con Olivia en el pasillo cuando salió a ducharse.

—No sé qué has hecho pero... —adoptó una expresión de gravedad antes de añadir—: Mamá no habló ayer en toda la cena.

Vera se encogió de hombros.

—Ella sabrá —dijo con desdén.

Y se encerró en el cuarto de baño.

No era la primera vez que se miraba en el espejo, pero nunca lo había hecho con aquellos ojos. Trató de adivinar cómo la miraría él. Si la descubriría como algo bello y la recorrería, como quien acaricia una escultura, o si por el contrario le parecería algo repugnante que quedaba mejor oculto bajo la ropa. Se apresuró a vestirse. Nunca antes verse desnuda había resultado tan vergonzoso.

Cuando bajó, Mamá estaba en la cocina acompañando a Flavia mientras desayunaba. Vera saludó a su hermana con especial efusividad, colmándola de besos y abrazos, mientras dirigía a su madre una mirada provocadora.

Se sirvió un zumo y cogió una magdalena de la cesta.

Mamá se apoyó en la encimera y observó la escena con los brazos cruzados y gesto pensativo.

—En algún momento tendremos que hablar —dijo al fin.

Vera apuró el zumo, se encogió de hombros y contestó descaradamente:

—O no.

Cogió un par de galletas del plato de Flavia y se marchó.

Jacobo estaba desayunando con sus padres en el Diversia cuando su prima favorita le escribió. La invitó a unirse a ellos. Vera aceptó porque salir con sus tíos le pareció un buen salvoconducto en caso de que intentaran castigarla sin salir. Y además, se había quedado con hambre.

Los dos primos se quedaron charlando en la terraza de la cafetería mientras los tíos hacían unos recados por la zona. Por fin hacía un día de sol. Vera decidió no andarse con rodeos. No sabía de cuánto tiempo disponían antes de que volvieran los tíos.

—¿Qué? Ni de coña. No sabes lo que estás diciendo. Vas a acabar mal —se escandalizó Jacobo cuando Vera le pidió el favor.

—Todas mis amigas lo hacen —argumentó ella.

—¿Tus amigas? —Jacobo forzó una risa sarcásti-ca—. ¿Quiénes? ¿Bea y sus secuaces? Son unas zorras. Por favor, ni siquiera sé qué haces juntándote con ellas. No te pega nada.

—¿Ah, no? ¿Y a ti sí te pega? Bea me contó que cuando estabas con ella la hacías tomar la píldora porque no te gusta usar condón.

—Joder, baja la voz...

Jacobo se llevó las manos a la cabeza. Estaba furioso.

—¿Qué pasa contigo? —dijo quitándose las gafas de sol e inclinándose hacia delante para poder mirarla fijamente.

Vera le respondió quitándose a su vez las gafas de sol.

—Nada. ¿Lo vas a hacer?

—No. Y tú no te vas a acostar con ningún capullo mayor que tú.

—¡Ja! ¿Y tú lo dices? ¿Cómo puedes ser tan hipócrita? Ni te imaginas las cosas que he oído por ahí sobre ti.

—Bueno, pero eso soy yo. Tú eres una chica y además eres menor.

—¿Ah, sí? ¿Tan menor como Patricia Suárez? Para tu información, es un curso menor que yo. No tiene ni catorce años.

Jacobo resopló.

—¿Quién te lo ha contado?

Vera puso los ojos en blanco.

—¿Lo harás?

—No.

Vera lo miró desafiante. Tragó saliva, meditó unos segundos y finalmente dijo:

—¿Saben tus padres que te acuestas con niñas?

Jacobo la miró perplejo.

—¿Me estás amenazando?

—¿Lo vas a hacer?

—No. El sexo cambia a las personas. Especialmente a las chicas —hizo una pausa antes de añadir— aunque creo que tú ya has cambiado.

Vera golpeó la mesa con las dos manos, se levantó y dijo:

—Genial. Gracias por nada: los conseguiré por ahí.

Y se alejó andando.

—¡Vera! —escuchó que la llamaba su primo mientras se acercaba corriendo como en una escena de película americana.

—Está bien, lo haré. Pero no me dejes fuera. —Y al ver la cara de satisfacción que ponía ella, añadió—: Lo que estás a punto de hacer no es un juego, ni una peliculita de chicas: vas a cruzar una línea importante. No quiero que estés sola.

