Fern

Fern


Capítulo 18

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Fern se repitió a sí misma por lo menos una docena de veces durante el día que no quería que Madison fuera a buscarla. Pero a medida que pasaba la tarde su mirada se desviaba cada vez con más frecuencia hacia el pueblo. En aquel momento, cuando ya se preparaba para regresar, se protegió los ojos de la luz del sol con las manos para poder observar el camino.

Estaba desierto. No se veía a Madison por ninguna parte.

—Ya no hay tiempo suficiente para empezar a trabajar en otra cosa hoy —dijo Pike.

Reed y él habían terminado sus labores hacía ya un rato, pero habían encontrado algunas tareas en que ocuparse mientras Fern esperaba.

—Será mejor que vuelvan a casa —les aconsejó Fern—. De lo contrario, no podrán terminar sus propios trabajos antes de que anochezca.

—La acompañaremos al pueblo —le propuso Pike.

—No hace falta —dijo Fern—. Puedo volver sola. Lo he hecho durante años.

—Lo sé, pero…

—Pero nada —insistió Fern. Respiró hondo y convirtió en palabras lo que todos debían de estar pensando—. Al señor Randolph se le ha debido de olvidar, pero ya me siento bastante bien y puedo cuidarme sola.

No sabía si ellos pensaban que su lesión era el motivo por el cual Madison se había ofrecido a acompañarla, pero esperaba que no creyeran que se había enamorado de él y que a él se le había olvidado ir a buscarla. Podía imaginar cuánto se burlarían todos con la sola idea de que la altanera Fern Sproull se había prendado de un tipo que la dejó plantada.

—Nos veremos aquí mañana una hora después del amanecer —dijo ella—. No puedo venir a vivir aquí hasta que no haya comprado unas cuantas cosas, pero quiero mudarme antes del fin de semana.

Ya era hora de marcharse de casa de la señora Abbot. Estar tan cerca de Madison no servía más que para hacerle pensar tonterías. Había comenzado a creer que podría congeniar con su familia. A partir de ahí no había más que un paso para que empezara a pensar que podría hacer caso omiso de su temor a tener relaciones íntimas.

Y eso era imposible; ella lo sabía. También sabía que la única manera de poner fin a la obstinada esperanza de que las cosas pudieran resolverse era dejando de ver a Madison del todo. No era posible distanciarse si él estaba constantemente a su lado haciendo todo lo posible por conquistar su corazón.

—No pretenderá quedarse aquí sola —protestó Pike.

—Por supuesto que sí. No creo que vaya a ser la única mujer de Kansas que viva sola. Además, no puedo ocuparme de la granja desde el pueblo.

—Podría contratarnos para que la ayudemos —propuso Pike.

—Tal vez lo haga, pero debo cerciorarme de que tengo el dinero para pagar los sueldos.

—El señor Randolph ya nos ha pagado un mes.

Fern sintió que se sonrojaba de vergüenza.

—Entonces tendré que pagárselos al señor Randolph.

No quería estar en deuda con él. Quizá le diera esos novillos que tanto le interesaban.

—Ahora será mejor que se marchen.

—No me iré hasta que usted no lo haga —afirmó Pike.

—Yo tampoco —confirmó Reed.

Esto jamás habría pasado antes de que Madison llegara a Abilene. Pike y Reed ya estarían en alguna taberna sin preocuparse lo más mínimo por dónde se encontrara ella. Era sorprendente lo que podía hacer el hecho de llevar el pelo suelto y no ponerse el chaleco.

—Monten en los caballos —les ordenó—. El último en salir del jardín tendrá que limpiar el pozo.

Pike llegó al camino primero que Reed, pero Fern venció a ambos. Ella les dijo adiós con la mano alegremente al tiempo que emprendía el camino al pueblo, pero la sonrisa se le borró de la cara en cuanto se volvió.

Estaba preocupada. Algo debía de haberle sucedido a Madison.

Hace dos semanas habría creído que su declaración de amor había sido un error, que él había confundido al personaje del príncipe azul con el del hada madrina. Pero desde entonces había aprendido a entenderlo mejor. Realmente se interesaba por ella. A pesar de su propia lesión casi no la había dejado sola un momento desde la muerte de su padre. Ni siquiera Rose había pasado tanto tiempo con ella.

