Fern

Fern


Capítulo 5

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—¡Deténgase! —gritó Madison.

Al tiempo que la llamaba, corría hacia su caballo. Sabía que no regresaría. En aquel momento él era la última persona en el mundo que ella quería ver.

Maldijo aquel carácter tan variable que tenía. Le había molestado tanto que se negara a ver los hechos del asesinato de Troy que se había dejado llevar por la irritación que sentía; quiso asustarla, pero nunca herirla. No obstante, de alguna manera sus palabras habían atravesado las defensas de Fern, encontrando un dolor insospechado, una herida profunda. Con el fin de ocultar esta herida del mundo, quizá incluso de sí misma, prácticamente se había negado a ser una mujer.

Probablemente ya no podía recordar cuándo fue la última vez que lloró. Estaba seguro de que ella nunca había huido de nadie. Sabía también que nunca lo perdonaría por ser quien la había obligado a hacerlo en aquel momento.

Suponía que estaría furiosa con él. Su cara de horror y miedo antes de montar en el caballo de un salto lo había dejado anonadado. Nunca habría imaginado que se pondría a llorar.

De verdad pensaba que sería mejor mujer que hombre. De verdad pensaba que le gustaría que le dieran un beso una vez que hubiera bajado sus defensas y que los jóvenes de Abilene debían de haber suspirado por ella durante años sin tener el valor de decírselo, pero no tenía derecho a imponerle nada. Y mucho menos a herir sus sentimientos.

No había tenido la intención de hacerlo. Empezaba a admirar su valentía, su disposición para aceptar las consecuencias de sus actos e incluso, de alguna extraña manera, su rebelión contra la sociedad.

Pero el hecho de haberla estrechado entre los brazos no tenía nada que ver con la admiración cada vez mayor que sentía por ella. Tenía más que ver con sus piernas largas y bien formadas, con su torneado trasero y con el tentador montículo de sus pechos. La atracción que sentía por ella era tan fuerte que desafiaba todas sus creencias sobre sí mismo.

Lo más desconcertante era que ella parecía ser como un pararrayos que atraía alguna ambigüedad oculta en lo más profundo de su ser.

Debería dejarla en paz. Le había hecho daño y ella querría reponerse en privado. Le pediría disculpas cuando ambos estuvieran más tranquilos.

Sin embargo, en ningún momento aminoró la marcha. Tardó un poco en subir al caballo —nunca había aprendido a montar de un salto, como ella lo había hecho—, pero Buster ganó velocidad a los pocos segundos. La situación era algo parecida a una caza con jauría —Fern era el aterrorizado zorro—, sólo que el terreno era llano y de color amarillo —no había árboles ni cerca alguna—, y era mucho más importante alcanzarla que atrapar a ningún zorro.

Pero no sería fácil. El poni corría como una liebre y Fern cabalgaba con la instintiva habilidad de una persona que ha estado montada en un caballo prácticamente desde el momento en que pudo pedir que le dieran un poni. Pero Buster era fuerte, de paso largo y muy resistente. Su poni no tardaría en cansarse y entonces él la adelantaría.

El sabor del beso, mezclado con el del café, persistía en sus labios. Así como perduraba en su olfato el recuerdo del leve olor a jamón frito y jabón que impregnaba su camisa, ya desgastada de tanto lavarla. Aún podía sentir la firme suavidad de aquel cuerpo contra el suyo.

Cada parte de su ser había absorbido algo de ella y había quedado sobrecogido y confundido.

Fern miró hacia atrás. Cuando lo vio persiguiéndola de cerca, fustigó al poni para que se apartara del camino y se internara en pleno campo.

Allí la pradera se volvía peligrosa. Pliegues y declives aparecían de improviso. Estaba conduciendo a Madison por un terreno cruzado por riachuelos, tallado y cincelado a medida que el agua de innumerables tormentas surcaba la tierra, abriendo caminos y desgastando las piedras blandas. Subían pendientes, bajaban colinas, tomaban recodos o cruzaban fangosos lechos de riachuelos mientras Madison recurría a todas sus fuerzas para lograr que el caballo corriera a máxima velocidad y apelaba a toda su habilidad para cabalgar tan rápido como Fern.