Vera le levantó la ceja y replicó con desdén:

—¡Oh! No estoy sola. Al parecer, todo el mundo está ya al otro lado de esa línea. Y mientras le daba la espalda y empezaba de nuevo a caminar, añadió—: Despídeme de tus padres.

Y se marchó.

Cuando llegó a casa, Papá estaba jugando con las niñas en el jardín. Ella se quedó paralizada en la puerta. Él la miró sorprendido y consultó el reloj.

—¿De dónde vienes tú? —preguntó extrañado.

—He ido a desayunar con el tío Juan y la tía Ana. He... —vaciló un instante— charlado un rato con Jacobo.

—¿Y no me das un beso? —dijo Papá contra todo pronóstico.

—Claro.

Vera se acercó a él y lo abrazó por la cintura. Él le pasó el brazo por los hombros y la besó repetidamente en la cabeza y en la frente. Ella se apretó contra él.

—¿Me odias? —le dijo levantando la cara para mirarle.

Parecía más triste que enfadado. Él le acarició el pelo, acomodándoselo detrás de la oreja.

—Claro que no. Pero estoy muy preocupado por ti —dijo sujetándole la cara con las dos manos, como se hace con los niños pequeños—: Los dos lo estamos.

Vera resopló ante la mención de Mamá.

Papá apretó los labios, como buscando la palabra adecuada. Le acarició la mejilla con el dorso de la mano y dijo:

—Todo se va a arreglar, ya lo verás.

La besó de nuevo en la frente y como si necesitara convencerse a sí mismo, repitió:

—Todo se va a arreglar.

 

Vera entró en casa. Mamá no estaba a la vista. Subió a su cuarto. Oyó movimiento en el dormitorio principal y se acercó sigilosamente a la puerta cerrada de la habitación de sus padres. Aguzó el oído. Primero escuchó como un quejido suave pero continuo. Luego le pareció reconocer un sonido entrecortado y luego otro. Y otro. Y otro. Era un sonido inconfundible que, por desgracia, últimamente le resultaba demasiado familiar.

No había duda de que Mamá estaba llorando.

Se encerró en su cuarto y puso la música lo bastante alta como para no escuchar lo que pasaba al otro lado de la pared. Pasó la mañana probándose posibles conjuntos para lucir en Nochevieja. A la hora de comer todavía no había conseguido decantarse por ninguno, aunque había preseleccionado cuatro candidatos. Escribió a Mencía: iría a probárselos a su casa y lo decidirían juntas, como solían hacer en las ocasiones importantes.

—Ayúdame con la comida, por favor —pidió Papá cuando Vera bajó a cotillear qué había de comer.

—¿Y Mamá?

—Mamá no se encuentra bien. No va a bajar a comer.

Vera procesó la respuesta.

—¿Es por mi culpa? —quiso saber.

Odiaba haberle dado una razón para hacerse la víctima.

—No.

—Pues ayer estaba bien.

—No te preocupes, seguro que enseguida se recupera. Corta el pan, porfa —dijo acercándole la barra y señalando con la barbilla el cuchillo del pan.

Vera lo hizo.

—¿Por qué después de comer no subes a verla? —propuso Papá—. Seguro que se alegra mucho.

—Seguro —respondió escuetamente Vera.

Mamá estaba recostada en la cama, pálida como la cera y con la mirada perdida cuando Vera entró en la habitación. Parecía estar mal de verdad.

—¿Estás así por mí? —dijo acercando la butaca y sentándose junto a la cama.

—No, mi vida, no te preocupes —contestó Mamá con ternura.

—¿Entonces?

—Estoy un poco revuelta. Eso es todo. Ya se me pasará.

Hubo un silencio tenso. Vera se apresuró a buscar algo con lo que romperlo:

—La tía Ana me ha dicho que traerá un postre nuevo para Nochevieja.

—Qué bien. Siempre trae cosas ricas.

El silencio amenazaba con volver.

—Vera...

—No quiero hablar, Mamá —cortó Vera adivinando sus intenciones al tiempo que le empezaban a brotar otra vez las lágrimas—. No puedo.

