Fetish

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Capítulo 20

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Capítulo 20

Una muchedumbre de apresurados empleados absortos en sus cosas se cruzó con Makedde mientras ella se acercaba al imponente edificio de los grandes almacenes en la calle Elizabeth. Escudriñó con ojos cansados la atareada multitud, muerta de ganas de volver corriendo a su cama. Algún pesado había hecho sonar su teléfono toda la noche y había vuelto a robarle su necesario sueño. No le habría hecho falta molestarse en arreglar el cable del teléfono: al final había acabado desenchufando el maldito aparato y había conseguido dormirse.

Varias ventanas de los grandes almacenes estaban cubiertas de publicidad de Becky Ross: fotos de tamaño mayor que el natural de la estrella de telenovelas de veintiún años, e información sobre el estreno. Todo lo relacionado con la meticulosamente construida imagen de Becky era pienso de fácil consumo para los tabloides australianos y británicos: la ropa que llevaba, los implantes quirúrgicos que supuestamente se había puesto y, por supuesto, con quién se acostaba. Los medios se habían vuelto momentáneamente locos cuando empezó a salir con un famoso jugador de rugby, pero el tema perdió interés cuando vio la luz una nueva noticia sensacional. Poco después, el jugador de rugby fue desechado abruptamente.

Becky era aficionada a las grandes pifias con el color de su pelo -platino, luego rojo, luego otra vez platino-, los escotes reveladores y los modelos transparentes, que la habían convertido en objeto de un amor ilimitado por parte de los paparazzi y las revistas de cotilleo. Desde su llegada, Makedde había visto a Becky innumerables veces en portadas y anuncios de televisión de comida rápida. De alguna manera había convencido a la conservadora clientela de los grandes almacenes de que ella era un artículo de moda.

Makedde abrió cansinamente las elegantes puertas bajo el peso de la bolsa negra de modelo que llevaba colgada. Era su primer trabajo desde el espantoso hallazgo del viernes y no se sentía muy en forma. Unos cuantos clientes se volvieron para mirar cómo Mak cruzaba rápidamente la tienda. Fue hasta la escalera mecánica pasando junto a los mostradores de cosméticos, que resplandecían como estanterías de una tienda de chucherías, con sus superficies brillantes, dorada o plateadas, que sostenían coloridas filas de barras de labios y lápices de ojos. Un aroma floral exagerado y algo empalagoso llenaba toda la planta baja, una mezcla de cientos de marcas de perfumes y cosméticos caros.

Después de siete pintorescos tramos de escalera mecánica que le hicieron preguntarse por qué no había cogido el ascensor, por fin encontró el salón donde hacían los pases de modelos. Al comienzo de una pasarela larga y estrecha en forma de T había un gran cartel con el nombre de Becky y varias fotos de un metro de altura de su cara retocada poniendo morritos. La fotografía era todo lo seria que exigía la moda y Makedde no estaba segura de que eso le quedara bien. Alrededor de la pasarela había al menos doscientas sillas vacías esperando a los paparazzi, famosos y gentes del mundo de la moda en general que pronto empezarían a llegar. Como era de esperar, los periodistas de las revistas de cotilleo habían estado haciendo febriles conjeturas sobre las dudosas referencias de Becky, pero Makedde intentaba mantener una actitud abierta.

A la derecha del escenario se veía la puerta del camerino y, al entrar, Mak fue sorprendida con una inmediata e intensa evaluación de la cabeza a los pies. Miró las siete hermosas, preocupadas y desconocidas caras y pensó: «Esto va a ser divertido». Sonrió educadamente y luego echó un vistazo a la ropa que había en los innumerables percheros que llenaban la pequeña habitación.

- Por favor -se dirigió a una mujer de aspecto reconfortantemente normal con una tarjeta que la identificaba como Sarah-, soy Makedde. ¿Sabes cuál es mi sección?

