Fiat

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Segundo domingo de Adviento

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Segundo domingo de Adviento

—¿Entonces lo pondremos hoy? —dijo Flavia sentada en el borde la cama.

—Supongo —contestó Vera distraída mientras revolvía la parte baja del armario destinada al calzado.

—¡Mamá! ¿Dónde están las katiuskas de Flavia? —gritó Vera.

Ante la ausencia de respuesta se asomó al pasillo e insistió.

—¡Mamáaaa!

Su hermana pequeña la miraba desde la cama arrugando la naricilla y balanceando los pies descalzos con impaciencia. Vera puso los ojos en blanco y suspiró con resignación.

—Llegaremos tarde a misa.

 

Valentina y Flavia compartían una habitación bastante espaciosa. Olivia y Vera se habían independizado el año pasado, cuando Vera cumplió quince, pasando de compartir habitación a tener cada una su propio cuarto.

Había además una habitación de juegos y deberes —que previsiblemente sería la habitación de una de las pequeñas cuando tuvieran edad de independizarse también—, dos baños y el dormitorio de matrimonio que incluía su propio baño y un enorme vestidor.

En la planta de abajo estaba el salón con dos amplias zonas diferenciadas: la zona de estar —con tres sofás en forma de C en torno a una mesa de centro— y la zona de comedor —con una mesa extensible de ocho comensales que podía duplicar su tamaño—. Abajo también estaba la cocina —que contaba con una isla central que hacía las veces de office o mesa de desayuno—, el despacho —que disponía de una pared entera de cristal con vistas al jardín, el escritorio de Mamá, una librería que ocupaba toda la pared con todas sus cosas y una mesa de dibujo enorme que Papá usaba a veces si se traía trabajo a casa, aunque solía trabajar en su despacho en el estudio, que estaba en el centro de Madrid—, el cuarto de Polly y otros dos baños.

Lo que hubiera sido el sótano había sido acondicionado como sala de proyecciones y bodega. Era tan espacioso como el salón y disponía de cómodos sofás, cañón retroproyector con pantalla gigante, sistema de sonido envolvente y consolas con todo tipo de juegos de deporte, baile y karaoke, además de una minicocina con barra americana, fregadero, frigorífico para bebidas, grifo de cerveza, vinoteca y una máquina estilo vintage para hacer palomitas. Contaba además con una insonorización especial que lo hacía el espacio ideal para las celebraciones de todo tipo que tenían lugar en la casa. Las niñas habían celebrado ahí casi todos sus cumpleaños. Y otras mil cosas, porque a Mamá le encantaba organizar fiestas y había encontrado en Vera una digna heredera.

El garaje y un cuarto que usaban como trastero completaban la planta sótano.

 

Fuera diluviaba. Era el primer día de lluvia de la temporada. Estaba siendo un otoño bastante seco pero el domingo había amanecido con viento y el cielo encapotado, y en aquel momento la tormenta descargaba toda su virulencia sobre el norte de Madrid.

Un par de horas antes, durante el desayuno, Mamá se había asomado a la ventana de la cocina mientras vigilaba que las galletas que había en el horno no se tostaran demasiado y, al ver el cielo tan negro, había recordado la intercesión meteorológica del Beato.

Durante el año que pasaron celebrando la misa al aire libre, antes de tener siquiera el barracón, no llovió ni un solo domingo. Entonces, solo se celebraba misa de doce. Fue un año bastante lluvioso e, inevitablemente, algunos domingos amaneció lloviendo. Algunos incluso se pasó lloviendo toda la mañana. Sin embargo, llegada la hora de la misa, cesaba la lluvia y el cielo se abría sobre la dehesa vieja de San Sebastián de los Reyes para que la celebración pudiera discurrir sin problemas. Eso sí, nadie libraba a los feligreses del barro en las suelas.

Mamá lo contó en una de sus columnas, se corrió la voz y el Beato adquirió fama de buen intercesor en cuestiones meteorológicas, a tal punto que venía gente de todos los rincones de Madrid e incluso de otras ciudades a pedirle a don Manuel que intercediera para que hiciera bueno el día de la boda, de un partido importante, otras competiciones deportivas, conciertos, procesiones, desfiles y hasta de manifestaciones.

Don José María tuvo que poner un segundo cajón de velas y hasta un tercero para poder acoger todas las ofrendas. Pusieron también una urna donde la gente depositaba notas indicando la fecha y la intención que encomendaban.

Una de las Marías de los Sagrarios[3] llevaba un exhaustivo control del parte meteorológico y se encargaba de comprobar cada uno de los días encomendados para registrar los favores concedidos. Era impresionante ver las inflexiones meteorológicas que se habían dado en numerosas ocasiones, con días soleados en pleno frente o tormentas que descargaban a pocos kilómetros dejando el cielo despejado sobre el lugar del evento en cuestión.

Así, Mamá estuvo rememorando anécdotas meteorológicas de antaño en el Beato mientras su audiencia daba buena cuenta de las galletas de mantequilla recién horneadas. Los domingos siempre disfrutaban de un desayuno especial en familia: las niñas —una cada semana, sucesivamente— elegían el menú y se les permitía desayunar en pijama. Hoy, Valentina había elegido galletas de mantequilla. Mamá había perdido la noción del tiempo de tertulia, como de costumbre, y por eso habían empezado a vestirse tarde y ahora iban con el tiempo justo.

