Fetish

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Capítulo 2

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Capítulo 2

A la mañana siguiente hacía un frío despiadado, con un viento del sur que barría toda la costa y hacía que la caravana se agitase y gruñera como un viejo delirante. Makedde estaba de pie en su interior, junto a la puerta abierta, gozando de sus últimos momentos de comodidad.

Era raro que Catherine no hubiese llamado ni dejado ningún mensaje. Aunque estuviese aprovechando un par de días libres para disfrutar de un fin de semana romántico en algún lugar apartado, al menos podría haber llamado por teléfono. Y, de todos modos, ¿quién era ese tipo? Mak esperaba que no fuese el mismo hombre sin nombre a quien Cat había estado viendo desde hacía casi un año, pero lo más probable era que se tratase de él. Cat había dado algunas pistas: era muy rico, suficientemente poderoso y vivía en Australia. Sin duda él era el motivo de que escogiese el hemisferio sur para continuar su carrera. Makedde tenía intensas sospechas de que estaba casado, pero cuando insistía en ese asunto, la respuesta de Cat se limitaba a una sonrisa de culpabilidad. Al parecer ese hombre la había obligado a jurar, «bajo pena de muerte», como decía ella, que mantendría en absoluto secreto su nombre y los detalles de su relación.

Makedde nunca llegó a conocer su verdadero nombre a través de su amiga, así que se inventó uno. Cuando Cat aparecía con alguna nueva y deslumbrante joya de oro, Makedde preguntaba: «¿Y qué tal está Dick?». Podría haber sido suficientemente lanzada como para preguntarle: «¿Qué tal está tu Dick?», pero cualquier hombre que quisiera mantener en secreto a una mujer tan espectacular como Catherine evidentemente no era «suyo» en ningún sentido.

Makedde se estremeció observando cómo el fotógrafo y su séquito, enfundados en parkas y con pantalones largos, se dirigían a la orilla. Sus pensamientos se desvanecieron cuando vio que el ayudante le hacía una seña. Había llegado el momento de unirse a ellos.

En cuanto puso un pie fuera de la caravana su piel demostró su indignación convirtiéndose en piel de gallina. Un viento recio la azotó a través de la manta de viaje de cuadros rojos con que se había abrigado. Veía al equipo montando los aparatos un poco más abajo, en la arena, y por sus posturas tensas le resultó obvio que allí no estaría resguardada.

- Soy demasiado mayor para esto -murmuró Makedde al viento.

«Tengo veinticinco años. ¿No debería estar acabando de estudiar psicología? ¿No debería tener niños como mi hermana?» Desestimó esas ideas tan deprisa como se le habían ocurrido y acalló el dolor que había comenzado a crecer en su interior. Se colocó bien la bolsa de agua caliente que llevaba estratégicamente situada en la espalda, en el interior de su traje de baño, y fue corriendo hacia el lugar elegido.

Minutos más tarde estaba posando con elegancia, con el océano invernal lamiendo sus pies y su cabellera rubia volando al viento, apartada de su cara. Durante un momento su mente se centró por entero en su cuerpo -consciente de cómo colocaba sus pies del cuarenta y dos para que pareciesen menos largos, el ángulo de sus caderas y el de sus hombros, la posición elegante de las manos- en relación con el objetivo de la cámara. Cuando estuvo satisfecha con su pose, dejó que sus pensamientos vagaran.

Makedde estaba agradecida por su falta de apetito de la noche anterior, porque su estómago parecía estar un poco más plano de lo acostumbrado. Era sabido que algunas chicas renunciaban a los líquidos varios días antes de una «sesión de cuerpo», como la llamaban, pero era raro que Mak llegase a esos extremos. También había oído rumores sobre abusos de laxantes, pero ¿para qué? ¿Para provocarse diarrea? Por lo general, a ella la escogían por su aspecto saludable con algunas curvas de regalo, así que era más común que se preocupara por los atracones nocturnos de chocolate que por meros sorbos de agua. Además, se dijo para sí, si hubieran querido una desnutrida habrían llamado a alguna de las muchas modelos adolescentes que se mantenían a base de café y cigarrillos.

