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Epifanía del Señor

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Epifanía del Señor

Ya desde primera hora de la mañana se respiraba en casa un ambiente festivo. Solía oler a galletas de mantequilla desde antes de que se despertaran las niñas y cuando bajaban a la cocina, había un festín de dulces navideños, chuches y figuritas de galleta para desayunar.

El cinco de enero era el día más esperado del año.

Esto se lo debían, en gran medida, a Mamá, que disfrutaba como una niña más y contagiaba su entusiasmo a toda la familia. A menudo, el entusiasmo se convertía en nerviosismo, pero esto era ya parte de la magia que envolvía, con ilusión renovada cada año, la celebración de la venida de los Reyes Magos.

La llegada de los Reyes Magos en la madrugada del cinco al seis de enero y la celebración de la festividad de la Epifanía del Señor ponía el broche de oro a las fiestas de Navidad y marcaba el inevitable final de las vacaciones escolares en los colegios católicos. Las niñas volvían al colegio al día siguiente, salvo en los años en los que la fiesta caía en fin de semana, con el consiguiente retraso del comienzo del curso al lunes.

Al parecer, los Reyes Magos habían sido los que traían los regalos a los niños españoles desde siempre. Sin embargo, a principios del siglo xxi se dio un curioso fenómeno sociológico según el cual —bajo la poderosa influencia del cine y la televisión y propiciado por el desarrollo meteórico de Internet— las familias españolas comenzaron a adoptar la costumbre extranjera de recibir en sus hogares la visita de Papá Noel, que descendía por la chimenea —de los pocos que tenían una, de los demás, se suponía que entraba por la ventana aunque este extremo no estaba confirmado— y dejaba los regalos debajo del árbol en la madrugada del veinticinco de diciembre.

Al principio, pasaba solo por las casas que ponían árbol de Navidad. No eran muchas porque la tradición en este país había sido desde mucho antes poner el belén y, además, en España no se daban las circunstancias meteorológicas apropiadas para que crecieran abetos por lo que estos tenían que ser de plástico. Solía dejar un regalito de pequeño valor o chucherías debajo del árbol, pero todos los niños sabían que el lugar preferente —debajo del belén— estaba reservado a los Reyes Magos, que eran los que traían los regalos de verdad.

Los hogares españoles se fueron llenando de árboles —de plástico, por supuesto— preciosamente decorados. En la mayoría de las casas, se abría algún paquete la mañana de Navidad aunque en muchas aún no tenían muy claro quién traía esos regalos. Poco a poco, algunos, seducidos por las campañas de publicidad de los grandes almacenes; otros —muchos—, convenciéndose a sí mismos de que era mejor recibir los regalos antes porque así los niños tenían más tiempo para jugar —y por consiguiente aburrirse antes de ellos—, fueron dejando entrar en su universo familiar a Papá Noel, casi sin darse cuenta de que recibiendo al rechoncho mensajero, condenaban al destierro del olvido una tradición que había sido española desde que se podía recordar. Incluso en las casas con belén, cada vez se abrían más paquetes el veinticinco de diciembre y menos el seis de enero. Al mismo tiempo, cada vez daba más pereza poner árbol y belén así que las figuritas secundarias, la lavandera, el puente con el río de papel de plata y patos, los pastores, los trozos de corcho, el musgo y el papel continuo azul estrellado que solía hacer de cielo, se fueron quedando en las cajas y ya ni siquiera se subían del trastero o se bajaban del altillo. El Misterio —san José, la Virgen y el Niño—, el ángel y la mula y el buey todavía se ponían. Algunos incluso seguían poniendo ovejas y puede que uno o dos pastores.

Cada vez había en las tiendas adornos para el árbol más bonitos y sofisticados, e incluso regían modas que sometían al árbol a una determinada gama cromática o a este o aquel material para los adornos. Los niños fabricaban figuritas recortables o coloreadas en el cole y sus orgullosos padres las colgaban del árbol con esmero. Poco a poco, los niños empezaron a dirigir sus cartas a Santa en vez de a Sus Majestades, a mirar ansiosos al Polo en lugar de a Oriente y a reconocer en el silencio de la noche el crujido de un trineo en vez de las pisadas de los camellos. Con el paso de los años, los Reyes dejaron de pasar por esas casas, no porque los niños fueran malos y no merecieran sus regalos, sino porque los niños ya no sabían ni a quién habían llevado Sus Majestades los regalos por primera vez.

Sin embargo, un reducto de familias católicas españolas nunca dejó de celebrar los Reyes y sus hijos —como siempre había sido costumbre en España— siguieron esperando con ilusión y recibiendo los regalos en la madrugada del seis de enero. Con el tiempo, esta tradición se convirtió en un símbolo de los católicos españoles a tal punto que podía distinguirse el grado de observancia de una familia simplemente preguntándoles a sus hijos si venían a verle los Reyes o Papá Noel.

Hacía años que el seis de enero era laborable y las vacaciones de Navidad en España acababan —como en el resto del mundo occidental— después de Año Nuevo. Solo los colegios católicos alargaban el periodo de asueto infantil hasta el siete de enero y organizaban cabalgatas como solía hacerse antaño.

Papá y Mamá, como eran profesionales autónomos, siempre se tomaban el día de Reyes libre.

—Mamá, ¿antes todos los niños tenían Reyes? —había preguntado una vez Vera cuando era pequeña.

—Los Reyes siempre visitaban a todos los niños: los que se habían portado bien tenían regalos y los que no, carbón.

—¿Carbón?