Mamá siempre llegaba tarde. Tenía una inclinación natural al caos aunque se notaba que hacía esfuerzos por corregirlo. De hecho, había puesto especial empeño en no transmitir esa debilidad a sus hijas y lo había conseguido con tal éxito que a veces se exasperaban, sobre todo las mayores, porque siempre tenían que esperarla. Ella siempre tenía una excusa. Cuando acudían a Papá en busca de mediación, solía sonreír con ternura y encogerse de hombros:

—Es el precio a pagar. Si Mamá fuera perfecta no nos habría tocado a nosotros.

A cambio, la verdad es que Mamá era genial.

Era una persona muy animada, positiva y alegre, de estas que cuando llegan a un sitio llenan la habitación y cuando se van dejan una especie de vacío. Siempre tenía una sonrisa en los labios y su alegría era contagiosa. A ella le gustaba hacer reír a los demás —aunque no que se rieran de ella— y disfrutaba teniendo bromas privadas con cada una de las niñas a las que se refería como chistes locales. Normalmente era una palabra o expresión que recordaba algo con lo que se habían divertido en un momento dado y que resultaba del todo absurdo para todos los que no habían participado del chiste original. Nunca aclaraba la broma a los demás aunque, seguramente, tampoco la habrían entendido porque los chistes locales eran gracias de un solo uso que se podían evocar pero resultaban imposibles de reproducir. A las niñas les encantaba tener chistes locales con Mamá. Se sentían especiales.

También compartía muchos con Papá. El más recurrente era el del olivo. Cada vez que pasaban por un olivar, inevitablemente, uno de los dos señalaba los árboles y, como si fuera la primera vez que veía uno, gritaba: «¡Un olivo!». Y los dos estallaban en carcajadas.

Las niñas nunca habían entendido esa broma, y no porque fueran niñas porque a veces la habían hecho delante de mayores y ellos tampoco parecían entenderla. Nadie salvo ellos le encontraba sentido.

Era muy sociable y habladora y tenía un don natural para convertirse en el centro de todas las conversaciones. Su inteligencia y extraordinaria memoria le facilitaban encontrar siempre algo interesante que decir o una anécdota curiosa que referir, cualquiera que fuera el tema del que se estaba hablando —aunque Vera sospechaba que a veces eran anécdotas de otras personas de las que ella se apropiaba oportunamente—. Por sorprendente que pudiera resultarle a algunos, también se le daba muy bien escuchar. Puede parecer que cualquiera es capaz de escuchar, pero hace falta un talento natural para hacerlo bien. Mamá se interesaba de verdad por lo que le estabas contando. Hacía preguntas para comprender el alcance de la situación, analizaba las opciones, se involucraba, lo sentía como propio y, lo mejor, no lo olvidaba a los diez minutos, como la mayoría de la gente. Siempre encontraba la palabra adecuada y, si no conseguía hacerte sentir mejor con palabras, ella sabía exactamente qué hacer para animarte y compraba tu helado preferido, te llevaba de compras a tu tienda favorita o de paseo a un lugar especial de la ciudad hasta que se te olvidaba el problema y recuperabas la sonrisa.

Siempre tenía palabras de aliento y apoyo para tus proyectos e ilusiones. No ponía límites a sus sueños y animaba a los demás a soñar en grande porque estaba convencida de que con ganas, esfuerzo e ilusión podías llegar a ser cualquier cosa que te propusieras. Incluso a santa.

Era muy querida entre su familia y amigos aunque esto no tenía ningún mérito porque lo cierto es que era muy fácil quererla.

Una vez, hacía varios años, tenía Vera que describir a su familia para un trabajo de Literatura señalando tres rasgos positivos y tres negativos de cada uno de sus miembros. No había sido capaz de encontrarle un solo defecto a su madre cuando le dijo a Papá:

—Papá: ¿Mamá es perfecta?

A Papá le dio la risa.

—Solo Dios es perfecto.

—¿Y qué defectos tiene? —insistió la pequeña Vera.

—No lo sé. Tú, ¿cuáles le ves? —contestó Papá.

—Yo no le veo. ¿Tú?

—Yo tampoco.

—Pues entonces es perfecta —confirmó la niña.

—O nosotros ciegos —apuntó el padre.

Vera concluyó aquel día que Mamá era perfecta y, pese a que últimamente tenían algunos roces propios de la eterna batalla entre madre e hija adolescente, nunca había dejado de verla así ni de querer parecerse a ella.

Era preciosa aunque a menudo le sobraban unos kilillos porque era muy golosa y odiaba el deporte. Cada dos por tres empezaba una nueva dieta, aunque generalmente su impaciencia le impedía llegar al final y en cuanto empezaba a notar los primeros resultados encontraba una excusa para dejarla. En eso sí que era un poco desastre.

 

Mamá apareció por fin en la puerta del dormitorio de las pequeñas.

—¡Por fin! ¿Dónde estabas? —reclamó Vera.

—Haciéndole la trenza a tu hermana —se excusó ella.

—¿Sabes dónde están las katiuskas de Flavia? Las rojas.

Mamá hizo un gesto como de haber sido sorprendida en un renuncio. Vera arqueó la ceja y resopló.

—Lo sabía.

—Bueno ¿qué más da? No le iban a caber de todos modos. Ponle las del cole y listo, ¿no?

Vera no tuvo más remedio que ceder. No había considerado ese punto. Reparó entonces en que Mamá todavía llevaba el jersey viejo xxl que se había puesto encima del pijama para desayunar, aunque debajo llevaba ahora unos vaqueros.

—¿Vas a ir así? —preguntó Vera extrañada.

—Me voy a quedar en casa. Iréis vosotras con Papá y yo iré esta tarde a misa de ocho.

—¿No vienes? —Flavia le echó los brazos y Mamá la cogió y la besó.

