Fern

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Capítulo 4

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—Tendremos que ir al galope —le dijo Fern asegurándose de no mirarlo a los ojos. Su mirada franca la desconcertaba—. Sígame.

Él no se movió.

—Pensé que había llegado a la hora prevista —miró su elegante reloj de oro—. Incluso he venido un par de minutos antes —dijo, volviendo a guardar el reloj en el bolsillo.

—Tengo mucho trabajo que hacer hoy.

—Ah, sí, esos toros cuyo futuro está usted decidida a arruinar.

Fern estuvo a punto de soltar una carcajada, pero se contuvo. No estaba acostumbrada a reír todo el tiempo. La gente más respetable siempre tenía un aire sombrío o pasaba la mayor parte de su vida frunciendo el ceño. Y no iba a echar a perder todo el esfuerzo que había realizado hasta conseguir ese aspecto amenazador por culpa de aquel abogado elegantón.

—Los novillos ganan peso —dijo bruscamente—. Además, los toros causan problemas cuando no se les castra. Incluso un abogado de Boston debería saber eso.

—Sí, pero nunca he deseado ganar peso.

—¿Prefiere causar problemas?

—¿Son ésas las únicas dos alternativas que me ofrece? —le preguntó Madison.

Su caballo se acercó al de ella. Quedaron a tan sólo unos cuantos centímetros de distancia el uno del otro. Fern estaba segura de que lo había hecho a propósito para que ella no pudiera evitar mirarlo directamente a los ojos.

—No le estoy ofreciendo ninguna alternativa.

—¡Qué desilusión!

Ella tenía la certeza de que él había querido decir algo diferente de las palabras que salieron de su boca. Tal vez estaba coqueteando con ella, pero no estaba segura. No lo hacía de una manera directa, como los hombres del Oeste; tampoco de la manera formal que pensó que preferían los caballeros de Boston.

Notó un dolor en el pecho al sentirlo tan cerca. Incluso su respiración parecía temblar. Se dijo a sí misma que no debía ser tan estúpida: la estaba provocando. Todo lo que quería era confundirla.

Ahora le sonreía, pero había algo diferente en su mirada. No sabía qué era, pero le hacía sentirse incómoda y la intimidaba. La enfurecía que él intentara amedrentarla y aún más permitirle que lo hiciera.

—¿Siempre dice tantas tonterías?

—Si fuera usted un hombre, no pensaría que la castración es una tontería. ¿Sabe qué les hacen a los hombres que usan en los harenes de Turquía?

—No conozco las costumbres de los paganos —afirmó Fern— y tampoco quiero conocerlas. Si quiere ir al rancho Connor, sígame. Si prefiere quedarse aquí hablando de gente extravagante que vive en lugares de los que nunca he oído hablar, será mejor que regrese al pueblo.

Hundió los talones en las ijadas de la montura y salió dando saltos. Era un caballo veloz y de paso corto, más apto para el trabajo pesado que para hacer un largo viaje por la pradera, pero ella se sentía más a gusto con un corcel como aquél que con una bestia tan grande como Buster.

Le sorprendió descubrir que Madison la había alcanzado casi de inmediato.

—Deduzco por lo que dice que no le gustan los extranjeros.

Este comentario hizo a Fern consciente de su pobre educación. Había aprendido todo lo que había podido, pero estaba segura de que Madison sabía mucho más que ella sobre casi todo. Esto hizo que se sintiera aún más intimidada y furiosa.

—No me cabe ninguna duda de que usted sabe mucho más acerca de los extranjeros que yo, especialmente acerca de los más bárbaros, así que dejaré que decida si me gustarían o no.

—¿Cómo podría hacer tal cosa si no sé nada de usted? —respondió él—. Por lo poco que he podido percibir, es posible que quiera que castren a los hombres.

—¿Siempre habla de cosas tan espantosas? —preguntó ella, moviéndose nerviosa en la silla.

—No soy yo quien piensa usar un cuchillo con esos pobres toros —señaló él—. Además, fue muy cruel la manera de contar lo que pensaba hacer. Creía que incluso en Kansas las mujeres tenían esa generosidad, esa dulzura de carácter que…

—No es verdad que usted pensara tal cosa —lo contradijo Fern, dando vueltas en torno a él para gran confusión de su poni, que no sabía cómo interpretar aquellos continuos giros y paradas, sobre todo porque no había ninguna vaca cerca—. Sólo buscaba algo que decir para fastidiarme.

—Parece que lo he logrado.

—Así es —respondió ella mientras hacía girar al caballo en dirección al camino—. Si quiere que lo lleve al rancho Connor, deje de hablar y cabalgue.

