Fern

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Capítulo 13

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—¿Ha pensado en un vestido para la fiesta? —preguntó Rose a Fern.

—No, yo…

—Madison te ha invitado, ¿verdad? Dijo que lo haría, pero los hombres no siempre recuerdan ese tipo de cosas. Prefieren dedicarse a inspeccionar corrales de ganado o caminos polvorientos.

—Sí, pero…

—Por un momento pensé que había metido la pata —Rose escrutó a Fern con la mirada—. Podemos ir de compras si no tienes nada en casa que quieras ponerte. ¿En Abilene venden vestidos de fiesta?

—No lo sé. Nunca he comprado un vestido.

—¿Nunca? —exclamó Rose, abriendo los ojos sorprendida.

—Ni uno solo —dijo Fern con actitud desafiante—. Yo no me pongo vestidos.

—¿Le has dicho eso a Madison?

—Le he dicho que no iría con él.

Rose se esforzó por que su expresión fuera neutra y no transmitiera nada de lo que estaba pensando a Fern.

—Me dijo que creía que irías.

—Madison no escucha lo que no quiere escuchar, y menos si soy yo quien lo dice.

Se hizo un silencio incómodo.

—Pero ¿irás?

Fern estaba decidida a negarse cuantas veces fuera necesario pero se oyó diciendo:

—A lo mejor.

—No puedes ir sin un vestido.

De modo que Rose no era diferente de los demás. Fern no sabía por qué había esperado que lo fuera. Suponía que era porque normalmente ella era una persona muy comprensiva. De alguna forma había creído que también entendería esto.

—¿Por qué no? Si está bien que un hombre se ponga pantalones, ¿por qué una mujer no puede hacerlo?

—Sé que Madison y tú habéis adquirido el hábito de hacer exactamente lo contrario de lo que el otro quiere —dijo Rose algo impaciente—, pero la fiesta de la señora McCoy no es el lugar indicado para una pelea personal, y menos si los demás asistentes van a sentirse molestos. La gente va a las fiestas para relajarse y pasarlo bien. Si no puedes acomodarte a ese ambiente, no deberías ir. Además, Madison ya te ha dicho lo que piensa sobre tu manera de vestir.

—Me ha dicho lo que piensa sobre muchas cosas.

—Pues parece que no lo has escuchado. Los Randolph tienen muchas cualidades dignas de admiración, pero la flexibilidad no es una de ellas.

—No me interesa ceder a sus deseos —insistió Fern.

—Perfecto. Me desagradaría mucho que te ganaras su afecto sólo para rechazarlo a continuación.

—¡Ganarme su afecto! ¿Yo?

Fern estaba desconcertada. ¿Cómo era posible que alguien, y especialmente Rose, pensara que ella estaba tratando de hacer que Madison se enamorara de ella? Aunque pudiera, no lo habría intentado. No quería atraer a los hombres. No después de aquella noche.

—Nunca he intentado ganarme el afecto de Madison. Además, si insiste en que me ponga un vestido, yo no le intereso realmente.

—El hecho de que quiera que te pongas un vestido podría querer decir que le interesas mucho.

—¿Por qué?

—Tal vez piense que un vestido haría salir una parte de ti que ha estado guardada bajo llave desde que empezaste a ponerte pantalones.

—¿Como cuál?

—Tendrás que preguntárselo a él.

Fern sintió un cálido ovillo de emociones girar en su vientre. Debía de gustarle un poco a Madison. La había besado. Y le dijo que era guapa, y que no dejaría de decírselo hasta que le creyera. Ella no se había atrevido a creerle. Pero si Rose decía que a él le gustaba, quizá era verdad.

No obstante, Fern había pasado tantos años convenciéndose de que era fea que había llegado a creerlo. Ahora le asombraba darse cuenta de lo intensamente que necesitaba ser admirada. Esta necesidad le roía el estómago igual que el hambre.

«¡Maldita sea! Eres como Betty y todas las demás. A pesar de todas las palabrotas, de los pantalones, de las manos callosas y quemadas por el sol, de las espuelas españolas y del caballo, no eres más que una mujer vanidosa».

