Fern

Fern


Capítulo 6

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—Me matará si se entera.

—Entonces no se lo diré.

Se enteraría. Las mujeres siempre se enteraban de aquellas cosas que no debían saber. Al menos podía quitarle las botas. Eso no debería dar lugar a ningún deseo futuro de acribillarlo a balazos. Pero, después de quitarle las botas y ponerlas en un rincón, Fern aún seguía vestida.

—¡Vamos! —dijo Rose con impaciencia—. Yo te ayudaría, pero corro el riesgo de caerme si me inclino.

Si Rose se caía, George lo mataría. De cualquier manera, parecía que no le quedaba mucho tiempo de vida.

Pero no había nadie más que pudiera ayudar.

Desde el instante en que Madison se inclinó con la mano extendida para desabotonar la camisa de Fern, sintió que su cuerpo empezaba a ponerse rígido.

«Es absurdo excitarse tanto con sólo pensar en tocarla. Simplemente le vas a quitar la camisa. No vas a acariciarle los senos».

Logró contener un fuerte deseo de salir corriendo y comprar un billete en el próximo tren que saliera de Abilene, y así consiguió desabotonar rápidamente la camisa de Fern. Se inclinó sobre ella apartando la mirada de los montículos gemelos de sus pechos, deslizó la mano bajo la espalda y la levantó lo suficiente para sacar los brazos de las mangas. Pero no podía quitarle la camisa.

—Tiene las manos atrapadas en las mangas —le dijo Rose—. Sostenla mientras yo le desabotono los puños.

Madison perdió toda capacidad de concentración. ¡Tenía la cara prácticamente enterrada entre los senos de Fern! No pudo hacer otra cosa que dejar que cayera sobre la cama.

—La levantaré cuando le hayas desabotonado los puños —dijo, respirando profundamente para despejar su mente.

—Actúas como si nunca hubieras tocado a una mujer —señaló Rose, esbozando una sonrisa.

Madison no respondió. Si lograba no decir nada, era menos probable que se incriminara a sí mismo. Pero su cuerpo podía delatarlo. Luchó por reprimir el deseo que se apoderaba de él mientras Rose estaba de espaldas.

Tan pronto como la señora Randolph desabotonó la segunda manga, la camisa de Fern salió sin ningún problema. Pero Madison todavía no había terminado: aún tenía que quitarle los pantalones. Suspiró ante la visión.

A Rose le hacía mucha gracia verlo en semejante aprieto.

Mientras le desabotonaba los pantalones, podía sentir un abrasador fuego estallando en sus entrañas. Tras soltar el último botón, intentó inútilmente quitárselos.

Rose no pudo ocultar del todo su sonrisa.

—No pensarás arrancárselos. Le quedan tan ceñidos como una segunda piel. Déjame ayudarte.

Intentó respirar lentamente para calmar los fuertes latidos de su corazón antes de deslizar el brazo bajo la región baja de su espalda para levantarla con cuidado. Rose lo ayudó a bajar los pantalones despacio.

Muy despacio. Cuanto más tiempo la sostenía, con la cabeza cerca del estómago, y cuanto más tiempo permanecían sus manos en contacto con aquellos muslos, más nervioso se ponía. Finalmente, con un fuerte tirón, Rose logró bajarle los pantalones hasta las rodillas. Madison dio la vuelta y le quitó los pantalones con otro rápido tirón.

Se quedó parado con los pantalones firmemente agarrados. Sólo esperaba que su expresión no delatara lo que pasaba por su mente.

—Ahora la camiseta.

—¡No!

—No puedes dejársela puesta —replicó Rose.

—Sí puedo —declaró Madison categóricamente—. Puedes vendarla con o sin ella, pero yo no pienso tocarla.

Rose sonrió burlonamente.

—No me digas que estás…

—No lo digas —le pidió Madison, luchando por recuperar su acostumbrada seriedad—. A lo largo del día he tenido que soportar suficientes cosas de esta… Fern… como para que me salgan canas. Lamento mucho que se haya hecho daño, pero si me hubiera dejado llevarla a un médico, nada de esto habría sido necesario.

