Fern

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Capítulo 12

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—No me importa —respondió Baker Sproull—. Usted tiene a mi hija ahí dentro, y vengo a por ella.

—Está profundamente dormida —le dijo la señora Abbot.

Le tendría sin cuidado. Hería el orgullo de Fern saber que los desconocidos demostraban mayor interés por ella que su propio padre.

—¡Tonterías! —exclamó Sproull—. Esa chica está bien. La está usted consintiendo demasiado.

—Debo recordarle que tengo huéspedes en mi casa —le dijo la señora Abbot con todo el peso de la desaprobación en su tono de voz—. Tiene que quedarse fuera.

Fern imaginaba que su padre debía de estar intentando obligar a la señora Abbot a que le permitiera entrar. Se preguntaba durante cuánto tiempo podría impedirle el paso.

—Apártese de mi camino, señora. Mi hija está dentro de esta casa y yo quiero sacarla de aquí.

—No hará nada de eso hasta que se haya recuperado —respondió la señora Abbot—. Cuando regresó ayer, estaba tan débil que tuvimos que ayudarla a acostarse.

Fern sabía que su padre esperaba que la señora Abbot le opusiera resistencia, pero la había subestimado si pensaba que haciéndole una seña ella le daría paso. Después de todas las objeciones que puso a que Madison la visitara en su habitación, Fern suponía que se opondría enérgicamente a que cualquier hombre entrara en su casa hasta que Rose y ella no estuvieran apropiadamente vestidas. Era una mujer delgada y de estatura mediana, pero no por eso iba a ser más fácil que se moviera de cualquier posición que hubiera decidido ocupar.

—Ustedes la han echado a perder. No servirá para nada a menos que le dé una buena paliza. Le habrán consentido todos los caprichos desde que está en esta casa.

—Señor Sproull —protestó la señora Abbot—, no puede ser posible que quiera pegar a esa chica. No me gusta su manera de vestir, a ninguna mujer decente podría gustarle semejante atuendo, pero otra cosa muy distinta es hablar de pegarle…

—Pues solía funcionar de maravilla.

Fern recordó las numerosas veces que su padre la había dado con la correa. No había servido para inculcarle disciplina, sino sólo para que erigiera más barreras entre ella y el resto del mundo. Por desgracia, su padre no podía darse cuenta de esto.

—No hará usted tal cosa en mi casa —afirmó la señora Abbot—. Si lo intenta, le enviaré al alguacil más rápido de lo que…

—Si consigue despertarlo después de haber pasado casi toda la noche apostando —la desafió Sproull—. Ahora déjeme entrar. Pienso llevarme a mi hija en este mismo instante.

Fern empezó a levantarse de la cama. La señora Abbot no podría oponer resistencia a su padre por mucho tiempo. A Fern no le caía muy bien esta mujer, pero había cuidado de ella con mucho esmero. La mayoría de sus reprimendas no se debían más que a una preocupación maternal.

—Señora Abbot, ¿qué significa todo este alboroto?

Fern se quedó paralizada. Era Rose. No podía permitir que su padre la maltratara, sobre todo después de todo lo que había hecho por ella. Y menos aún en su estado. Si algo llegara a sucederle…

—Éste es el señor Sproull. Ha venido a…

—De modo que es usted el padre de Fern —dijo Rose con una voz cargada de censura—. Ya era hora de que demostrara algún interés por su hija. Supuse que vendría a verla la tarde misma en que llegó aquí.

—Una pequeña caída no es motivo suficiente para salir tras Fern —dijo Sproull—. Estuve esperando a que llegara a casa a tiempo para prepararme la cena.

Fern casi no podía creer lo que estaba oyendo. La voz de su padre había perdido hasta tal punto su tono bravucón que sonaba casi como si estuviera pidiendo disculpas.

—Si se hubiera molestado en preguntar, se habría enterado de que no estaba en condiciones de prepararle la cena ni de hacer ninguna otra tarea doméstica.