Y enjugándose las lágrimas con el dorso de la mano, se levantó y salió corriendo de la habitación.

 

El armario de Mencía siempre estaba más lleno y más desordenado que el de Vera. Tenía un montón de prendas sin estrenar porque su nueva madre le compraba ropa continuamente aunque no siempre acertaba con el estilo.

—Tía, estos son una pasada —exclamó Vera mientras se probaba unos tacones preciosos que encontró en una caja—. Quedarían perfectos con mi vestido.

—Son nuevos. Póntelos si quieres —ofreció su amiga mientras se probaba el quinto minivestido negro—. ¿Qué tal este?

—Muy sexy. Seguro que ligas.

—Qué graciosa —se burló Mencía tirándole a la cara otro de los vestidos. Se sentó entonces en la cama junto a Vera—. ¿Y tú, qué? ¿Qué vas a hacer?

Vera se encogió de hombros y se hizo la misteriosa.

—A lo mejor sí que necesito la habitación, después de todo.

Mencía chilló tapándose la boca con las manos.

—Sssh... Calla, tía —instó Vera entre risas.

—¡Qué más da! No hay nadie en casa. ¿Y eso? ¿Qué ha pasado con tus teorías de la virginidad eterna?

Vera respiró hondo antes de contestar.

—Creo que al final tenías razón: son solo teorías que nadie cumple.

Mencía volvió a chillar y la abrazó emocionada.

—¿Te das cuenta? —dijo Mencía sujetándola por los hombros—. Las dos el mismo día.

Y se volvieron a abrazar.

—Tía, qué contenta estoy —dijo Mencía—. Es la mejor noticia que me podías dar. Estoy emocionada.

—Pues todavía no te he dicho lo mejor —agregó Vera.

Mencía la miró expectante.

—Hablé con Jacobo —resolvió Vera.

—¿Lo hará? —urgió Mencía.

Vera asintió desplegando una sonrisa triunfal, lo que provocó otra tanda de gritos y abrazos de su amiga. Vera le contó los detalles de la negociación con su primo.

—Nos va a costar cincuenta euros, la broma. Creo que lo ha dicho para disuadirnos.

Mencía alabó su actuación y añadió:

—¿De dónde vamos a sacar el dinero? Mis padres no están.

Vera frunció el ceño. Evidentemente, no había pensado en eso. Tendría que encontrar una solución de emergencia.

—¿Te vas a poner esos zapatos en fin de año? —dijo de repente señalando los tacones que se había probado hacía un rato.

—No, los negros. ¿Por? —contestó Mencía, confundida.

Vera la miró con picardía y declaró:

—Tengo una idea.

 

Cuando Vera regresó de casa de Mencía, Papá estaba revisando unos planos en el despacho. Vera entró a saludarlo y sacó un par de vestidos de la bolsa que traía y había dejado en el suelo del estudio.

—A ver, Papá, necesito una opinión masculina. ¿Cuál te gusta más? —le preguntó colocándose por encima primero uno de los vestidos y luego el otro.

Papá los observó con un gesto de extrañeza.

—Son para fin de año —aclaró Vera.

—Ah —dijo él como si la nueva información le fuera a facilitar acaso la decisión—. ¿Te digo la verdad?

Vera le animó a hacerlo con un gesto.

—Creo que el primero es muy corto y el segundo demasiado negro para tu edad —dijo.

—Vale, eso dice mi padre, ¿puedes contestar ahora como un chico?

Papá hizo una mueca divertida antes de contestar:

—Con el primero solo te miraría las piernas y con el segundo me parecerías una vieja.

—Lo sabía —dijo dejando los vestidos sobre la silla vacía del escritorio de Mamá y rebuscando en la bolsa hasta sacar otro—. ¿Te gusta más este?

—Mucho más.

—Sí, a mí también —dijo Vera adoptando una expresión de contrariedad—, lástima que para este no tenga zapatos...

A Papá se le escapó una risita.

—¿Y cuánto me costarían los zapatos? —dijo llevándose la mano al bolsillo.

—Cincuenta euros —contestó ella poniéndole ojitos.

Papá sacó el billete de la cartera y se lo mostró haciéndole un gesto para que le besara a cambio. Ella lo abrazó y le besó.

—Anda, toma, pequeña manipuladora.

—Eres el mejor, Papá.