No le importaba. Se dijo a sí misma que lo que de verdad quería era que los ojos de Madison se iluminaran al verla. Deseaba que ocurriera esto con tal intensidad que podía sentir cómo se le iba formando un nudo en el estómago. Pero no tenía el valor de aceptar su invitación a la fiesta para ver su reacción. Rose podía estar equivocada.

¡Maldición! No podía creer que después de todos aquellos años quisiera ir a una fiesta.

¿Qué esperaba conseguir?

Esperaba conquistar a Madison.

«Que Dios me asista. Debo de estar loca. No puedo haberme enamorado de él. No quiero enamorarme de nadie».

¡Dios mío! ¡Sí lo amaba! Había estado tan ocupada discutiendo y amenazando con mandar a Hen a la horca que no se había dado cuenta de lo que estaba sucediendo en su corazón.

El pánico se apoderó de ella. Se levantó. Tenía que estar sola.

—¿Te sientes bien? —le preguntó Rose—. Estás muy pálida.

—Supongo que no estoy tan bien como pensaba —se disculpó Fern.

—¿Por qué no te acuestas hasta la hora de la comida? Yo me encargaré de que nadie te moleste.

«Has llegado tarde», pensó Fern. Demasiado tarde.

* * *

—Pero si no sé bailar —protestó Fern.

—No es necesario —dijo Madison. Aún no había aceptado su negativa a ir a la fiesta.

—Yo tampoco puedo bailar —dijo Rose, dándose palmaditas en el estómago—. Demasiado torpe.

—Tienes tanta gracia como siempre —dijo George.

—Es muy amable de tu parte decir eso, cariño, pero creo que buscaré un rincón tranquilo para sentarme y no me moveré de allí.

—¿Por qué no dejas que Madison te enseñe a bailar? —sugirió George a Fern.

—Podemos empezar ahora mismo —dijo Madison mientras se ponía de pie.

—Yo puedo tocar el piano —se ofreció la señora Abbot. Todos la miraron sorprendidos—. Aunque no lo hago muy bien —añadió enseguida.

—Nadie va a enseñarme a bailar —dijo Fern, ruborizándose—. Ya le dije que no iré. Pero, aunque decidiera ir, no dejaría que me arrastrara por el recinto mientras todo el mundo nos mira. Me sentiría como una imbécil.

Habían adquirido el hábito de quedarse en la mesa hablando de los acontecimientos del día después de la cena. Las paredes empapeladas con un estampado floreado y de colores oscuros y madera pintada hacían que aquella habitación fuera bastante sombría, pero aun así era más agradable que la acartonada formalidad que imponía el salón.

—Bueno, pues podéis seguir discutiendo sobre el tema en nuestra ausencia —dijo Rose, levantándose—. Si no voy a dar mi paseo ahora, después no lograré que William Henry se acueste a tiempo.

—Pueden ir al salón —les recomendó la señora Abbot—. Yo tengo que limpiar la mesa.

Terminaron en el porche mirando a Rose y a George mientras paseaban del brazo por la calle. William Henry corría delante de ellos señalando una cosa tras otra y hablando con mucha excitación. Pero sus padres prácticamente ignoraban a todos los que los rodeaban; sólo tenían ojos el uno para el otro.

Fern no conocía a otras dos personas que se amaran tanto. Esto le hacía tomar conciencia de su soledad. Se preguntó si Madison podría sentir algo parecido por ella. Pasaba mucho tiempo en su compañía, se interesaba por ella, pero había ocasiones en las que Fern se sentía como un proyecto de rescate.

No creía que a él se le hubiera ocurrido pensar que ella podría tener algún buen motivo para comportarse como lo hacía. Tampoco se daba cuenta de que él era la única razón por la que consideraría cambiar. Y no se lo diría. Qué cosa más estúpida era estar enamorada, especialmente cuando no había ninguna esperanza de que su amor fuera correspondido.

—Ahora podemos empezar —estaba diciendo Madison.

—¿Ahora? —prácticamente chilló al ser sacada de una manera tan brusca de sus cavilaciones.

