Fern

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Capítulo 22

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Fern se separó de Madison de un salto. La suave reprensión que se percibía en el tono de voz de la señora McCoy la cohibió tanto que no quiso permanecer entre sus brazos. Aunque se puso roja de vergüenza y temió la sola idea de mirar a aquella augusta dama a plena luz, sonrió con secreto placer.

Finalmente había superado una barrera y se había permitido experimentar lo que significaba ser una mujer enamorada. Había resultado ser una sensación tan gratificante que tenía la intención de seguir experimentándolo tan pronto como fuera posible. Estaba casi preparada para revelar al mundo que amaba a Madison Randolph. Después de eso quizá ya no le importara que la vieran en sus brazos.

—¿Por qué estás sonriendo? —le preguntó Madison cuando entraron de nuevo en el salón.

—Porque soy feliz —contestó Fern.

Madison le apretó la mano.

—Será mejor que no parezcas tan feliz o todo el mundo creerá que hemos estado haciendo algo indecoroso en el porche de la señora McCoy.

Fern se imaginó la cara de la señora McCoy si hubiera visto algo incorrecto, y sintió que una carcajada se le atoraba en el pecho. Intentó contenerla, pero no pudo. Estalló en un torrente sonoro que atrajo la atención de casi todos los que se encontraban en el salón.

—¿Qué han estado haciendo allí fuera? —preguntó Betty Lewis, mirando más a Madison que a Fern.

—Nada —dijo Fern.

—Nadie diría por tu risa que no ha pasado nada.

—Ah, eso —apuntó Fern, intentando dejar de reír—. Madison me estaba contando una historia muy graciosa.

—Tienes que contárnosla —pidió Betty.

—No puedo —le respondió Fern, lanzando a Madison una mirada pícara—. Es un poco indecente.

—No puedo creer que el señor Randolph cuente historias indecorosas, y menos a… una dama.

—Entonces no lo conoces muy bien —replicó Fern—. No creo que haya nada que no se atreva a hacer.

Fern apenas podía creer que había tenido el valor de contestar a Betty Lewis. La sola idea de haber llamado la atención le hizo sentirse débil. Instintivamente trató de agarrarse del brazo de Madison.

—¿Le gustaría dar comienzo al primer baile? —preguntó la señora McCoy a Madison.

—Tendrá que encontrarle otra pareja —dijo Fern—. Yo no sé bailar.

Sólo había una mujer en el salón con la que Fern habría querido que Madison bailara, pero no había ninguna posibilidad de que Rose lo hiciera en su estado. Eso significaba que él tendría que sacar a bailar a una de las chicas de Abilene o a Samantha. No era una decisión fácil para Fern, pero recordó la forma tan afectuosa en la que esta joven la había recibido.

—¿Por qué no pides a Samantha que baile contigo? —dijo—. Así podéis enseñarnos cómo son los bailes de Boston.

Madison intentó poner reparos, pero Samantha aceptó sin vacilar. Luego Fern fue a buscar a Freddy en medio de la aglomeración de gente y le preguntó:

—Si podemos encontrar un salón donde nadie pueda vernos, ¿me enseñarías a bailar?

—¿De verdad no sabes? —le preguntó Freddy.

—No. Fui una tonta y no permití que Madison me enseñara cuando me lo propuso.

—¿Por qué no vais al porche lateral? —sugirió Rose—. Podría ser mejor que una habitación apartada.

Fern empezó a decir que nadie se imaginaría que un hombre estuviera haciendo algo indecoroso con ella, pero se contuvo. Como decía Madison, no hacía más que subestimarse. Si alguien como él, que podría elegir a cualquier mujer que quisiera, se había enamorado de ella, entonces debía de ser guapa. Quizá incluso lo suficientemente guapa como para seducir a un hombre de mucho mundo como Freddy.

Fern descubrió que no era tan difícil aprender a bailar. Es decir, no lo era cuando podía concentrarse en sus pasos sin fijarse en lo que Madison y Samantha estaban haciendo dentro.