—¿Por qué? ¿Qué pasa? ¿Quieres que me quede y vaya contigo esta tarde? —interrogó Vera.

—No, no, tranquila. Venga, corre que vais tarde y hoy no podréis decirle a don José María que ha sido culpa mía.

—Bueno... —dijo Vera sarcásticamente saliendo por la puerta.

Mamá le guiñó un ojo.

Papá y las hermanas estaban ya en el recibidor poniéndose los abrigos y pertrechándose con paraguas y gorros impermeables. Mamá les ayudó a vestirse y les despidió en la puerta. Antes de salir, Papá le rodeó la cintura y la besó cariñosamente en la mejilla.

—¿Estarás bien?

Mamá asintió en silencio. Estaba un poco pálida.

—Estaré aquí antes de que te des cuenta. Te quiero.

Vera supo de forma intuitiva que no debía preguntar.

Y corrieron hacia el coche bajo una cortina de agua, pisando los charcos y salpicando las alfombrillas y los asientos al montarse.

 

Vera se percató de que don José María había notado la ausencia de Mamá desde el canto de entrada. Siempre recorría el aforo con la mirada y frunció ligeramente el ceño cuando cruzó la mirada con Papá. Era poco habitual que Mamá no estuviera en misa con el resto de la familia.

Ella también extrañaba estar en misa sin Mamá. Se le hacía raro no escucharla rezar. Mamá siempre rezaba alto y claro. Pronunciaba las oraciones con convicción y entonándolas, no como si fueran mantras monótonos que todo el mundo recitaba al unísono, sino con la entonación normal que le hubiera dado a esas mismas palabras si las estuviera utilizando en una conversación normal. A Vera siempre le había llamado la atención porque en el tono monocorde de la oración común, el ritmo de Mamá, con lo que le quedaba de acento andaluz, era el único que sobresalía, dando la curiosa sensación de que su descompás era, de hecho, el más sincronizado de todos. No conocía a nadie más que entonara las oraciones así. Ni siquiera Papá.

 

Cuando volvieron de misa, Mamá ya estaba recuperada. Volvía a tener color en las mejillas y ya estaba perfectamente arreglada, peinada y maquillada, como siempre. Tenía la comida casi preparada y la mesa puesta.

Hoy venía don Benjamín. Hacía un montón que no lo veían, desde que lo habían hecho párroco ya solo venía en ocasiones especiales. Cuando esto ocurría, siempre había comida de niños, en plan huevos con patatas, hamburguesas o croquetas porque eran sus platos preferidos y Mamá lo sabía. Venían también los primos. Hoy le tocaba encender la vela a Olivia y a ella le encantaba tener público.

—¿Me da tiempo a bajar a por las cosas del belén antes de comer? —preguntó Vera asomándose a la cocina—. Mis hermanas están histéricas.

Mamá consultó el reloj de la pantalla de la nevera.

—Creo que sí. Habéis vuelto temprano —contestó Mamá.

—¡Porque no estabas tú! —replicó Vera entre risas burlonas.

—¡Pero no empecéis hasta que se vayan las visitas! —gritó Mamá mientras Vera salía de la cocina y bajaba la escalera hacia el trastero.

Claro. Esperarían a que se fuera la visita para sumir el salón en el caos temporal que suponía el montaje del belén, pero quería al menos localizar las cajas de figuritas porque no tenía ni idea de dónde habían acabado después de la transformación que había sufrido el trastero. Averiguaría dónde habían quedado colocadas las cajas y, más tarde, cuando se marcharan los primos, las subiría al salón con la ayuda de Papá. No había prisa. Tenían toda la tarde. No pensaba salir hoy. De hecho, no había vuelto a saber nada de Mencía desde que se fue de la fiesta, así que tenía toda la tarde.

Vera encendió la luz de la habitación trastero y le pareció adentrarse en un lugar desconocido. El verano pasado habían comprado dos juegos de maletas nuevos para el viaje familiar a Nueva York. Cuando, a la vuelta, Mamá fue a guardar las maletas en el trastero, se dio cuenta de que no había sitio para nada más y se agobió tanto que decidió poner orden ahí abajo de una vez por todas. Lo hizo a su manera: contratando una organizadora profesional. La verdad es que era tal la cantidad de trastos —unos útiles, otros no tanto— acumulados durante los últimos diez años, que Mamá no habría sabido ni por dónde empezar, así que vino una chica majísima que en menos de una semana reorganizó y optimizó el espacio, aconsejó qué tirar y qué conservar —salieron más de diez bolsas de cosas para dar y otras tantas para tirar— distribuyó las cosas en cajas y las cajas en repisas, lo etiquetó todo y aún se las ingenió de manera que quedara sitio disponible para seguir metiendo cosas en el futuro.

Papá la bautizó como Mary Poppins.

Y, la verdad, es que parecía arte de magia cómo había multiplicado el espacio y recogido todo de tal manera que la habitación se presentaba como un espacio ordenado y funcional y no como «la leonera de la familia Diógenes» que solía parecer, según Mamá. Vera paseó entre las estanterías leyendo las etiquetas escritas con una cuidada caligrafía. Le costó unos minutos descifrar el código de colores según el cual las cosas que se utilizaban poco o nada lucían etiqueta azul. Dedujo que el belén se encontraría en dicha categoría.

Distinguió no pocas pegatinas azules en la parte superior de uno de los muebles y alcanzó la escalera plegable para subir a comprobarlas. En efecto: las cajas «Belén I», «Belén II» y «Adornos Navidad» se hallaban allí arriba. Necesitaría a Papá para bajarlas. Había también un par de bolsas de corchos y una caja más pequeña. Alargó el brazo para alcanzarla y levantó ligeramente la tapa para ver el contenido. No reconoció nada pero no parecían cosas de Navidad. Giró suavemente la caja hacia sí para leer la etiqueta: «Del trastero de Sanse (Mamá)».