—No he pasado un día en cama en mi vida.

—No todos somos tan afortunados como usted.

—A la gente le gusta quejarse demasiado. Eso los hace sentirse importantes.

—No me cabe duda de que tiene usted razón, pero Fern resultó gravemente herida en el accidente.

A Fern empezaba a preocuparle el carácter de su padre. No estaba acostumbrado a que se enfrentaran a él, y menos una mujer. Solía ponerse furioso cuando Troy discutía con él.

—Bueno, pues ya ha tenido suficiente tiempo para reponerse.

—En absoluto. Pensé que usted se había dado cuenta de que no es así cuando trató de montar a caballo.

—Se debe a que ha estado acostada demasiado tiempo. Deje que se levante de la cama y después de una o dos horas se sentirá como nueva.

—Me temo que no estoy de acuerdo con usted. Fern necesita descansar varios días antes de que pueda volver a asumir algunas de sus anteriores obligaciones.

Tampoco le gustaba que lo contradijeran. Nada lo ponía más furibundo. Esto era lo que había causado la última pelea entre Troy y él.

—Mi propósito es verla montada en ese caballo antes de que se ponga el sol. No pretenderá usted que yo haga su trabajo además del mío.

—No me importa quién haga su trabajo. Fern se queda aquí hasta que yo diga que puede marcharse.

—Mire, señora, no sé quién es usted…

—Mi nombre es Rose Randolph. Mi esposo es George Randolph.

—… pero lo que yo haga con mi hija no es asunto suyo. Ahora apártese de mi camino antes de que me vea obligado a ponerle las manos encima.

Fern se quitó el camisón y buscó la camisa. Su padre no se atrevería a tocar a Rose. Y, si lo hacía, ella no podría volver a mirar a Madison a los ojos nunca más.

—Si me toca un solo pelo, mi esposo lo matará —afirmó Rose. Lo dijo con toda naturalidad, como si estuviera anunciando que haría otro día de calor—. Eso si Hen no lo hace primero.

Esta frase, como es lógico, produjo un profundo silencio. Fern se quedó paralizada mientras intentaba abrocharse los botones de la camisa. La visión de George en prisión a causa del asesinato de su padre surgió ante sus ojos como un demonio huyendo del infierno. Aquello sería una pesadilla inimaginable.

—Un hombre no me mataría por algo así —farfulló Sproull.

—No puedo hablar por otros hombres —le respondió Rose—, pero sí puedo hacerlo por los Randolph.

—No la creo.

Fern se apresuró en abrochar los dos últimos botones; luego buscó el pantalón. Su padre no creía nunca a nadie. Estaba firmemente convencido de que era la única autoridad en el mundo.

—Señor Sproull, usted se gana la vida vendiendo sus productos a los ganaderos, ¿no es verdad?

—Esencialmente, sí.

—Sólo tengo que decirle una palabra a mi marido y ninguno de los tejanos volverá a comprarle nada.

Se hizo el silencio.

Fern no se había parado a pensar en la influencia que George Randolph podía ejercer sobre los demás tejanos, pero no tenía ninguna duda de que estaría más que dispuesto a arruinar a cualquier persona por el bien de su familia.

Y ella no podía ser la causa de la quiebra de su padre. No había sido su intención que nada de esto pasara ni, por supuesto, que él amenazara a Rose, pero debería haberlo previsto.

Buscó los calcetines, pero se detuvo de nuevo ante las palabras que Rose pronunció a continuación.

—Entiendo que tiene usted ganado, el hato del que tanto quiere que Fern se ocupe —dijo Rose—. Si no regresa a su granja de inmediato, algo podría asustar a sus vacas, lo que provocaría que no dejaran de correr hasta estar muy lejos de aquí. Es probable que los indios las encuentren antes que usted.