—Tienes que aprenderte los pasos muy bien para que puedas hacerlos sin pensar —le estaba diciendo Freddy—. Eso te permitirá mantener una conversación con tu pareja.

—Debes de bailar con mucha frecuencia —dijo Fern sorprendida de que él pudiera bailar y hablar al mismo tiempo.

Era como si le pidieran que conversara mientras enlazaba y ataba un ternero. Podía gritar órdenes, pero no hablar con alguien mientras hacía su trabajo.

—Empezamos a aprender desde pequeños —le explicó Freddy—. Es una habilidad social muy importante.

—Aquí no tenemos más de uno o dos bailes al año, a menos que se cuenten los de las tabernas, pero la gente decente no va a esos lugares —agregó Fern.

—Nosotros tenemos bailes todas las semanas.

—¿Para qué? ¿No os cansáis de bailar siempre con la misma gente?

—Tenemos normas muy estrictas que no permiten que una persona baile con nadie más de dos veces en una noche —apuntó Freddy.

—Si a uno le gusta su pareja, ¿por qué no iba a hacerlo?

—Porque podría ser visto como una señal de que se está seriamente interesado en esa persona. Un chico debe hablar con el padre de la joven dama antes de que pueda prodigarle tales atenciones.

—¿Quieres decir que tendrías que hablar con mi padre para poder bailar conmigo tres veces?

—Sí.

—Pero mi padre murió.

—Entonces hablaría con tu tutor.

Fern concluyó que debía de ser terriblemente difícil vivir en Boston si hacía falta pedir permiso para hacer algo tan sencillo como bailar. No entendía cómo se las arreglaba Madison. Él nunca le pedía permiso a nadie para hacer lo que quería. Debía de causar gran revuelo entre los tutores cada vez que se presentaba en algún lugar.

—Creo que ya te has aprendido los pasos —señaló Freddy.

—Sólo espero que no cambien la música y que no toquen algo más rápido —dijo Fern mientras regresaban a la fiesta.

Deseó haberse quedado fuera. Madison y Samantha seguían bailando, ahora en el centro del salón. Todo el mundo se había detenido a mirarlos. Parecían tan elegantes juntos. Fern sabía que nunca aprendería a bailar de aquella manera, ni siquiera aunque practicara en el porche el resto de su vida.

Y lo que era aún peor: ellos parecían divertirse mucho juntos. Hablaban y reían, aparentemente sin echar de menos ni a Freddy ni a ella.

Quiso escabullirse, pero no pudo. No habría sido capaz. Madison le había dicho que la amaba. Debería aprender a creer que era verdad, aun cuando él estrechara a otra mujer entre los brazos. No obstante, era difícil.

* * *

Fern sintió que por fin sus músculos empezaban a relajarse. Ya casi había logrado terminar todo un baile y, aunque había cometido algunos errores, ninguno había sido demasiado serio.

—¿Ya puedes hablar mientras bailas? —le preguntó Madison.

—Sólo con frases cortas —contestó Fern, honrándolo con una sonrisa de preocupación.

—Preferiría que me miraras.

Fern alzó la vista y de inmediato se equivocó de paso.

—Será mejor que siga atenta a mis pies. Mañana seguramente ya podré mirarte.

Pero no bajó la vista. Ahora entendía por qué a veces encontraba a Rose sentada en silencio mirando a George. Ella nunca se cansaría de mirar a Madison todos los días durante el resto de su vida. Y aquella noche, entre tantas, finalmente había visto algo más que una cara bonita, una sonrisa arrogante y una seguridad suprema.

Vio al hombre a quien le importaba tanto que no se había dado por vencido cuando ella hizo todo lo posible por alejarlo. Vio al hombre que, en lugar de sus miedos y sus ataques, exploró en la mujer que estaba dentro y decidió que ya era hora de que saliera, que adivinó la persona en la que ella podría convertirse y no la dejó conformarse con menos.