Pero, a medida que Buster acortaba la distancia entre ellos, Fern empezó a correr riesgos asombrosos. Hacía que su poni se empinara y giraba a todo galope antes de que Madison pudiera reducir la velocidad de su caballo lo suficiente como para también poder girar y seguirla; o saltaba un peligroso barranco o subía una engañosa pendiente. En los años que estuvo en Tejas Madison nunca había cabalgado de aquella manera, ni siquiera cuando había tenido que huir de los bandidos para salvar su vida. Admiraba enormemente la destreza de Fern para manejar su caballo y se lo diría si sobrevivía a aquella desenfrenada persecución.

No tardó en darse cuenta de que Fern no estaba regresando a la granja. Lo estaba llevando a una región agreste al oriente de Abilene. Tendría que conseguir seguirle el ritmo. Aunque no era el momento de pensar en esas cosas, sabía que su orgullo se sentiría herido si se veía en la obligación de aceptar que una mujer que montaba más rápido que él lo había dejado atrás y había tenido que encontrar solo el camino de vuelta al pueblo.

Cuando ya empezaba a pensar que la persecución continuaría eternamente, Fern se giró para mirar por encima del hombro. En ese mismo momento su poni tropezó al subir una pequeña cuesta. Fern salió disparada de la silla y cayó en las piedras que se encontraban al borde de un riachuelo. Rodó cerca de cinco metros antes de detenerse.

Madison se tiró del caballo antes de que se detuviera. Saltó al lecho del riachuelo, se resbaló con las rocas sueltas y después corrió hacia Fern. Deslizó la mano bajo el cuello de su camisa hasta sentir unas fuertes pulsaciones, aunque demasiado rápidas. Estaba viva, pero la caída la había dejado inconsciente.

Ahora yacía indefensa, y probablemente herida, a muchos kilómetros de distancia de su casa. Y todo por culpa de su carácter. Deseaba no haberla detenido en la calle la noche anterior, no haberla obligado a llevarlo al rancho Connor, haberse reservado sus opiniones…

Se quedó mirando fijamente aquel cuerpo tendido en el suelo y se sintió muy abatido. A pesar de sus bravuconadas, era una joven solitaria que había sido herida en el pasado, que tenía mucho miedo de ello y que era conmovedoramente encantadora en su vulnerabilidad.

Tenía que buscar ayuda. Quizá no debiera moverla, pero no podía dejarla allí tirada. Examinó cuidadosamente sus brazos. No parecían rotos. Era extraño tener que examinar los miembros de una mujer. Al estar inconsciente, era casi como si estuviera aprovechándose de ella. Por primera vez desde que la conoció dio gracias por su atuendo masculino. Incluso en aquella pradera desierta, a muchos kilómetros de distancia de ser humano alguno, hubiera puesto reparos a levantar las faldas de una mujer, aunque fuera para cerciorarse de que no se había fracturado ningún hueso.

Tampoco se había roto las piernas, pero ¿en qué condiciones estarían las clavículas y las costillas? Madison vaciló. No estaba preparado para examinar a una mujer. Sin embargo, no podía moverla sin haberla reconocido al menos parcialmente. Al desabotonarle la camisa, le sorprendió descubrir que llevaba una camiseta con ribetes de encaje. Era tan delicada, tan femenina, que desentonaba con el chaleco de piel de borrego. No cabía duda de que Fern no estaba contenta con el papel que había asumido. Tuvo que sufrir una experiencia espantosa para verse obligada a ocultarse tras una representación tan ajena a su naturaleza.

Deslizó la mano bajo la camisa hasta tocar las costillas inferiores. No podía asegurarlo, pero no parecía que hubiera ninguna rota. Subió lentamente las manos hasta llegar a los senos. No pudo concentrarse en los huesos: la suave elasticidad de los pechos era mucho más persuasiva.