Fern casi podía oír a su padre tragando saliva. Podía fingir que el hato no era importante, pero ella sabía que no le disgustaba en absoluto el dinero que le reportaba.

—Es muy difícil impedir que una manada se meta en los cultivos de otras granjas, sobre todo si allí abundan las hortalizas.

—¿Me está amenazando? —preguntó Sproull. Su voz aún sonaba bastante agresiva y segura, pero Fern presentía que sus bravuconadas habían perdido gran parte de su ímpetu. Se dejó caer en la cama, olvidándose de que sus pies seguían descalzos.

—Sólo le estoy diciendo lo que podría pasar si sigue dejando su granja sola. Nosotros cuidaremos a Fern aquí. De esa manera usted podrá hacer su trabajo sin tener que preocuparse por atenderla.

—Nunca en mi vida he atendido a una mujer —gritó Sproull—. Ni siquiera a su madre.

—Probablemente la señora Sproull fue muy sensata al morir lo antes posible. Debió de parecerle preferible a tener que pasar la vida a su lado. Ahora, si me disculpa usted, tengo muchas cosas que hacer. Que tenga un buen día, señor Sproull.

—Buen día —repitió la señora Abbot, cerrando la puerta en sus narices.

—Nunca pensé que Baker Sproull pudiera ser tan insensible —dijo la señora Abbot—. Es verdaderamente cruel.

—Posiblemente nunca ha tenido a nadie que lo controle un poco. Una esposa fuerte y decidida podría haberlo convertido en un hombre decente.

—Yo no quisiera intentarlo.

—Supongo que ya es demasiado tarde.

Fern sintió que la tensión iba desapareciéndole poco a poco hasta que finalmente se desplomó en la cama. No se había parado a pensar cuánto temía la presencia de su padre. Simplemente había asumido que tendría que irse con él sin pararse a pensar en otra opción. Se había levantado de la cama para marcharse de inmediato, pero Rose lo había despedido con una buena carga de cosas en las que pensar. Fern dudaba de que fuera a regresar. Le gustaba el dinero más de lo que la quería a ella.

Y eso dolía. Ya estaba acostumbrada a su frialdad. En realidad, ella no había buscado nada diferente. Pero Rose y Madison le habían enseñado que las personas no tenían que ser parientes suyos para interesarse por ella.

Lo que era más sorprendente aún: habían extendido su círculo de protección alrededor de ella a pesar de que había hecho todo lo posible por ahuyentarlos. No podía entenderlo. No eran misioneros empeñados en salvar su alma.

Y lo más asombroso era que ella no quería regresar a casa. Quería quedarse con aquellos desconocidos. No tenía nada que ver con su lesión. Por primera vez en la vida a alguien le importaba lo suficiente para preocuparse por lo que le estaba sucediendo, por cómo se sentía.

Madison la atraía porque vio algo en ella que nadie más había visto, algo que hacía que quisiera besarla e invitarla a la fiesta de la señora McCoy, que le hacía desear convencerla de que era guapa, que le hacía inquietarse porque aún tenía dolores, que le hacía preocuparse por cómo la trataban los demás. Le importaba tanto que se peleaba por defenderla.

Fern nunca lo olvidaría.

Se desvistió y se metió en la cama de nuevo.

* * *

—Estás muy callada —observó Rose—. ¿Aún persisten los dolores?

—No. En realidad, me siento mucho mejor hoy. Tal vez debería irme a casa.

—No puedes marcharte hasta que Madison regrese. Me dio instrucciones explícitas a ese respecto.

Fern sonrió, pero inmediatamente después su expresión se tornó seria.

—¿Por qué me acogiste en esta casa? No he hecho más que causaros problemas.

Rose le dedicó una sonrisa reconfortante.

—Porque estabas herida y necesitabas atención. Te negaste a dejar que un doctor te examinara, ¿recuerdas?

Fern asintió con la cabeza.

—Pero ¿por qué no has permitido que me marchara?

