Fern

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Capítulo 28

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Miles de preguntas le cruzaron rápidamente por la cabeza, como hojas secas arrastradas por el viento. ¿Qué estaba haciendo Sam Belton allí? ¿Estaba enterado de que ella sabía que él había intentado violarla, que ella creía que él había matado a Troy? ¿Sabía que Rose estaba dentro de la casa, indefensa con los bebés en brazos? ¿Sabía que todos los hermanos Randolph estaban en Topeka y regresarían por la noche?

Hiciera lo que hiciera, Fern comprendió que no debía delatarse, tanto por el bien de Rose como por el suyo propio. No sabía qué haría Belton, pero la sola idea de que pudiera hacer daño a las gemelas le revolvía el estómago.

—Señor Belton, ¿qué está haciendo usted tan lejos del pueblo? —Ella habló primero, esperando que su voz no revelara el miedo que sentía—. Pensé que ya habría regresado a Topeka.

—Ésa era mi intención, pero quería hablar con usted acerca de la posibilidad de comprar la granja.

—No tengo planeado venderla.

—Es una granja demasiado grande para que una mujer se ocupe de ella sola. —Trazó un semicírculo con la mano que abarcaba más tierras de las que pertenecían a Fern—. Además, me han dicho que piensa usted casarse y mudarse a Boston.

—Aún no he tomado una decisión al respecto.

No parecía un asesino, y mucho menos un violador. Parecía un hombre de negocios de clase media, serio y muy trabajador. Nadie creería jamás que había intentado violarla. Y, como Troy estaba muerto, no había quien respaldara su acusación. Nadie creería tampoco que él había a asesinado a Troy. Ni ella ni Madison tenían ninguna prueba de ello.

Pero sabía que él lo había hecho. Lo intuía.

—Si no está haciendo nada en este momento, le agradecería que me enseñara algún terreno que pueda querer vender.

Fern quiso decirle que regresara otro día, pero ¿y si, mientras intentaba convencerla de que vendiera, la seguía a casa? Rose y las niñas estaban allí. Fern tenía que llevarlo lo más lejos posible. Cuanto más tiempo lo mantuviera ocupado, más se acercaría la hora en que George y Madison irían a buscar a Rose. No le cabía la menor duda de que lo harían. Sabrían que Rose no se arriesgaría a hacer un viaje como ése a menos que hubiera un peligro inminente.

—¿Qué clase de tierras tenía usted en mente? —preguntó ella.

—Quiero construir casas para granjeros. Los ganaderos no compran tierras de pastoreo. Usan el pasto estatal y luego se van más al oeste cuando llega demasiado ganado. Pero los colonos pagan bien cualquier tierra, incluso los terrenos para cultivo que son poco rentables. ¿Qué tal el antiguo rancho Connor?

Fern no quería ir al rancho Connor. Le traía demasiados recuerdos desagradables y se encontraba demasiado alejado. Sin embargo, era lo más lejos que Fern podía llegar sin salir de sus tierras.

Intentó determinar si Belton estaba actuando de manera inusual; si estaba nervioso, tenso, alerta, sigiloso, o cualquier otra cosa que pudiera ayudarla a tratar de adivinar cuánto sabía. Pero le pareció que se comportaba de manera perfectamente normal. Ella no se habría portado de modo muy distinto si estuviera en su lugar.

Fern siempre llevaba un fusil en una funda y, aunque Belton no llevaba ningún arma, ella no podía relajarse en ningún momento. Al igual que Madison, aquel hombre vestía con ropas compradas fuera. No había manera de saber qué tenía en los bolsillos.

Belton no dejó de hablar ni un instante mientras cabalgaban. Hizo preguntas acerca de la tierra, el agua, el pasto, el tipo de cultivos que mejor se daban; en fin, la clase de preguntas que haría cualquier comprador de tierras. Cuando se detuvieron frente a la cabaña del rancho Connor, Fern había empezado a dudar de si Sam Belton recordaría siquiera que había tratado de violarla hacía ocho años.

—La casa parece estar en muy buen estado —dijo él—. Una familia podría venir a vivir aquí ahora mismo.

—Hay goteras en el techo. Usted mismo puede verlo.

Sam sonrió nervioso.

—Esto le hará pensar que no soy una persona muy valiente, pero no me gusta entrar en sitios oscuros. Nunca se sabe qué puede estar acechando en los rincones.

—No hay nada dentro de esa cabaña —afirmó Fern, tratando de no dejar traslucir su desprecio—. He estado allí dentro una docena de veces. Incluso de noche.