El chaleco de piel de borrego era un disfraz mejor de lo que había imaginado. ¿Quién habría adivinado que esos pechos eran tan voluptuosos y firmes? Sintió un ardor inundando a raudales su cuerpo con la fuerza del agua que sale por la compuerta de una esclusa. Ni siquiera los momentos de mayor intimidad con Lillian Claiborne habían logrado que su cuerpo reaccionara tan rápido. Y ninguna mujer en el mundo era más femenina y seductora que Lillian.

Madison se maldijo por no poder dominarse. Debería estar pensando en llevarla a un médico, no en sus pechos, ni en su piel, ni en la delicada curva de sus labios. Apartó la mano de su cuerpo y volvió a abotonar la camisa con desgana.

Le preocupaba que Fern no hubiera recobrado el conocimiento. También le preocupaba el moretón que le había aparecido en la frente. No lo había visto antes, pero se había oscurecido rápidamente. No sabía si tenía otros moretones en el cuerpo y tampoco podía ponerse a buscarlos. No en aquel lugar. Tenía que llevarla junto a su padre.

Se arrodilló y deslizó una mano bajo la espalda y la otra bajo las piernas. No pesaba tanto como creía, pero cargar con ella por aquel lecho rocoso y subirla hasta la pradera resultó ser tarea difícil. Afortunadamente encontró un paso de ganado.

Madison descartó la idea de montarla en su poni. Era un buen jinete, pero no podía sostenerla y controlar los dos caballos al mismo tiempo. Haciendo uso de todas sus fuerzas, la subió a su caballo y se montó detrás de ella. Tuvo que respirar profundamente tras el esfuerzo que acababa de hacer. Después la rodeó con los brazos, la apoyó contra su pecho, cogió las riendas e instó a Buster a avanzar con un apretón de rodillas.

El caballo de Fern los siguió instintivamente.

Madison no se atrevía a cabalgar muy rápido. No tenía ni idea de qué efecto podrían tener las sacudidas del trote en una conmoción cerebral o en unas costillas rotas. También le preocupaba que ella tuviera alguna herida interna. El tiempo pasaba lentamente y él se preguntaba por qué nunca se habría tomado la molestia de aprender un poco más acerca del cuerpo humano.

«Si se va a convertir en una costumbre provocar que a la gente le entre un ataque de pánico, debes estar preparado para afrontar las consecuencias».

Pero no lo había hecho a propósito. Estaba tan preocupado por Hen, tenía tantos deseos de encontrar otra explicación para lo que había sucedido la noche que asesinaron a Troy Sproull que no se había detenido a pensar que sus palabras podían afectar a Fern.

Sin embargo, en aquel momento, mientras ella se encontraba apoyada contra su pecho, respirando con regularidad y con el pulso firme, se preguntaba qué pudo haber llevado a aquella mujer tan resuelta a ocultar su feminidad tras esas ropas tan masculinas. Se preguntaba si ella cubriría su cuerpo porque se avergonzaba de sí misma o porque no quería despertar el interés de los hombres. Fuera como fuera, aquello no tenía sentido.

Si lo había hecho para no atraer la atención, se había equivocado de táctica. No podía imaginar una manera más clara de llamar la atención de unos vaqueros que morían por la falta de compañía femenina que llevar pantalones.

Cuanto más tiempo cabalgaba con ella entre los brazos, más consciente se hacía del cuerpo de Fern, así que llegó un momento en que no pudo pensar en nada más. A pesar de lo preocupado que estaba, su cuerpo respondió a la cercanía, a la sensación de calor que emanaba de aquella chica apretada contra él.

Nunca antes había sido tan plenamente consciente de una mujer. Sólo las delgadas telas de las ropas impedían que la carne de uno y otro se tocaran. Aunque había momentos en que Madison sentía que ni siquiera esto sería un obstáculo. El calor generado por los dos cuerpos podría quemar aquella barrera en cualquier momento. Cabalgaba con un brazo alrededor de su cintura para sostenerla en la silla. Cada vez que ella se inclinaba hacia delante, los pechos se apretaban contra su brazo. A pesar de que intentaba pensar exclusivamente en las posibles heridas de Fern, toda su conciencia se concentraba en la sensación de sus senos.