—Ya.

Ella le dio las gracias y volvió a meter la ropa en la bolsa.

—Oye, Peque —llamó Papá cuando casi iba a salir—. A lo mejor a Mamá le gustaría elegirlos contigo.

Vera le torció el gesto.

—¿Quién es el manipulador ahora? —le dijo poniendo los brazos en jarras.

Papá levantó las manos, encogiéndose de hombros y, adoptando una expresión de fingida resignación, contestó:

—El que paga, manda.

—Ya veremos —zanjó ella guiñándole un ojo.

Y subió a su cuarto para sacar los vestidos de la bolsa antes de que se arrugaran más de la cuenta. No estaba la cosa para pedirle a Mamá que los planchara.

 

Mamá tampoco bajó a cenar. Las pequeñas fueron a leerle un cuento a la cama después de la cena. Vera se retiró a su cuarto. Al cabo de un rato, Papá vino a darle las buenas noches y se sentó en la cama, a su lado, como cuando era niña. Vera se dio cuenta en ese momento de cuánto lo echaba de menos.

—¿Qué es eso tan grave que tienes contra Mamá? —preguntó con expresión triste.

—Como si no lo supieras...

—Prefiero que me lo cuentes tú.

—Encontré sin querer un documento antiguo de Mamá y no me gustó lo que descubrí. ¿Tú sabías todo eso?

—Cómo no lo iba a saber —respondió Papá encogiéndose de hombros.

—Ni siquiera puedo mirarla a la cara, Papá. No sé cómo puedes... ¡Ag!

Acompañó el comentario con una mueca de asco.

—Porque al contrario que tú, yo veo a la auténtica Mamá.

—No. La auténtica Mamá es la que escribió esas escenas repugnantes que han resultado ser verdad.

—Bien. Me alegra que lo veas así.

—¿Te... alegra? —replicó confundida.

—Sí. Porque entonces supongo que no tengo que preocuparme por el hecho de que ya no llevas tu anillo.

Vera escondió la mano, como por instinto.

—Tenemos un trato —recordó él.

—¿Un trato? Papá: Mamá rompió ese trato de todas las formas imaginables y te casaste con ella. Ahora mismo vuestro discurso sobre castidad y virginidad me parece un chiste.

—Pues no tiene ninguna gracia. Pregúntale si no vivir la pureza le hizo algún bien.

—No le impidió encontrar el amor.

—¿Y crees que fue fácil para ella? ¿Crees que le resultó agradable hablarme de su pasado cuando éramos novios? ¿Que no sufrió por si la rechazaba? ¿Crees que no le ha dado vueltas al día en que tuviera que contarles esa verdad a sus hijas?

A Papá se le habían saltado las lágrimas.

—¿Por qué crees que no quería tener niñas? —añadió Papá.

Vera estaba muda. Nunca había visto a su padre tan emocionado.

Papá hizo una pausa y se serenó antes de retomar la palabra.

—¿Sabes que eso que has leído iba a ser la primera novela de Mamá?

—¿Y qué pasó?

—Dios pasó.

Vera lo miró confundida.

—Dios la llamó en la jmj, ella dijo sí, y ese sí lo cambió todo. Cambió su vida por completo.

—Una persona no pasa de un extremo a otro así, de la noche a la mañana. Puede disimular, pero en el fondo, sigue siendo quien es.

—Una persona sola, no. Pero Dios, sí. Dios puede irrumpir en tu vida con la fuerza de un huracán y tirarte del caballo, transformarte y devolverte la dignidad de hijo suyo en un solo instante.

—¿Y eso es lo que le pasó a Mamá?

—Sí. Y desde entonces le ha sido fiel. Con sus caídas, como todo el mundo, pero muy fiel.

—Pero fueron treinta años, Papá...

Ahora era Vera a quien le asomaban las lágrimas.

—O cien. Es Dios quien elige cuando llama a cada uno. Y ella ha dedicado toda su carrera a redimirse. ¿Por qué crees que escribe esas novelas? Toda su obra es un desagravio.

Vera sorbió. Papá se levantó y le acercó un pañuelo de papel. Mientras su hija se sonaba, dijo:

—¿Sabes por qué tiene tanto éxito?

Hizo una pausa antes de continuar:

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