Fetish

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Capítulo 41

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Capítulo 41

Estaba tumbado sobre las sábanas con los ojos cerrados y las cortinas corridas. Quería descansar, aclararse la mente, pero no podía. Había sonidos que le llegaban a través de la pared, notas depravadas que alteraban su calma. Cogió dos trozos de algodón y se tapó los oídos, pero sólo consiguió apagar una parte del estruendo. En la oscura habitación, hizo un esfuerzo por ver la foto pegada a la pared.

«Mi chica.»

«Makedde.»

Era perfecta, piernas largas, delgadas y elegantes a duras penas cubiertas por un vestido corto de cuero. Tacones deliciosamente altos que obligaban a sus esbeltos pies a curvarse, con las pantorrillas apretadas.

«Puta.»

Le cabreaba que la fotografía no fuera suficientemente clara. No podía ver el mínimo vello rubio de sus muslos. No podía ver las pequeñas venas azuladas de sus pies, que bombeaban dulce sangre hacia su corazón.

Ella había dejado la foto allí para él. Quería que la cuidara. Incluso lo había guiado hasta su nuevo apartamento, donde vivía sola.

«No te preocupes. Pronto iré por ti.»

Pero los ruidos no paraban, se introducían en sus pensamientos. Eran cada vez más fuertes. Podía oírlos a través de las paredes; gruñidos como de animal, el chirrido de la cama.

«¡Madre!»

Se tapó la cabeza con la almohada. Volvía a ser un niño, un niño pequeño, y su almohada un osito de peluche que protegía sus oídos del terrible estrépito. Volvía a estar en aquella casa, intentando con desesperación apagar los sonidos, taponando la rendija inferior de la puerta con su uniforme del colegio.

«¡Madre! ¡Madre, hazlo parar!»

Había durado días y noches. No paró en años: el pecaminoso desenfreno, y el olor. El repugnante olor de la lujuria y la disipación había llenado la casa, había llenado su joven nariz.

«¡Madre!»

Sólo él lo detuvo. La purificó en las blancas llamas del fuego infernal, quemó su piel y convirtió la casa en una columna de brillante calor. Lo miró desde la calle; miró cómo las llamas lamían el cielo.

Ahora intentaba ignorar los persistentes ruidos que le llegaban a través de la pared. Hacia como si no estuviese ocurriendo otra vez. Después de todos estos años, no podía estar ocurriendo otra vez.

«Madre ya no puede ser una puta. Yo la curé.»

Makedde también quería su castigo especial y a él le produciría un gran placer darle lo que ella necesitaba, cuando llegase el momento oportuno. La vigilaría hasta ese momento; la seguiría por las calles, la vigilaría en su nuevo apartamento y sobre todo ejercitaría la paciencia.

Tenía que ser así.

Pero primero había que hacer algunos preparativos.

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