Una vez más incitó al caballo a cabalgar a todo galope y una vez más Madison llegó a su lado en cuestión de segundos.

—No tiene que huir de mí —dijo.

Por un momento pensó que le estaba pidiendo disculpas. Pero eso era imposible. Los hombres como él nunca se disculpaban por nada.

—No estaba huyendo. Es que usted me ha hecho enfurecer.

—No volveré a hacerlo. ¿Así que ésta es la pradera de Kansas? —preguntó, mirando alrededor—. Pensaba que era tan plana como el pecho de las solteronas y tan seca como el carácter de una de ellas.

—Es usted realmente un hombre repugnante —dijo Fern—. ¿No respeta nada?

—La verdad.

Su respuesta estuvo a punto de tirarla al suelo. Hubiera esperado que mencionara el poder y el dinero, pues era lo que lo caracterizaba.

—Todo el mundo respeta la verdad —afirmó ella.

—Se equivoca usted. La mayoría de personas le tienen miedo. De hecho, cuentan con las mentiras, o al menos con las falsas apariencias, para que las protejan. La verdad nos destruiría a casi todos nosotros.

—Se puede esperar algo así de alguien como usted —le respondió Fern—. No sabe nada de la auténtica honestidad.

—¿Qué clase de persona soy? —preguntó él. Su mirada penetrante la desconcertó—. ¿Y por qué piensa que no sé nada acerca de la honestidad?

La respuesta que esbozaron sus labios se desvaneció. Ahora había algo diferente en él. Su expresión burlona había desaparecido; al igual que su sonrisa. Incluso los ojos parecían haber perdido su brillo sarcástico. La miraba con toda sencillez.

«Esto no era más que un ardid, una manera de desconcertar a sus adversarios, de obligarlos a decir o hacer algo sin pensar. Pues bien, no dejaré que me haga esto a mí. Nada me va a impedir que le diga exactamente lo que pienso de él».

—Creo que es usted un abogado muy hábil, que está acostumbrado a ganar todos los juicios para complacer a sus millonarios clientes.

—¿Y?

Fern tragó saliva.

—Y no creo que le importe mucho cómo los gana.

Ya estaba dicho, pero, aunque ahora él sabía que no podía intimidarla, ella no se sentía mejor.

—Al menos no siempre le tiene miedo a la verdad —afirmó él y se quedó rezagado para cabalgar detrás de ella.

¿Qué quiso decir con eso? Ella nunca había temido a la verdad. Por esta razón había empezado a actuar como un chico en primer lugar. No podía recordar cuándo se dio cuenta por primera vez de que su padre no quería una hija. Suponía que siempre lo había sabido.

Recordaba perfectamente, por el contrario, el momento en que decidió que no quería ser una chica. Fue el día de la fiesta del decimotercer cumpleaños de Betty Lewis. Fern, como ya era habitual en ella, se había presentado en pantalones. Todas las demás niñas llevaban vestidos. Betty era la más bonita de todas. Algunas de las chicas empezaron a cuchichear señalando a Fern. Todas se rieron cuando Betty abrió el regalo que ésta le dio. Incluso Betty. Fern le había regalado un par de guantes de montar para que se protegiera las suaves manos. Pero Betty no montaba: tenía miedo a los caballos.

Durante los años que siguieron el abismo que mediaba entre Fern y las demás chicas se fue haciendo cada vez más profundo, hasta que éstas dejaron de incluirla en sus actividades. Se había convertido en un paria para su propio sexo. Tenía que enfrentar la verdad: las mujeres no la aceptaban como parte de ellas.

Y desde entonces no había hecho más que enfrentar la verdad.

—Esta es —dijo Fern mientras se detenía frente a una casa abandonada, construida al pie de una colina y junto a un afluente del Smoky Hill—. Encontraron el cadáver de Troy dentro de la casa.

—¿Y dice usted que sucedió de noche? —preguntó Madison. Se bajó del caballo, dejando que las riendas de Buster se arrastraran por el suelo. Fern se preguntó si él sabría que acababa de dejar suelto al caballo o si era demasiado estúpido para pensar en eso.

Concluyó que Madison Randolph podía ser cualquier cosa menos estúpido. Tenía que averiguarlo, pero ¿cómo?

—Poco después de medianoche, según dijo Dave Bunch. Era una noche muy oscura, pero había suficiente luz para ver. Siempre hay luz en la pradera, aun cuando el cielo está muy nublado.

Madison entró en la casa sin decir palabra. A pesar de estar abandonada, se encontraba en muy buen estado. El techo y tres paredes habían sido construidos con bloques de hierba que habían cortado en la pradera. La cuarta pared había sido hecha con el material que habían sacado de la colina para ayudar a mantener la casa fresca en verano y caliente en invierno.