Y oleadas de pura lujuria le hacían temblar entero.

No podía olvidar la forma tan bella de sus pantorrillas ni la suave curva de sus muslos. Nunca había estado tan cerca del cuerpo de una mujer a la que no podía ver ni tocar enteramente, y esto ponía a prueba su dominio de sí mismo. No hacía sino imaginar cómo sería sin ropa. El solo hecho de pensar en esto hacía que se le tensara tanto el cuerpo que sentía un intenso dolor.

Hacía tan sólo una hora que había pensado en ella como una mera curiosidad, alguien con quien podría matar el tiempo. Y ahora ella hacía que se retorciera atrapado en el arpón de su propio deseo.

Le molestaba que su cuerpo pudiera hacerse con el control de su cerebro con tanta facilidad al mismo tiempo que le horrorizaba haber deseado a veces no tener dominio de sí mismo. Había observado lo suficiente el lado animal de la naturaleza del hombre como para saber que con frecuencia lo llevaba a hacer cosas que tenían un efecto desastroso en su vida y en su carrera. Para él era una cuestión de principios no permitir nunca que esto sucediera.

Sintió un alivio casi físico cuando divisó el cortijo de los Sproull.

—¡Hola! —gritó—. ¿Hay alguien?

No hubo respuesta. Se acercó a la casa y escudriñó el interior desde una ventana. No había nadie allí dentro. Se dirigió al establo, pero tampoco obtuvo respuesta.

Su padre no estaba en casa.

No podía tirarla en la cama y luego marcharse. Aunque su padre no tardara en regresar, Madison no sabía si ella permitiría que él se ocupara de ella. Tenía que llevarla a Abilene.

Volvió a sentir aquel ardor bullendo en sus miembros una vez más y profirió una maldición. No sabía qué había en aquella mujer que le afectaba tanto, así que lo mejor sería interponer distancia entre ellos.

* * *

Cuando Madison estaba a punto de llegar a las afueras de Abilene, Fern empezó a gemir y se despertó. Cuando se giró para mirarlo, pudo ver el dolor en aquellos ojos.

—No se mueva —advirtió cuando ella intentó liberarse de sus brazos—. Está herida.

—¿Qué me ha pasado? —preguntó ella, luchando aún por escapar de su abrazo.

—Se ha caído del caballo.

Dejó de forcejear y lo miró incrédula.

Nunca me caigo del caballo —afirmó, haciendo un gesto de dolor—. Usted ha debido de hacerme algo.

Sintió crecer la rabia dentro, pero la contuvo para no añadir más despropósitos. La rabia era producto de la culpa que sentía. Sólo podía expiarla aceptando su responsabilidad por lo sucedido.

—He dicho algo que no debía haber dicho y usted se ha ofuscado tanto que no ha podido ver adonde se dirigía. Su caballo ha tropezado y la ha lanzado al riachuelo. No me sorprendería que tuviera una conmoción cerebral, además de unas cuantas costillas rotas.

—¿Cómo lo sabe? —le preguntó, abriendo los ojos atemorizada.

—La he examinado.

—¿Se ha atrevido a tocarme? —preguntó. La rabia y el miedo se confundían en su voz.

Madison no sabía por qué se enfadaba tanto por su reacción. No podía esperar que a ella le gustase que un desconocido la tocara.

Pero le dio mucha rabia, pues le hizo sentirse culpable. Y después de tanto luchar por controlar su deseo físico sentía que merecía que se le reconociera algún mérito. Si ella adivinara lo que a él le hubiese gustado hacer, probablemente no esperaría a que lo mandaran a la horca. Le pegaría un tiro ella misma.

—La toqué lo menos posible.

—¡Cómo se atrevió siquiera a tocarme!

—¿Qué quería que hiciera? ¿Que le pidiera el favor a una tortuga? Perdóneme por no seguir las formalidades establecidas para una mujer que se viste y actúa como hombre, y que, además, espera que la traten como tal. Algún día tendrá que enseñármelas.