Increíble. Mamá todavía conservaba cosas que habían estado —ya no en la casa— sino en el trastero de su piso de soltera. Eso sí que era Diógenes. ¿Qué podía haber allí que hubiera sobrevivido a una mudanza, quince años y, en última instancia, al ángel exterminador de Mary Poppins? Sintió curiosidad.

Con sumo cuidado, sacó la caja de su sitio y la apoyó en el peldaño superior de la escalera mientras se bajaba. La cogió otra vez desde abajo y se sentó en el suelo para examinar su contenido. Había un conjunto heterogéneo de cosas de papel que parecían haber sido recolectadas de diferentes lugares: posavasos, folletos, entradas, mapas, invitaciones de bodas, tarjetas de felicitación y hasta esos pequeños sobres en los que Vera reconoció la caligrafía de la abuela Tere. Vacíos, por supuesto. En el fondo, había una especie de funda que simulaba un sobre de los que tienen el interior de papel de burbujas. Tenía algo dentro aunque pesaba mucho para ser una tableta. Vera sacó de su interior un iPad 2. Aquello sí que era una reliquia.

Vera le habló, pero no se encendió. Lo inspeccionó con curiosidad. Quién sabe cómo se encenderían antes estas cosas. Pulsó un botón que encontró en lo que le pareció la parte superior del aparato e inmediatamente la pantalla se encendió en blanco. Se sobresaltó sin querer. No dejaba de ser sorprendente que se hubiera encendido después de tanto tiempo, aunque no duraría mucho más: 2 % de batería.

En lugar de reconocimiento dactilar o escáner de retina, pedía un número pin. Qué antigüedad. Vera probó con la fecha de nacimiento de Mamá y el dispositivo se inició. Mamá era siempre tan predecible.

Sin tocar nada, se abrió automáticamente por la aplicación de notas. Debió de ser la última que estuvo abierta. Había un texto escrito. Vera lo deslizó hasta el principio y empezó a leer.

La pantalla se fundió en negro sin previo aviso. Vera siguió mirándola fijamente durante unos segundos. Quería leer más.

—¡Vera, los primos! —oyó gritar a su hermana por el hueco de la escalera.

—¡Voy! —contestó.

Inspeccionó el interior de la caja en busca de algo que pareciera un cargador. Encontró un enchufe del que salía un cable largo que acababa en una pieza que encajaba en la única ranura del aparato. Eso debía de ser. Se lo guardó en un bolsillo y dio gracias por la tecnología inalámbrica. Devolvió la caja a su posición, disimuló el iPad entre el jersey y su cuerpo y subió rápidamente a su cuarto antes de bajar a saludar a la familia y a don Benjamín, que también acababa de llegar.

 

—¿Vas a Diversia? Te llevo en coche —ofreció Jacobo a Vera una vez finalizada la comida y la ceremonia de encendido de la corona.

—No voy a salir hoy —replicó ella.

Jacobo se extrañó.

—¿Y eso? —dijo.

—Tengo que poner el belén.

—Ya. Y cuidar a tus hermanas. No cuela.

Jacobo sabía de sobra que en realidad el belén lo montaba Papá. Las niñas solo desplegaban el ejército de figuritas por el salón y se las iban entregando conforme las solicitaba, como si de una mesa de operaciones se tratara.

Vera puso los ojos en blanco y chasqueó la lengua.

—No me hablo con Mencía —claudicó al fin ella.

—¿Y eso desde cuándo? —quiso saber su primo.

—Desde la fiesta de tu querida B.

Jacobo miró a su alrededor instintivamente y bajó el tono de voz para preguntar:

—¿Cómo estuvo? ¿Qué te pareció?

Todos los recuerdos de la noche anterior aparecieron de golpe en la memoria de Vera. Jacobo la miraba expectante.

—No fue lo que esperaba —resumió Vera.

—Bah, ya habrá otras mejores. Dicen que la que lo va a petar en fin de año es Mencía, ¿no? —dijo él poniéndose la chaqueta.

—Eso parece. ¿Irás?

—Supongo. ¿Tú?

—Yo estaré en París —respondió ella levantando los brazos en gesto de bailarina.

—¡Es verdad! —repuso cogiéndole la cara con ambas manos y besándola en la frente—. Enhorabuena, otra vez. Eres la mejor.

Jacobo se despidió del resto de la familia y se dirigió a la puerta para marcharse. Vera lo acompañó. Estaba a punto de salir cuando llamó su atención:

—Oye, Jacobo.

—Dime.

—¿Tú conoces a un tal Lucas Estrada?

Jacobo levantó la ceja al más puro estilo de Papá pero no abrió la boca.

—¿Qué? —se desesperó Vera—. No me mires así. Es... —titubeó— es solo que lo conocí anoche. Ya está.

Jacobo devolvió la ceja a su posición natural y la miró con ternura antes de bajar la voz para advertirle:

—Es un gallo con espolones. Ten cuidado.

Vera se quedó apoyada en el quicio de la puerta mientras el coche de su primo maniobraba para salir y se perdía calle abajo.

Don Benjamín, tío Juan y Papá seguían charlando en el salón: no tenían pinta de irse todavía. Se oía a las hermanas en el cuarto de juegos. Vera buscó a Mamá. La encontró en el despacho. Estaba sentada en la butaca grande con los pies en el escabel y tenía a Flavia acomodada en su regazo. Sujetaba un ebook.