—Por supuesto. Ya es casi de noche. Nadie nos verá.

—Aunque hubiera un eclipse total de luna, no estaría lo bastante oscuro para permitirle que me enseñe a bailar en el porche de la señora Abbot —declaró Fern—. Crecí aquí. Conozco a esta gente. No iban a dejar que me olvidara de ese bochorno.

—Entonces siéntese a mi lado.

Madison cogió su mano y la atrajo hacia un banco que apenas era lo bastante grande para dos personas.

—Preferiría quedarme de pie. He pasado muchos días sentada o acostada.

Hizo que se sentara junto a él. Pensó en levantarse nuevamente, pero sabía que él la obligaría a volver a sentarse. Sería mejor dejar que esta vez se saliera con la suya.

—Se me olvida que es usted una mujer muy activa. Probablemente se muere de ganas por volver a montar a caballo.

Curiosamente, Fern no había echado de menos a su caballo.

—Si a Rose le parece bien, la llevaré a cabalgar mañana.

Le daba rabia que su corazón latiera más rápido sólo porque estaba sentada junto a él. Pero le perturbaba aún más la excitación que le recorría el cuerpo. Sabía lo que eso significaba, y no le terminaba de gustar, pero no podía hacer nada para que no fuera así. Cada día que pasaba era peor. El único remedio posible sería no volver a ver a Madison.

Pero éste era un propósito inútil porque sabía que no iba a conseguirlo.

—No puedo salir a cabalgar. ¿Qué pasaría si me viera mi padre?

—No dejaré que la obligue a volver a trabajar, si eso es lo que le preocupa —dijo Madison.

Fern sintió que algo en su interior se relajaba. Aún estaba dispuesto a interponerse entre ella y el resto del mundo. Aún le importaba.

No le preocupaba tener que volver a trabajar. Ni siquiera le molestaba el trabajo. Pero le inquietaba que su deseo de verla no fuera tan fuerte como para ir a la granja. El deseo de Fern, en cambio, era tan intenso que quería quedarse allí sin importarle cuan furioso se pusiera su padre.

—¿Por qué teme tanto a lo que la gente pueda decir de usted? —le preguntó Madison—. Me da la sensación de que no estará a gusto hasta que no haya logrado ocultarse por completo. Ha creado un camuflaje perfecto.

—Sólo soy la hija de un granjero.

Le parecía muy difícil concentrarse. Madison había puesto el brazo detrás de ella, sobre el respaldo del banco. Ambos cuerpos estaban a pocos centímetros de distancia. Y parecían los centímetros más cortos del mundo.

—Que intenta verse, actuar y ser tratada como el hijo de un granjero.

—¿Qué tiene de maravilloso ser una mujer? —preguntó ella—. Los hombres siempre nos están diciendo adónde ir, qué hacer o qué decir. Piensan que no somos capaces de hacer nada solas; excepto cocinar, limpiar y tener bebés. Usted ni siquiera cree que yo pueda escoger mi propia ropa.

—¿Eso es todo lo que le molesta?

—No, no lo es —dijo Fern, tratando de poner algo de distancia entre ellos al tiempo que se volvía para mirarlo a la cara—. Si no queremos ser las chicas perfectas que esperamos pacientemente para llegar a ser las esposas ideales, los hombres intentan convertirnos en prostitutas o en algo parecido.

Le temblaba todo el cuerpo como si la temperatura hubiera bajado cincuenta grados. Los recuerdos de lo sucedido aquella noche hacía ocho años se agolparon en su memoria. Con encarnizada determinación los obligó a replegarse en el oscuro rincón donde ella los mantenía encerrados.

—Eso no es todo —dijo Madison—. Usted no tiene más miedo a la gente de este pueblo que yo. Su verdadero problema es su padre.

—No.

Fern quiso defender a su padre —Madison lo culpaba injustamente—, pero no podía hablarle acerca de aquella noche.

—Rose me ha contado lo que dijo. Si llega a ponerle una mano encima, le romperé los dos brazos —juró Madison.

—Mi padre nunca me haría daño. Me quiere —insistió Fern.