—Sí, carbón.

—¿Y siguen trayendo carbón?

—Si eres mala, sí.

Vera reflexionó un instante.

—¿Y por qué no traen carbón a todos los niños que no creen en Dios?

Mamá dejó lo que estaba escribiendo y miró a Vera, pensativa. Giró lentamente la silla hacia donde estaba la niña y abrió los brazos, dejando que esta se colara de perfil entre sus piernas para recibir el abrazo. La besó en una mejilla y, sin soltarla, dijo suavemente:

—Porque los niños que no creen en Dios no son malos, mi vida.

Estiró el cuello para asomarse al rostro de la pequeña y calcular el grado de comprensión. No debió de verlo muy claro porque siguió hablando:

—A lo mejor lo que pasa es que no conocen a Dios. Eso no significa que sean malos. Si ayudan en casa, obedecen, hacen los deberes y se portan bien, Dios lo sabe y permite que tengan regalos, aunque no sean de los Reyes. La fe es un don de Dios. Es un regalo que hay que pedir si a uno le falta y cuidar cuando uno ya lo tiene.

Aquel año, Vera escribió en su carta a los Reyes Magos: «Quiero que este año traigáis fe a todos los niños malos para que el año que viene podáis volver a traerles carbón».

En casa, ya desde Año Nuevo se dejaba sentir la influencia de tan esperada visita en el comportamiento de las niñas: ni un mal tono, ni una rabieta, todo eran manifestaciones de espíritu de servicio. Sin duda era el cinco de enero el día que mejor se portaban de todo el año.

—Deja alguna para Papá —dijo Olivia interceptando la mano de Flavia, que se disponía a coger la última galleta de mantequilla casera, y ofreciéndole a cambio un polvorón—. Son sus favoritas.

No había rastro de Papá en la cocina mientras Mamá y las niñas daban buena cuenta del surtido de dulces navideños dispuesto coquetamente sobre la mesa del desayuno.

—Papá ya ha desayunado —apuntó Mamá devorando su tercer mantecado de chocolate—. Ha tenido que ir al estudio.

—¿Hoy? —clamó al unísono un coro de voces infantiles con un ligero timbre de pánico.

Flavia aprovechó para alcanzar la galleta que le había sido confiscada.

—Está terminando una cosa urgente para tener el día libre mañana —dijo Mamá buscando la comprensión de las niñas con la mirada.

Mohín.

—Estará aquí para la cabalgata —aseguró rotundamente.

Silencio.

—¿Y si no?

—¡Carbón! —exclamó Flavia dando una palmada en el aire rompiendo definitivamente la tensión.

Las cinco rompieron a reír.

Después de desayunar, cada niña elegía el dulce que quería poner por la noche a los Reyes Magos y lo colocaba en un platito con su nombre. Mamá solía comprar una caja de leche de una marca distinta a la habitual: decía que era leche especial para camellos. Por la noche, la servían en unos pequeños tazones a juego con los platos.

Los platos de los Reyes y los tazones para sus camellos los habían hecho Mamá y las niñas hacía años. Mamá trajo un día platos blancos y pintura especial para cerámica y cada una los decoró a su gusto y los rubricó con su nombre para que los Reyes pudieran saber qué dulce le dejaba cada niña. Los diseños iban desde la sencillez cursi de Valentina —que había escrito su nombre en purpurina rosa todo alrededor del plato y dibujado un corazón enorme en el centro orientado como si fuera el punto de la i— hasta la audacia artística de Olivia, que había salpicado el suyo al más puro estilo Pollock y firmado en un borde, como si fuera un cuadro.

El de Papá lo habían decorado entre todas.

El primer año que los usaron, hubo que convencer a Valentina para que desayunara porque quería poner todo a los Reyes con tal de que le trajeran más regalos.

—¿Lo has pedido? —susurró Flavia a Olivia mientras ayudaban a recoger el desayuno.

Las cartas no las ponían hasta por la noche. El documento era sorpresa, aunque previamente solían anotar sus listas de deseos en una aplicación online para que Sus Majestades pudieran venir preparados de Oriente. Aun así, ello no garantizaba la exactitud de lo recibido porque, como las niñas bien sabían, los Reyes podían tener que haber dejado justo ese regalo a otro niño en algún país del camino. O, como sabios que eran, podían haber considerado ese regalo inapropiado. Los Reyes siempre traían lo que era mejor para los niños, lo que no siempre coincidía con lo que los niños pedían.

Olivia se detuvo y miró fijamente a su hermana pequeña, como en una pausa dramática.

—Sí —declaró.

Flavia comenzó a saltar de alegría.

Vera y Valentina dejaron lo que estaban haciendo y dijeron a la vez:

—¿Sí?

—¿El qué? —quiso saber también Mamá.

Olivia asintió divertida.

Valentina empezó a saltar también dando gritos de júbilo.

—No me lo puedo creer —dijo Vera negando con la cabeza y mirando fijamente a su hermana.

Como toda respuesta, Olivia se encogió de hombros como si le estuvieran preguntando una obviedad y dijo, señalando a sus hermanas pequeñas que brincaban de un lado a otro de la cocina:

—¿Qué? Es evidente que necesitamos una mascota.

Vera y Mamá cruzaron una mirada furtiva.

El griterío se calmó un poco y se convirtió en silencio expectante.

—Bueno —resolvió Vera— pues confiemos en que los Reyes siempre traen lo que es mejor.

Y dicho esto, se volvió, buscó la mirada de Mamá y le guiñó un ojo esbozando una sonrisa cómplice.