—¿Alguien tenía una linterna? —preguntó Madison, saliendo de la casa.

—¿Para qué querrían una linterna?

—Sin ella nadie podría ver de noche ni un elefante albino. Ya es bastante difícil ver en esta casa a plena luz del día.

No había pensado en eso. Nunca había estado en la casa de noche. Se bajó del caballo y entró en la cabaña de hierba. No pudo ver nada hasta que los ojos se adaptaron a la oscuridad. La única ventana que había estaba tan cubierta de polvo y telarañas que casi no dejaba entrar la luz.

—¿Qué estaba haciendo su primo en este lugar?

—No lo sé. Vivía aquí cuando trabajaba para nosotros, pero se mudó al pueblo después de dejarnos.

—¿Es posible que le dispararan en el pueblo y luego viniera a ocultarse aquí? —preguntó Madison.

—Sí, pero eso significaría que Hen lo siguió y le disparó de nuevo. Dave dijo que oyó la detonación pocos minutos después de ver a Hen.

—Él dijo que reconoció el caballo de Hen, pero no he oído a nadie decir que reconociera al jinete.

—Intente hacer que otra persona monte ese caballo loco. Si alguien fue capaz, tuvo que ser su hermano.

Podía ver a Madison tomando nota mentalmente para luego comprobar la información. Se llevaría una buena sorpresa. Aquel semental blanco era casi tan célebre como el mismo Hen. Además de ser una bestia de mal carácter, era imposible no ver las irregulares marcas negras que tenía en su grupa y en sus patas traseras.

—¿Le dijo su primo a alguien que vendría aquí?

—Nadie lo había visto en todo el día.

—¿Cuándo lo encontró el alguacil?

—Aproximadamente una hora después de que Dave llegara.

—¿Alguien observó si el cadáver estaba rígido?

—No lo sé… Bueno, ahora que recuerdo, sí, dijeron que estaba rígido. Lo atribuyeron al hecho de que era de noche y hacía mucho frío.

—¿Había marcas en el suelo, huellas o alguna señal de que arrastraran algo?

—¿Por qué alguien habría de buscar ese tipo de cosas? Troy estaba muerto y todo el mundo sabía quién lo había matado.

—¿Alguien vio a Hen disparar el arma?

—No, pero…

—Entonces nadie podía saber nada y su alguacil descuidó la investigación. Incluso usted habría podido hacerlo mejor.

—Supongo que no debo tomar esas palabras como un cumplido.

En lugar de prestar atención a lo que Fern decía, él escudriñó el suelo, subió a la colina y examinó la pradera que rodeaba la casa.

No sabía qué esperaba lograr Madison insultando a toda la gente de Abilene, pero al alguacil Hickok, a pesar de ser tan perezoso como un gato, no le agradaría mucho que un forastero criticara sus acciones. Aunque no creía que a este hombre le importase lo que pensara el alguacil. Nunca en su vida había visto a alguien tan pretencioso.

No obstante, era admirable su tenacidad. No sabía si Madison realmente creía que su hermano era inocente —no entendía cómo podría creerlo con tantas pruebas en su contra—, pero no cabía duda de que estaba decidido a no dejar piedra sin mover para probar su inocencia.

Y deseó que alguien sintiera algo así de fuerte por ella.

De inmediato se reprendió a sí misma por dudar del afecto de su padre, pero siguió vivo ese deseo. En ocasiones se preguntaba si ella suponía algo más que un par de manos fuertes que ayudaban en las labores de la granja. Su padre nunca le preguntaba cómo le iba, nunca le expresaba su cariño cuando ella no se encontraba bien, nunca se ofrecía a ayudarla cuando estaba sin hacer nada y ella todavía tenía trabajo que hacer.

Era curioso que estuviera tan segura de que Madison sí lo haría. Era de una eficiencia a toda prueba y era casi imposible pensar que tuviera tiempo para algo distinto de su trabajo. Sin embargo, había dejado sus ocupaciones para ir a Kansas a defender a su hermano. Sería agradable que alguien hiciera algo parecido por ella aunque fuera una sola vez.

Madison salió de la cabaña.

—¿Ya podemos marcharnos? —preguntó Fern.

—Aún no he acabado, pero usted puede irse si quiere. Seguro que puedo encontrar el camino de vuelta.

—Esperaré.

Tenía que saber qué hacía. No entendía por qué la afectaba tanto. Sería mucho más fácil olvidarse de él o incluso odiarlo.