Madison se acercó a ella, aunque no mucho, a pesar de que a Fern le pareció lo contrario.

—No creo que su padre sea capaz de querer nada distinto de su cuenta bancaria. ¿Qué haría si usted se pusiera un vestido y se negara a hacer cualquier trabajo que no estuviera relacionado con las tareas domésticas?

—No puedo darme el lujo de quedarme en casa. Sólo somos dos —insistió Fern. No quería reconocer, ni siquiera ante sí misma, las dudas que abrigaba su corazón.

—Su padre podría contratar un par de ayudantes. Su hato reporta dinero más que suficiente para pagar los sueldos de dos hombres como Reed y Pike.

Fern no sabía si enfadarse por que Madison se inmiscuyera en los asuntos financieros de su padre o alegrarse de que se preocupara por ella. Decidió alegrarse. Esto hacía que todo fuera diferente.

Le permitía reaccionar ante él meramente como una mujer.

Esto significaba que él ya no era su adversario, sino más bien un objeto de ilimitada curiosidad. Quería mirarlo, absorberlo a través de los ojos y los oídos. Aunque no se atrevía, quería tocarlo. Se preguntó qué sentiría al poner la mano en el brazo musculoso que la había sostenido en el largo viaje desde la cabaña Connor.

A continuación se decidió a mirar su rostro como si lo hiciera por primera vez. Se preguntó cómo unos ojos tan negros podían parecer tan vitales, tan llenos de fuego. Se preguntó cómo sería cuando no estuviera tan perfectamente arreglado, si alguna vez dejara caer un mechón de pelo sobre los ojos o no se afeitara.

Se preguntó si nunca se cansaba de ser independiente, si a veces no anhelaba tener a alguien en quien apoyarse. Se preguntó si las mujeres de Boston esperaban que sus hombres tuvieran una respuesta para todo. Ella no dejaría de interesarse en un hombre sólo porque cometiera un error.

Claro que la gente como Madison nunca reconocía un error. Esto tenía que ser una carga terrible. También él debería contar con alguien con quien pudiera ser él mismo, alguien que pudiera amarlo por lo que era.

Se preguntó cómo era posible que el solo hecho de estar cerca de él la hiciera sentir como una persona diferente. No entendía por qué todo lo que había tratado de lograr durante tantos años debía de repente resultar ser lo contrario de lo que realmente quería. Y lo que era aún más confuso: una parte de ella deseaba tanto estos cambios que no sabía si podía negárselos.

Cuando estaba cerca de Madison, podía sentir que su resistencia se debilitaba. Y no parecía tener la energía suficiente ni las ganas de fortalecerla de nuevo. Sin prisa pero sin pausa, él estaba derribando sus defensas, despojándola del camuflaje, exponiendo el interior que ella no quería admitir que existía ni que nadie viera.

Fern se recompuso rápidamente. No podía dar rienda suelta a sus pensamientos, pues siempre terminaba por avergonzarse. Incluso la asustaban un poco. Apartó la mirada por temor a que Madison pudiera leerlo en sus ojos.

De repente sintió que un brazo la rozaba y todo su ser reaccionó como si le hubieran clavado miles de alfileres de hielo. Cada célula de su cuerpo era consciente de su presencia.

—Creo que hablare con él mañana —prosiguió Madison.

—Yo puedo hablar con mi propio padre —dijo Fern, contenta de que Madison quisiera tomarse tantas molestias, preocupada por la reacción de su padre y un poco molesta porque Madison decidiera hablar con él sin consultarlo primero con ella.

—Pero no lo hará.

—¿Cómo lo sabe?

—Porque a usted se le ha metido en la cabeza que la única manera de ser tratada como quiere es trabajando más que un hombre. Entienda que nunca será más que la burda imitación de un varón. Pero sospecho que, si se diera usted la oportunidad, podría ser una mujer muy especial, además de muy guapa.

Fern se quedó sin habla.

El desprecio que Madison manifestaba por todas sus habilidades conseguía enfurecerla. ¿Acaso sabía lo bien que podía montar, enlazar o usar una pistola? No. ¿Tenía alguna idea de cuánto había trabajado por alcanzar todo lo que él había desestimado tan despreocupadamente en una sola frase? En absoluto.