—¿Qué hacéis? —preguntó Vera casi por instinto.

—Leemos Harry —contestó la niña—. Cuando acabe vamos a ver la peli —añadió.

A Mamá le encantaba la saga de Harry Potter. Había intentado contagiar esta pasión a cada una de sus hijas, pero había encontrado en Flavia su mayor fan.

En realidad, se los había empezado a leer a Valentina pero —para desgracia de Mamá— resultó que a Valentina no le gustaban mucho las historias de fantasía y prefería las basadas en hechos reales. Cuando fueron de viaje familiar a Fátima quedó muy impresionada con la historia de los tres pastorcillos y Mamá y Papá le compraron un libro sobre ello. Y luego uno sobre Bernadette y desde entonces ya solo quería leer historias fascinantes que le hubieran pasado a niños de verdad.

Flavia, por su parte, estaba todavía en la etapa de Las Crónicas de Narnia pero, como las pequeñas compartían habitación, resultó que la benjamina estaba más interesada en las peripecias de los alumnos de Hogwarts que en las aventuras de los Pevensie al otro lado del armario[4], así que Mamá liberó a Valentina y enfocó todos sus esfuerzos de adoctrinamiento en Flavia. Solían leer por las noches pero si el ansia era mucha hacían horas extra los domingos después de comer.

—¿Cuál es? —preguntó refiriéndose al libro con un gesto.

—La Cámara Secreta —contestó Mamá indicando con los dedos que era el segundo volumen de la heptalogía.

Vera suspiró. En su momento le habían entretenido las historias de los niños magos pero no entendía cómo podían seguir interesando a su madre que, a su edad, conservaba un grado de entusiasmo que rayaba en el fanatismo.

—Búscame cuando acabes, ¿vale?

 

Mamá apareció en la habitación de Vera al cabo de un rato. Ella estaba analizando su armario para preseleccionar los conjuntos que llevaría a París. Mamá apartó algunas de las prendas que estaban esparcidas sobre el edredón y se sentó en la cama. Intercambiaron impresiones sobre la primera criba durante unos minutos.

—Oye Mamá —arrancó Vera cuando consideró suficientemente roto el hielo—. Cuando conoces a un chico, ¿cómo sabes si es o no el hombre de tu vida?

—No lo sabes —contestó Mamá—. Para eso está el noviazgo. Para conocerse y averiguar si los dos buscáis lo mismo.

—¿Y qué pasa si te enamoras de alguien y ese alguien no es el que tiene que ser?

—Es parte de la vida: a veces nos gustan chicos que luego nos dejan de gustar, o nos gustan y nosotras no les gustamos a ellos o les gustamos a los que a nosotras no nos gustan. De todo eso vamos aprendiendo y nos vamos preparando para que cuando llegue el que tiene que ser sepamos reconocerlo.

—Pero a mí me parece que tener muchos novios está mal —objetó Vera.

—No necesariamente —replicó Mamá—. Lo que está mal no es tener novios. Imagínate que tienes que elegir un vestido único y para toda la vida, por ejemplo, un vestido de novia.

Mamá se aseguró de que había captado la atención de Vera antes de continuar.

—Seguramente irás con algunas ideas preconcebidas. Sabes lo que te favorece porque ya has tenido vestidos antes. No tan importantes, por supuesto, pero te han servido para saber lo que te gusta y lo que no te gusta y para definir tu estilo. Seguramente también tendrás algunas ideas sobre tejidos o cortes. Esto probablemente no lo sepas por propia experiencia, pero habrás visto a otras que lo llevaban y te ha gustado: quieres algo así para ti y lo incorporas a tu traje ideal de fantasía. Cuando llega la hora, vas a la tienda y te pruebas. Y entonces sucede que, a veces, alguna de las cosas que habías imaginado no te quedan bien. O que el modelo que te gusta no es de tu talla y no hay más porque cada vestido es único. O que tengas en la cabeza uno que viste en una revista y no encuentres nada parecido porque era de hace varias temporadas y aquello ya no se lleva. Pero a veces, también puede pasar, que le des la oportunidad a probarte vestidos que en la mano ni fu ni fa y sin embargo te queden bien. O que te pruebes algo que nunca habías imaginado pero que de repente ha llamado tu atención y encima resulta que te queda bien. O no. Pero lo sabes porque te los has probado y ya no es una fantasía sino que la realidad va poco a poco tomando forma. Fíjate que aunque has perdido mil horas en contemplarte en el espejo e imaginarte entrando en la iglesia con ellos, no has comprado ninguno. Ni siquiera has pagado la señal para reservarlo.

Vera empezó a comprender por dónde iba la parábola.

—Es posible que el primer o segundo día te vayas a casa decepcionada e incluso que pienses que no hay un vestido para ti y que tu boda va a ser un desastre. Pero a la mañana siguiente volverás a salir y te volverás a probar vestidos en otras tiendas. Y verás uno que te guste, ¡que te encante! Pero la amiga que ha ido contigo te dice con mucho cariño que te queda un poco justo de atrás. No está mal del todo, ya sabes, pero te hace unas arruguitas en la espalda que no debería hacer. ¡Pero si es maravilloso! ¿A quién le importan unas arruguitas en la espalda? En el fondo te encanta y te mueres de ganas de encontrar ya un vestido. Te lo vas a pensar. No lo has comprado ni has dejado señal ninguna. Solo hay un vestido: es o no es. No tiene sentido dejar señal si aún te lo estás pensando. A la mañana siguiente te levantas decidida. ¡Es el vestido perfecto! Vas a la tienda con el dinero y toda tu ilusión y... ¡Zas! Se lo han vendido a otra. ¿Qué? ¡Vaya sinvergüenza! ¡Pero si estuve aquí ayer y dije que volvería hoy! Te llevas un disgusto morrocotudo. Ahora sí que te vas a casa llorando: no hay vestido para ti porque ese era tu vestido y no vas a encontrar otro que te guste tanto.