 

Cada niña pedía como máximo tres regalos: uno a cada Rey. Los Reyes solían traer a cada una lo que había pedido y un par de regalos sorpresa e inesperados que solían ser los mejores. Cada una preparaba su carta con ilusión y máximo secreto unos días antes, aunque todos sabían que alguna (Olivia) se pasaba pensando en los regalos y maquinando el diseño por lo menos desde agosto. Sobre un papel blanco, cada una escribía sus tres regalos, un deseo y un propósito concreto para el año nuevo. Después, decoraban el papel con todo tipo de ornamentos, recortes, caligrafía, dibujos, pegatinas y demás elementos según su imaginación. Los Reyes premiaban la más original con un regalo extra cada año.

Justo antes de acostarse, y en riguroso orden de menor a mayor, las niñas iban pasando al salón y colocaban delante del belén —cada una en el mismo lugar cada año— un zapato, el platito con los dulces, el tazón de leche para los camellos y su carta. Rezaban las tres Avemarías a la Virgen del belén y se iban a la cama. Solían acostarse más temprano que de costumbre, porque tenían que venir los Reyes y —como era de sobra conocido— no te podían pillar despierta; si bien, solía ser una noche de sueños inquietos. Hasta Mamá dormía mal esa noche. O mejor dicho, Mamá era la que peor dormía esa noche.

Jamás se había oído a Mamá hablar de la verdadera identidad de los Reyes Magos. De hecho, llegado el momento, había sido Papá quien se lo había explicado todo a Vera, a solas, un día de Adviento del año que hizo la Primera Comunión.

Debió de ser después de la Inmaculada porque recordaba que ya estaba puesto el belén y que todo Madrid estaba ya decorado con luces y adornos de Navidad. Papá la recogió ese día del cole —lo cual no era nada frecuente en circunstancias normales— y la llevó al centro a dar un paseo. Merendaron chocolate con churros y contemplaron los edificios de Gran Vía iluminados. Había muchísima gente por la calle y Papá la llevaba cogida de la mano. Hacía frío. Papá le habló sobre la responsabilidad de ser la mayor y luego le contó la verdad sobre los Reyes Magos:

Que cuando Jesús nació, unos magos venidos de Oriente —no sabemos cuántos exactamente ni qué tipo de magia hacían, o si eran más bien unos sabios, probablemente astrónomos— vieron su estrella y quisieron adorarle. Probablemente, cuando llegaron Jesús era un poco mayor que como lo ponemos en el belén, aunque sabemos que tenía menos de dos años, que fue lo que calculó Herodes cuando mandó matar a los Santos Inocentes. Le llevaron oro —como a rey—, incienso —como a Dios— y mirra —como a hombre—. Fueron los primeros regalos de Navidad.

Vio Dios Padre, desde el cielo, la ilusión con la que un niño recibía sus regalos y, como Dios es tan generoso, quiso que todos los niños del mundo experimentaran una alegría similar por los siglos de los siglos y encargó a los Reyes que cada vez que se conmemorara la Epifanía, hicieran llegar regalos a todos los niños. A los Reyes les encantó la idea pero eran personas de carne y hueso, seguramente mayores, así que le dijeron a Dios: «¡Así sea! Pero... en el futuro... cuando nosotros muramos y vayamos al cielo: ¿quién se va a encargar de ello? ¿Se quedarán los niños sin regalos?».

Conmovido por la generosidad y buena voluntad de los Reyes, Dios, que siempre sabe más, dispuso que, en adelante y siempre en nombre de los Reyes, se ocuparan de entregar los regalos las personas que Él designara en la Tierra para cuidar a cada niño, porque esas serían las personas que más los querrían y que mejor podían conocer los gustos y necesidades de cada uno.

—¿Sabes quiénes son las personas que más quieren y conocen a los niños en la Tierra? —preguntó Papá agachándose para que su cara quedara a la altura de la de la pequeña Vera.

Ella frunció el ceño y asintió, atando cabos.

Papá se incorporó y siguió hablando, mientras caminaban hacia Cibeles.

Dispuso Dios entonces que esta tradición se transmitiera de generación en generación, de padres a hijos, por los siglos de los siglos, con una única condición: que se mantuviera en secreto. Así, mientras los niños fueran pequeños, la entrega se haría como si de verdad la hicieran los Reyes Magos. Pero cuando los niños fueran suficientemente mayores como para entender esto, los padres les contarían esta historia y a partir de entonces todas las Navidades, como prueba de cariño, los niños comprarían también regalos a sus padres y hermanos pequeños.

—¿Sabes por qué te lo cuento ahora? —preguntó Papá volviendo a detenerse.

Ya estaban en la plaza de Cibeles, justo en el centro del paseo del Prado.

—Porque ya soy mayor —contestó ella con forzada dignidad.

Papá sonrió.

—Eres oficialmente mayor.

Y le explicó que un niño que estaba bien preparado para recibir a Jesús en su primera comunión, también estaba preparado para conocer la verdadera historia de los Reyes Magos.

Dicho esto, rebuscó en uno de sus bolsillos y sacó algo pequeño que Vera no alcanzó a ver en ese momento.

—Dame tu muñeca derecha —dijo poniéndose serio.

La niña le extendió el brazo. Él le cogió la mano suavemente, la giró para que quedara con la palma hacia arriba y agregó en tono ceremonioso:

—Por el poder que, como padre, me ha sido concedido por la honorable tradición de los Reyes Magos de Oriente, yo te nombro oficialmente paje del cortejo real y te impongo el brazalete que, como custodia del secreto, deberás lucir cada año.