La joven, que probablemente era una ayudante de camerino voluntaria, la acompañó a un perchero con un papel en el que se leía «Macayly». Incluso en la tarjeta grapada al perchero habían conseguido escribir mal su nombre.

Miró inmediatamente las tallas de todas las prendas. La talla estándar de modelo solía ser una diez australiana, pero algunos diseñadores hacían su muestrario en una ocho. Makedde no se hacía ilusiones con su talla: no podría meterse en una ocho australiana ni aunque le fuera la vida en ello. Se mordió el labio al pasar por una falda de encaje etiquetada con el temido número. Con disimulo, intentó subir a tirones la falda más allá de las caderas. Pero el tejido no daba de sí; no parecía que el encaje pudiera resistir y no conseguía subir la maldita prenda más allá de las piernas.

- Esta falda es demasiado pequeña -comunicó Makedde un poco cortada a la ayudante.

En una habitación llena de sílfides famélicas eso sonó como una confesión de asesinato premeditado.

- Hemos tenido problemas con algunas tallas -confirmó la ayudante-. Cambiaremos tu primer conjunto por el de alguna otra. -Echó un vistazo a las demás modelos y señaló a una especialmente flaca-. Ésa baila dentro del vestido. A ti te quedará mucho mejor. ¿Por qué no hacéis un cambio?

Aquello supuso un alivio. Lo normal en un diseñador habría sido quedarse mirándola y decir algo como: «Oh, querida, estás enorme. ¿Tienes la regla?».

A menudo Makedde se quedaba intimidada por la talla y la belleza de otras modelos, y la ropa que le quedaba mal sacaba a relucir su inseguridad. Como era lógico, sabía que no tenía por qué sentirse así, pero era terriblemente consciente de cada par de labios perfectos, cada par de ojos enormes, cada cintura esbelta y cada par de nalgas prietas y pequeñas que había a su alrededor. Tener formas más voluptuosas que cualquiera de las modelos que había en la habitación la hacía sentirse monstruosa si tenía un mal día. En esa atmósfera, su carne era como puro pecado al lado de aquellos pequeños cuerpos con la piel tensa sobre los huesos. Parecía un signo de dejadez llenar un escote o tener las caderas redondeadas.

Desde luego ella era una diez, estaba en buena forma y nada gorda, en especial para su estatura, pero le resultaba difícil no sentirse incómoda cuando una prenda no le entraba. En particular cuando le pagaban por una hora de trabajo lo que la mayoría de las personas cobraban por una semana. Suponía que las chicas muy delgadas debían de sentir lo mismo cuando no llenaban un sujetador. Era una locura.

Cuando estaba a punto de probarse el nuevo vestido se le acercó un rostro familiar. Loulou, una maquilladora con quien Makedde había trabajado varias veces, irrumpió por la puerta como un tornado de última moda. Llevaba un enorme maletín de maquillaje lleno de pegatinas de todo el mundo y varias bolsas de distintas tiendas, por las que asomaban rulos, veleros y cintas para el pelo. El espectacular dibujo de sus cejas mantenía en su cara una expresión de sorpresa perpetua, su cabellera era una erupción de pelo crespo y decolorado, y sus uñas lanzaban destellos azules.

- ¡Makedde! -gritó Loulou al verla.

Le dio un abrazo que casi la dejó sin respiración. Era una fiera, pero era auténtica; nunca se tomaba las cosas demasiado en serio y parecía vibrar de entusiasmo incluso cuando estaba quieta. Era una optimista inquebrantable: justo lo que Makedde necesitaba.

- Loulou, ¿cómo estás?

- ¡Estupenda! ¿Cómo te va? Tienes un aspecto divino. Me dijeron que estabas en Sidney.

Su entusiasmo era pegadizo y Makedde se dio cuenta de repente de que tenía ganas de reír sin parar diciendo tonterías y de llamar a la gente «cariño».

- ¿Cuánto hace que no nos vemos? ¿Dos años? -preguntó Mak mientras introducía las piernas en el nuevo vestido.