Además, si Madison no quería hacer algo, no tenía ningún problema en decírselo. No, definitivamente su intención fue regresar. Algo se lo había impedido.

No creía que hubiese pasado nada terrible —de ser así, Rose habría enviado a alguien a la granja para que se lo comunicara—, pero no podía dejar de sentirse inquieta. Madison era un hombre muy decidido. Nada podría disuadirlo de hacer lo que quería. Ella ya había tenido suficientes pruebas al respecto.

Pero ¿qué habría sucedido? Esto le preocupaba tanto que casi le hizo olvidar el asunto más importante. ¿Cómo le iba a decir que no podía casarse con él?

Se preguntaba si lograría articular palabra. Quería casarse con Madison más de lo que quería seguir viviendo. Estaría dispuesta a aceptar dormir en camas separadas y hasta en habitaciones distintas, a renunciar a sus besos por el resto de su vida con tal de tenerlo cerca.

Pero no podía hacerle algo semejante. Tenía que ser todo o nada. Tenía que entregarse a Madison por entero o nada.

No sería tan difícil. No había tenido nada en toda su vida. Ya debería estar acostumbrada. Pero después de un mes ocupando el centro de atención de Madison, de creer que él sentía algún afecto por ella, el vacío sabría más amargo que nunca. Sólo porque lo amaba tanto podía pensar en renunciar a él.

* * *

—No he visto a Madison —anunció Rose a Fern.

Fern intentó disimular su inquietud cuando preguntó por Madison, pero sabía que Rose podía percibir la ansiedad en su voz, ver la preocupación en su rostro.

—Creía que tenía la intención de pasar el día contigo —dijo Rose.

—Le pedí que volviera al pueblo. No había nada que él pudiera hacer en la granja, pero aseguró que iría a buscarme por la tarde.

—No ha venido a comer aquí —dijo la señora Abbot—. Y si un hombre se olvida de comer es porque tiene muchas cosas en la cabeza.

—Probablemente ha salido con George —sugirió Rose—. Mi marido ha estado buscando una granja donde mantener el ganado durante el invierno.

—No puede ser ésa la razón —dijo la señora Abbot—. Lottie Murphy me dijo que vio al señor Randolph saliendo del pueblo penas quince minutos después de que Fern y el señor Madison se marcharan de aquí.

—A lo mejor le llegó un correo donde se le pedía que atendiera algún negocio —sugirió Rose—. Su empresa ha estado estudiando diversos proyectos mientras él está aquí. Probablemente se dedicó a esa tarea con tanto ahínco que se le olvidó. Sabes cómo son los hombres cuando se trata de trabajo.

Rose condujo a Fern al salón con la intención de alejarla de los apocalípticos comentarios de la señora Abbot.

—Dondequiera que esté, estoy segura de que se enfadará mucho consigo mismo cuando se dé cuenta de que ha olvidado buscarte. ¿Por qué no vas al Drovers Cottage? Quizá ese gesto le produzca un impacto tan fuerte que nunca más vuelva a olvidarlo. Cada día se parece más a Monty.

Fern se mordió la lengua. Le parecía cada vez más difícil tolerar las comparaciones tan poco favorables para Madison que hacía Rose sin objetar.

Mientras caminaba a toda prisa en dirección al Drovers Cottage se preguntaba qué clase de negocios habría estado haciendo Madison. Había estado tan absorta en sus propios problemas que ni siquiera se había dado cuenta. Le preocupaba. Ella no tenía nada que ofrecerle que pudiera compararse con Boston. Casi podía ver su antigua vida extendiendo la mano para llevarlo de vuelta. Se obligó a desterrar este pensamiento de la cabeza. No tenía importancia porque pensaba rechazarlo. Sólo quería cerciorarse de que se encontraba bien.

No pudo evitar notar las miradas que le lanzaban mientras caminaba por la calle. Parecían más numerosas que de costumbre. No creía que fueran de compasión por la muerte de su padre. No eran miradas compasivas. Eran abiertamente curiosas, incluso especulativas. Entonces recordó. Gracias a Madison, había empezado a llevar el pelo suelto y no había vuelto a ponerse el chaleco de piel de borrego. Seguía llevando pantalones, pero ya no cabía ninguna duda de que era una mujer. Por eso la miraban tan fijamente.