Era un cordón de seda rosa con un pequeño abalorio en forma de coronita. Era curioso porque, hasta ese momento, Vera nunca había reparado en esas pulseras y, sin embargo, a partir de entonces, no dejaba de verlas en las muñecas de niños y adolescentes. Las había de diferentes formas y colores. Más tarde comprendió que era un signo para que los mayores pudieran distinguir entre los niños que ya lo sabían y los que no, y así no meter la pata. Solían llevarse hasta la mayoría de edad, o mientras había niños en casa.

—Ahora hay que ser mucho más cuidadosos para que las hermanitas no sepan el secreto antes de tiempo —continuó Papá.—. ¿Cuento contigo?

Vera sonrió sin levantar la vista de su nuevo brazalete y asintió con la cabeza.

—Hay una cosa más.

Vera levantó la vista y lo miró expectante.

—Como prueba de que eres partícipe del secreto y como agradecimiento y premio a tu discreción, este año recibirás un regalo muy especial. Es una sorpresa.

A Vera se le iluminó la cara: le encantaban las sorpresas.

Y, efectivamente, había sido un regalo muy especial. La única vez en su vida que Vera había viajado sola con Papá y Mamá. Sin las hermanas: los tres solos. Fue una escapada fugaz —de apenas un día y medio— pero recordaba con deleite cada minuto que habían pasado en aquel lugar y cómo, al volver, un halo de misterio envolvía todo lo que había sucedido en aquel viaje misterioso del que las hermanas no podían conocer ningún detalle: era un secreto para mayores.

Fue la única vez que Vera habló con Mamá sobre la verdadera historia de los Reyes Magos.

El año que Olivia hizo la Primera Comunión, Papá las llevó a las dos a dar el paseo. Las recogió del colegio y dijo que iban al centro a ver las luces de Navidad. Le guiñó un ojo a Vera por el retrovisor y ella enseguida supo que iban a contarle a Olivia la verdad.

Cuando lo hicieron, Olivia se quedó perpleja. Guardó silencio y miró alternativamente a Papá y a su hermana. Debió de entender en ese momento que Vera ya era partícipe del secreto y, cuando por fin habló, frunció el ceño con cara de extrañeza y dijo:

—¿Lo sabe Mamá?

Papá rompió a reír y le brillaban los ojos de la risa. Vera no se rio porque, por un momento, la pregunta le pareció totalmente lógica. Papá no paraba de reírse y Vera contestó, con tono solemne y muy seria:

—No se lo cuentes, por si acaso.

Después, fueron a elegir los regalos para Mamá y las hermanas y nunca más hablaron del tema. Ni siquiera cuando Olivia recibió su regalo especial sorpresa en la mañana de Reyes de aquel año, ni tampoco unas semanas después, cuando regresó de su misterioso viaje con Papá y Mamá. Un secreto es un secreto.

Valentina, en principio, no tendría por qué haberlo sabido hasta esta Navidad, la primera después de su Comunión. Sin embargo, un día, al salir del colegio, mientras esperaban a Mamá, dijo:

—Rocío Fernández dice que los Reyes Magos no existen. Que son los padres. Y que cuando lo descubres dejas de tener regalos.

A Vera la pilló completamente por sorpresa: era primavera. No quería mentirle pero tampoco quería ser ella quien se lo explicara.

—¿Tú qué crees? —le preguntó.

Valentina se encogió de hombros y respondió:

—Yo creo lo que haya que creer para recibir regalos.

—Pues ya está.

No obstante, cuando llegaron a casa, Vera le contó a Papá el incidente. Debió de hablar con Valentina en algún momento porque cuando Vera volvió a preguntar, Papá contestó:

—Sabe lo que tiene que saber.

—¿Cómo se lo ha tomado?

Papá levantó la ceja como toda respuesta.

—Déjala —dijo al fin—. Todavía tiene tiempo para asimilarlo.

Este había sido el primer año en que las tres habían salido con Papá a comprar regalos y todas las cautelas familiares giraban ya en torno a la pequeña Flavia.

 

—Y si los Reyes lo traen, ¿va a ser solo de Olivia o de todas? —dijo Valentina mientras las niñas subían a vestirse y a arreglar sus habitaciones.

—Será de la familia, digo yo —contestó Olivia.

—¿Dónde va a vivir? —preguntó Flavia.

Olivia se encogió de hombros.

—En el jardín, supongo.

—¿De verdad crees que nos van a traer un perro? —inquirió Vera con un ligero tono de desprecio.

—¿Por qué no? —replicó Olivia—. Todas queremos.

—A lo mejor no es el momento más oportuno.

—¿Por qué no?

Vera reprimió el impulso de volver a contestar. En su lugar, dijo pausadamente:

—Sí. ¿Por qué no?

Y dirigiéndose a su habitación, agregó:

—Saldremos de dudas mañana.

 

El seis de enero, las niñas amanecían bastante más temprano que de costumbre. Costaba mantenerlas en la cama siquiera hasta las ocho. Solían despertarse unas a otras y una vez reunidas todas, iban a despertar a Papá y Mamá.

Era el único día del año en el que a las niñas les estaba permitido entrar en el dormitorio de matrimonio.

