Fetish

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Capítulo 4

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El diario del domingo no presentó sus condolencias a Makedde. No había posibilidad de huir al interior de un crucigrama enrevesado y divertido, o de leer algo interesante pero ajeno sobre la vida de algún famoso o político. En lugar de eso se encontró de inmediato con un impactante titular en primera página: «MODELO ASESINADA». Este delicado titular iba acompañado por una foto de Catherine con el morboso epígrafe: «Catherine Gerber, tercera víctima en un mes de asesinato brutal en Sidney». En la foto, las elegantes facciones de Catherine rezumaban glamourosa indiferencia. Parecía felizmente ignorante de su destino.

Mak se preguntó si la agencia Book habría entregado la foto a la prensa y si a Catherine le habría gustado eso. Estaba preciosa y sin duda las miradas de todos los lectores serían atraídas por su cautivadora imagen en aquella deprimente mañana de domingo. Dobló el diario por la mitad y lo dejó con la foto de Catherine hacia abajo sobre la cómoda que había entre las camas. Mak ya no se sentía capaz de leer el periódico. Ya no se sentía capaz de hacer nada.

El persistente olor de la muerte seguía metido en su nariz. Inspiraba un poco y ahí estaba: el insano hedor de la carne descompuesta. Makedde levantó un antebrazo descubierto e inhaló el olor de su propia piel.

«Muerte.»

Muerte en sus poros.

Lágrimas que no había convocado amenazaron con empezar a manar cuando saltó de la cama y corrió hacia el baño con la respiración acelerada y trabajosa. Estaba dejando que las cosas la afectaran, perdiendo el control. Tenía que luchar contra eso.

«Ahora con calma.»

«Con calma.»

Puso pasta de dientes de menta en su dedo índice y se la introdujo en un agujero de la nariz y luego en el otro, un truco que había aprendido de un patólogo años atrás. El olor de un cadáver puede quedarse pegado a los pelos de las fosas nasales y hacer que todo huela a muerto. Después se la enjuagó, pero el olor fresco de la pasta de dientes permaneció. Respirando en un mundo con olor a menta, salió del baño y fue derecha a la pequeña nevera de la cocina. Sacó de ella una gran tableta de mazapán con chocolate y la abrió por una esquina arrugando el envoltorio. Se detuvo con sentimiento de culpabilidad, nerviosa, y con la boca hecha agua volvió a dejarla en la nevera y la cerró de un portazo. «No lo hagas.» Se giró, comenzó a alejarse de la cocina y luego volvió sobre sus pasos y se lanzó otra vez sobre el frigorífico. En un instante el envoltorio estaba deshecho y su sangre volaba en un éxtasis de azúcar.

La atención de Mak se dirigió hacia el viejo televisor que había frente a ella. La pequeña caja le rogaba que la encendiese, así que lo hizo, y sus oídos fueron atacados de inmediato por el excesivo volumen. El arcaico mando a distancia tenía el tamaño de un ladrillo y se estaba quedando sin pilas. Tras varios intentos consiguió bajar el volumen. Una sonriente presentadora le recordó con grandes voces que precisamente en ese día de 1969, incluso antes de que la hubiesen concebido, el hombre caminó por vez primera sobre la Luna. De la presentadora sonriente pasaron a una vieja filmación de Neil Armstrong con su abultado traje espacial posándose triunfalmente sobre la polvorienta superficie lunar.

«Un pequeño paso para un hombre, un salto de gigante para la humanidad.»

Al bajar el volumen se dio cuenta de que por debajo del estrépito había estado sonando el teléfono. Contestó con un engañosamente animado «¿Hola?».

«Clic.»

El tono de línea volvió a sonar.

Mak se quedó mirando el auricular durante un momento y luego lo colgó. Qué grosero. Volvió a dirigir la vista hacia el silencioso televisor y se quedó horrorizada al ver el rostro de Catherine mirándola fijamente. El pánico se apoderó de ella y un sudor frío cubrió todo su cuerpo. Un instante después tenía el mando en la mano y estaba pulsando el botón de apagar. No funcionaba. La imagen del televisor hizo una panorámica de las puertas de la agencia de modelos Book y luego se quedó mostrando la cinta que rodeaba la hierba alta y pisoteada de la escena del crimen. Makedde pulsaba insistentemente el botón de apagar.

«¡Maldita sea! ¡Apágate!»

Por fin el televisor la obedeció, y la imagen desapareció.

Con el corazón desbocado y los ojos inundados por obstinadas lágrimas, se tumbó en la cama y miró fijamente la cuarteada pintura del techo mientras respiraba profundamente, intentando calmarse.

«Piensa en alguna otra cosa; lo que sea, pero no en Catherine.»

De niña se pasaba horas mirando el techo de escayola de su habitación, preguntándose cómo sería el mundo si estuviera del revés y la gente caminara sobre lámparas y sensores de humo y alargara los brazos hacia arriba para abrir grifos que enviarían el agua directamente a su boca. Intentó recuperar aquella vida, dejarse llevar por la agradable fantasía, pero no pudo.

«Necesito una amiga. Necesito a alguien que pase este año conmigo.»