—Estoy seguro de que tiene usted razón, pero ¿le importaría asomar la cabeza ahí dentro sólo para cerciorarse?

Fern estuvo a punto de soltar un resoplido de desprecio. Quizá aquel hombre había sido un peligro para las mujeres hacía ocho años, pero ya no había ninguna razón para que le temiera. Era un cobarde. Madison no llevaba en Abilene ni veinticuatro horas cuando entró en aquella cabaña sin pensarlo dos veces.

Pero en el momento mismo en que Fern se preparaba para desmontar su instinto le advirtió que se quedara donde estaba. Tal vez Belton estaba fingiendo ser un cobarde. No podía estar segura, pero mientras se quedara donde estaba contaba con la ventaja de su rifle y de poder huir a toda prisa.

—No tengo que mirar —aseguró—. No hay nada dentro.

—En todo caso, creo que llevaré un arma —sugirió Belton, desmontando con una fusta en la mano—. Es una protección pequeña, pero es mejor que nada.

Fern se mantuvo alerta.

—No tarde mucho. Ya empieza a oscurecer y el viaje de regreso al pueblo es largo.

Fern apenas podía creer lo que estaba viendo cuando Belton se detuvo para remangarse los pantalones con el fin de no ensuciarlos. ¿Por qué le habría tenido tanto miedo?

—No sabía que aún hubiera búfalos por aquí —dijo Belton mientras se ponía de pie.

—No hay. No he visto uno en años.

—Pues allí hay unos —dijo Belton, señalándolos—. Gire la cabeza.

Fern vio tres búfalos subiendo de manera pesada una cuesta.

—Probablemente se han alejado de las manadas que se encuentran al oeste de Kansas —aventuró Fern—. Ellos…

No pudo terminar la frase. Mientras miraba los búfalos, Belton golpeó de manera brutal a su poni en el estómago con el mango de la fusta. Chillando de dolor, el poni corcoveó, se elevó en el aire y retorció el cuerpo como un latigazo. Fern, a quien aquella situación la pilló desprevenida, cayó a tierra.

Mientras volaba por los aires, Fern comprendió lo que Belton había hecho. Cayó apoyada sobre las manos y las rodillas, y luego rodó por el suelo. Intentó ponerse de pie apresuradamente, pero Belton se le lanzó encima antes de que pudiera lograrlo.

Fern nunca había participado en una pelea, pero había visto varias. Al estar acostumbrada a hacer trabajos de hombre, se sintió segura de poder vencerlo. Pero cuando su brazo se tensó contra el de él, supo que Belton era tan fuerte como un toro. Además, todo el tiempo que ella había dejado de montar a caballo había hecho que sus músculos se debilitaran. En un combate de fuerza ella perdería.

Fern trató de soltarse en una maniobra lateral, pero, al no estar de pie, era demasiado lenta. Belton la agarró de una pierna y le hizo perder el equilibrio. Fern rodó hacia un lado en un intento de levantarse desesperadamente, pero Belton se arrojó sobre su espalda y ambos volvieron a caer al suelo.

En ese momento Fern se puso furiosa. Aquel hombre ya había arruinado ocho años de su vida. Ahora quería matarla y privarla del resto. Pero ella no se lo permitiría.

Hizo acopio de todas sus fuerzas para juntar los brazos y las rodillas bajo el cuerpo del hombre. Luego, empujando tanto como podía, empezó a rodar para atrapar a Belton entre su cuerpo y el suelo. Él lanzó un gruñido cuando el peso de Fern lo aplastó y lo dejó sin aire en los pulmones, pero aun así no la soltó.

Entonces Fern le dio un golpe muy fuerte con el codo en el estómago. Antes de que él pudiera recuperarse, ella recurrió a todo su peso para golpearlo hasta dejarlo sin aire una vez más. Esto hizo que finalmente la soltara, y ella se puso rápidamente de pie.

—Sólo un cobarde ataca a una mujer —dijo Fern y le dio un puñetazo en la mandíbula.

Belton se desplomó en el suelo.

—Ahora lárguese de mis tierras.

Fern se acercó a su caballo y cogió las riendas. Debido al dolor del golpe que le propinó Belton, el animal obviamente se negó a que lo montara y se puso a dar saltos en torno a ella. Con el rabillo del ojo Fern vio que Belton se ponía de rodillas.

Se volvió justo a tiempo para verle lanzar la piedra, pero demasiado tarde para apartarse de su camino.