—No puedo vendarle el pecho con la camiseta puesta —insistió Rose.

Luego se sentó en un borde de la cama, de espaldas a Madison, y empezó a examinar la caja torácica de Fern. Madison suspiró aliviado y obligó a su cuerpo a volver a su estado normal.

Afortunadamente lo logró, pero antes de que Rose terminara de hacer el examen oyeron que alguien abría la puerta de la calle. Poco después escucharon acercarse unos pasos pesados, seguidos de las suaves pisadas de unos pies más pequeños.

—¿Qué está sucediendo aquí? —preguntó la señora Abbot, entrando de sopetón en la habitación. Ed estaba con ella. La desconfianza y la indignación hicieron que recorriera rápidamente con la mirada a Fern y a Madison.

—Llega usted justo a tiempo para ayudar a Rose a ocuparse de la señorita Sproull —dijo él, dirigiéndose a la puerta—. Ha tenido un accidente y se niega a ir al médico.

—Hemos tenido que desvestirla —dijo Rose—. Es posible que se haya roto algunas costillas.

Al ver que Fern yacía inconsciente sobre la cama, la expresión colérica desapareció de la cara de la señora Abbot.

—Pobre angelito. Déjeme ayudarla —susurró al tiempo que echaba a Madison y a Ed de la habitación—. No tardaremos más de un minuto.

Madison sintió un gran alivio al salir de aquel cuarto. Se volvió hacia Ed, que no parecía muy contento de que no le hubieran hecho caso.

—La próxima vez que llame a la puerta déjame entrar —le pidió Madison con seriedad—. Y no hay necesidad de que armes tanto escándalo. ¿Qué clase de hombre crees que vas a ser si gritas por cualquier tontería? ¿Por qué no te portas como el otro niño?

En ese momento se dio cuenta de que el segundo chiquillo no estaba en la habitación. Madison miró en el porche. El pequeño seguía jugando con su carro.

—¿Ves? —señaló Madison—. Él no está saltando de un lado para otro ni gritando como un vaquero que quiere desviar una estampida.

—Él nunca grita —dijo Ed.

—Es un niño admirable —dijo Madison—. Llegará a ser un empresario influyente como su padre.

—Su padre no es ningún empresario —le respondió Ed—. Su padre es el señor Randolph.

Madison lo miró fijamente. Aquel niño de pelo azabache, ojos negros y actitud imperturbable era su sobrino. No sabía por qué no se había dado cuenta de ello antes. Se parecía mucho a Zac en aquella foto que su madre había tomado poco antes de la guerra.

Le producía una sensación muy extraña saber que aquel chiquillo era el hijo de George, quien siempre había parecido tan seguro de sí mismo, tan pleno. Este niño era como otra parte de él, su parte no amenazadora. Madison se arrodilló frente al pequeño.

—Hola.

Madison no sabía qué había hecho que se sentara prácticamente en el suelo, pero aquel niño lo intrigaba. No parecía estar asustado en lo más mínimo, ni tampoco particularmente interesado. Simplemente le devolvía la mirada.

—Tú no eres mi papá —dijo finalmente.

Ahora Madison entendía por qué lo miraba fijamente. Ninguno de sus otros tíos se parecía a George. Madison, en cambio, podría ser su hermano gemelo.

—Tienes razón. Soy el hermano de tu papá.

El chiquillo ofreció su carro a Madison.

—¿Quieres jugar con él?

—No, juega tú —dijo Madison, sonriendo al pensar en lo que dirían sus amigos si lo vieran sentado en el suelo jugando con un carro.

Empezó a levantarse, pero se arrepintió y se arrodilló de nuevo.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó.

—William Henry Randolph —respondió el niño con toda claridad.

La impresión hizo que Madison se sentara en el suelo. George había puesto a su hijo el nombre de su padre.

* * *

Fern miraba a la señora Abbot mientras arreglaba el cuarto y daba un tirón a las sábanas para estirar alguna arruga invisible.

—¿Estás segura de que te sientes lo bastante fuerte como para permanecer sentada? —le preguntó la señora Abbot—. Es un milagro que no te hayas roto nada.