Ahora, gracias a su insistencia en que asistiera a aquella fiesta, ella se había creado una nueva identidad. Sintió que volvía a nacer. No, sintió que nacía por primera vez. Ya no tenía que ocultarse tras su vestimenta masculina ni conformarse con hacer trabajos de hombre. Tenía muchas opciones.

—¿Lo estás pasando bien?

—Sí y no —respondió ella—. Estoy hecha un manojo de nervios por temor a equivocarme. Pero, a la vez, nunca antes había hecho nada tan emocionante. No puedo creer que esté aquí, vestida de esta manera y bailando contigo. Probablemente cuando me despierte mañana pensaré que todo esto ha sido un sueño.

Madison miró a las demás personas que se encontraban en el salón.

—No creo que ellos te permitan pensar así ni olvidarlo.

Ya había adquirido la suficiente seguridad en sí misma como para mirar alrededor, así que le sorprendió descubrir las miradas de envidia y de admiración que todos le dedicaban.

Sabía que la envidia femenina se debía a que estaba bailando con Madison. No era muy difícil darse cuenta de que era el más guapo de todos los hombres que allí se encontraban. Algunas podrían decir que era George, pero Fern prefería a Madison. Su sonrisa pícara, su actitud despreocupada, su gran seguridad; todas esas características que antes solían irritarla ahora le parecían adorables.

Pero no podía entender la admiración que percibía en los ojos de los hombres. ¡No era posible que la estuvieran admirando a ella! Eran los mismos con los que se había cruzado en la calle ayer sin que se percataran de su presencia. Sin embargo, Joe Tebbs la miraba con la lengua fuera, igual que solía mirar a Nola Rae Simpson en la taberna La Perla.

—Cierra la boca, Joe —dijo ella entre dientes—. Te vas a tragar un mosquito.

Joe se puso rojo desde la cabeza hasta los pies, sonrió y levantó todo su peso a pesar de estar embutido en las botas nuevas que llevaba, pero no dejó de mirarla.

—Deja que el chico te mire —aconsejó Madison—. Quizá no pueda creer que te ha estado viendo durante años sin darse cuenta de que eras tan guapa.

—Tienes que dejar de decir eso o empezaré a creerte —suplicó Fern.

—Mira alrededor si no me crees. Todos te están mirando.

—Te están mirando a ti.

—Casi no me ven. Tu transformación los ha dejado mudos.

—Creo que merezco la oportunidad de bailar con la señorita Sproull —pidió Freddy mientras daba un golpecito en el hombro de su amigo—. Después de todo, he sido yo quien le ha enseñado.

Madison consintió gentilmente.

—Mira hacia dónde dirigen los ojos —le aconsejó—. No será mí a quien sigan con la mirada.

—¿De qué está hablando? —preguntó Freddy.

—Ah, está intentando convencerme de que todo el mundo me está mirando a mí y no a él.

—Tiene razón —confirmó Freddy—. A nadie le interesa Madison esta noche. Todos hablan de ti. Lo sé porque he estado tratando de responder a todas sus preguntas.

—Pero ¿por qué?

—Los has dejado muy sorprendidos. No pueden creer lo guapa que eres. ¿Nunca antes te habías puesto un vestido?

—No.

—Supongo que eso lo explica todo. Espero que no te ofendas, pero el día que Madison nos presentó no me imaginé que fueras así de guapa.

—¿Quieres decir que realmente soy guapa?

—Por supuesto que lo eres, pero estoy seguro de que ya lo sabías. He oído a Madison decírtelo.

—Supongo que tenía miedo de creerle —dijo un poco para sí misma.

—Pues puedes creerle. Eres una mujer preciosa. Y sin temor a equivocarme te diré que ese tipo que tanto te mira está tratando de encontrar el valor para pedirte que bailes con él.