Makedde abrió la cartera y sacó unas cuantas fotografías arrugadas. Las miró una por una con cariño, y cuando encontró la que buscaba la estiró lentamente y dobló meticulosamente las puntas hacia atrás para devolverlas a su lugar. Cat tenía la copia de esa foto, y había añadido en su dorso un comentario optimista: «¡Yo y Mak triunfando en Múnich!». Miró detenidamente las caras sonrientes de Cat y ella posando en la Marienplatz. Cat parecía muy joven. Con ojos llorosos, Mak observó su propia cara en el espejo que había frente a la cama. La mujer del reflejo parecía mucho mayor que la de la fotografía.

Hubo un tiempo en que Mak y Catherine se sentaban frente a un espejo y jugaban con el maquillaje durante horas. Makedde tenía un estuche de modelo repleto de relucientes colores y polvos. Ella enseñó a Cat a aplicárselos: un toque de negro aquí, un toque de brillo para labios allá. Jugaban con espectaculares contornos de ojos y lápices de labios de color rojo intenso. Los ojos de Brigitte Bardot o los labios glaseados de Madonna. Todo quedaba magnífico sobre las facciones de trece años de Cat. Todo. Tenía un rostro precioso con rasgos suaves. La misma cara que seis años después miraría a Makedde desde el carro de una morgue; torturada y desechada.

Al día siguiente recogería las cosas de Catherine y quitaría el collage de fotos de revistas. Pero conservaría una foto de su amiga en un lugar especial de la habitación; quizá la foto de las dos juntas en Múnich. Eso era lo normal, lo racional. ¿No? Una foto razonable de tiempos más felices, en honor de su amiga. Tendría que hacer suyo el apartamento, porque iba a quedarse algún tiempo en Sidney; el tiempo que tardase la policía en encontrar al asesino de Cat. Se acordó de un par de postales y cartas recientes de Cat que guardaba como tesoros en su maleta. Una de ellas llevaba la dirección de Bondi. Quizá la había escrito sentada exactamente en aquel sitio. Dando rienda suelta a su sensación de pérdida, Mak fue hasta la más pequeñas de sus dos maletas y sacó la correspondencia de un bolsillo lateral con cremallera. Se le encogió el corazón al ver la alegre y familiar caligrafía.

Querida Mak:

¡Saludos desde aquí abajo! Casi es julio. Pronto estarás paseando conmigo por aquí, con los

kookaburras y los chicos australianos. Hasta su invierno es soleado, como una primavera canadiense, te lo juro. ¡Fabuloso! Me muero de ganas de que estés aquí.

Estoy feliz de tener más cerca al amor de mi vida. Está ocupado y de momento nuestro amor sigue siendo secreto, pero ahora no está a continentes de distancia. Es un tío fantástico, y además con clase. Te va a encantar. No seguirá siendo secreto durante mucho más tiempo. Pronto lo conocerás. ¡Nos reiremos de todo este misterio!

La idea de un amante clandestino hizo que le diera un vuelco el corazón. ¿Por qué ese hombre tenía que ser un secreto? Había supuesto que estaba casado y que Catherine acabaría por entrar en razón y terminar la relación. Pero no lo hizo. Durante todo el año anterior había estado enganchada como una loca al esquivo Romeo.

Mientras la rabia crecía lentamente en su interior, Makedde imaginó las palabras que debía de haber empleado para retenerla: «Voy a divorciarme de mi esposa y a casarme contigo, te lo prometo. Pero ella no soportaría un divorcio ahora. Aún no. Te quiero, y pronto estaremos juntos para siempre. Espera sólo un poco más». ¿Cuántas veces se habían pronunciado esas palabras a lo largo de la historia de las relaciones ilícitas?

El apremio de la curiosidad y el sentido práctico empujaron a un lado la tristeza de Makedde. Sacó de la cartera la tarjeta del detective Flynn y marcó el número de su móvil. Se había olvidado de explicar a la policía la aventura de Catherine. ¿Y si era importante? Le contaría a Flynn lo poco que sabía del amante sin nombre. No: iría a verlo en persona y le enseñaría las cartas. Eso lo convencería para seguir la pista.

Flynn contestó después de varias llamadas.

- Detective Flynn, soy Makedde Vanderwall.

- Hola, señorita Vanderwall. ¿En qué puedo ayudarla?

- Dijo usted que le llamara si tenía alguna información nueva. Ya sé que es domingo, pero me preguntaba si podría ir ahora. Tengo algo que tal vez le interese.

- No hay problema, de todos modos yo iba a ir a la comisaría un poco más tarde. ¿Le va bien a las cuatro en Homicidios?

- A las cuatro está bien.

- Entonces nos vemos allí.

Saber que el detective estaba trabajando en el caso de Catherine en domingo la tranquilizó un poco. Se sentía contenta de tener la oportunidad de hablar del caso con él en persona. Miró por la ventana y se dio cuenta por primera vez de que hacía un día despejado y con el cielo azul. Decidió ir a dar un paseo por la playa para comparar su pequeña vida y sus tragedias con la inmensidad de la naturaleza. Eso siempre hacía que los problemas pareciesen insignificantes.

Makedde se vistió con unos vaqueros gastados, su camiseta favorita de Betty Page, un grueso jersey azul marino y unos zapatos cómodos para caminar. Mientras su mente recuperaba a la carrera todos los detalles de la relación que Catherine siempre había evitado comentar, salió a pasear.

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