—Estoy bien —contestó Fern, haciendo todo lo posible por impedir que el dolor que le desgarraba el cuerpo se le notara en la voz.

—Deberías acostarte.

—Me siento mejor cuando estoy sentada.

Cada inhalación de aire le producía un dolor punzante, pero cuando se acostaba sentía como si se estuviera ahogando.

—¿Dónde está la señora Randolph?

—Está ocupándose de su hijo. Yo estoy aquí para traerte cualquier cosa que necesites.

Fern no se sentía a gusto con la señora Abbot. Las mujeres de Abilene la habían rechazado desde que tenía memoria. Incluso en aquellos momentos podía adivinar una mirada reprobadora en sus ojos. Parecía decir que si Fern no hubiera salido a cabalgar sola con un hombre, algo que ninguna mujer decente haría, esto jamás habría ocurrido. La desaprobación de la señora Abbot se hacía aún más evidente cuando miraba la camisa y los pantalones cuidadosamente doblados sobre el tocador.

—Quiero darle las gracias por cuidar de mí.

Rose no juzgaba a Fern. Era de esperar que hubiera algo de tensión entre ellas —era imposible evitarlo, puesto que Fern estaba decidida a que mandaran al cuñado de Rose a la horca—, pero no era un rechazo de carácter personal. Fern podía soportar que no estuvieran de acuerdo con ella. Se había enfrentado a ello toda su vida. El dolor del rechazo, en cambio, nunca parecía desaparecer. Después de tantos años debería poder ignorarlo, pero siempre lo sentía como si fuera la primera vez.

—Le diré que quieres verla —dijo la señora Abbot, alisando por última vez, antes de salir de la habitación, el tapete de ganchillo que cubría el tocador—. Pero es posible que tarde un poco. Está ocupándose de su familia. Es una madre estupenda para ese niño, pero eso no es nada comparado con la adoración que profesa al señor Randolph.

Cuando la señora Abbot cerró la puerta, Fern se desplomó sobre el montón de almohadas que le habían puesto en la espalda y dejó que el dolor la invadiera. Si Rose entraba, fingiría que no sentía nada, pero en aquel momento era más fácil rendirse y admitir que le dolía a rabiar.

«Maldita sea. Has tenido suerte de no romperte el pescuezo».

Fue una estupidez intentar huir de Madison. No dijo nada que otros no hubieran dicho. Sí, sí lo había hecho.

«¿Por qué teme aceptar que es usted una mujer?».

En general no habría tenido ningún problema en negar una acusación semejante. Si se esperaba que hiciera el trabajo de un hombre, ¿por qué no habría de vestirse como tal? Esta era la explicación que daba a todo el mundo mientras mantenía la verdadera razón oculta en lo más profundo de su corazón. No obstante, Madison la había adivinado de alguna manera en una sola mañana.

¿O no era así? Quizá había utilizado aquellas palabras por casualidad. Fingiría que nunca se las había dicho y así tal vez él no volviera a pronunciarlas. Si lo hacía, entonces tendría que abordar el tema en serio.

Pero la había estrechado entre sus brazos para besarla.

Quizá él podría fingir que aquello nunca había sucedido, pero ella no podría. Incluso en aquellas circunstancias, a pesar del dolor de sus fracturadas y magulladas costillas, podía sentir de nuevo su cuerpo contra ella, su pecho apretándose contra sus senos, sus labios cubriéndole la boca. El solo hecho de pensar en esto hacía que el pánico la invadiera de nuevo.

Pero antes de dejarse llevar por el pánico, recordó haber sentido algo más. Sólo transcurrió un instante entre la conmoción que le causó su abrazo y la aparición del miedo, pero recordaba aquella sensación con toda claridad. Había sentido excitación y placer, una emoción agradable y familiar, como si hubiera encontrado algo que había perdido.

Sin embargo, la alegría del descubrimiento se había esfumado demasiado pronto, había desaparecido para no regresar nunca más. Madison no volvería a besarla. Estaba segura de que no quería que lo hiciera.