Joe reunió el valor suficiente para acercarse a Fern momentos después, cuando aquella pieza hubo terminado. La nuez de Adán se le movía arriba y abajo.

—¿Querrás concederme el próximo baile?

Fern buscó a Madison con la mirada y lo vio hablando con Sam Belton. Al menos pensó que sería él, pues sólo lo había visto la noche en que se bajó del tren con Madison. No quiso interrumpirlos, pero de todos modos no se habría atrevido a rechazar a Joe. Después de todo lo que le había costado dominar los nervios, habría sido muy poco amable de su parte. Recordaba lo que se sentía al ser rechazado. Bailaría con todo el que se lo pidiera mientras los pies resistieran, aunque no creía que fuera mucho tiempo. Estaba acostumbrada a trabajar sentada en el caballo. También estaba habituada a llevar botas. Aquellos zapatos no sujetaban bien los pies. Era casi como caminar descalza.

* * *

Madison quería bailar con Fern. En realidad quería llevarla al porche y besarla de nuevo. No lo había rechazado aquella noche. Se había propuesto a sí mismo encontrar una manera de convencerla para que se casara con él, pero ahora casi podía creer que pronto estarían haciendo planes de boda. Preferiría mil veces hablar con ella de Boston que escuchar a Sam Belton predicar acerca de los males que ocasionaban los tejanos y su ganado.

—¿Alguna vez ha visto a una vaca morir de la fiebre de Tejas? —le preguntó Sam Belton.

—Sólo he estado un mes en el pueblo —le contestó Madison—. No he tenido la ocasión de dedicar el tiempo a buscar vacas moribundas.

—Arquea el lomo y deja caer la cabeza y las orejas —dijo Belton, ignorando el comentario de Madison. Los ojos empezaron a brillarle con el fervor de un reformador entusiasmado con su tema—. Los ojos se vuelven vidriosos y la mirada permanece fija en un punto. Las patas traseras empiezan a tambalearse de debilidad. Su temperatura aumenta y pierde el apetito. El pulso se vuelve rápido y débil, y el animal jadea intentando respirar. El aliento tiene un olor fétido y la orina se vuelve oscura o se mancha de sangre. Algunas caen en un aletargamiento parecido a un estado de coma y se niegan a moverse. Otras enloquecen y sacuden las cabezas hasta romperse los cuernos.

—Yo no tengo vacas, así que no sirve de nada que intente intimidarme. ¿Por qué no habla con mi hermano George?

—He tratado de hacerlo, pero él sigue empeñado en traer su hato a Abilene.

—Supongo que se debe a que sus habitantes siguen acogiéndolo de buen grado todos los años.

—Pues lo siento de veras. No podrá volver a traer el ganado aquí durante mucho más tiempo. Estoy organizando a la gente del pueblo —declaró Sam mientras su cara dejaba translucir apasionamiento—. Estamos elevando una petición al gobernador para que haga respetar la línea de cuarentena. Queremos deshacernos del ganado de Tejas y de toda la población flotante que trata de satisfacer todos los apetitos depravados de su gente. Vamos a hacer que este pueblo sea seguro para los granjeros que quieren educar a sus familias aquí y dedicarse a la cría de ganados.

—Enhorabuena. Creo que es una idea maravillosa —señaló Madison.

—¿Está usted de acuerdo? —preguntó Belton. La sorpresa logró desarmar su creciente fervor.

—Por supuesto. Siempre habrá algún pueblo que quien quedarse con el negocio de los long-horns. Además, las tierras que se encuentran alrededor de Abilene ya están demasiado pobladas, George ya ha tomado la decisión de llevarlos a Ellsworth la próxima temporada. Ahora, si me disculpa usted, debo ir a reclamar a mi pareja.

El brillo que había en los ojos de Belton parpadeó y se fue atenuando a medida que seguía la mirada de Madison al lugar en que Fern se encontraba bailando con otro vaquero.

—¿Es ésa realmente la hija de Baker Sproull? —preguntó ya sin rastro de brillo en los ojos.