Papá y Mamá solían hacerse los dormidos y jugaban a no despertarse pese a los gritos, llamadas de atención y sacudidas de las niñas. A veces también hacían como si una fuerza poderosa e invisible les atrajera magnéticamente a la cama y no les dejara salir, y las niñas tenían que tirarles de los brazos y empujarles para ayudarles a librarse de tal maleficio. O cantar todas juntas un villancico para romper el encantamiento.

Cuando finalmente se levantaban, bajaban todos juntos al salón, cuya puerta permanecía cuidadosamente cerrada.

Entonces, en riguroso orden de mayor a menor —a excepción de Mamá, que se negaba a entrar la primera— todos los miembros de la familia iban entrando y lanzándose a sus zapatos al descubrir la montaña de paquetes que les esperaban.

No había un ritual de apertura específico. Cada uno iba abriendo los paquetes a su ritmo. No obstante, existía la norma no escrita de ir enseñando los regalos a medida que se iban desvelando, por lo que a cada apertura le sucedía un grito de emoción que llamaba la atención del resto de la familia. Entonces, todos miraban para descubrir qué había provocado tal alboroto y compartir la alegría. Era también una forma de que las mayores pudieran disfrutar del regocijo que provocaban los regalos que ellas habían elegido solas.

Valentina siempre acababa la primera porque rasgaba todos los envoltorios sin pestañear, con el fin de desvelar el contenido de los paquetes a la mayor brevedad. Luego hostigaba a sus hermanas para que se dieran prisa y, tal era la presión, que a veces Mamá le había tenido que traer el desayuno para que se entretuviera con algo y dejara a los demás terminar de abrir los paquetes en paz. Por suerte para todos, era más lenta comiendo que abriendo regalos.

Desayunaban roscón.

Después de desayunar, se arreglaban y preparaban para ir a misa. De camino, pasaban por un centro de acogida para niños sin hogar. Cada niña elegía uno de los regalos que le habían traído los Reyes y lo entregaba a los niños del centro.

Era curioso observar cómo con los años uno se iba volviendo más egoísta. De pequeña —igual que ahora hacía Flavia— Vera elegía siempre los mejores regalos para dar. No le pesaba deshacerse de aquello que llevaba tanto tiempo esperando porque sabía que había niños que tenían menos suerte y lo necesitaban más. Ahora, lo seguía sabiendo y, sin embargo, tendía a elegir las cosas de menor valor para llevar a los niños.

Olivia, por su parte, seguía desprendiéndose del regalo que más le había gustado. Siempre lo hacía así. Valentina, en cambio, nunca quería deshacerse de nada. Se hartaba de llorar eligiendo el juguete y lloraba abrazada a él durante todo el camino. Ni siquiera conseguían que dejara de llorar cuando llegaban al centro de acogida.

Un año, los Reyes le dejaron una nota en la que le daban a elegir entre llevar un regalo o ir a hacer alguna actividad con aquellos niños.

Valentina eligió lo segundo y, un sábado, Papá la llevó al centro de acogida a pasar la tarde jugando con los pequeños.

Vera recordaba que, al enterarse, se había enfadado muchísimo: acusó a Valentina de ser una materialista y a Papá y Mamá de cometer una injusticia por no obligarla a dejar un regalo.

—No es egoísta si da su tiempo —había contestado Papá intentando hacer que entrara en razón.

Y debía de ser verdad porque, desde aquel año, Valentina iba un sábado al mes a pasar tiempo con los niños del centro de acogida. Incluso, a veces, ahorraba dinero de su paga y les llevaba chucherías. A lo mejor Papá tenía razón y a cada una Dios le pedía distintas cosas.

Después de entregar los regalos en el centro de acogida, iban a misa.

Aunque a todos les encantaba salir a comer fuera, solían comer en casa ese día y pasar la tarde estrenando los regalos. A última hora de la tarde, solían jugar todos juntos a algún juego familiar que les hubieran traído. Era divertido ver cómo Papá y Mamá —a los que jamás habían visto discutir— se picaban en el juego para intentar ganar. Los dos odiaban perder y jugaban dándolo todo, ajenos al hecho de que si el juego era de habilidad, era evidente que iba a ganar el equipo minúscula y si era más de tipo intelectual —de preguntas, palabras o memoria— se impondría el equipo mayúscula liderado por Mamá.

 

—¿Tú sabes algo? —inquirió Olivia.

—¿De qué? —respondió Vera.

Las niñas habían pasado la mañana reubicando el mobiliario de la habitación, haciendo sitio por si los Reyes traían el espejo interactivo que había pedido Vera. Era una chulada de última generación: una pantalla de retina de cuerpo entero que memorizaba toda la ropa de tu vestidor y sugería el outfit más adecuado en función del estado de ánimo y de las características antropomórficas del usuario. La pantalla reflejaba al usuario ya vestido e incorporaba control de voz para pasar al siguiente conjunto en caso de que la primera sugerencia no fuera aceptada. La última versión incluía también una variedad de peinados y función social para comprobar si alguien en tu entorno iba a llevar la misma prenda ese día, pero Vera había especificado en su carta que se conformaba con la versión anterior que resultaba más económica.

—De si nos van a traer el perro —continuó Olivia.

—No.

—¿No lo sabes o no nos van a traer el perro?

—No sé si nos van a traer el perro —confirmó Vera.

—Pero sabes algo —insistió su hermana.

—¿De qué?

—De lo que sea que nos van a traer mañana, ¿por qué estás tan misteriosa?

Vera vaciló un instante antes de contestar.

Se oyó a Mamá llamar a las niñas desde abajo: hora de irse.

—No sé nada de mañana. De verdad —sentenció.