Rose llamó suavemente a la puerta antes de entrar en la habitación. A Fern le sorprendía que una mujer que estaba tan hinchada por el embarazo pudiera moverse con la gracia de Rose. Le sorprendía aún más que pareciera tan feliz y rebosante de salud en aquellas circunstancias.

—La señora Abbot ha dicho que quería verme. ¿Son más fuertes los dolores?

Fern hizo acopio de todo su valor y sonrió.

—A veces, pero ahora no es tan grave. Además, ya estoy acostumbrada. Cuando uno pasa la mitad de la vida en una silla de montar, es inevitable hacerse daño con frecuencia. Cada dos por tres me tengo que recuperar de alguna herida.

—¿Está cómoda? ¿Tiene suficientes almohadas? A pesar de que sonríe, hay mucho dolor en su mirada.

Fern supuso que Rose le había dado todas sus almohadas, y probablemente también las de su hijo, para que estuviera cómoda. No podía caerle mal una persona que estaba dispuesta a hacer algo semejante por una desconocida, especialmente por una que podía ser considerada como enemiga de la familia.

—Supongo que debería estar contenta de que no haya sido algo peor —dijo Fern, intentando parecer jovial y esperando no verse tan miserable como se sentía—. Troy diría que me lo merezco por salir a cabalgar con un yanqui engreído.

Sintió que un fogonazo de vergüenza le subía a las mejillas. No había tenido la intención de mencionar a Troy.

—No quiero decir que Madison cabalgue como un engreído. Fui yo quien se cayó del caballo. ¿Cómo aprendió a montar de esa manera? —preguntó intrigada—. Antes de que llegara estaba segura de que iría al rancho en una calesa o en un carromato, pero cabalgó como si hubiera pasado casi toda su vida en una silla de montar.

—Pregúntele a él —respondió Rose—. Estoy segura de que le haría feliz contárselo, pues así se distraería de todas las preocupaciones que tiene con respecto a su hermano.

—No creo que quiera hablar conmigo, ni siquiera si se lo pidiera —dijo Fern, mirando su regazo—; cosa que en todo caso no haré.

Rose la interrogó con la mirada.

—Empezamos mal, con el pie izquierdo —le confesó Fern—. Ahora parece que no podemos volver al buen camino.

Sólo cuando empezó a relajarse Fern comprendió que se había puesto muy tensa al pensar que tendría que defenderse contra los posibles reproches de Rose. Quedó aún más sorprendida cuando sintió la necesidad de explicar que no todo era culpa de Madison. Hasta aquel momento había estado convencida de que sí lo era.

Rose sonrió. Aquella sonrisa amistosa y cálida invitaba a Fern a relajarse, le prometía que ella no la juzgaría…, aunque se lo merecía.

—Los hermanos Randolph son conocidos por ser hombres muy convencidos de sus ideas y estar dispuestos a expresarlas sin necesidad de que los animen a hacerlo —dijo Rose—. Sólo hay que hacerles frente. Una vez que se dan cuenta de que no se deja intimidar, se comportan como verdaderos caballeros. Son incluso encantadores y saben mimar a una mujer.

Fern no podía imaginar a Madison consintiendo sus caprichos. Era más probable que la ignorara.

—Pensaba intentar demostrarle que no era más que un colono inexperto.

—Y se le volvió en contra su estratagema —dijo Rose. Su actitud era reservada, pero Fern pudo ver un destello irónico en su mirada.

Fern asintió.

—No sé qué ha hecho Madison desde que se marchó a Boston —dijo Rose—, pero creció entre caballos y pasó tres años en el sur de Tejas persiguiendo long-horns.

Debería haberlo supuesto. Era una estupidez pensar que hombres como George y Hen tendrían un hermano que no supiera cabalgar.

—Si le da usted una oportunidad, creo que descubrirá que puede ser todo un caballero.

Fern sintió que todas las limitaciones que existían entre ellos volvían a hacerse presentes.

—No lo será conmigo. Yo quiero que ahorquen a Hen; él quiere liberarlo.