* * *

Salieron de la noche como los cuatro jinetes del Apocalipsis. Saltaban chispas de los cascos de sus fornidos corceles, sus rostros tenían una expresión de adusta resolución y sus ojos estaban gélidos de rabia. No llevaban la espada ni el escudo de la conquista, pero portaban sobre los hombros a la muerte, y a la venganza que la acompañaba.

Hacía ya ocho años desde la última vez que Madison había cabalgado junto a sus hermanos. El tiempo y el destino habían conspirado para separarlos interponiendo obstáculos que no pudieron dominar ni apartar, pero aquella noche habían olvidado sus diferencias. Cabalgaban con un único pensamiento, con un objetivo común, con la determinación feroz y mortal de defender a las mujeres que habían elegido como suyas.

Era el mismo arrojo que había desafiado a los cuatreros y los bandidos de Tejas, la misma voluntad de supervivencia que les había permitido soportar una niñez que habría dejado a hombres más débiles traumatizados e inútiles.

Y ahora todo aquel arrojo y aquella voluntad se centraban en Sam Belton.

—¿Tú crees que las tiene secuestradas dentro de la casa? —preguntó Hen mientras se acercaban a la granja con gran estruendo.

—Fern nunca le permitiría entrar —afirmó Madison.

George saltó del caballo antes que sus hermanos. Abrió la puerta con tanta fuerza que rompió una bisagra. Madison lo siguió pisándole los talones.

—¡Por el amor de Dios, George! ¿No sabes cómo entrar en una habitación? —preguntó Rose. El suave llanto de un bebé resonaba en todo el cuarto. Enseguida se oyó a otro bebé llorando—. Has despertado a tus hijas.

—¿Hi… hi… jas? —preguntó George tartamudeando. Atravesó la habitación con tres zancadas y, aparentemente sin poder hablar, miró a su familia.

Al no ver a Fern allí dentro, Madison empezó a buscarla en las demás habitaciones.

—¡Por todos los demonios! Juraste que tendrías una hija —exclamó Hen, que había entrado por una ventana trasera—, pero quién iba a esperar que tuvieras dos de golpe. ¿Qué vamos a hacer con tantas mujeres en casa?

—Será mejor que te acostumbres —sugirió Rose—. Fern podría dar a Madison otro par de gemelas en un año.

—¿Dónde está Fern? —preguntó Madison preocupado por su ausencia.

—Fue a enviar a uno de los hombres a buscar al doctor —dijo Rose. La voz de Madison la hizo salir del encantamiento en que la tenían sus hijas—. Ya debería haber regresado. —De repente se dio cuenta del paso del tiempo. Desapareció la sonrisa beatífica y frunció el ceño—. Ya sabe quién mató a Troy.

—Fue Sam Belton, ¿no es verdad? —preguntó Madison.

—¿Cómo lo sabes? —le preguntó Rose sorprendida—. No importa, puedes decírmelo más tarde. Vine a advertirla de que Belton tenía la intención de pasar a verla para preguntarle si quería vender la granja. Pero me puse de parto y tuvo que ayudarme a dar a luz a las niñas. Luego ella se ha marchado a pedir a uno de los hombres que buscara al médico. Me preocupa que se haya topado con Belton por el camino.

Madison sintió como si la tierra se le moviera bajo los pies. El odio y el desprecio que guardaba en su corazón contra el agresor de Fern se fusionaron en la terrible necesidad de matar, la necesidad de matar a Sam Belton.

—Voy a ir a buscarla —anunció Madison.

—Iremos contigo.

—Tú no, George. Quédate con Rose. Alguien tiene que quedarse —afirmó Madison al ver que George vacilaba—. Además, con nosotros tres basta para derribar a ese hombre.

—Ven a conocer a tus hijas, George —le pidió Rose, perdiendo interés por todo lo demás—. Te hemos estado esperando toda la tarde.

George se acercó y se arrodilló junto a la cama.

—Ésta es Aurelia —anunció Rose, señalando a la niña que estaba acurrucada en el brazo derecho—. Es la mayor. Le he puesto este nombre en honor a tu madre. Y ésta es Juliette —señaló Rose mientras se giraba hacia la otra gemela—. Este nombre es en honor a tu hermana.

Los hermanos salieron andando de puntillas.

Luego Madison les contó que Sam Belton había intentado violar a Fern en una ocasión.

—Pero eso no explica por qué mató a Sproull e intentó inculparme a mí —afirmó Hen.

—Troy debió de haberlo chantajeado —explicó Madison.

—¿Y? —preguntó Hen.

—Pues que Belton tenía que deshacerse de él, pero también necesitaba un chivo expiatorio. Cuando Troy y tú os peleasteis, le proporcionasteis uno.