—Porque necesitabas que alguien te cuidara. Además, tú nos caes simpática. En cuanto a tus vacas, se las arreglarán perfectamente sin ti. A veces llego a pensar que las vacas son las únicas criaturas de la creación divina que tienen vida eterna.

—¿No te gustan las vacas?

—¡Por Dios, cómo se te ocurre! ¿Cómo podría a alguien gustarle una vaca, especialmente si es un long-horn? A George tampoco le agradan mucho, pero así es como nos ganamos la vida.

A Fern le costaba trabajo creer lo que estaba escuchando. Nunca había oído a un tejano decir que no le gustaban los long-horns. Por la manera en que defendían a estas bestias podría pensarse que las querían tanto como a sus propios hijos.

Este descubrimiento no fue el único, sólo el primero. Fern odiaba las vacas. Las había odiado durante años sin siquiera sospecharlo. Había dependido de ellas para tener independencia. Se había identificado con ellas porque era necesario, pero en el fondo aborrecía a estos enormes, apestosos, tercos, ruidosos y estúpidos animales. Sería completamente feliz si no volviera a ver uno en su vida.

Este descubrimiento lo había trastocado todo… de nuevo. Su posición en la comunidad y su razón para levantarse todos los días habían estado estrechamente vinculadas a aquel hato. Y este nexo parecía haberse roto. Por tanto, ninguna de las antiguas ecuaciones funcionaba. La tela de su vida se estaba deshilachando por completo.

Y todo debido a Madison Randolph.

Si se hubiera quedado en Boston, nada de esto habría sucedido. Si ella no hubiera tenido que conducirlo al rancho Connor, esto no habría ocurrido. Si él la hubiera dejado en su casa, ninguna de estas cosas habría tenido lugar y todo seguiría en paz y como siempre.

Ya era demasiado tarde.

Pero ¿por qué? Ella había podido olvidar sin más a todos los demás hombres que se le habían cruzado en el camino.

Sin embargo, desde el momento en que Madison se bajó del tren, se le metió bajo la piel. Su manera de tratarla hacía que incluso pronunciar su nombre fuera una tortura y un placer al mismo tiempo. La atención que le prodigaba y su genuino interés hacían que su imagen le bailara frente a los ojos; le hacían memorizar cada una de sus palabras, acciones y gestos. Se había emborrachado de él como si fuera un licor fuerte y adictivo.

Ahora se había hecho adicta.

No podía volver a su vida de antes. Madison se la había puesto boca abajo. Pero ¿qué haría entonces? Su padre no aceptaría el cambio.

Ni siquiera sabía si ella podría hacerlo.

Se sentía asustada e indefensa. Y nunca antes había experimentado algo así. Siempre había podido hacer algo. Ahora también debía haber algo que pudiera hacer, pero no se le ocurría nada.

—¿Qué sucede? —le preguntó Rose—. No pareces dispuesta a regresar a casa.

—No mucho. No tengo energías suficientes.

—Parece que fuera otra persona quien me estuviera hablando.

—Yo también me siento distinta. Siempre he sido una mujer muy activa, que lleva las riendas de cualquier situación, segura de todo. Ahora estoy recostada en una cama y vestida con un camisón de color rosa.

Rose se rió tranquilamente.

—Supongo que la mitad de las mujeres del pueblo tienen celos de ti. No todas logran que un hombre tan guapo las lleve en brazos por la calle.

—Eso es distinto.

—Imaginaba que me dirías algo respecto a eso.

—Nada de esto habría pasado si no hubiera sido por Madison.

—A lo mejor no ahora, pero habría sucedido tarde o temprano.

—¿Estás segura?

—Nadie puede obligarte a sentir lo que no quieres sentir, a ser lo que no eres ni a desear algo que te desagrada. Todos tenemos alguna razón para ocultarnos de nosotros mismos, pero tarde o temprano pasa algo que derriba las murallas que hemos erigido. Entonces descubrimos quiénes somos en realidad.