Como siempre, no había hecho más que una suposición basada en su experiencia en la estirada ciudad de Boston, y había dado por sentado que tenía razón.

Pero no podía enfadarse con él. Nadie le había dicho jamás que era una mujer muy especial y que podría incluso ser muy guapa. Y eso que él sólo la había visto con pantalones y que era el primer día que había pasado sin ponerse el sombrero dentro de la casa.

—¿Qué le hace decir eso? —preguntó Fern.

Sabía que no debía ser tan curiosa. Conociendo a Madison, era muy posible que dijese algo que a ella no le gustara. Pero no había podido resistirse.

—¿Qué?

—Que yo podría ser una mujer guapa.

Era difícil confesar su curiosidad. Se daría cuenta de que a ella sí le importaba.

—Tendría que evitar exponerse al sol y al viento el tiempo suficiente para que su piel dejara de tener el aspecto de un pergamino viejo. —Esbozó una sonrisa lentamente—. Usted parece más una india solterona que una señorita de Boston.

Mientras pronunciaba la última frase, el dedo de Madison le tocó el hombro a través de la camisa y su cuerpo estalló en llamas igual que la yesca seca.

—Preferiría mil veces ser una india solterona que una señorita de Boston —dijo bruscamente Fern—. Al menos tendría algo de agallas.

—Tiene muchas agallas. Esa es una de las cualidades que me gustan de usted.

—Pero a usted no le gustaba nada de mí.

—He cambiado de opinión.

—¿Respecto a qué?

—Respecto a casi todo. Aún quiero que no se vista usted de esta manera, pero tiene una figura excepcional. Sin embargo, no sería muy fácil distinguirla bajo metros y metros de tela.

Fern se puso roja. Hasta ese instante ella habría atropellado con su poni a cualquiera que se hubiera atrevido a hacer algún comentario sobre su cuerpo. Pero las yemas de los dedos de Madison estaban rozando tan suavemente el fino vello de su nuca que estaba a punto de volverla loca. No podía concentrarse lo suficiente para encontrar las palabras para responderle.

—Aunque me gusta que no lleve puesto el sombrero. Tiene usted unos ojos muy bonitos. Solían ponerse rojos a causa del sol, pero ahora están preciosos. Casi siempre son de color avellana, pero se vuelven verdes cuando se enfada.

Madison dio un paso más: se atrevió a cogerle un mechón de pelo entre los dedos.

—Me sorprende que no se haya cortado el cabello. Me gustaría verlo suelto, cayendo por la espalda, ondulándose al viento.

Fern no pensaba decirle que su pelo era el único atributo femenino del que no había podido desprenderse. Consideraba que esto era una debilidad, y ya tenía suficientes debilidades en lo que a él concernía.

—Se me engancharía con la primera rama de árbol por la que pasara.

—Estaba imaginando que cabalgaba conmigo, no que persiguiera a esos pobres novillos. ¿No puede pensar en otra cosa?

—No estaba pensando en…

—Me gusta cuando sonríe. Le cambia la cara completamente. No debería usted fruncir el ceño.

Y otro paso más: Madison le acarició descaradamente la nuca con aquellos dedos que no paraban de aventurarse. Fern se preguntó cómo sería sentir las manos de Madison sobre sus hombros desnudos.

—Debería seguir su propio consejo —logró decir Fern antes de que él prosiguiera con su recorrido.

—Tiene usted hoyuelos en las mejillas. No los había notado antes.

Fern los había despreciado durante años.

—Me parecen encantadores. Hacen que parezca menos como un capataz regañando a un ayudante novato por hacer que el ganado salga en estampida.

Si seguía así, ella iba a lamentar haberle hecho pregunta alguna. No conocía a nadie que pudiera hacer que las cosas que le gustaban sonaran tan poco atractivas. A ese paso no se sorprendería si le escuchaba decir que le alegraba que ella pareciera un cachorro de bulldog, que había estado buscando a una chica así durante años y que no había podido encontrar una en Boston que cumpliera con sus expectativas.