Loulou se quedó pensativa durante un momento.

- ¿Tanto? Cielo, no habrás estado aquí todo ese tiempo, ¿verdad?

- No, por Dios. Estaba en un casting cuando te vi. Sólo era para una semana. -Se cerró la cremallera hasta donde pudo llegar y preguntó-: ¿Me queda bien?

- Divino, cielo. Divino.

- Con eso me basta. ¿Has estado fuera?

- En París. ¡Ha sido fabuloso!

- ¿Cuándo vuelves?

Al oír eso, la expresión entusiasta de Loulou quedó momentáneamente en suspenso.

- Bueno, eh… no sé…

En París la competencia era dura y Makedde sospechó que Loulou pertenecía al gran grupo de las que no habían conseguido cubrir los gastos del viaje.

- ¿Has trabajado en algún otro sitio mientras andabas por allí? -preguntó Makedde.

- En Alemania; fue maravilloso.

Divino. Fabuloso. Maravilloso. La palabra «bien» no existía en el vocabulario de Loulou. Mak podía identificarse con su impresión de Alemania. Los catálogos eran aburridos, pero el marco alemán merecía la pena. Era un gran lugar para trabajar si se consideraba el resultado en la cuenta corriente.

Loulou miró sonriente a su alrededor.

- Entonces, ¿qué te parece esta ropa? -Señaló un pequeño vestido rojo con tirantes de cordoncillo y un escote vertiginoso-. Con tu pecho, ése te quedará genial.

Makedde rió.

- Me parece que ésta será una zona libre de sujetadores. Tengo la premonición de que va a haber un accidente muy embarazoso con ese vestido.

- ¡Deja todo a su aire, cariño! Los fotógrafos estarán encantados contigo. -Loulou hizo una pausa y se puso seria-. Por cierto, siento lo de tu amiga. No la conocía, pero todos estamos igual de impresionados. Es horrible.

- Sí. -Mak se preguntó si Loulou podría ayudarla a averiguar la identidad del amante de Cat-. Oye, ¿conoces algún tipo con las iniciales JT?

Loulou ladeó la cabeza.

- ¿JT? No. Bueno, JT Walsh, el actor.

- No pensaba precisamente en él.

- Lo siento. Será mejor que me ponga ya. Luego hablamos, cielo.

- Vale.

La coordinadora del desfile, una ex modelo alta y delgada, acompañó a las chicas hasta el escenario inmediato al camerino. La pasarela blanca y brillante quedaba aproximadamente a un metro del suelo, lo suficiente para que Makedde se pusiera nerviosa por llevar el habitual tanga con algunos de los vestidos más cortos.

- Bueno -comenzó la coordinadora-, hoy hay que demostrar carácter ahí fuera. Nada de sonrisas. Habrá cuatro pases con siete conjuntos cada uno. -Un par de modelos, una de ellas Makedde, sacaron pequeñas libretas y empezaron a tomar notas mientras la mujer hablaba-. El primer pase comienza con cuatro modelos que entran a la vez, luego desfilan de una en una y terminan las cuatro escalonadas.

Makedde anotó la sarta de confusas indicaciones coreográficas garabateando líneas y flechas en su libreta.

Estaba ahí de pie escribiendo cuando tuvo la inquietante sensación de que alguien la observaba. Se volvió con el vello de la nuca erizado e inspeccionó la sala. La puerta doble oscilaba ligeramente pero no había nadie junto a ella. Todas las demás chicas estaban ocupadas escuchando o escribiendo y la sala seguía vacía a excepción de dos preocupadas mujeres con elegantes vestidos negros que discutían sobre la presentación.

- En el último pase, un único giro en el centro, vuelta y os destapáis -continuó la coordinadora.

«¿Nos destapamos?»