—Ésa es Fern Sproull —le confirmó Madison.

—Ella sí que ha sido toda una sorpresa. Imagine semejante cuerpo escondido bajo un espantoso chaleco de piel de borrego.

—No estaba escondido —aseguró Madison—. La gente no ve lo que no quiere ver.

—Pues bien, será mejor que los tejanos comprendan que sus días en Abilene están contados.

—Busque otra persona a quien darle su sermón —sugirió Madison al alejarse—. Ya me ha dicho suficientes cosas.

«Más que suficientes», pensó Madison.

* * *

Mientras Madison ponía fin a su conversación con Sam Belton, otro vaquero solicitaba bailar con Fern. Cuando la pieza terminó, Madison había desaparecido.

Fern trató de no dejar entrever su desilusión. Había bailado con todos los hombres que se lo habían pedido, pero estaba cansada de ser la reina de la fiesta. Quería que la ignoraran. Quería estar con Madison. Quería dejar descansar los pies ya doloridos. Estaba contenta con su éxito, pero había hecho todo esto por Madison, no por sí misma. Si él no estaba con ella para disfrutar de su triunfo, prefería sentarse y dar un descanso a los pies.

Otros dos hombres le solicitaron otro baile, pero rechazó a ambos.

—Estoy agotada —les confesó—. Este es un trabajo mucho más difícil que enlazar novillos.

—Te traeré algo de beber —le propuso uno.

—Te traeré algo de comer —le dijo el otro, y ambos se marcharon, lo que le permitió salir a buscar a Madison.

Vio a Rose y a George conversando con la señora McCoy. No vio a Samantha, pero Freddy estaba bailando con la hermana menor de Betty Lewis, cosa que no parecía agradar a Betty tanto como a su hermana.

Luego vio a Sam Belton. Quizá él sabría dónde estaba Madison. Se acercó a él.

—Discúlpeme —dijo—. ¿Por casualidad sabe adónde ha ido Madison Randolph después de hablar con usted?

Fern concluyó que ser guapa definitivamente tenía muchos inconvenientes, y uno de ellos era el hecho de que un desconocido se quedara mirándote fijamente. Esto le hacía sentirse incómoda. Era como si ella fuese un bien público.

—Creo que se ha ido por ahí —dijo Belton, señalando un pasillo que conducía al resto de la casa.

El hombre no dejaba de observar la cara de Fern. Y esto le producía escalofríos. Había algo en su voz que le sonaba familiar, pero no habían hablado nunca antes. Pike le había dicho que vivía en Topeka. Se quedaba en Abilene hasta que pudiera encontrar a alguien para remplazar a Troy.

—Gracias —le dijo Fern, contenta de poder marcharse.

Suponía que no era justo formarse un juicio tan precipitado, pero aquel hombre no le gustaba nada, y no había mucho que hacer al respecto. Tendría que encontrar una manera de rechazarlo si le pedía que bailaran. Se quedó esperando a que Madison regresara de dondequiera que hubiese ido, pero la mirada de Belton la ponía nerviosa. Pensó ir con Rose y George, quienes seguían hablando con la señora McCoy, pero decidió no hacerlo. Esta señora la intimidaba.

Fern nunca había estado en una casa tan grande como aquélla. Doug McCoy la había construido con las enormes ganancias que había obtenido con el comercio del ganado. McCoy había amasado así mucho más dinero del que Belton jamás haría vendiendo granjas. Hasta que no entendiera que la mitad de los comerciantes de Abilene se verían obligados a cerrar sus negocios si los ganaderos llevaban los animales a otro lugar, Belton no se daría cuenta de que sus verdaderos adversarios eran los negociantes de Abilene, y no los tejanos.

Fern se preguntó qué harían los McCoy con tantas habitaciones. Había tres salones, o tres habitaciones que parecían salones, muy bien iluminados, donde la gente podía descansar del baile o conversar tranquilamente.