Se sentía incómoda. Se preguntó si alguna vez se sentiría a gusto con las miradas de los hombres. Tomó nota mentalmente de que debía volver a recogerse el pelo y a sacar el chaleco del baúl. Madison se marcharía a casa pronto. Cuando esto sucediera, su aspecto ya no tendría ninguna importancia.

Le alivió llegar al Drovers Cottage. Entró deprisa en el vestíbulo buscando privacidad y allí recibió una sacudida tan devastadora como la de un terremoto. Madison estaba sentado en el sofá de uno de los gabinetes del hotel. Junto a él se encontraba la mujer más bella que Fern hubiera visto jamás.

No necesitaba que le dijeran que aquella mujer y el hombre sentado a su lado venían de Boston. Saltaba a la vista. Todo en ellos hablaba de un mundo de opulencia y sofisticación que ella desconocía por completo.

El solo hecho de mirar a aquella mujer le hizo sentirse fea. Deseaba encontrarse en cualquier otro lugar de la tierra y no tener que pasar por aquella situación.

Fern quiso salir del hotel, huir antes de que Madison se percatara de su presencia, pero era demasiado tarde. Justo en el momento en que ella daba un grito ahogado de consternación, Madison la vio y se levantó del sofá.

—Fern, ven aquí, por favor. Quiero presentarte a alguien.

Fern no recordaba haber visto a Madison tan alegre. Le sonreía, pero era debido a aquella mujer.

Fern quiso odiarla. Lo habría hecho si ella hubiera dejado entrever la más mínima señal de conmoción, sorpresa o desaprobación ante el aspecto de Fern. Pero no lo hizo. Se puso de pie esbozando una cordial sonrisa casi tan amplia como la de Madison.

Era de una belleza impresionante. Ni siquiera Rose podía igualar la hermosura de esta mujer. Si Boston estaba lleno de mujeres como aquélla, Fern no podía entender por qué Madison se había marchado de allí.

En contraste con su sencilla falda de color crema, llevaba una chaqueta española decorada con galones rojos en forma de espiral, volantes de tela fruncidos e innumerables botones diminutos. El sombrero estaba ornamentado con cintas, pompones y plumas. Pero Fern se sintió atraída en primer lugar por la deliciosa combinación de pelo castaño oscuro, ojos azules, boca de color rosa e impecable piel blanca.

Era una tontería pensar que Madison se interesaría por Fern, cuando era obvio que tenía una relación muy cercana con aquella despampanante criatura.

Todo el tiempo había pensado que Madison había confundido sus sentimientos, pero se había permitido creer que podría amarla. Aunque temía que lo hiciera, había deseado que fuera a la granja. Pese a que sabía que aquello debía terminar, valoraba mucho cada momento que había pasado con él. Le dolía más de lo que hubiera podido reconocerlo pensar que aquella mujer había aparecido en Abilene sólo para hacer que Madison la olvidara. Sentía rabia y celos, y el hecho de saber que estaba siendo completamente irracional no cambiaba en nada sus sentimientos.

Pero, mientras se quedaba ahí mirando boquiabierta al mismo tiempo que todo su mundo se derrumbaba alrededor, su orgullo no le permitía dejar que Madison o aquella hermosa mujer sospecharan que estaba muriendo por dentro. Se forzó a sonreír y dejó que Madison las presentara.

—Ella es Fern Sproull —dijo Madison—. Ha estado en la granja…

Se detuvo a mitad de la frase; se le borró la sonrisa del rostro.

—Yo debería haber ido a buscarte —dijo.

—No te preocupes. No me he perdido —dijo Fern, esforzándose por no parecer alterada. No quería que nadie sospechara que había pasado la última hora preocupada porque Madison no había ido a buscarla, que había pasado todo el día pensando en el amor que sentía por él.

—Me he entretenido tanto hablando con Samantha y Freddy que se me ha olvidado qué hora era.