Pero lo más desconcertante de todo era que quería que se fijara en ella. No como los demás hombres lo hacían. No tenía ningún interés en enseñarle lo bien que podía enlazar o montar, o realizar cualquiera de las muchas técnicas que tanto trabajo le había costado dominar. Entonces, ¿cómo quería que la mirara? Se sorprendió a sí misma tirando de la camisa porque no le gustaba cómo le quedaba. Incluso los pantalones le desagradaban. Se compraría otros: aquéllos estaban viejos y gastados.

Se preguntó qué pensaría él de su apariencia, y entonces bajó aún más el ala del sombrero. En realidad, no se había mirado en un espejo desde hacía meses, quizá años, pero sabía que el sol y el viento le habían oscurecido la piel de una manera muy poco favorecedora. Era muy probable que no pensara en ella como mujer.

Empezó a impacientarse. Estaba cansada de esperar y de no hacer nada. No estaba habituada a ello. Tampoco a que la ignoraran. No estaba acostumbrada a estar tan inquieta ni a sentirse inferior. Y menos aún a preocuparse por lo que los demás pensaban de ella o por su apariencia.

—Tengo que irme —dijo ella—. Está usted perdiendo el tiempo.

Él se volvió y fue fijando gradualmente la vista en ella.

—¿Le desagrada la verdad por principio o simplemente porque no se adecua a sus prejuicios?

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó, indignada por semejante acusación.

—Lo único que le importa es que manden a mi hermano a la horca. No le interesa saber qué sucedió realmente esa noche, por qué Troy vino aquí, o si es posible que haya otra explicación de los hechos.

—Sí me interesa —refutó ella, sabiendo que sus protestas eran inútiles. Él solo creería lo que quería creer—. En todo caso, ¿por qué esta tan seguro de que su hermano no mató a Troy? No puede afirmar que nunca haya matado a nadie.

—Hen no se habría peleado con su primo si hubiera tenido la intención de pegarle un tiro.

—Pero amenazó con matarlo.

—Ya lo sé, pero cualquiera puede decirle que Hen sólo ha disparado a hombres que han intentado robar nuestras vacas o herir a algún miembro de nuestra familia.

Fern abrió la boca para contradecirlo, pero luego se dio cuenta de que los únicos casos de los que había oído hablar eran exactamente los que él había mencionado.

—No tiene pruebas —afirmó.

Madison le respondió sin vacilar.

—Sé que Hen no mató a su primo, así que la pregunta que me he hecho es: ¿quién querría matar a Troy y hacer que ahorcaran a Hen por este asesinato? No hubiera sido difícil planearlo. George dice que todo el mundo sabía que Dave Bunch pasaba por aquí de camino a casa. Alguien quería que oyera el disparo y viera un caballo parecido al de Hen.

—Está inventando toda esta historia —dijo Fern mientras sentía que la inquietud se apoderaba de ella. Le enfurecía pensar que Hen podía librase del castigo que se merecía por aquel asesinato a sangre fría.

—Nadie hubiera podido ver nada dentro de la cabaña, no como para pegar un tiro en el corazón en el primer intento. Se podría fácilmente descargar dos pistolas ahí dentro intentando dar a alguien. Por otra parte, el cadáver estaba ya rígido. Dave Bunch dice que fue directo al pueblo a buscar al alguacil Hickok tan pronto como se dio cuenta de que Troy estaba muerto. Eso significaría que habrían regresado más o menos en una hora. Si Troy hubiera muerto a causa del disparo que Dave oyó, el cadáver aun habría estado caliente cuando ellos llegaron. Eso quiere decir que mataron a Troy antes, probablemente en otro sitio, y luego lo trajeron aquí. Lo que Dave oyó fue un disparo al aire.

—Eso es absurdo —refutó Fern—. Ha distorsionado todo para hacer ver las cosas a su manera.

—No, simplemente estoy estudiando los hechos. Usted y todos los demás supusieron que mi hermano mató a su primo y lo metieron en la cárcel. Si alguien se hubiera tomado la molestia de mirar antes de que medio pueblo llegara y dejara las huellas de docenas de cascos y pisadas, le apuesto a que habrían encontrado los rastros de un cuarto animal, del caballo que montaba el asesino.

—Nadie va a creer una palabra de lo que está diciendo —dijo Fern, segura de que los hombres que conocía creerían a Dave Bunch más que a Madison Randolph—. Sabrán que está mintiendo.

Pero Madison siguió exponiendo su teoría.

—Alguien ya estaba buscando la manera de matar a Troy cuando Hen y él se pelearon, así que simplemente aprovechó la oportunidad. ¿Con quién más había estado peleando Troy? ¿Quién discutió con él? ¿Quién desconfiaba de él?