Madison y Samantha se encontraban en el segundo salón. Fern abrió su boca para hablar, pero las palabras de Madison no la dejaron hacerlo.

—Siempre te he querido, Samantha —estaba diciendo Madison—, pero nunca como esta noche. Como tú no hay dos.

Luego le dio un beso. Allí mismo, a plena luz, sin pensarlo dos veces. Ni siquiera se molestó en cerrar la puerta ni en mirar alrededor para comprobar si alguien los estaba viendo. Simplemente la besó, descaradamente, como si no estuviese haciendo nada malo.

—Yo también te quiero, Madison —le dijo Samantha—. Sabes que haría cualquier cosa por ti.

Fern no quiso escuchar nada más. Tenía que marcharse de allí. Madison le había mentido. Amaba a Samantha. Lo había oído de su propia boca.

Fern dio media vuelta, pero no podía enfrentarse a la idea de tener que pasar en medio de todo aquel gentío que se encontraba en la parte delantera de la casa. Seguramente alguien le pediría un baile. Rose querría que le explicara por qué se marchaba tan pronto de la fiesta. Alguien se lo comunicaría a Madison y él podría querer ir a buscarla.

Decidió volver hacia la parte trasera de la casa. Por el camino pasó frente a la última puerta abierta y entró en la cocina. Había varias mujeres preparando comida para los invitados, pero Fern no se detuvo el tiempo suficiente para ver si reconocía a alguna de ellas. Cruzó la cocina corriendo, salió por la puerta de atrás y, finalmente, se internó en la oscuridad de la noche.

Cegada por las lágrimas, Fern logró encontrar la calle, pero se quedó helada al ver el círculo de carruajes, calesas y carromatos que esperaban frente a la casa. Quiso dar media vuelta, pero en ese mismo instante reconoció la calesa de Madison. Tomando una rápida decisión, Fern intentó la tarea, nueva para ella, de recocerse la falda para poder subir a la calesa.

—¿Quiere que la ayude?

Fern ahogó un grito de asombro antes de girar para encontrarse frente a un desconocido.

—Debe de ser difícil subirse a la calesa con esa falda.

—Es algo complicado —respondió Fern agradecida por la oscuridad que le ocultaba la cara surcada de lágrimas—. Apreciaría mucho su ayuda.

—Es una pena que tenga usted que marcharse de la fiesta tan pronto —dijo el joven, sujetando la mano de Fern mientras ponía el pie en el primer escalón—. Parece ser muy divertida.

—Tengo dolor de cabeza —afirmó Fern—. No soporto la música ni el bullicio.

Logró entrar en la calesa. Se acomodó y desató las riendas.

—Le agradecería que soltara el caballo —le pidió Fern.

—Será mejor que no vaya por la calle Tejas —le aconsejó el hombre—. Si esos borrachos llegan a verla, ya no se contentaran con las bailarinas de las tabernas.

—Gracias —logró decir Fern.

Tan pronto como logró llevar el coche a la calle dando marcha atrás, las lágrimas empezaron a correr de nuevo.

Fern estaba agradecida de que todas las luces estuvieran apagadas al llegar a casa de la señora Abbot. No quería ver a nadie ni tener que explicar nada. Corrió a su habitación y encendió una lámpara. Estuvo a punto de hacer pedazos el vestido debido a las prisas que tenía por deshacerse del símbolo de sus sueños destruidos. Si no se lo hubiera puesto, no habría cambiado de opinión respecto al hecho de poder casarse con Madison. Si no se lo hubiera puesto, no habría arruinado su imagen para siempre, ni tampoco se le habría roto el corazón.

Maldiciendo su propia estupidez, Fern se puso los pantalones y la camisa que siempre había llevado. Quería poder culpar a Madison y a Samantha. Quería culpar a Rose y a George, a Hen, a la señora Abbot y a todo el que se había cruzado en su vida desde aquel fatídico día en que Madison se bajó del tren.