Y agachó la mirada mientras se ponía el abrigo para que Olivia no pudiera notar que estaba mintiendo.

 

Era extraño no salir de casa con Papá. Hacía rato que había avisado de que ya había terminado en el estudio pero habían quedado en verse directamente en la cabalgata para evitarle un viaje. Se había llevado el mini-Fiat de Mamá así que ellas podían usar el taxi.

Después de la odisea de buscar aparcamiento, consiguieron dejar el coche y buscar un hueco entre la multitud que esperaba ansiosa el paso de la cabalgata de Sus Majestades los Reyes Magos de Oriente. Había muchísima gente, tanta, que entre la bulla ya no se sentía ni el frío. Mamá empezó a marearse un poco. Tenía fobia a las aglomeraciones.

—Necesitamos espacio vital —dijo Olivia colocándose delante de ella para conseguir un poco más de espacio para ella.

—Mamá, no veo —protestó Flavia.

—Ya lo sé, mi vida, ahora en cuanto venga Papá te coge en brazos, ¿vale?

La masa se recolocó y consiguieron un poco más de espacio, aunque cada vez estaban más atrás.

—Mamá, que no veo —insistió Flavia.

—Ya, mi vida, en cuanto venga Papá te coge.

—Cógeme tú —lloriqueó.

—Mamá no te puede coger —intervino Vera—. Ven, agárrate a mi cuello. —Y la aupó todo lo que pudo para que pudiera asomarse entre el mar de cabezas.

—¡No veo nada! Eres muy pequeña. ¿Y Papá? —lloriqueó Flavia.

—Aquí.

Y la voz de Papá llegó a sus oídos como la melodía de un superhéroe en una película antigua.

—¡Papá! —gritaron todas las niñas a la vez rodeándolo con brazos y piernas.

—No os encontraba.

—Es que sin ti, somos todas muy pequeñas —razonó Flavia.

—Ven aquí. —Y se la subió a hombros.

Empezaron a llegar ecos de la cabalgata. Papá rodeó la cintura de Mamá con el brazo y le susurró:

—¿Qué tal?

Le sonrió.

—Deseando que llegaras.

—Pues ya estoy aquí.

Y se besaron en los labios, como sosteniendo el beso, con muchísima ternura.

Vera se percató de una chica que había observado toda la escena. Sonreía con ternura. Debió atisbar que Vera la estaba observando porque se volvió y, por una fracción de segundo, cruzaron las miradas. No era una mirada de curiosidad, era más bien una mirada... como de nostalgia. Vera tuvo la sensación, inexplicable y fugaz, de que era una persona que se sentía muy sola. La encomendó en secreto y allí, mientras veía pasar las carrozas con sus camellos, sus pajes y sus beduinos, en medio de una lluvia de caramelos y de algarabía infantil, se abstrajo del alboroto y dio gracias a Dios por haber tenido como madre a Mamá, con su pasado, su presente y su futuro, porque, de alguna manera, gracias a ello había sido capaz de construir una familia que cualquiera hubiera deseado para sí. Incluida ella. Y eso sí que era un buen regalo de Reyes.

—¿Estás bien, Peque?

La mano de Papá le secó una lágrima con suavidad.

Vera le sonrió y lo abrazó. Escondió la cara entre el abrigo de Papá y la piernecita de Flavia y lloró. De alegría y de pena. De culpa y de perdón.

Papá le acarició el pelo y le besó la frente.

Ella levantó la vista y lo miró.

—Os quiero mucho, Papá.

Él la volvió a besar y le susurró al oído:

—Díselo a Mamá.

Ella se despegó de él y miró a Mamá. Ella tenía la mirada fija en las carrozas y se retorcía las manos, nerviosa. Las contemplaba extasiada, con la boca congelada en su sonrisa, tan cálida y tan auténtica. Parecía una niña, tan pequeña y tan vulnerable.

Vera la abrazó por la cintura, apoyó la cara en su hombro y le dijo al oído:

—Sigues siendo preciosa.

Mamá le puso la mano sobre la otra mejilla e inclinó la cabeza para apoyarla sobre la de su hija. Tenía los ojos cerrados y sonreía.

—¿Por qué llora Vera? —preguntó Flavia desde arriba.

Papá soltó una de sus manos del tobillo de Flavia y le acarició la espalda a su hija mayor.

—Porque no sabe coger caramelos —resolvió Papá.

—¡Flavia, mira, ahí viene Gaspar! —señaló Olivia.

—¡Gaspar! ¡Gaspaaaaaar! ¡Aquí! ¡Aquiiiiiií!

 

Era noche cerrada cuando la familia llegó a casa después de la cabalgata. Venían todos con los cachetes rojos por el frío. Hacía un frío exagerado. Por suerte, Papá había programado la calefacción desde el móvil y la casa estaba calentita. Era una sensación agradable volver a casa.

Dejaron los abrigos en el armario de la entrada y se dispusieron a merendar el tradicional roscón de Reyes.

Mamá siempre compraba el roscón en la misma pastelería. Solía traer sorpresas de los estrenos infantiles más exitosos del año o relacionadas con la Navidad. Guardaban todas las figuritas en un estante de la cocina aunque lo cierto era que nadie se acordaba de ellas el resto del año.

—¡Equipo mayúscula pone la mesa! ¡Equipo minúscula quita la mesa! —gritó Mamá mientras Papá sacaba el roscón de la caja.

Vera y Valentina se apresuraron a disponer la mesa grande del comedor, la que usaban los días de fiesta. Papá puso el roscón en el centro y se sentaron todos alrededor de la mesa. Se palpaba el nerviosismo en el ambiente.