A Fern no le sorprendió ver que toda la dulzura anterior abandonaba la expresión de Rose. Una profunda tristeza pareció asentarse en ella, como si Hen fuera hijo suyo.

—Lamento lo que le sucedió a su pariente. Yo perdí a mi padre y a mi madre, así que sé cómo se siente. Pero he vivido con Hen durante cinco años y sé que no mató a su primo.

—Ha matado a otras personas —señaló Fern—. Todo el mundo dice que es el hombre más peligroso de Abilene, incluso el alguacil Hickok.

—Lo sé. Desde que tenía 12 años ha tenido que estar preparado para matar si quería sobrevivir. Pero por dentro es tan dulce como George.

—Me temo que jamás nos pondríamos de acuerdo respecto a este tema.

—Sí, dudo que lo hiciéramos, pero tengo la esperanza de que eso no nos impida coincidir en otros.

Rose estaba intentando acercarse; estaba tendiéndole la mano. Para su sorpresa, Fern descubrió que quería responder. No sabía por qué. Nunca antes lo había hecho. Tal vez porque Rose era la primera mujer que no había tratado de cambiarla, que no había tratado de hacer que se avergonzara de sí misma.

También sentía curiosidad por Rose. Era la única mujer en un mundo de hombres. Además, no sólo había sobrevivido, sino que había florecido, y no cabía duda de que era feliz. Todo el mundo la respetaba. Y lo que era aún más importante: podía ser ella misma.

Fern también había sobrevivido, pero no había florecido. Tampoco era feliz. Aún tenía que luchar por conseguir un poco de respeto. Y a nadie le gustaba cómo era. Ni siquiera a su propio padre.

Pero lo que más le intrigaba respecto a Rose era que le daba la impresión de que, aunque era una mujer muy atractiva, no debía su éxito a la belleza.

Fern se propuso descubrir su secreto.

—¿Es suya la ropa que llevo puesta? —le preguntó Fern.

Era consciente de que llevaba aquel camisón de color rosa ribeteado de encajes desde el momento en que recobró el conocimiento y se había sentido muy incómoda.

—Lamento mucho no tener nada que le quede bien —dijo Rose—, pero usted es mucho más alta que yo.

—No es eso —repuso Fern, tocando la suave y delgada tela—. No me siento bien usando su ropa.

—No se preocupe por eso. Tengo docenas de camisones. Cuando una alcanza este tamaño, es lo único y, sobre todo, lo más práctico que se puede hacer.

—No me siento cómoda con un camisón. Nunca me he puesto uno.

—Yo tampoco me sentiría cómoda si me pusiera pantalones —dijo Rose—. Supongo que todo es cuestión de costumbre.

—¿Puedo ponerme mi ropa?

—No hasta que se mejore.

—No creo que este dolor vaya a desaparecer nunca.

Fern se sorprendió de haber podido confesar esto a Rose. No se lo habría dicho a nadie más. Ni siquiera a su padre.

¿Y a Madison?

Quizá. Sentía que probablemente no fuera tan difícil confesarle a él una debilidad. Sabía que no la miraría con lástima.

Sonrió. Seguro que él esperaba que le echara la culpa, así que se preguntó qué pruebas presentaría para demostrar que en realidad todo había sido culpa de ella.

Esto le recordó su teoría respecto a que otra persona había asesinado a Troy, y su sonrisa se desvaneció. Siempre estarían en pugna. Si Madison lograba liberar a Hen, ella nunca lo perdonaría. Si Hen moría, él no querría verla nunca más. Lo mejor para ambos sería que él tomara un tren de regreso a Boston y que ella se marchara a su casa y se olvidara de lo demás.

* * *

—No te puedes quedar ahí sentado sin decir nada —le dijo Madison a Hen. Se le había agotado la paciencia—. Es tu pellejo el que está en juego.

Hen no hablaba. Sólo miraba fijamente a Madison.

—Y no sirve de nada que me mires como si me odiaras —dijo Madison—. No tiene que caerte bien tu abogado para que le hables.

Hen le dio la espalda. Parecía que prefería mirar la pared.

—Tampoco tienes que perdonarme por haberme marchado después de la muerte de mamá.