Pero sabía que la única culpable era ella misma. Nadie le había hecho olvidar el sentido común y pensar que alguien como Madison podría amarla más que a Samantha. Nadie le había hecha pensar que podría ser algo distinto de lo que siempre había sido: una inadaptada. Nadie la había obligado a hacer a un lado la única vida que conocía para intentar alcanzar algo que sólo un tonto habría pensado que podría tener. Quizá Madison había sostenido la zanahoria frente a ella, pero fue ella quien abrió la boca para morderla.

Fern acababa de ponerse las botas cuando la señora Abbot entró en la habitación. Se había puesto una bata encima de los hombros y llevaba el pelo recogido.

—¿Qué estás haciendo en casa tan…? ¿Qué has hecho con el vestido? —prácticamente gritó—. Está completamente roto.

—Perfecto —dijo Fern—. Si hubiera tenido tiempo, lo habría quemado.

—¿Qué ha sucedido? ¿Dónde está el señor Madison?

—Ni lo sé ni me importa —aseguró Fern, intentando cargar con todas sus pertenencias—. Pero puede decirle de mi parte, si aún me recuerda y llega a preguntar por mí, que haré que le traigan su calesa a primera hora de la mañana.

—Pero ¿adónde vas?

—A la granja. Es allí adonde pertenezco y de donde nunca debería haber salido. Esto sólo demuestra lo que sucede cuando tratas de ser lo que no eres.

—No entiendo de qué me estás hablando —se quejó la señora Abbot.

—No importa. Por primera vez en muchas semanas, yo sí entiendo. Por favor, dale las gracias a Rose por todo lo que ha hecho por mí.

—Con toda seguridad la verás tú misma y podrás decírselo.

—Lo dudo. —Fern se puso el sombrero y se dirigió a la puerta—. Gracias por todo. Ha sido muy amable.

—Bueno, lo he hecho de corazón —aseguró la señora Abbot—. De todas formas la señora Randolph se va a desilusionar. Te tiene mucho cariño.

—Yo también le tengo cariño —dijo Fern—, pero hay ciertas cosas que no pueden ser.

Las lágrimas estaban ya a punto de asfixiarla, así que corrió hacia la puerta. Se negaba a llorar frente a la señora Abbot o a cualquier otra persona. Este era su acto de locura particular. Superaría esta situación a su manera.

El viaje a la granja fue solitario. No sintió la misma hospitalidad que tanto apreciaba cuando estaba en la pradera, no sintió la libertad de espíritu de la que tanto había disfrutado. Aunque no quisiera reconocerlo, había dejado su corazón en Abilene, y no estaba segura de poder recuperarlo algún día.

* * *

Madison no encontraba a Fern en ninguna parte. Además de echarla de menos, tenía muchas cosas que decirle. Samantha se había ofrecido a ayudarla a entrar en la sociedad de Boston. De hecho, le había propuesto que Fern viviera con ella y con Freddy hasta que se sintiera lo suficientemente cómoda para ocuparse de su propia casa. Para una mujer como Fern, intentar formar parte de la sociedad bostoniana seguramente sería conflictivo y descorazonador. Madison quería hacer todo lo que estuviera a su alcance para facilitarle las cosas.

—Si está buscando a la joven dama —le dijo Sam Belton—, estuvo preguntando por usted hace un rato. Le dije que lo había visto dirigirse hacia el pasillo.

—¿Sabe si ya se ha marchado?

—No creo que lo haya hecho.

Madison no podía imaginar qué estaría haciendo Fern sola en uno de los salones. Quizá no estaba sola. Sintió celos. No quería pensar en que pudiera estar con un hombre, ni siquiera con Freddy. Mucho menos con Freddy. Alargó el paso al tiempo que intentó abrirse camino con impaciencia entre el gentío.

No saludó a ninguna de las personas que le hablaron. Ni si quiera las oyó. Había puesto toda su atención en encontrar a Fern.