—Como parece que Madison no puede concentrarse en nada durante más de un minuto, supongo que será mejor que me presente —dijo la mujer—. Mi nombre es Samantha Bruce y éste es mi hermano, Frederick. Conocemos a Madison desde que tengo uso de razón.

Fern no sabía cómo se saludaban las damas elegantes, de modo que optó por un fuerte apretón a la mano enguantada que aquella mujer le extendía y esperó que sus guantes de gamuza no ensuciaran los mitones color crema de la señorita Bruce.

—Lo siento, estoy hecha un asco, pero, como Madison le estaba diciendo, he estado todo el día en la granja.

—Madison nos ha estado contando todas sus desgracias. Es usted una mujer muy valiente.

Lo peor de todo era que Fern podía darse cuenta de que la señorita Bruce lo decía de corazón. Independientemente de lo guapa que era, Fern no podía odiar a una persona tan comprensiva.

—No es valentía hacer lo único que se puede —dijo Fern.

—Lo es cuando se hace con coraje —replicó Samantha— y, por lo que Madison nos ha dicho, usted lo tiene de sobra.

—Estoy segura de que exagera —dijo Fern avergonzada. No estaba acostumbrada a los halagos. Pensaba que la señorita Bruce estaría burlándose de ella.

—¿Exagerar Madison? —preguntó Freddy con una sonrisa indolente—. Nunca he conocido a una persona más realista en toda mi vida.

Sí, Madison exageraba. No era posible que la amara tanto. Samantha Bruce era sumamente guapa, pero, si un hombre se enamoraba de una mujer, ¿acaso no se acordaría de ella aun en presencia de otra más hermosa?

Quizá, pero si la mujer que amaba era tan poco atractiva como Fern, tal vez no.

—Madison ha estado tratando de levantarme el ánimo —dijo Fern—. Pero no creo en las cosas que me ha dicho.

Madison la miró con dureza.

—¿Les ha contado que me compró una casa para que tuviera un lugar donde vivir? Ni siquiera me informó de su decisión; simplemente la compró, hizo que la transportaran a la granja, la armó y la amuebló. Un hombre capaz de hacer eso diría prácticamente cualquier cosa.

Fern hacía todo lo posible por contener las lágrimas, pero podía sentir que empezaban a inundarle los ojos.

—No hice nada que no quisiera hacer —afirmó Madison.

—Eres todo un caballero —le agradeció Fern—. Antes no lo creía, pero lo eres.

—No lo hice por ser un caballero —protestó Madison.

—Aún mejor —se volvió hacia la señorita Bruce—. Bueno, encantada de haberla conocido, señorita, pero ahora tengo que irme.

—Te acompaño —dijo Madison.

—No, quédate con tus amigos. No puedes dejarlos solos la primera noche que pasan en el pueblo. Se lo contaré a Rose para que no se preocupe.

—¡Fern, espera! Vuelvo enseguida —dijo Madison a Freddy y a Samantha, y corrió tras Fern.

—¡Qué mujer tan sorprendente! —advirtió Freddy—. No daba crédito a mis ojos cuando la he visto entrar.

—Yo no esperaba que fuese de otra manera —replicó Samantha—. Madison sólo podría enamorarse de una mujer así de original.

—¡Madison, enamorado de ella! ¡Me estás tomando el pelo!

—Me he dado cuenta desde el instante en que mencionó su nombre.

—Ay, querida hermana, cuánto lo siento.

* * *

—¡Maldita sea, espera un momento! —gritaba Madison mientras corría tras Fern.

Si llevara faldas como cualquier mujer sensata, no podría caminar tan rápido. Así él no tendría que sentirse avergonzado de tener que perseguirla frente a medio pueblo. Podía ver las sonrisas burlonas, imaginar a la gente reproduciendo la escena ante sus amigos mientras tomaban una copa, cómo contarían que Fern Sproull tenía al yanqui meneando la cola tras ella como un perro dócil. El hecho de saber que era muy posible que se convirtiera en el blanco de las bromas en media docena de tabernas no lo ayudó a mejorar su humor.

—Si no aflojas el paso, Fern, te…

—Vuelve con tus amigos, Madison. Regresa a Boston. Es allí donde deberías estar.