—No quiero volver a verlo en toda mi vida —estalló Fern. Le dio un empujón en el pecho y luego gimió de dolor.

—Debe de tener algunas costillas rotas —dijo Madison. La compasión y la ansiedad luchaban con la rabia y la culpa—. Quédese quieta hasta que podamos ver a un médico.

—Lléveme a casa —gritó ella.

—Ya lo he hecho, pero su padre no estaba allí.

—Dé la vuelta en este mismo instante.

—¿Cuándo se supone que regresará su padre?

—No lo sé. A lo mejor esta noche. Ha ido a comerciar con los ganaderos.

—¿Quién se ocupará de usted?

—Puedo cuidarme sola.

—No. Necesita que un médico le examine el pecho para ver si realmente se ha hecho daño.

—¡Ningún hombre me va a mirar el pecho! —exclamó Fern—. Déjeme bajar ahora mismo.

Pero cuando intentó soltarse, el rostro se le arrugó de dolor.

—No podría ir muy lejos. Se desmayaría en medio de la calle.

—Eso no es asunto suyo.

—Estoy de acuerdo con usted, pero en este caso no tardaría en correr el rumor por todo el pueblo de que he sido el responsable de que usted se cayera. Luego la gente empezaría a decir que la he llevado a casa para dejarla morir allí. Antes del amanecer todos los hombres del condado de Dickinson me estarían buscando para matarme.

—Llegarían demasiado tarde. Yo seré quien acabe con usted primero.

Madison los sorprendió a ambos con su risa.

—¿Por qué no se relaja y deja que la lleve a un médico? ¿A cuál va usted normalmente?

—No he visto a un doctor desde que nací y no pienso hacerlo ahora.

Esto se ajustaba a lo que esperaba de ella. Era la clase de persona que se negaba a aceptar que necesitaba cualquier tipo de ayuda.

—Elija uno.

—Si no me deja bajar, gritaré.

—A pesar de querer que la traten como a un hombre, no tiene usted ningún inconveniente en recurrir a los trucos de una mujer —afirmó Madison.

—Recurriré a cualquier truco para alejarme de usted —respondió ella—. Ahora suélteme.

Por un instante, Madison estuvo tentado de hacerle caso. No era su responsabilidad. Pero el dolor que veía en aquellos ojos no se lo permitió.

—Haremos un trato: dejaremos que mi cuñada la examine. Si ella dice que usted se encuentra bien, la llevaré a su casa. Si dice lo contrario, irá a ver a un médico.

Esperaba que ella siguiera discutiendo, así que su silencio lo convenció de que sentía mucho dolor.

—Al menos permítame ir en mi caballo. Dejaré que ella me examine, pero no quiero que todo el pueblo me vea en los brazos de un hombre, y menos en los suyos. Preferiría romperme todas las costillas.

Madison sintió el deseo de cortarle el cuello, pero decidió que podría ser muy duro para George que ahorcaran a sus dos hermanos al mismo tiempo.

—¿Puede agarrarse a la silla? —le preguntó.

—Por supuesto. ¿Por qué clase de mujercita me toma?

—¿Por qué no se limita a responder a mi pregunta?

—Sí puedo.

Madison se bajó del caballo. Sin su apoyo, Fern oscilaba, pero logró mantenerse erguida.

—Será más fácil si usted monta a Buster. Yo llevaré los caballos.

No le gustó este arreglo, pero empezaba a darse cuenta de que sin su ayuda el dolor era mucho peor. La creciente molestia le hizo perder el temple.

—No me lleve por el centro del pueblo —logró decir entre dientes a pesar de que le crujían de dolor—. No quiero que me exhiba como si fuera un fenómeno de circo.

—¿Cómo podría llegar a ningún lado sin pasar por las calles? No soy mago ni tengo una alfombra mágica para transportarla. Además, no creo que ni Buster ni su poni se subieran en ella aunque la tuviera.

—Para ser un hombre adulto, dice usted más tonterías que cualquier persona que haya conocido.