—Valentina, mi vida, siéntate bien.

Siempre se subía a la silla de rodillas cuando estaba nerviosa.

Papá empezó a partir el roscón y le ofreció el primer trozo a Vera.

—¡A ver qué sorpresas hay este año! —dijo mientras le alcanzaba el plato con una sonrisa un poco sospechosa.

Cuando todo el mundo estuvo servido, Papá pronunció la bendición y empezaron a comer.

Vera detectó la sorpresa enseguida. Era como un papelito no muy bien envuelto en papel de aluminio y como forzado dentro del roscón. Como si lo hubieran metido a la fuerza después de poner la nata. Se extrañó.

—Un poco cutre esto, ¿no? —dijo mostrando el hallazgo.

—¿Qué es, qué es, qué es? —urgieron las niñas.

—No sé. Es como... un papel.

Las hermanas se rieron a carcajadas de su mala suerte. Vera retiró el envoltorio y desplegó el papelito. Lo leyó, hizo una mueca y miró a Mamá.

—Mamá —dijo en tono acusador volteando el papelito hacia ella como prueba irrefutable del delito—. Es tu letra.

Las hermanas se miraron confundidas.

Mamá se encogió de hombros con gesto de fingida sorpresa y falsa inocencia.

—¿Qué pone? —se limitó a decir con descaro.

—Pregúntale a Papá.

—Nooo —se exasperó Olivia llevándose las manos a la cabeza—. Que qué pone el mensaje.

Vera le acercó el papel con aire de superioridad.

—A ver, lista, pone: «Pregúntale a Papá».

Olivia se quedó tan perpleja que no le importó no tener razón esta vez.

—¡Está claro! —gritó Valentina poniéndose de rodillas en la silla y revolucionándose por momentos—. ¡Eso es que Papá tiene la sorpresa!

Lo dijo como si fuera algo tan evidente que lo absurdo fuera preguntarse cómo había llegado al roscón un mensaje manuscrito de Mamá o cuán sospechoso era que Papá tuviera la sorpresa del roscón. Papá comenzó a reírse, como si acabara de entender lo que estaba pasando. Miraba alternativamente a Mamá y a las niñas con cara de guasa sin parar de reírse. Las niñas miraban a Papá, totalmente confundidas.

A Vera le entró risa nerviosa.

—¿Es en serio? —increpó a Papá.

Papá se puso serio de repente.

—Claro que es en serio. ¿Lo quieres saber o no?

Una algarabía de síes con la i muy alargada inundó el comedor.

—Ok. Atiende. —Papá se puso de pie y carraspeó ceremonioso—. Permaneced atentas y concentradas. ¿Estáis sentadas?

—¡Siiiií!

—¡Cuéntalo ya!

A Papá no le pegaba nada contar historias así. Esto era algo totalmente propio de Mamá. El misterio, la intriga, la sorpresa, el suspense, el espectáculo, esconder un mensaje en el roscón... Eran huellas que delataban a Mamá incluso mucho más que su propia caligrafía. Era evidente que había orquestado todo el montaje y, sin embargo, le cedía el protagonismo a Papá, que parecía estar a punto de dar una noticia. Siempre era Mamá la que daba las noticias. ¿Por qué habría de hacerlo Papá esta vez?

Vera se sentía confundida.

No obstante, en cuanto Papá empezó a hablar, Vera comprendió por qué Mamá le había cedido el papel de narrador esta vez: porque no era el narrador sino el protagonista. Porque no había sido Mamá, sino Papá, el que había estado sentado esa mañana en su despacho, terminando de revisar unos planos, cuando sonó el teléfono.

Una voz desconocida preguntó por él. Asintió.

La voz quiso confirmar si era el padre de Vera.

Se asustó un poco: no había empezado el colegio, ¿en qué lío se habría metido?

Asintió por segunda vez. La voz se presentó.

Vera empezó a ponerse nerviosa.

Con todo el lío pre-Reyes, había olvidado por completo contarles eso. Notó que se le aceleraba el pulso y se le encogía el estómago. No se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración, los ojos como platos fijos en la boca de Papá.

Y, entonces, Papá lo dijo.

¡Lo dijo!

Vera saltó de la silla y se lanzó a su cuello, encogiendo las piernas para rodearle por la cintura y sujetarse a él. Las niñas chillaban histéricas. Mamá y Olivia hacían efectos especiales de sonido y gritaban vítores.

Nueva York. Todo el verano. American Ballet.

Todavía tenía que digerirlo.

—Esto supera con creces París, ¿eh, Peque? —le susurró Mamá mientras la abrazaba.

Vera le devolvió el abrazo con todas sus fuerzas.

Mamá...

No quería soltarla.

Terminaron la merienda fantaseando con los detalles imaginarios del plan: cómo sería la escuela, los profesores, las compañeras, la residencia... A nadie le importó ya el pequeño camello de plástico que esperaba ser encontrado en algún otro pedazo del roscón. Después de comer, fueron todos juntos delante del belén para dar gracias al Niño Jesús por tan maravillosa noticia.

 

Todavía reinaba el silencio cuando Vera se despertó. No se oía rastro de las niñas y fuera aún era de noche. Miró la hora. Aún era temprano. Se revolvió en la cama para acomodarse en otra postura. No tenía nada de sueño pero esperaría a que alguna de sus hermanas viniera a buscarla para salir de la cama. Como hacían Mamá y Papá. Seguro que Mamá ya estaba despierta.