Mientras el equipo del fotógrafo examinaba en silencio su aspecto, Makedde se estiró y tensó el abdomen en una pose muy ejercitada que sacaba lo mejor de su físico femenino y hacía aparecer su biquini azul agua como el más «vendible». Los dos representantes de la marca de bañadores, que inspeccionaban cada centímetro de su persona, parecían contentos con cómo le sentaban sus diminutas prendas.

Una vez tiradas las Polaroid, Mak saltó a por la manta, que estaba a medio metro, se envolvió con ella entre temblores y siguió saltando para combatir el frío. Los demás ni se enteraron.

Tony Thomas, el fotógrafo, no estaba contento con la calidad de la luz. Ladró unas órdenes a su ayudante, que pasaron volando por los oídos de Makedde arrastradas por las ráfagas de viento. Ella miró, disimulando su diversión, cómo el ayudante le llevaba un gran panel reflector dorado y luchaba con denuedo por mantenerlo bajo control. El cliente y el director de arte presenciaban el patoso espectáculo con el ceño fruncido.

- Tiene que parecer veraniego -insistió uno de ellos-. ¿No puedes hacer algo con su pelo, Joseph?

Joseph era un hombre de aspecto delicado que aplicaba maquillaje a los rostros igual que muchos artistas trabajan sobre sus apreciados lienzos: añadía un toque, daba un paso atrás, miraba con los ojos entornados y luego añadía otro. Pero ese día su cara estaba contraída en un gélido rictus de disgusto. Se acercó a ella, con cuidado de no revolver la arena del lugar escogido para las fotos, e intentó sujetarle la melena detrás de la cabeza. El viento se opuso de inmediato y mandó un par de horquillas volando al agua, y las demás las dejó colgando de las puntas del pelo de Mak.

Ella ya sabía que en aquel rincón del mundo era invierno, pero había olvidado momentáneamente que eso era irrelevante para los clientes. Los modelos de verano siempre se fotografiaban durante el invierno anterior a la presentación, y eso incluía los trajes de baño. Cuando nadie le prestaba mucha atención apretó la bolsa de agua caliente contra su pecho. Perfecto para combatir la «pezoncitis».

El gélido día se arrastraba. La comida fue bastante triste: una mustia ensalada verde que fue a buscar el ayudante del fotógrafo. Makedde habría podido jurar que había visto al fotógrafo engullir una focaccia cargada de queso con una cerveza cuando nadie miraba. Hacia las cinco de la tarde la alivió el anuncio de que iban a fotografiar el último modelo. Era atrevidamente alto de caderas, de color amarillo vivo y cerrado por delante con una cremallera, un homenaje a la década en que «Christy» era Brinkley, no Turlington. Como de costumbre, todo se aceleró cuando el cliente comenzó a meter prisa para terminar el trabajo antes de que pasaran veinte minutos de la hora fijada para acabar, que era ese momento mágico en que las modelos comienzan a cobrar horas extra. Resultaba sorprendente cuántos reportajes fotográficos terminaban diecinueve minutos después de la hora prevista.

Como el tiempo costaba dinero, Makedde tuvo que cambiarse en la playa, tras una toalla sujeta por el azorado ayudante del fotógrafo, que hizo lo que pudo por mirar en otra dirección. Una década de trabajar como modelo había curado a Makedde de cualquier visión romántica del decoro, y se desnudó deprisa y se cambió como una profesional. Volvió a envolverse con la gruesa manta sosteniendo contra su cuerpo su fiel bolsa de agua caliente, mientras los demás buscaban un fondo atractivo para las últimas fotos. Consciente de la tensión creada por la falta de tiempo, se había aguantado desde la hora de comer, pero ya no podía seguir ignorando su vejiga llena.

- ¡Será un segundo! -les gritó mientras saltaba con las rodillas apretadas, el signo internacional de «tengo que mear».

Joseph fue el único que se rió.

Se volvió y echó a andar por la hierba alta y amarilla, aliviada por la perspectiva de aliviarse. Las hojas de hierba secas le rascaban las espinillas mientras se alejaba del grupo buscando una zona con hierba alta que pudiera ofrecer al menos la apariencia de privacidad. Notó un olor curioso y luego algo medio escondido entre la alta hierba llamó su atención.