—Estoy seguro de que mis profesores de Harvard se arrepienten de haber permitido que me graduara con buenas notas.

—No quiero decir que sea estúpido —repuso Fern—, sólo que dice demasiadas sandeces. Pero sé que lo hace para enfadarme —hizo una pausa—. Supongo que no puedo culparlo por ello. No he hecho más que insultarlo desde que lo vi por primera vez.

Madison se giró para mirarla sorprendido.

—Aunque sea usted el pellejo de vaca más lamentable, aborrecible y podrido con el que jamás haya tenido la desventura de toparme, tal vez no debería decírselo.

Madison tragó saliva.

—Como soy un espécimen humano tan sumamente abominable, seguramente no sería muy sensato por mi parte esperar su aprobación.

—Usted siempre…

No pudo terminar la frase. Dos perros cruzaron la calle corriendo prácticamente bajo las patas de Buster, lo que obligó al caballo a detenerse de improviso y arrojar a Fern de manera violenta contra la silla y contra su pescuezo. Ella soltó la montura, se resbaló del lomo del caballo y cayó en brazos de Madison. El grito de dolor que dio al tiempo que se desmayaba hizo que toda la rabia y los pensamientos poco compasivos de Madison desaparecieran de su mente.

Decidió ignorar las miradas de los transeúntes y correr hasta llegar a la casa en la que vivía George. Una cerca rodeaba el jardín y dos niños jugaban en el porche.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Madison a uno de ellos.

—Ed Abbott —respondió el mayor, muerto del susto.

—Abre esta verja, Ed. Luego corre a buscar a tu madre. Esta dama está herida.

—Mamá no está en casa —respondió el chico—. Me pidió que no me moviera del porche y que no hablara con desconocidos.

—Entonces ve a buscar a la señora Randolph —pidió Madison.

—Está echándose una siesta.

—Despiértala.

—Mamá me dijo que no lo hiciera —respondió el chico.

Madison reprimió el deseo de estrangular al niño.

—Abre la verja —gritó.

—No.

Madison se preguntó si todo el estado de Kansas se habría confabulado contra él. Había navegado por las traicioneras aguas de la sociedad de Nueva Inglaterra con mucha más facilidad de lo que habían supuesto las veinticuatro horas que llevaba en Abilene. Se inclinó para alcanzar el pestillo.

Una vez que abrió la verja lo suficiente para meter el dedo gordo del pie, le dio una patada.

—¡Señora Randolph! ¡Señora Randolph! —gritó Ed.

El niño menor se quedó mirando la escena con un carro de madera en las manos. Rose salió en el momento en que Madison subía las escaleras del porche.

—¿Qué sucede? —preguntó ella—. ¿Por qué está gritando Ed?

—Fern Sproull se ha hecho daño al caer del caballo —le explicó Madison, ignorando a Ed—. Está muy dolorida.

—Tienes que llevarla a un médico.

—Eso quería hacer, pero se niega a ir. No puedo dejarla en su casa porque su padre no está allí.

Rose miró a Fern detenidamente.

—No me gusta el aspecto de ese moretón. Llévala adentro.

—Temo que también se haya roto unas costillas.

Rose los condujo a una pequeña habitación prácticamente vacía de muebles.

—¿Ha estado inconsciente desde que se cayó?

Madison sonrió.

—Ha recuperado la conciencia el tiempo suficiente para decirme unas cuantas lindezas hace apenas unos minutos. Unos perros han asustado al caballo y se ha desmayado al caer.

Rose lo miró inquieta.

—He logrado atraparla —añadió Madison.

—Si tiene algún hueso roto, hay que llamar a un doctor aunque ella no quiera —aseguró Rose mientras miraba fijamente a Madison—. Bueno, ¿a qué estás esperando? Vas a tener que desvestirla. Yo no puedo hacerlo en el estado en que me encuentro.

Madison sintió como un fogonazo en el cuerpo. No podría desvestirla delante de Rose. No sabía qué habría hecho George en esas circunstancias, pero él estaba seguro de que le daría mucha vergüenza dejar al descubierto la prueba contundente de su deseo.

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