Cuando preguntó si todo estaba claro las modelos asintieron y comenzó el ensayo. Un impresionante sistema de sonido llenó la sala con un estrepitoso ritmo de música alternativa, y el primer grupo de modelos comenzó a desfilar. Enseguida llegó la confusión, con modelos que tropezaban unas con otras y recuperaban a duras penas el equilibrio sobre sus altos y finos tacones. Las del grupo siguiente intentaron desfilar con más cuidado esquivándose nerviosas al cruzarse. La coordinadora se mesaba los cabellos. Tras una hora de esfuerzos inútiles simplificaron los pases y los hicieron más cortos.

Todo eso para un desfile de veinte minutos.

Cuando por fin terminó el ensayo las condujeron otra vez al camerino. Loulou estaba frenética. Se habían pasado de tiempo y sólo le quedaban cuarenta y cinco minutos antes del desfile para maquillar a ocho modelos y crear ocho elegantes recogidos. Loulou iba por libre y no podía aprovechar la ayuda del personal que trabajaba en el salón de belleza de los grandes almacenes.

Justo cuarenta minutos después, tras una maniobra bien orquestada, Makedde inspeccionaba sus dientes en busca de carmín cuando Becky Ross entró pavoneándose en el camerino con un audaz vestido sin mangas. Ese día llevaba el pelo muy largo y muy rubio. Mak sospechó que usaba extensiones. La verdad era que Becky tenía un aspecto fantástico, aunque quizás un poco demasiado arreglada para las cámaras. Era evidente que había pasado horas con sus maquilladoras y estilistas particulares.

Se paseó ociosa entre bastidores, inspeccionó el grupo de modelos vestidas, pintadas y peinadas y dijo sin pestañear:

- ¿Podemos soltarles el pelo? Me gustaría verlo largo.

La coordinadora palideció, y Loulou aún más. Faltaban pocos minutos para que comenzase el desfile. Quitó apresuradamente todas las horquillas y quince minutos más tarde todas las modelos estaban preparadas por segunda vez y Becky posaba en el escenario para señalar el comienzo del desfile.

Makedde fue la primera en salir y mientras avanzaba por la pasarela bañada por el calor de los focos fue objeto del íntimo y crítico examen del invisible público. Era absolutamente escultural y con sus majestuosos zapatos se erguía sobre el resto con un metro noventa de estatura.

Como de costumbre, entre bastidores imperaba el caos: las modelos, depiladas hasta casi arrancarles la vida, corrían vestidas sólo con tangas de color carne perseguidas por ayudantes presas del pánico que intentaban encajarlas a tiempo en sus ropas. Mak tenía treinta y un segundos para cambiarse y tres ayudantes trabajaban en equipo para subirle los pantis negros, cerrarle la cremallera, peinarla y ajustarle el vestido.

Cuando acabaron, Makedde y las otras siete modelos fluyeron por el escenario en dos elegantes filas y se hundieron en uno de esos peculiares aplausos que se producen casi únicamente en los desfiles de moda, en los que las palmas de las manos permanecen unidas y sólo las puntas de los dedos chocan entre sí. Los fotógrafos sonreían tras el festín de disparos al que se habían entregado, pero la élite de la moda sólo manifestaba tibia aprobación. A pesar del tiempo, el esfuerzo y el gasto, Makedde tenía la sospecha de que todo el montaje había sido más una maniobra publicitaria que un éxito del diseño de moda.

Más tarde, cuando el público estaba dispersándose, se pudo oír a Becky Ross largar un rollo acerca de sus diseños a una pandilla de reporteros de televisión. Sólo tenía veintiún años, pero manejaba a los de la prensa como una experta, repartiendo citas destacadas a los cámaras de televisión y poses escandalosas de tercera página a los babeantes fotógrafos.

Harta de los buitres de la prensa amarilla que andaban en busca de alguna primicia acerca de Catherine, Makedde se escabulló de la multitud siguiendo a un camarero hasta el otro lado de una puerta para empleados. Pasó junto a bandejas, preparadas para salir, de canapés de queso de cabra, galletitas y jamón, y cinco minutos después había encontrado el camino a través del laberinto de pasillos hasta la calle.

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