«¿Un zapato?»

Comprobó que los demás seguían buscando un lugar para la siguiente foto y, satisfecha, se adentró más en la hierba. Al hacerlo sus ojos se abrieron desmesuradamente por lo que apareció ante ellos. De manera involuntaria, su boca se abrió también en lo que habría debido ser un grito, aunque sus oídos no pudieron oírlo.

La sangre se agolpó en su cabeza, que comenzó a latir sin piedad. Casi no oía los gritos ni el sonido de pies que corrían hacia ella desde la playa. Las imágenes giraban ante sus ojos: gruesos trazos de color sobre carne pálida; pelo oscuro enmarañado con sangre seca; carne con formas perturbadoras, partes del cuerpo que no estaban ahí. Había largas heridas rojas abiertas que recorrían un torso desnudo y dejaban a la vista órganos y carne, y lo peor era que el pelo oscuro, enmarañado y empapado de sangre, cubría en parte una cara que le resultaba demasiado familiar.

Ahora había brazos que la rodeaban y se la llevaban atravesando la hierba, alejándola de aquel horrible espectáculo, lejos del olor que se le había quedado pegado como una enfermedad. Intentó hablar. Al principió no le salieron las palabras. A su alrededor todo era confusión. Por fin oyó horrorizada las palabras que salían de sus propios labios.

- Dios mío, Catherine. Por Dios…

Mak a duras penas advertía la presencia de una joven que estaba en cuclillas a su lado con una taza de café humeante. Lejos, en el horizonte, los últimos destellos de una puesta de sol roja y violenta encendían el cielo como el fuego del infierno. Alrededor de ellas todo era actividad, voces y los sonidos confusos y las interferencias de las radios de la policía. Su acompañante uniformada la observaba en silencio. Las apartaron de la acción, a varios metros de la zona acordonada con cinta policial. La luz artificial inundaba la duna cubierta de hierba y convertía los rostros agrupados a su alrededor en máscaras pálidas y petrificadas. Manos enfundadas en guantes de goma escribían en pequeñas libretas de policía y Makedde se acordó de la libreta de su padre, con su cubierta de aspecto oficial. Se preguntó de qué atroz brutalidad habría sido testigo y qué espantosos sucesos habrían sido registrados en ella.

La fuerte brisa le resultaba desagradablemente fría en la cara y estaba tiritando, a pesar de que la habían abrigado con varias mantas gruesas. A su alrededor veía los rayos de luz intermitentes que atravesaban como luciérnagas la oscuridad creciente. Reconoció a Joseph, el artista del maquillaje, alejándose hacia el aparcamiento con un agente de policía uniformado, y más hacia la playa vio a Tony Thomas enzarzado en una acalorada discusión con un hombre alto y con traje. El hombre permanecía tranquilamente de pie con lo que parecía ser la cámara de Tony en las manos y su postura denotaba autoridad, mientras que Tony, que parecía aún más bajo que su metro sesenta y cinco, gesticulaba indignado frente a él.

«¿La cámara de Tony? ¿Qué querrán de ella?»

Cuando pareció que la discusión había concluido, Mak vio que se llevaban a Tony con la cabeza gacha; pasaron por su lado en dirección a los coches estacionados en la bulliciosa zona de aparcamiento. Un cirujano de la policía, un patólogo, agentes especializados en la escena del crimen, detectives: todos estaban allí apuntando y midiendo, calculando meticulosamente. Vio al fotógrafo de la policía lanzando súbitos destellos de luz en medio de la creciente oscuridad. Todos ellos estaban enfrascados en su trabajo con una resolución que le era familiar.

«Diferentes caras, los mismos asuntos escabrosos.»

Se acordó de los colegas de su padre. Su trabajo cobraba un nuevo sentido bajo estas nuevas y horribles circunstancias. Policías de barrio, detectives, agentes médicos: todos le habían parecido parte de la familia desde que tenía uso de razón. Algunos incluso habían ido de visita al hospital donde había permanecido su madre durante su enfermedad. Su padre se había negado a salir de la habitación. Tres meses, que él pasó en un incómodo catre a su lado.