Mamá hizo una pausa para conferir dramatismo a la escena antes de continuar.

—Pero a la mañana siguiente te levantarás, volverás a salir y te volverás a probar vestidos en otras tiendas. Y puede que un día, camino del trabajo —un camino que has hecho mil veces— de repente repares en una tiendecilla de novias. Puede que sea nueva o que siempre hubiera estado ahí, quién sabe, pero hasta ahora no la habías visto. O puede que vayas a un sitio nuevo y en el camino, totalmente desconocido, de repente veas una tiendecilla de novias. En cualquiera de las dos entrarás, y apenas tienen uno o dos vestidos pero te pruebas uno y... Sabes que ese es tu vestido. Y entonces te das cuenta de que todos los que te habías probado hasta ahora no le llegaban a este ni al dobladillo. Lógicamente, igual hay que hacerle algunos retoques: estaba en una percha y ahora vais a entrar en la iglesia como uno solo. Pero no hay duda de que este es tu vestido.

Vera sonrió instintivamente. Las parábolas de Mamá siempre tenían final feliz. Y moraleja.

—Menos mal que no pagaste señal por aquel que te gustaba tanto, ¿verdad? La habrías perdido. O que no lo compraste: lo habrías perdido todo. Incluso la posibilidad de comprar este. Sin embargo, gracias a esas pequeñas decepciones puedes ahora estar convencida de que este sí es tu vestido y no albergar dudas.

Y, a modo de conclusión, añadió:

—Por supuesto, también están las afortunadas que encuentran su vestido a la primera, pero suelen ser las menos.

Vera hizo un gesto para indicar que había comprendido y finalmente confesó:

—Estoy preocupada por Menci.

—¿Por ese chico con el que sale? —aventuró certeramente Mamá.

Vera asintió.

—Está completamente loca por él —explicó. Y adoptando una expresión de resignación, añadió—: Creo que no se va a reservar.

—¿Has hablado con ella?

—No me quiere escuchar. Cree que estoy en contra de que tenga novio.

—¿Y lo estás? —quiso saber Mamá.

Vera lo negó categóricamente.

—Me parece bien que tenga novio —explicó— pero no me parece bien que cambie su forma de pensar por el hecho de tener novio. Ahora cree que es incompatible.

Mamá se encogió de hombros y replicó:

—El que no vive como piensa, acaba pensando como vive. —Y añadió—: Pero tú todavía puedes hacer mucho por ella, ¿no crees? No tires la toalla por mucho que te diga: si está confundida, te necesita más que nunca.

Vera asintió, un poco más animada. En boca de Mamá todo sonaba siempre muy factible. Mamá le sonrió y le acarició el pelo con ternura justo cuando las hermanas empezaron a reclamar a Vera para que bajara a poner el belén.

—No vayas a dejar esto así —advirtió Mamá señalando el montón de ropa sobre la cama.

—¡Que nooo! —contestó ella poniendo los ojos en blanco y dejándose caer sobre la cama con los brazos en cruz mientras su madre salía de la habitación.

 

El belén estaba casi terminado cuando Mamá volvió de misa.

Un tablero de dos metros colocado sobre un par de borriquetas y cubierto con una tela color arena había servido de base para que la pequeña ciudad de Belén se materializara en medio del salón. No se veían ya belenes tan grandes como el de casa. La mayoría de la gente se limitaba a poner el misterio, uno o dos pastores y, como mucho, los Reyes Magos.

Pero en el belén de casa se contemplaban todas las escenas del relato de la Navidad, además de otros tantos personajes y animales que ayudaban a crear ambiente de cotidianidad en la pequeña recreación de Belén: un campesino guiando un carro tirado por bueyes, una hilandera, un viejo atendiendo un puesto de frutas y hortalizas, un hombre en un tejar, un pavo, un gato, un perro, cabras, ovejas y vacas se extendían a lo largo del suelo de serrín y las montañas de corcho salpicadas de palmeras, olivos y arbustos de musgo.

El portal no era una cueva como solía ser el de la mayoría de la gente, sino que era el establo de una casa de dos plantas que Papá había construido cuando las niñas eran pequeñas con una caja de zapatos forrada con terrones de azúcar moreno que hacían las veces de sillares de piedra. Era de lo más auténtico.

Vera recordaba una época, cuando era muy pequeña, en la que a Papá le dio por hacer maquetas y colocarlas en el belén de tal modo que el palacio de Herodes era interpretado por Santa Maria del Fiore de Florencia y un trozo de la muralla de Ávila representaba sin complejos la Puerta de Damasco, pero con los años se le pasó este afán tan anacrónico y ya hacía mucho que no las ponía. Gracias a Dios nunca le dio por poner la Villa Saboya de Le Corbusier.

Ahora optaba por elementos más realistas: un mecanismo hacía que el agua circulara por el riachuelo, la fuente y el pozo, y un juego de luces se apagaba y encendía gradualmente para simular el paso del día y la noche. Bombillas especiales en las hogueras hacían que pareciera que, al caer la noche, se encendía fuego de verdad e incienso en un quemador de arcilla con forma de chimenea aportaba una dosis de realismo al horno del tejar.

Muy atrás habían quedado ya los años en los que aún ponían figuritas de plástico y ya todos los personajes eran figuras de arcilla con vestidos de tela encolada hechas a mano por artesanos de Murcia.