—No sabe cuánto me alivia oír eso —respondió ella—, pues toda mi simpatía se dirigiría hacia el ayudante novato. Mi experiencia con los ganaderos tejanos no ha sido muy buena que se diga.

—No ha conocido usted a mi hermano Monty.

—Rose no hace más que repetirme la misma frase. Parece que piensa que yo lo preferiría a él antes que a usted.

No quiso decir nada con aquel comentario —simplemente estaba repitiendo lo que Rose había dicho—, pero por algún motivo tuvo un efecto electrizante en Madison.

Retiró bruscamente la mano de su nuca al tiempo que se incorporaba y se alejaba de ella. A Fern le ofendió aquella súbita retirada.

Madison casi no podía creer que un simple comentario de Fern llegara a irritarlo de aquella manera. Nunca se había llevado bien con Monty, pero hasta aquel momento no había sentido el imperioso deseo de estrangularlo. No le importaba si a Rose le caía Monty diez veces mejor que él, pero le dolía pensar que Fern podría preferir al bala perdida de su hermano. A estas alturas ya había llegado a pensar que ella le pertenecía sólo a él, y no toleraría que nadie se la robara, ni siquiera desde lejos.

«¿Sabes lo ridículo que suena eso? Si oyeras a otra persona hablar así, pensarías que es un tonto».

Tal vez, pero no podía evitar sentirse así. Tampoco podía evitar el deseo que se extendía dentro de él como el calor que sube lentamente.

Fern había despertado su curiosidad desde el principio, pero ahora sentía el incontenible deseo de tocarla y estrecharla entre sus brazos.

Ya hacía algún tiempo que era consciente del fuerte anhelo de protegerla, de ayudarla a encontrar un poco de la felicidad que se merecía, pero ahora sentía mucho más que eso.

No pasaron muchos días antes de que el encanto de su cuerpo lo instara a olvidar que no aprobaba sus pantalones. Tenía una cintura estilizada, caderas redondas y piernas largas y delgadas, y la imagen de esas curvas se había convertido en una constante en sus pensamientos y en sus sueños. Había suficiente cimbreo en su andar para tentar a cualquier hombre fogoso.

Le gustaba la sensación de tenerla entre sus brazos, el sabor de sus labios, el calor de su cuerpo. Soñaba con estrecharla contra sí, con hacerle el amor despacio, a fondo, prestando minuciosa atención a cada parte de su cuerpo.

Ya no la veía como una mujer que desafiaba la tradición. Tampoco la veía solamente como una persona por quien sentía una gran simpatía. La veía como una mujer que despertaba su deseo, una mujer que anhelaba ser amada.

No obstante, en el instante mismo en que sintió que sus músculos se ponían tensos, se contuvo. La manera en que Fern guardaba siempre las distancias con él lo previno para proceder con cautela. Su instinto le decía que ella había tenido alguna experiencia que le había causado mucho daño. En su ignorancia, él podría volver a hacerla sufrir.

Y Madison no quería hacer eso. En su vida había habido demasiado dolor y muy poco placer. Por más que quisiera hacerle el amor en aquel mismo instante, prefería condenarse al celibato antes que hacerle daño.

La expresión de culpabilidad y, al mismo tiempo, de inquietud de Fern casi lo hizo sonreír. También le hizo sentirse mejor. No le molestaba que estuviera algo avergonzada por lo que había dicho. Lo que demostraba era que le importaban sus sentimientos tanto como a él los de ella.

Tampoco le incomodaba que a ella pareciera preocuparle el hecho de haberlo disgustado. Había guardado las distancias con él desde que se conocieron. Ése podría ser el pretexto que necesitaba para romper las murallas que ella había construido alrededor de sí misma.

Y tenía la intención de romperlas. Como una frágil criatura marina, Fern se había revestido de una concha tan dura que nadie había podido siquiera resquebrajarla.

Pero Madison había puesto todas sus ilusiones en reivindicar como suyo aquel tesoro. Y pensaba hacerlo aquella misma noche.

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