Hen no se volvió, pero Madison podía ver que su espalda se agarrotaba.

—A lo mejor tienes razón. Quizá me porté como un cobarde al marcharme. De cualquier manera, eso ya no tiene importancia. Lo único que importa ahora es salvarte la vida.

Hen se negó a volverse y a hablar.

—De acuerdo. Haz lo que quieras. Siempre has estado muy seguro de que tú tienes la razón y todos los demás están equivocados. Pues bien, ahora vas a escucharme, William Henry Harrison Randolph. Hacer lo que desprecias e intentar ser lo que no eres no siempre está bien, y menos cuando todo se te vuelve en contra y tu vida se queda en blanco. Tienes muchas cosas buenas, pero eres duro e implacable. Sabes odiar mucho mejor de lo que puedes amar. Sabes guardar rencor con mucha más facilidad de lo que puedes olvidar. Estás mucho más dispuesto a aferrarte a tus principios que a entender cómo éstos pueden destruir la vida de otra persona.

»Puedes pensar que obré mal. Incluso a veces yo estoy de acuerdo contigo. Pero al menos no estoy muerto por dentro —aseguró Madison, golpeándose el pecho—. Aún puedo sentir. Y algo que siento con mucha fuerza es que tú no mataste a Troy Sproull. Y voy a probarlo, porque no pienso permitir que te manden a la horca.

»¿Y sabes por qué quiero cerciorarme de que vives? No sólo porque no puedo quedarme con los brazos cruzados mientras mi hermano muere por algo que no hizo, no sólo por el dolor que esto causaría al resto de la familia, sino también porque quiero que salgas de la sala del tribunal con la certeza de que me debes la vida. Quiero que sepas que el hermano al que desprecias por haberte abandonado cuando apenas tenías 14 años es la única razón por la que estás vivo.

Quiero que te veas forzado a agradecérmelo. Y lo harás. Odiarás tener que hacerlo, pero eres tan terco que te obligarás, aunque te atragantes con las palabras.

»¿Y sabes qué pienso hacer cuando finalmente las pronuncies? Voy a decirte que te vayas al infierno.

Se quedaron en silencio. Hen no dijo una sola palabra. No se movió. Permaneció sentado mirando la pared. Y Madison se marchó de la cárcel.

Cuando salió a la calle, temblaba de rabia. No albergaba la esperanza de que sus hermanos lo acogieran con los brazos abiertos, pero tampoco aquel interminable reproche. Rose era la única que parecía estar contenta de que hubiera regresado.

Se merecerían que se montara en el primer tren y nunca volviera a salir de Boston.

Pero sabía que no se marcharía. Los mismos sentimientos que lo habían hecho ir a Kansas, que lo habían obligado a atreverse a volver a ver a sus hermanos, harían que se quedara hasta que hubieran llegado a alguna clase de acuerdo. Ahora entendía que ésa era la razón por la que había ido. El juicio de Hen sólo fue el impulso que lo llevó a hacerlo. Si no hubiera sido esto, habría sido cualquier otra cosa.

Le sorprendía que le doliera tanto el rechazo de sus hermanos. Nunca antes se había sentido tan solo. Verdaderamente solo. Había contado con la familia de Freddy, pero, además, había sentido que su familia estaría allí si él la necesitaba.

Ahora no estaba tan seguro.

Se encogió de hombros. Pensaría en algo, siempre lo hacía, pero no aquella noche. En aquel momento sería mejor que fuera a ver cómo se encontraba la rebelde con ropa de cuero y piel de borrego.

Se convenció de que no iría si no se sintiera culpable, que no estaría tan preocupado si no hubiera sido culpa suya. Todo esto era verdad, pero no podía negar el hecho de que quería verla. Por mucho que lo intentara, no podía olvidar la sensación de su cuerpo apretado contra él, de sus labios, de sus suaves pechos cuando se inclinaba sobre él.

Se convenció de que no debía preocuparse por los sentimientos que ella le había despertado, porque aquello no llegaría a nada. La sensación de que existía cierta semejanza entre ellos, un vínculo común, era una mera ilusión. Volvería a Boston en pocas semanas y se olvidaría de ella para siempre.