Otra peculiaridad que aportaba realismo al belén de casa, quizá la que más, era que era dinámico; esto es, que a lo largo del periodo navideño, las escenas se iban sucediendo según los días de acuerdo al relato evangélico. Así, antes del día veinticuatro, la Virgen y San José vagaban por el pueblo en busca de un sitio en la posada. El veinticuatro por la mañana ya se les podía ver acomodados en el establo y a partir de la medianoche, por fin, con El Niño en el pesebre. Entonces, aparecía el ángel en la cueva de los pastores. El veinticinco por la mañana, ya habían llegado algunos pastores al portal y el ángel estaba ya donde la Sagrada Familia. Para el uno de enero, la Sagrada Familia volvía a montar en la mula para dirigirse al templo a la ceremonia de la presentación. Entonces, el patriarca llevaba una jaula hecha con alfileres de costura con dos tórtolas hechas con miga de pan para la ofrenda, como mandaba la tradición. Después regresaban del templo y se instalaban en el balcón de la casa. Aproximadamente el tres de enero por la tarde, un paje aparecía en Oriente para reconocer el terreno. El día cuatro por la mañana ya podía verse uno de los camellos, por la tarde otro camello y el cinco de enero ya estaban los tres camellos con sus respectivos Reyes y pajes en escena camino de la casa en la que esperaba el Niño junto a sus padres. El seis por la mañana lo adoraban y le ofrecían regalos. Al día siguiente, marchaban de vuelta por otro camino y, a los pocos días, la familia volvía a montarse en burro para huir a Egipto.

El responsable de tal dinamismo era, evidentemente, Papá.

Un clásico de Navidad en casa era bajar al salón y ver a Papá usando el bastón de San José para borrar las huellas en serrín de aquello que había movido. Entonces, o luego, preguntaba a las niñas: «¿Habéis visto lo que ha pasado hoy en el belén?», y ellas tenían que adivinar qué figurita había cambiado de posición con respecto a la escena anterior. Esta era una de las imágenes de su infancia que Vera guardaba con más cariño, aunque seguían jugando a esto cada Navidad. A Papá le encantaba retar a las niñas. Era muy inteligente y perspicaz.

Resultaba muy fácil estar con él. Basaba su capacidad de conectar con la gente en una extraordinaria memoria que le permitía recordar detalles exactos de cada conversación y sorprenderles con un seguimiento brillante de cualquier asunto. Esto, unido a un interés genuino por las preocupaciones de los demás, hacía que familia y amigos lo tuvieran como referente y acudieran a él cuando necesitaban orientación o consejo, porque sabían que era un hombre cabal y juicioso. Él se mostraba siempre amable y atento con ellos y procuraba el bienestar de todos incluso anteponiéndolo al propio.

Con Vera compartía intereses. La pintura, por ejemplo. Los dos disfrutaban de esta afición y a ambos se les daba razonablemente bien. Cuando era pequeña, Papá le hacía dibujos en papel para que ella los coloreara. Tenía libros de colorear, con dibujos de imprenta, pero a ella le encantaba que se los pintara Papá y a él le deleitaba hacerlo. Gracias a Dios, Vera había heredado de él su talento para el dibujo, para la visión espacial y para el baile, porque, sí, a Papá le encantaba bailar y además se le daba muy bien. Esto era algo de lo que también mucha gente se sorprendía, porque cuando le conocían, nadie imaginaba que Papá, con ese porte tan serio y tan elegante, fuera tan buen bailarín. Pero sí que lo era.

Y no era tan serio. De hecho, una vez superada su timidez inicial, era muy divertido e ingenioso y tenía un gran sentido del humor.

Es verdad que todas las hijas piensan que su padre es el mejor pero Papá, verdaderamente, lo era.

 

—¿No has salido? —se sorprendió Mamá al ver que Vera seguía vistiendo la ropa de estar en casa con la que la dejó a media tarde.

Vera confirmó que no mientras acercaba una oveja a Papá. Ya casi estaba.

—¿Y eso? —insistió extrañada.

Mamá tenía razón para asombrarse, porque que Vera no saliera una tarde de domingo sin motivo aparente era, cuanto menos, raro.

No menos extraño era que Mencía no hubiera dado señales de vida en toda la tarde. Le afligía un poco este detalle, pero estaba resuelta a no ceder a la tentación de hacer como si nada hubiera pasado a menos que Mencía le ofreciera una disculpa convincente. No es que fuera rencorosa, pero consideraba un deber de caridad enseñar a Mencía a asumir las consecuencias de sus actos cuando estos constituían una ofensa. O tal vez su orgullo herido le impedía dar su brazo a torcer.

—Había plan de belén —contestó Vera encogiéndose de hombros.

No había motivos para alarmar a Mamá por algo tan insignificante. Las dos amigas discutían y se reconciliaban con periodicidad adolescente.

—Hemos merendado churros —confesó Flavia.

—Vaya tela —dijo ella con fingido reproche.

Era la clásica respuesta de Mamá cuando se perdía algún plan del que le hubiera gustado participar. A Mamá le encantaban los churros.

—A ver si ahora no vais a tener hueco para la cena —añadió—. Hay perritos.

—Sí, sí, sí, sí —corearon al unísono las niñas entusiasmadas.

Los perritos calientes triunfaban en casa. Era muy típico de los domingos.

 

Mamá avisó para cenar justo cuando la última oveja —la que se rascaba— era colocada en el belén.

Hasta después de la cena, Vera resistió la tentación de comprobar las notificaciones del móvil. En el fondo, le daba un poco de miedo mirar y que no hubiera nada. Gracias a Dios, la bolita roja disipó de inmediato sus temores.