- ¿Cómo se siente ahora? -una voz suave se coló en sus pensamientos-. Soy la agente Karen Mahoney. ¿Ya ha entrado en calor? ¿Quiere que la vea un médico?

La voz era calmada y tranquilizadora; el rostro, redondeado, amable. Makedde pensó en cómo aquella mujer, que día tras día era testigo de dolores innombrables, permanecía sosegada y objetiva.

- No, estoy bien. No necesito un médico, supongo que… -la voz de Mak se desvaneció-. ¿La ha visto? ¿A la chica?

- Sí. Tenga, ¿por qué no toma un poco de café? -Le dio a Makedde una taza humeante-. Parece que conocía usted a la víctima; ¿es correcto?

«Catherine.»

Un escalofrío recorrió su espalda. Un cuerpo; ensangrentado y destrozado, y por lo tanto muerto. ¿Podría ser el suyo?

- Creo… creo que podría conocerla. No estoy segura. Pensé que era ella, Catherine Gerber. Vivo en su casa, pero ella no está allí…

Sus palabras no eran más que una divagación sin sentido.

- Está bien. Ya entiendo que esto debe de ser difícil. Usted fue la primera que vio el cuerpo, ¿es así?

Makedde asintió lentamente.

- Necesitaremos hacerle algunas preguntas y podría ser que tuviese que identificar a la víctima más adelante. ¿Le parece bien?

Makedde volvió a asentir lentamente. No estaba en absoluto preparada para esto. A veces tenía un sexto sentido para las cosas, una especie de intuición que la avisaba. Pero no en esta ocasión. ¿Tal vez estaba equivocada? Quizás había sido por el sueño… El sueño.

Ahora, despierta, los detalles se habían borrado y la pesadilla se le aparecía fragmentada; eran sólo retazos de terror que flotaban libremente, intercambiables y sin sentido. Había una sensación de horror y de pérdida relacionada con Catherine, pero todo era demasiado abstracto para entenderlo. La línea que separaba la pesadilla de la realidad se había vuelto increíblemente fina.

Con desesperado optimismo, Mak llegó a la conclusión de que se había equivocado. Había creído que se trataba de Cat por culpa de la pesadilla. Y por el pelo oscuro. Muchísima gente tiene el pelo oscuro. Cat la llamaría. Levantó la vista y vio un hombre alto vestido con traje inclinado sobre ella. Era el hombre a quien había visto con Tony Thomas. Con las luces de la escena del crimen a su espalda, se erguía como una silueta impresionante y sin rostro.

- Señorita Vanderwall, soy el detective sargento Andrew Flynn. Esto ha debido de afectarla mucho -su voz era profunda y con un agradable acento australiano. Sonaba extrañamente tranquilo, y como ella no respondía continuó-: Tengo entendido que fue usted la primera que vio el cuerpo y que podría identificarlo. ¿Es correcto?

- Sí, bueno… Yo la vi primero, pero la verdad es que no sé si es Catherine.

- ¿Catherine? -Escribió en su libreta-. ¿Puede decirme su nombre completo?

- Catherine Gerber. Es una amiga íntima. Una modelo canadiense. Es decir, si se trata de ella. No estoy segura.

Sintió que en su garganta, y también en su corazón, se formaba un doloroso y amargo nudo. Él continuó con voz tranquila y profesional.

- Nos ayudaría que se asegurara. ¿Sería posible que viniera a identificar el cuerpo mañana por la mañana a cualquier hora?

- Por supuesto…

- Me gustaría hacerle algunas preguntas ahora, si no le molesta. Luego la agente Mahoney irá a verla a su casa.

Respondió a todas sus preguntas mientras él tomaba notas pacientemente. La mente de Mak vagaba por un paisaje irreal de miedo y confusión, molesta porque le resultara tan difícil encontrar sentido a las cosas. Algunas de su respuestas fueron un galimatías, pero el detective se limitó a seguir preguntando amablemente.

- Soy canadiense. Llegué ayer con un permiso de trabajo de tres meses. Estoy en un apartamento para modelos en Bondi, con Catherine. Es la segunda vez que vengo a Australia.

- Entonces, ¿vio a Catherine cuando llegó?