* * *

—Tuvo mucha suerte —le dijo Rose a Madison—. Pudo haberse matado.

Al llegar a la casa de Abbot, Madison encontró a Rose y a George sentados en el porche. William Henry jugaba cerca de ellos.

—Intenté detenerla —afirmó Madison, acercando una silla.

—Por lo que se puede adivinar —dijo Rose—, imagino que hubo tanta provocación como serenidad.

—Parece que últimamente tengo ese mismo problema con todo el mundo.

—Deduzco que no has tenido éxito con Hen —intervino George.

—Ni siquiera quiere hablar conmigo.

—Iré a verlo —dijo Rose.

—Es inútil —aseguró Madison—. Aún está enfadado conmigo porque lo abandoné.

—No me importa por qué está enfadado —dijo Rose, levantándose lentamente—. Ésa no es una razón para negarse a hablar con una persona que está tratando de defenderlo. No pierdas de vista a William Henry, George. Puede escabullirse casi tan rápido como Zac.

George empezó a decir algo, pero Rose no había terminado de hablar.

—Esta es la familia más testaruda que yo haya conocido. Puedo tolerarlo la mayoría de las veces, pero no cuando puede costarle la vida a Hen.

—Ponte un chal —pidió George—. Hace fresco de noche.

Rose entró en la casa.

—¿No piensas detenerla? —preguntó Madison.

—¿Crees que lo conseguirías?

—No, pero…

—Yo tampoco.

—No entiendo —dijo Madison.

George siempre había podido controlar a todo el mundo, incluso a su padre en ciertas ocasiones.

George sonrió «con algo de suficiencia», pensó Madison.

—No podrías entenderlo —aseguró George—. No después de haber vivido con mamá y papá. Yo tampoco estaba seguro de poder entender. No lo habría intentado si Rose no me hubiera obligado a hacerlo. Ahora siéntate. Rose es la única que puede hacer que Hen hable.

Rose salió de la casa.

—¿Hay algo en especial que quieras saber? —preguntó a Madison.

Madison no entendía cómo aquella mujer tan menuda podía lograr que un hombre tan terco como Hen cooperara. Ni siquiera sus amenazas sirvieron de nada.

«Probablemente de la misma manera que Fern te ha cautivado».

Pero Madison aún no estaba dispuesto a admitir esto.

—Necesito saber adonde fue aquella noche, quién pudo haberlo visto y dónde se encontraba exactamente a la hora en que Troy Sproull fue asesinado. Si puedo probar que estaba en otro lugar, lo demás no tendría importancia. Si no, tengo que descubrir quién mató a Troy. Debo enterarme de todo lo que Hen sabe acerca de ese hombre, incluso del más mínimo detalle.

—Lo haré lo mejor que pueda.

—¿Cómo se encuentra ella? —preguntó Madison, señalando la casa con la cabeza.

—Ve a verlo con tus propios ojos —le contestó Rose. La cara se le iluminó—. Y será mejor que te prepares, George. Si las últimas veinticuatro horas son un ejemplo, la trifulca no debería tardar más de tres minutos en comenzar.

Madison iba a levantarse, pero lo pensó mejor y se quedó sentado.

—No quiero entrar si va a empezar a gritarme.

—No sé qué piensa hacer ni qué hizo, pero sí creo que le debes una disculpa.

—¿Yo? Yo no la tiré a ese riachuelo. —Madison había reconocido su culpa para sus adentros, pero no le gustaba que nadie más le dijera que era culpable.

—Tal vez no la empujaste físicamente, pero hiciste que saliera corriendo. Ahora entra ahí y habla con ella. Ella también se siente culpable. ¿Estarás aquí cuando regrese?

—Si ella no me traga.

—¿Siempre habla de las mujeres de esta manera? —preguntó Rose a George.

—No solía hacerlo.

Madison alzó los brazos y entró resignado. Puesto que todo el mundo estaba decidido a arrancarle un pedazo de carne, lo mejor sería que dejara que Fern obtuviera su porción.

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