—Yo no he descubierto nada. No hay nada detrás de esta muralla. Nunca lo ha habido.

* * *

Madison se sirvió una taza de café, luego puso el recipiente sobre la diminuta fogata.

—Tengo que reconocer que he disfrutado estos últimos días —comentó con George—. Pero después de cabalgar tantos kilómetros preferiría mil veces poder darme un baño caliente, cenar algo decente en lugar de judías y tener una almohada en lugar de la silla de montar.

Había demasiadas granjas alrededor de Abilene para que el pueblo siguiera siendo un centro de transporte de ganado, de modo que George había decidido explorar el nuevo camino que la población de Ellsworth diseñó para atraer los hatos de Tejas. Madison había ido con él con la intención de seguir la misma ruta que Hen tomó la noche del asesinato de Troy y de buscar a alguien que pudiera haberlo visto, haber hablado con él o haber reconocido su caballo. No había tenido noticias del amigo de Tom White y estaba desesperado por encontrar un testigo.

—¿No anhelas regresar a Tejas? —le preguntó George.

—En lo más mínimo. ¿Qué iba a hacer yo allí?

—Podrías volver a formar parte de la familia.

Madison supuso que debería haber esperado que George tratara aquel asunto tarde o temprano. La familia era de vital importancia para él. Madison no pensaba lo contrario, pero George parecía creer que nada más importaba en el mundo.

—No hay lugar para mí en esta familia. Ésa es una de las razones por las que me marché de Tejas. Sé que piensas que todos debemos reconciliarnos y vivir felices para siempre, pero eso no va a suceder. Hen y Monty nunca me entenderán mucho más de lo que yo los entiendo a ellos. No queda ningún sentimiento de afecto entre nosotros. Mejor dicho: nunca lo ha habido.

»Yo odiaba la manera tan exaltada como se tomaban la vida y todo lo que formaba parte de ella, especialmente a mí. Desconfiaban de cualquier cosa que se encontrara en un libro. Es inútil tratar de crear algo donde no hay nada.

—Abandonaste la vida tan cómoda que llevabas para asegurarte de que no mandaran a Hen a la horca —dijo George—. Eso debe de querer decir que sientes algo por tu familia.

Sólo consiguió que Madison se enfadara con estas palabras.

—Es posible que yo no sea el más afectuoso de los hermanos, pero tengo sentimientos.

—Sabías que yo habría conseguido el mejor abogado posible. Incluso lo habría ayudado a fugarse de la cárcel si hubiera sido necesario.

—Tenía que comprobarlo por mí mismo.

—¿No te preocupaba lo que nosotros fuéramos a decir?

—No esperaba que Hen me entendiera, pero pensé que tú sí lo harías.

—Yo nunca me habría marchado.

—No juzgues a los demás según tus criterios.

—Eso es justamente lo que Rose me ha recomendado, pero no es fácil.

Madison comprendió que la familia debía más a Rose de lo que él había imaginado. No había pensado que nadie pudiera cambiar a un Randolph, pero por lo visto ella lo había logrado. Se preguntó si esto se debía al temperamento de Rose, o si cualquier mujer que amara tanto a su esposo podría conseguir lo mismo.

Se maldijo cuando Fern irrumpió en sus pensamientos. Ella era la última persona que aquella familia necesitaba. Alguien como Samantha sería una elección más apropiada. O Sarah Cabot. O Phoebe Watkins. O cualquiera de la docena de mujeres que conocía: todas encantadoras, elegantes y guapas; todas ellas abrigaban el deseo de casarse y construir un hogar para sus esposos y sus hijos.

Entonces ¿por qué no lograba dejar de pensar en Fern?