- Pues no. Fui directa al apartamento pero ella no estaba. Esperaba saber algo de ella ayer u hoy.

- ¿Y eso le pareció extraño?

- Mucho -contestó ella con un poco más de claridad.

Él asintió para sí.

- ¿Cuándo la vio por última vez?

Su mente voló hasta el día del funeral de su madre. Estaba dando el último adiós a su propia madre. ¿Cómo iba a saber que sería la última vez que viese a su mejor amiga con vida?

- La última vez que la vi fue hace casi seis meses, en Canadá. Vino al funeral de mi madre.

- Lo siento mucho. -Hizo una pausa para pensar-. ¿Conoce bien a Tony Thomas, el fotógrafo con el que trabajaba hoy?

- Sólo había trabajado con él una vez.

- ¿Advirtió algo anormal durante la sesión, antes de encontrar el cuerpo? ¿Algún comportamiento extraño? ¿Algún indicio?

- No. No noté nada extraño.

- ¿Sabe de quién fue la idea de hacer las fotos en este lugar?

Mak se quedó pensativa un instante. Algunas de las preguntas le resultaban extrañas.

- Creo que debió de ser Tony quien propuso el lugar.

- ¿Y él conocía su relación con Catherine? Aparte del hecho de que trabajaran con la misma agencia.

- No sé cómo podría conocerla, salvo que alguien se lo contara.

- Gracias, señorita Vanderwall. Ha sido de gran ayuda. La agente Mahoney le tomará declaración y la llevará a casa. Me pondré en contacto con usted mañana por la mañana. Tenga mi tarjeta. Si tiene alguna pregunta o se le ocurre algo, aunque le parezca insignificante, por favor, no dude en llamarme.

Mak se quedó con la tarjeta sujeta entre sus adormecidos dedos y lo vio alejarse hacia las luces y fusionarse con los rostros blancos e inexpresivos de los hombres y mujeres cuyo trabajo era enfrentarse cada día a la violencia.

La joven policía llevó a Makedde a su alojamiento en Bondi Beach, y después del esperado «¿Cómo se encuentra? ¿Ya está mejor? ¿Puedo hacer algo más por usted?», dejó a Mak sola. Era raro estar en el apartamento y sentir la presencia de Catherine por todas partes, mientras la imagen del cadáver destrozado se le aparecía febrilmente por detrás de los ojos.

Makedde se estremeció.

Se apoyó en la ventana con las palmas contra el vidrio y observó el mundo exterior: parejas que reían correteando por la playa, despreocupadas y ajenas a todo. De repente todo le pareció muy extraño. Agotada, Makedde bajó la persiana y el apartamento se sumió en la oscuridad. Estaba emocionalmente exhausta y era incapaz de desvestirse o quitarse la densa capa de maquillaje que le había aplicado Joseph. Cuando se derrumbó en la cama tuvo la sensación de seguir cayendo mucho después de que su cuerpo llegara al colchón. La habitación oscura giraba en la niebla por encima de ella.

«Todo esto es un sueño horrible. Hablaré contigo mañana, amiga mía.»

Le pareció que habían pasado sólo unos minutos cuando el teléfono agredió sus oídos con una enérgica llamada. Al tercer timbrazo el auricular estaba sobre su oreja, aunque su mente seguía profundamente dormida. «¡Por fin! Catherine.»

La voz que había al otro lado le estaba hablando.

- ¿Qué? Perdón… -graznó; las palabras sonaron como si estuviera aclarándose la garganta.

- Soy el detective Flynn. ¿Es usted Makedde Vanderwall?

- Sí.

- Le agradeceríamos mucho que pasara esta mañana por la morgue de Glebe para la identificación.

El mundo se enfocó abruptamente con espantosa claridad. Ya eran las nueve de la mañana.

- Sí, claro; iré.

Cuando colgó el auricular se encontró con que estaba completamente vestida, sentada en la cama, enfrentada a la imagen atroz que le devolvía el espejo de la pared opuesta. Durante la noche su maquillaje se había reorganizado en llamativas rayas que recorrían sus mejillas. Intentó quitárselo con una mano llena de kohl y consiguió empeorarlo.

El maquillaje no se iba.

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