Su padre.

Troy y él habían tenido docenas de discusiones, y muchas de ellas en presencia de medio pueblo. Y lo que era aún peor: su padre había despedido a Troy aproximadamente un mes antes de que el ganado de los Randolph llegara a Abilene. Troy se había ido a trabajar con Sam Belton vendiendo tierras de labranza a los colonos, pero había dejado saber a todo el mundo que tenía que ajustar cuentas con su tío. Si la gente llegaba a escuchar lo que Madison decía, todos empezarían a sospechar de su padre. Y él no tenía a nadie que probara dónde había estado toda aquella noche y parte del día siguiente.

—Está tratando de crear una cortina de humo —dijo Fern—. Quiere confundir a la gente para que no sepa qué creer.

—¿A quién está intentando proteger? —le preguntó Madison.

Fern trató de parecer tranquila, pero no pudo. Su padre era todo lo que tenía en el mundo. Sabía que él no había matado a Troy, pero si Madison empezaba a exponer sus teorías a la gente, todos recordarían que él no había mostrado mucho interés en tratar de encontrar al asesino de Troy. Tenía que entretener a Madison hasta que pudiera prevenir a su padre.

—No estoy tratando de proteger a nadie —insistió Fern—. Y tenga la seguridad de que no temo a nada de lo que usted dice.

—Puedo verlo en sus ojos —replicó Madison—. Tiene tanto miedo que le castañetean los dientes.

—No tengo miedo —afirmó ella—. Nunca lo he tenido.

—Entonces, ¿por qué teme aceptar que es usted una mujer?

Fern lo miró atónita. Ni siquiera se movió cuando Madison se acercó a ella y se paró a tan sólo unos cuantos centímetros de distancia.

—Tiene un cuerpo que debe de hacer suspirar a los hombres. Nos provoca paseándose en pantalones, pero su ropa también nos obliga a guardar las distancias.

Fern dio un paso atrás y Madison, uno adelante.

—¿No se da cuenta de que vuelve locos a los hombres o se viste así porque le gusta vernos con la lengua fuera?

La boca de Fern se abrió, pero no consiguió emitir sonido alguno.

—No sé qué clase de mujer sería usted, pero lo cierto es que es un hombre lamentable.

El ataque fue tan repentino y las palabras tan inesperadas que Fern no estaba preparada para su impacto. Atravesaron la coraza de los años, penetraron el duro barniz que ella enseñaba al mundo y rompieron el oscuro velo que había corrido sobre un secreto tan doloroso que lo había querido mantener oculto incluso de sí misma. Y ahora lo sentía ahí, esperando; escondido aún, pero aterrador.

—Sabe que es más peligrosa en pantalones que con vestido —le dijo, acosándola mientras ella retrocedía—. Así puede ir a lugares que están vedados para las demás mujeres, causar estragos con los que otras mujeres ni siquiera se atreverían a soñar.

—Yo no…, nunca…

—Pero hay un problema —siguió Madison.

Estaba tan cerca que podía sentir su respiración sobre la piel. Se mantuvo firme, decidida a no salir corriendo. No quería admitir que él la asustaba. Madison se había acercado tanto a ella que estaba a punto de tocarla. Las piernas le empezaban a flaquear.

—Puedo apostar que ningún hombre la ha estrechado entre los brazos para besarla.

—No quiero que nadie me bese —protestó Fern—. No dejaría que…

—A pesar de lo atractiva y seductora que es, las demás mujeres le llevan una gran ventaja: ellas han sentido el abrazo de un hombre.

Madison la rodeó con los brazos. Luchó contra aquel cerco que se cerraba alrededor de su cuerpo, pero no pudo hacer nada para impedirlo.

—Han sentido el cuerpo de un hombre apretándose contra el suyo, unas manos recorriendo su piel.

Él cerco se siguió cerrando alrededor de ella hasta estrecharla contra él. El impacto de un contacto tan íntimo resucitó los recuerdos enterrados en lo más profundo de su ser, negras y aterradoras reminiscencias que desdibujaron el rostro de Madison.

—Han sentido los labios de un hombre besándolas.

Madison enlazó los labios de Fern con los suyos y le dio un dulce y largo beso. Una pequeña parte de su ser era consciente de la ternura de aquel hombre, de la respuesta de su propio cuerpo, pero el terror de su mente bloqueó todo lo demás.

Luchando con todas sus fuerzas, Fern se liberó del abrazo de Madison. Con un sollozo apagado se subió al caballo y se marchó al galope con los ojos tan llenos de lágrimas que no podía ver adonde se dirigía.

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