Quizá por obstinación. Toda la vida había optado por el camino más difícil. Insistió en ir a un internado en una época en que todos estudiaban en casa. Se marchó del rancho para intentar crearse un espacio propio en el norte en medio de una guerra implacable y sangrienta. Decidió ir a vivir entre las capas más altas de la cerrada sociedad de Boston. Incluso se propuso competir con los magnates de las finanzas que estaban revolucionando la industria norteamericana. Por tanto, era normal que ahora se interesara por la mujer más incorregible que jamás hubiera conocido.

Sí, definitivamente estaba interesado en ella. Sólo Dios sabía por qué. Madison no lo comprendía, como tampoco comprendía por qué había disfrutado de aquellos días montado en un caballo desde el alba hasta el anochecer, cabalgando por caminos polvorientos y calurosos, y conociendo a numerosas personas, a quienes paulatinamente estaba aprendiendo a respetar.

—¿Rose ha dicho algo más?

—Sí. Ha dicho que tú querías formar parte de la familia de nuevo o, de lo contrario, no te habrías marchado de Boston después de ocho años.

—¿Crees todo lo que dice?

—Hasta ahora nunca se ha equivocado.

Madison reconoció que no podría pasar unas cuantas semanas disfrutando de una relación tan cercana con George y Hen, y luego regresar a Boston y olvidarse de ellos por completo. ¿Cómo iba a saber que George había puesto a su primogénito el nombre de un padre al que ambos odiaban y marcharse sin preguntarle el motivo?

Como tampoco podía subirse a un tren y olvidar que había conocido a Fern.

—Supongo que esta vez también está en lo cierto. Pasé muchos años intentando olvidar casi todo lo relacionado con mi vida. Quería olvidar especialmente todos los fracasos, la pérdida de tiempo, la rabia y la amargura, las veces que quise matar a papá, por mí mismo, y no tuve las agallas. Pero tan pronto como me enteré de lo que le estaba sucediendo a Hen supe que tenía que venir.

—¿Alguna vez trataste de averiguar qué había sido de nosotros después de la guerra?

George siempre se las arreglaba para poner el dedo en alguna llaga que él no quería exponer. Había ciertas cosas que Madison no quería reconocer, ni siquiera ante sí mismo. Igual que Fern. Ella había construido murallas para mantener alejado todo aquello que no quería ver, para sostener su pequeño mundo, para impedirle adivinar cosas respecto a sí misma que no quería conocer.

Posiblemente las murallas de Madison eran menos imponentes, pero no por ello dejaban de ser murallas.

—Los padres de Freddy tienen amigos en Washington.

No fue muy difícil hacer que el ejército os localizara.

—Entonces fuiste tú el responsable de que el general Sheridan fuera a vernos al rancho.

—No, pero cuando llegó tu solicitud de indulto…

—¿Cómo te enteraste de eso?

—Por el padre de Freddy.

—Entonces no fue Grant quien envió los indultos.

—Sí, fue él, pero a lo mejor no habrían llegado tan pronto.

—¿Y Sheridan?

—Estaba persiguiendo bandidos. No le suponía ningún problema pasar por el rancho.

Madison recordó cuan ansiosamente esperó que le dieran alguna noticia. La familia de Freddy había sido más amable y generosa que la suya, pero durante aquellos años aciagos aprendió que nadie podría reemplazar a su propia familia. Sólo saber que estaban vivos hizo que todo fuera más fácil.

—¿Y cómo te enteraste de lo de Hen?

—La Kansas Pacific es uno de nuestros clientes. No le gusta que nada trastorne el transporte de long-horns desde Tejas. Sus trenes viajan al Oeste cargados de mercancías, pero regresan prácticamente vacíos. El ganado es algunas veces su único margen de ganancia. Una guerra entre los ganaderos tejanos y los ciudadanos de Abilene, guerra que fácilmente podría hacer estallar el hecho de que ahorcaran a un miembro de una de las familias más prominentes de Tejas…

—¡Dios santo! ¿Quién ha dicho eso de nosotros?

—… no es buena para el ferrocarril. Enseguida nos lo notificaron.