—Y yo tuve que pasar tres semanas en esa miserable cárcel. ¡Vamos! —exclamó Hen mientras espoleaba al caballo para que comenzara a galopar despacio—. Tengo una deuda con ese hombre.

* * *

—Fern se fue de aquí hace más de una hora —les confirmó Reed—. Pike se marchó poco después. Supongo que el doctor ya debe de haber llegado a la casa.

—¿Adónde se dirigió? —le preguntó Madison.

—De vuelta a su casa —indicó Reed a los hermanos—. Dijo que no podía dejar a la señora Randolph y a las niñas solas durante mucho tiempo.

—Algo ha pasado —aventuró Madison—. Tendremos que separarnos para buscaría.

—Yo me marcho por el camino al pueblo —propuso Jeff—. Al menos así no me perderé.

—Yo buscaré hacia el sur —sugirió Hen—. Tuve la oportunidad de conocer la zona la noche en que Belton mató a Troy Sproull.

—Yo iré hacia el rancho Connor —propuso Madison—. Sé que debe de parecer una locura, pero tengo la extraña sensación de que, si pasara algo malo, ella iría allí. Si no la encontramos, reunámonos en la casa dentro de dos horas para decidir qué hacer.

Pero Madison esperaba que no tuvieran que hacer nada de eso. Si algo malo había sucedido, cada minuto que transcurriera era crucial. Dos horas eran mucho tiempo, y ya podía ser demasiado tarde.

* * *

Fern sólo estaba parcialmente consciente, pero aun así se daba cuenta del terrible dolor que sentía en un lado de la cabeza. Intentó alzar la mano para investigar la causa del dolor, pero no podía mover el brazo. No podía mover nada.

Fern abrió los ojos y se encontró atada a la cama. Sam Belton estaba junto a la ventana. Había limpiado un cristal para poder ver a cualquier jinete que se acercara a la cabaña. El gemido de dolor de Fern atrajo su atención.

—No has perdido el conocimiento durante mucho tiempo.

—¿Por qué me ha golpeado? —le preguntó ella—. ¿Qué piensa hacer?

—Ya sabes quién soy.

—Usted es Sam Belton —afirmó Fern, tratando desesperadamente de pensar—. Lo vi en la fiesta de los McCoy.

—Esa no fue la primera vez que nos vimos.

—También lo vi cuando se bajó del tren la noche en que Madison Randolph llegó —agregó ella.

—Ya nos habíamos visto en otra ocasión, hace ocho años. Lo supe desde el momento en que te vi en la fiesta.

Era inútil tratar de fingir que aún no sabía que él había intentado violarla. Incluso aunque no lo recordara, él no la soltaría.

—Yo no lo reconocí —afirmó Fern.

—A lo mejor no, pero después sí lo recordaste. Lo he visto en tus ojos esta noche.

De modo que no había podido controlar la expresión de su rostro. Si al menos él no la hubiera cogido desprevenida…

—¿Por qué mató a Troy? ¿Lo estaba chantajeando?

—¡El muy cabrón! —estalló Belton—. Mi padre murió hace un par de años y me dejó muchas tierras. Debería haberme quedado en Chicago y haber vendido todo, pero pensé que en Topeka estaría a salvo. Nunca planeé acercarme a Abilene. Sin embargo, hace unos meses tropecé con Troy. Estaba borracho, pero me reconoció. En esa época yo ya había logrado hacerme un lugar en la sociedad, me había forjado una reputación como ciudadano de bien. Pero él no quería desenmascararme. Sólo quería tener una fuente interminable de dinero mientras viviera. Su empleo de vendedor de tierras de labranza era sólo una tapadera para poder chantajearme. Nunca hizo el más mínimo trabajo.

—Así que usted lo mató. ¿Por qué hizo que echaran la culpa a Hen?

—Si lograba que el pueblo se pusiera en contra de los tejanos, el mercado de ganado moriría. Sin la fiebre de Tejas el valor de mis tierras se duplicaría y hasta se triplicaría.

—Eso es exactamente lo que pensé —afirmó Fern.

—Eres tan inteligente como guapa. Comprendo perfectamente por qué Madison Randolph quiere convertirte en su amante.

—¡Desgraciado! —exclamó Fern—. Él quiere casarse conmigo.

—A lo mejor —dijo Belton, mirando a Fern más detenidamente—, pero ahora ya es demasiado tarde. Debería haberte llevado a Boston antes de la fiesta.

—¿Qué piensa hacer?

—Voy a terminar lo que empecé hace ocho años.

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