—Ni Boston ni mis amigos tienen nada que ver con esto —dijo Madison mientras la cogía de la mano y la obligaba a mirarlo a la cara—. ¿Realmente crees que he dicho cosas que no quería sólo para hacerte sentir mejor?

—Bueno…

—Maldita sea, Fern. No puedes lanzar una acusación como ésa y luego marcharte como si tal cosa.

—¿Por qué no? Me prometiste que irías a buscarme a la granja y no lo cumpliste.

Sabía que estaba siendo injusta, pero no podía evitarlo. El dolor que sentía ante este nuevo rechazo la hacía atacar. Eso la ayudaba a protegerse, la mantenía bajo control hasta que pudiera estar sola.

—No sabía que Samantha fuera a venir aquí. Me sorprendió tanto que me olvidé.

—También estaba su hermano, ¿o aún no te has dado cuenta de su presencia?

—Por supuesto que sí, pero no me sorprendió que él estuviera aquí. En cambio, Samantha…

—Ah, ya veo, ella es demasiado fina para Kansas, ¿verdad? ¿Tienes miedo de que se le pegue nuestra mugre?

—No seas tonta.

—De modo que ahora vuelo a ser una tonta. Debería haberlo supuesto. La gente de Kansas no puede ser inteligente durante mucho tiempo. Parece que he agotado todo mi potencial en muy pocas semanas.

—Ahora estás siendo ridícula. Sabes que no he querido decir nada de eso. ¿Tienes celos de Samantha o simplemente estás enfadada porque he olvidado ir a buscarte?

—Ninguna de las dos cosas —dijo bruscamente Fern—. Nunca perdería el tiempo poniéndome celosa a causa de un hombre. En cuanto a que no fueras al rancho, reconozco que te esperaba. Tienes la costumbre de hacer casi todo lo que no quiero que hagas. Por otra parte, he sido una tonta al preocuparme de que te hubiera pasado algo.

—Ya te he dicho que lo sentía —repitió Madison—. Nos pusimos a hablar y se hizo más tarde de lo que pensaba.

—Estoy segura de que tenéis muchas más cosas de que hablar. No quiero retenerte. ¿Los llevarás a casa más tarde o preferirías que Rose y George vayan a verlos al hotel?

—Cuando hincas el diente en un hombre, lo desgarras con todas tus fuerzas, ¿verdad?

—No sé de qué estás hablando.

—Pensé que eras diferente de las demás mujeres, pero parece que no importa si llevan pantalones o faldas, pues a todas les dan ataques de celos si un hombre se atreve a hablar a otra mujer.

—Tengo cosas mejores que hacer con mi tiempo que ponerme celosa a causa de un tonto engreído de Boston —le gritó Fern, totalmente ajena a todos cuantos la escuchaban con avidez desde todos los rincones—. No me importaría que hablaras con mil mujeres.

—No estoy seguro de tener energía para tantas —le respondió Madison, también gritando—, y menos si son como tú.

—No tienes que desperdiciar tu preciosa energía conmigo. Ni tampoco tus falsas promesas —le echó ella en cara, recordando sus palabras de amor.

—Las dije de corazón, pero pensé que estaba hablando a una persona diferente.

—Está muy bien que hayas descubierto a tiempo la clase de persona que soy.

—Por supuesto que sí.

Fern dio media vuelta y prácticamente huyó de Madison. Los sollozos que trataba de contener en el pecho estaban a punto de ahogarla. Se negaba a llorar en la calle, pero no creía que pudiera seguir reprimiendo las lágrimas durante mucho tiempo.

Por fin se daba cuenta de lo mucho que quería ser el objeto exclusivo de su atención. Fern nunca habría creído que pudiera comportarse como una arpía celosa, pero así había sido. Había por lo menos una docena de testigos que podrían confirmar este hecho en caso de que tuviera alguna duda al respecto.

Pero ¿qué esperaba él que hiciera? Hacía apenas ocho horas que le había confesado que la amaba. Había pasado todo el día tratando de decidir cómo decirle que no lo quería cuando, en realidad, lo amaba desesperadamente. Había abierto las viejas heridas para ver si cicatrizaban de manera definitiva. Se había expuesto al dolor y a los espantosos recuerdos que la habían perseguido durante años, ¿y todo para qué? ¿Para que él se olvidara de ella tan pronto como esa «amiga de la infancia» llegó al pueblo?