Se sonrió en la oscuridad de su dormitorio: hoy iba a ser un día inolvidable.

El salón fue invadido a las 8:03 de la mañana del seis de enero.

—¡El reloj que quería!

—¡Toma! ¡Las Hunter rojas!

—A ver, a ver... ¿qué hay por ahí?

—¡Unas gafas de sol! ¿A ver? Pruébatelas ¡Son súper tú!

El ruido del papel de regalo apenas se oía por encima de las voces entusiasmadas de las niñas. Los regalos siempre los envolvía Papá. Mamá odiaba envolver y, además, no se le daba nada bien. Enseguida se notaba cuando había sido ella.

—¿Y eso tan grande qué es?

—A ver... Ábrelo.

—¡El espejo! ¡La última versión! ¡Toma ya!

Papá y Mamá sonreían divertidos por el espectáculo. De cuando en cuando, se miraban y Papá le guiñaba un ojo.

—¿A ver, Valentina, y ese sobre tan chulo que es?

Valentina cogió de su zapato un sobre grande dorado, muy señorial, sellado con lacre.

—De los Reyes para Valentina —leyó en voz alta.

Rasgó el sobre por detrás y extrajo el contenido. Era un cartapacio del tamaño del sobre. En la portada, manuscrito con pluma de tinta en tipografía clásica y en mayúsculas, se leían las palabras top secret. En su interior, Sus Majestades los Reyes Magos advertían a Valentina del carácter confidencial de la misiva, la prevenían para que no leyera en voz alta ni comentara el contenido con sus hermanas y la informaban de que este año había sido merecedora de un regalo muy especial: un fin de semana sorpresa con Papá y Mamá en un lugar secreto.

A juzgar por la expresión de su rostro, Valentina no salía de su asombro pero, efectivamente, obedeció y volvió a guardar el cartapacio en el sobre sin revelar los detalles.

A Vera no le hizo falta que su hermana lo leyera para saber lo que decía aquella carta. A Olivia tampoco. Ellas mismas, habían sido receptoras de esa misma misiva unos años antes: el año que hicieron la primera comunión y se convirtieron en custodias del secreto de los Reyes Magos. Ahora Valentina también lo sabía. Lo que no sabía era que, un sábado próximo —seguramente a principios de febrero— Papá y Mamá la despertarían súper temprano, la llevarían al aeropuerto y los tres subirían juntos a un avión con destino a una ciudad de la que probablemente no habría oído hablar jamás pero que ya nunca olvidaría.

Aterrizarían en torno a mediodía en Colonia, Alemania. Cogerían un taxi y llegarían a un hotel del centro de la ciudad. Almorzarían salchichas en algún puesto ambulante y pasearían hasta la catedral. En la plaza, Mamá y Papá explicarían a Valentina el motivo de aquel destino, de aquel viaje que, en realidad, era una peregrinación.

Valentina entraría en la catedral, perpleja. Se asombraría de la altura del edificio, de cómo entraba la luz por las vidrieras y avanzaría de la mano de Mamá —con una mezcla de emoción y miedo en el estómago— por la nave central hasta llegar al altar mayor donde los tres se arrodillarían y rezarían juntos a los pies de las reliquias de los Reyes Magos.

El domingo irían a misa a la catedral, pasearían por la ciudad y, al caer la noche, volverían al aeropuerto para coger el avión de vuelta a casa.

Valentina volvería como si acabase de cruzar la puerta del armario que conduce a Narnia, sintiéndose la protagonista de un cuento que, al llegar a casa apenas cuarenta y ocho horas después, parecería un sueño. Respondería con evasivas a las preguntas de las hermanas, guardaría en su corazón todos los detalles de aquel fin de semana pasado a solas con sus padres y jamás revelaría a nadie el destino de aquel viaje, fugaz y mágico, al lugar donde se guardan las reliquias de los Reyes Magos. Obviamente, habría comprendido que sus hermanas mayores lo sabrían pero... un secreto es un secreto.

 

Las voces histéricas de las niñas trajeron a Vera de vuelta a la mañana del seis de enero. Algo había llamado su atención. Ya solo quedaba un paquete. Era una caja cerrada con un gran lazo atado con el típico nudo doble de Mamá y sellada con una tarjeta que advertía: «Paquete especial».

—¡Yo lo quiero abrir!

—Pone para toda la familia.

—Estaba al lado de mi zapato.

—¡Anda ya! Estaba en el medio

—Que lo abra Papá.

Papá cogió el paquete con expresión burlona. Miró de reojo a Mamá con divertida desconfianza. Ella se encogió de hombros con gesto infantil. Las niñas se arrodillaron alrededor de Papá y le urgieron para que deshiciera el nudo.

Vera no quería apartar la vista de su cara ni un solo segundo. No le quitaba ojo. Se sorprendió disfrutando de saberse conocedora del secreto. De un secreto que, esta vez, Papá no sabía. Quería atesorar aquel instante. Observar la expresión genuina de su cara al descubrir el contenido de la caja. Ese instante en el que —sin saberse observado— su rostro mostraría, con absoluta sinceridad, su reacción.

Papá terminó de quitar el lazo y sujetó la tapa con las dos manos sin levantarla todavía. Miró a las niñas con picardía y aguantó el suspense un par de segundos. Las niñas le gritaron histéricas para que terminara de abrirla.

Papá levantó las cejas entre risas y finalmente levantó la tapa y la apartó a un lado para que no impidiera ver el contenido.

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