 

Mencía: ¿Estás cabreada?

Vera: Puede.

Mencía: Tengo un bombazo: ¿Tregua?

Vera: Ok.

Mencía: Jacobo estuvo aquí. Discutió con B: tremenda bronca. Él se fue y ella lloró. Creo que está muy pillada.

Vera: OMG! ¿Por qué discutían?

Mencía: Ni idea.

Vera: ¿Estabas con ellas?

Mencía: Con Jaime. Pero B se acercó luego. Preguntó por ti.

Vera: ?

Mencía: Quería disculparse.

Vera: ???

Mencía: Ayer llevaba unas copas y se pasó un poco contigo.

Vera: No me digas...

Mencía: Venga, tía, se siente fatal.

 

Pasaron unos instantes en los que ninguna de las dos parecía saber cómo continuar la conversación.

Escribiendo... Nada. Escribiendo... Otra vez nada. Escribiendo...

 

Mencía: Te he echado de menos. No es lo mismo sin ti. ¿Paz?

 

Y, sin mediación de más palabras, se sellaron los términos del tratado de paz que acabó con una exaltación de la amistad traducida en profusión de emoticonos.

 

Vera ya estaba metida en la cama cuando Mamá tocó a la puerta entornada y se asomó.

—¿Has hecho el examen? —preguntó.

—Sí.

—¿Has rezado?

—Sí.

—El día, ¿bien?

—Empezó regular pero se ha ido arreglando al final.

—Me alegro —declaró Mamá—. Que descanses, entonces.

—Gracias —respondió Vera—. ¿Te he dicho que eres preciosa? —añadió, zalamera.

Ella sonrió con ternura.

—Buenas noches, mi vida —añadió mientras cerraba la puerta tras ella.

Vera esperó a escuchar los pasos de Mamá en la escalera para sacar el viejo iPad 2 de debajo de la almohada. Ya estaba cargada la batería.

Ojeó el documento completo sin detenerse a leerlo en detalle. No estaba segura de cuál era la naturaleza de aquel escrito. Parecía un diario personal pero estaba demasiado novelado para ser espontáneo. Volvió al principio del documento y releyó los primeros párrafos. Algo llamó su atención y la invitó a seguir leyendo. Enseguida sintió un escalofrío y se sorprendió con todos los sentidos alerta. Tenía la extraña sensación de estar adentrándose en territorio peligroso pero no tuvo la fortaleza de vencer su curiosidad.

El texto estaba redactado en primera persona aunque tenía una estructura peculiar para ser un diario. Dedicaba las primeras páginas a presentar los personajes que intervenían en la historia, cómo se habían conocido y en qué punto se encontraban sus vidas al inicio de la narración. El resto, aunque sí parecía respetar un orden cronológico, no aparecía fechado por días como era propio en los diarios sino que se dividía como por episodios y aparecía salpicado de flashbacks. Otra peculiaridad era que el narrador se refería al texto como historia e interpelaba al lector. Además, tenía título, y esto tampoco era algo propio de un diario. De algún modo, parecía haber sido escrito más para ser leído que para ser tenido como íntimo. Sin embargo, los acontecimientos se narraban en presente, como si el texto se fuera redactando conforme sucedían los hechos y no de forma premeditada. Había numerosas referencias a personas, marcas y lugares reales que le conferían un carácter extraordinariamente veraz. Además, el uso constante de palabrotas y la ausencia de una estructura lógica lo hacían asemejarse más a un documento personal que a un producto editorial.

Vera se sintió confundida. ¿Qué era aquel texto?

Aunque no estaba firmado, Vera había asumido instintivamente que había salido de las teclas de Mamá. Destilaba su estilo —fresco, mordaz, con un lenguaje cercano pero culto y esa particular alternancia de frases largas y cortas tan típica de ella— pero era imposible que Mamá hubiera escrito aquello. Ella nunca escribía en primera persona. Nunca. Y mucho menos utilizaba palabrotas. Pero Vera reconoció en aquel texto mucho más que el estilo de Mamá.

Contuvo un instante el aliento y reanudó la lectura pese al insistente susurro de su conciencia que le advertía de que estaba a punto de cometer una imprudencia de la que podía arrepentirse.

 

Vera despertó a la mañana siguiente con la incómoda sensación de haber tenido un mal sueño pero, mientras se arreglaba para ir al colegio, los fragmentos de lo leído la noche anterior fueron asomando a su memoria sacudiéndose el halo de fantasía y ganando poco a poco el inevitable peso de la realidad.

La hipótesis más razonable era al mismo tiempo la más absurda: ¿Mamá había escrito aquel diario? Era impensable. La posibilidad de que Mamá tuviera un pasado salvaje era casi tan remota como que hubiera sido capaz de guardarlo en secreto durante tanto tiempo. Mamá. No es que hubiera pensado mucho en cómo habría sido ella de joven pero ni en el peor escenario se la imaginaba emborrachándose en discotecas y besándose con desconocidos. No le pegaba nada. Intentó traer a su memoria toda la información biográfica que poseía sobre su madre pero no hizo más que aumentar su preocupación al poner al descubierto una evidente laguna en sus años de juventud, con una espeluznante coincidencia entre los pocos aspectos que de verdad conocía y los detalles que se describían en el diario.

Como tía Laura.

Tía Laura era la única amiga que Mamá conservaba de sus años de universidad. O al menos, la única a la que las niñas conocían. Habían compartido piso en Sevilla y, aunque se veían muy poco ya, Mamá le tenía un gran cariño y la seguía considerando su mejor amiga.

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