Probablemente no debía culpar a Madison. No cabía duda de que él creía cada palabra que había dicho aquella mañana. Pero le molestaba que al encontrarse con Samantha ella hubiera pasado a un segundo plano.

Fern llegó al camino que conducía a casa de la señora Abbot. Por desgracia, Rose y George se encontraban sentados en el porche. Recurrió hasta al último gramo de su fuerza de voluntad para intentar fingir que no había sucedido nada.

—Madison no vendrá a cenar —informó—. Unos amigos han venido al pueblo y va a comer con ellos.

—¿Vendrá con ellos más tarde? —preguntó Rose.

—No ha dicho nada al respecto —dijo Fern.

No pudo contener las lágrimas durante más tiempo. Entre sollozos consiguió abrir de un tirón la puerta y corrió a su cuarto.

—¿Qué ha pasado? —preguntó George.

—No tengo ni idea —le contestó Rose con el ceño fruncido—, pero apostaría todas tus vacas a que al menos uno de los amigos de Madison es una mujer muy atractiva.

Fern no controló el tiempo que estuvo llorando. No obstante, tenía muchas razones para hacerlo: la pérdida de su inocente manera de disfrutar la vida aquella terrible noche, el amor que su padre nunca le dio, los años de soledad en que había intentado forjarse una existencia a pesar de ir en contra de las leyes de la naturaleza…

Pero sobre todo lloraba por las esperanzas perdidas que había depositado en Madison. Sabía que no podía casarse con él, pero había contado con que la certeza de su amor le diera la fuerza necesaria para rechazarlo, para ayudarla a soportar los años de soledad que se avecinaban.

Ahora ni siquiera podría contar con eso.

Sacó fuerzas de flaqueza y logró dejar de llorar el tiempo suficiente para darse un baño y cambiarse antes de ir a cenar, pero no pudo comer. No quiso aceptar la invitación de Rose para que se quedara charlando un rato en la mesa con George y con ella, pero la habitación no tardó en parecerle una prisión insoportable. Sentarse en el porche tampoco servía de mucho. Intentó concentrarse en la granja y en lo que quería hacer con ella, pero no podía pensar en cerdos y gallinas cuando su mente tenía a Madison como centro de atención.

Podía hablar de su orgullo todo lo que quisiera. Podía decir que estaba herida, que nunca le creería de nuevo, pero, cuando terminaba de decir todo esto, se daba cuenta de que sólo permanecía un factor. Sólo una cosa era importante. Amaba a Madison. No podía decir que no le interesara nada más. No era así, pero amar a Madison era lo único que realmente importaba.

No, lo único que realmente importaba era que Madison fuera feliz. Y si no podía amarlo como él lo merecía, como cualquier hombre necesitaría ser amado, entonces ella debía cerciorarse de no hacer nada por impedirle que fuese feliz con otra persona.

Samantha Bruce amaba a Madison. Fern se había dado cuenta con sólo mirarla. Quizá la única persona que no lo sabía era Madison. Pero no tardaría en entenderlo, probablemente lo haría tan pronto como regresara a Boston. Ella era exactamente la clase de esposa que debería tener: era guapa, culta, rica, y estaba completamente enamorada de él. A ella no le importarían sus hábitos dictatoriales. Ella no le recordaría cuántas veces se había equivocado. No discutiría con él y, sin embargo, se ocuparía de que todo en el hogar sucediese como él quisiera.

Lo que era incluso más importante: lo amaría tanto como Fern. Aún más: lo amaría de la manera en que Fern quería amarlo pero no podía: con su alma y con su cuerpo.

No era lo mismo que si él pudiera ser suyo. Nada sería tan maravilloso como eso, pero sabía que su corazón estaría en buenas manos. Sólo había visto a Samantha unos pocos minutos, pero era suficiente para percibir la dulzura de su carácter, lo genuinamente afectuoso que era su corazón. Tendría una esposa mucho mejor de lo que ella podría ser. Aunque le doliera más que cualquier otra cosa en la vida, le estaría haciendo un favor.

Acababa de tomar esta decisión cuando vio a Madison bajando por la calle.

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