—De modo que tú te enteraste del arresto de Hen casi al mismo tiempo que yo.

Madison asintió con la cabeza.

—¿Entonces cuando regreses a Boston seguirás manteniéndote al tanto de lo que le ocurre a la familia mediante los informes de la compañía?

—Espero que eso no sea necesario.

—No lo será si realmente quieres seguir en contacto con nosotros.

—Sí quiero.

No dejaba de ser sorprendente cuan difícil había sido decir aquellas dos palabras. Se sintió como si estuviera reconociendo una debilidad, como si estuviera dando a entender que había cometido un error al marcharse hacía ocho años.

—Lo volvería a hacer —afirmó Madison—. No podría haber hecho otra cosa.

—No creo que llegue a entenderlo nunca, pero lo intentaré.

—Los gemelos no lo harán.

—Todos estamos aprendiendo a aceptar cosas que no podemos entender. Jeff tiene la carga de su brazo, y yo a papá.

—Todos tenemos a papá.

—Pero no es tan terrible si podemos contar los unos con los otros.

Madison esperaba que fuera verdad. La necesidad de haber tenido el afecto y la aprobación de su padre era algo que nunca había podido admitir. No serviría de nada. Era más fácil aceptar que necesitaba la aprobación de George.

—¿Por qué le pusiste a tu hijo su nombre? Casi me desmayé al enterarme.

—Algún día te lo explicaré.

—¿Por qué no ahora?

—No estás preparado.

Esta respuesta enfadó a Madison.

—¿Qué quieres decir? ¿Acaso hay algún tipo de raciocinio que sólo la gente que vive en Tejas puede valorar?

—No. Es algo que ningún hombre puede apreciar a menos que haya dejado las armas, haya abandonado toda pelea y haya pasado a concentrar su atención en las cosas que nunca pensó que podría tener. Tú aún no has llegado allí. Hay mucha rabia dentro de ti. Estás luchando con uñas y dientes por entender.

A Madison no le gustó esta respuesta, pero era lo bastante honesto para saber que George tenía razón. Él aún estaba luchando por probar que no había cometido un error al marcharse del rancho.

—Te importa si te pregunto qué hay en esa caja —inquirió George.

El humor de Madison cambió repentinamente.

—Por querer saber, ¿la zorra está a punto de perder la cola?

—No es ningún pecado —dijo George, sonriendo sin ninguna vergüenza—. Una de las desventajas de preocuparse por el bienestar de todo el mundo es tener curiosidad por conocer todos sus asuntos.

—Eso no debe de ser muy difícil cuando todos viven en la misma casa.

—Tú no vives con nosotros.

El rostro de Madison se ensombreció momentáneamente.

—No creo que quiera contártelo. Es una jugada arriesgada que podría no salir bien. No me gusta mucho anunciar mis fracasos.

—¿Quieres un consejo?

—No.

—Perfecto. No soy muy bueno en los asuntos relacionados con mujeres.

—¿Quién ha dicho que tenía algo que ver con una mujer?

—Estás hablando con un hombre que lleva casado cinco años y cualquier otro con una trayectoria semejante reconocería a distancia la caja de un vestido —dijo George. Sus ojos brincaban de manera burlona—. O hay una mujer de por medio o has adquirido hábitos muy extraños desde que vives en Boston.

Madison se rió a carcajadas.

—Se me había olvidado que siempre parecías saber lo que me estaba pasando por la cabeza, incluso cuando me obcecaba en ocultártelo.

—Algunas cosas nunca cambian.

—Pero muchas sí.

—No las cosas que verdaderamente importan. Sólo tenemos que aprender a mirarlas de una manera diferente.

Madison no estaba seguro de haber entendido aquella frase, pero en aquel momento no quería detenerse a pensar en ella. Ya había hecho todo lo posible por explicarse a sí mismo por qué llevaba aquella caja a Abilene.

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