No la vio en ninguno de los salones. Todos estaban vacíos. ¿Adónde podía haber ido? No había otro lugar. Oyó a las mujeres haciendo ruido en la cocina. Quizá ellas conocieran algún otro salón. Empujó la puerta para entrar.

—Estoy buscando a una invitada que ha venido en esta dirección —dijo a las mujeres allí congregadas—. No está en ninguno de los salones. ¿Hay algún otro lugar adonde pueda haber ido?

—¿Se refiere usted a una mujer guapa que llevaba un vestido de color amarillo fuerte?

—Seguro que es guapa —dijo otra mujer mientras daba un codazo indiscreto a su amiga—. Un hombre como él no saldría con una mujer fea.

Madison no quiso sonreír.

—Muy guapa, sí, y llevaba un vestido de color amarillo muy fuerte —confirmó él.

—Pasó corriendo por aquí hace unos veinte minutos. Salió al jardín. No sé adonde se dirigió después.

Madison empezó a preocuparse. Algo había sucedido. La última vez que vio a Fern parecía estar divirtiéndose. No la habría dejado sola si hubiera pensado que no lo estaba pasando bien.

No había ni rastro de Fern allí fuera, pero tampoco esperaba que lo hubiese. Ella no saldría de la casa para ir a pasear por el jardín. Algo le habría disgustado. Al no encontrarlo, se habría ido corriendo. No se detuvo a pensar por qué no buscó a Rose. Se había acostumbrado tanto a servirle de consuelo, a estar a su lado casi todo el tiempo, que ni siquiera consideró la posibilidad de que hubiera buscado a alguien más.

¿Por qué habría de hacerlo? Él era el hombre al que amaba. Era el hombre con el que se iba a casar. El que quería llevarla a Boston y darle todo lo que se puede comprar con dinero. El que iba a pasar el resto de su vida intentando compensar las cosas terribles que le habían sucedido en los últimos veinte años. Era natural que fuera a buscarlo a él.

¿Por qué no lo había hecho?

Cuando se dio cuenta de que su calesa no estaba, realmente empezó a preocuparse.

* * *

—No dijo por qué se marchaba —le indicó la señora Abbot—. No dio ninguna explicación. Simplemente entró corriendo, cogió casi todas sus cosas y volvió a salir. Pero no sin antes romper ese vestido. Aunque yo intente arreglarlo, nunca podrá volver a ponérselo.

Cuando Madison vio el vestido, supo que Fern estaba más que disgustada, estaba furiosa.

Él también se puso furioso. No sabía quién la había ofendido, no tenía ni idea de qué le habían dicho o hecho, pero se ocuparía de que quienquiera que fuese lo pensara dos veces antes de volver a hacer algo a Fern. Ya era hora de que la gente supiera que ahora contaba con un hombre que estaba dispuesto a defenderla. De hecho, estaba dispuesto a enfrentarse con cualquier persona para protegerla.

—Me pidió que le dijera que haría que le trajeran la calesa por la mañana —dijo la señora Abbot.

—No se preocupe. Pienso ir a la granja enseguida. Yo mismo la traeré. Y también traeré a Fern de regreso.

* * *

El viaje no le sirvió a Fern para tratar de calmarse. Todo lo contrario. Cuando terminó de acomodar el caballo y guardarlo en la caballeriza, estaba incluso más nerviosa. Todo le recordaba a Madison. Su caballo, su calesa, el granero, la casa. Estaba rodeada de él. Sintió que se estaba asfixiando.

Pero no tenía ningún otro lugar adonde ir, al menos esa noche. Tal vez podría vender la granja o quemar la casa y el granero. Sonaba como un despilfarro absurdo, pero en aquel instante estaba dispuesta a hacer cualquier cosa que desterrara de su vida toda influencia de él. No creía que pudiera seguir respirando mientras el aire mismo estuviera contaminado con lo que él le había dado.

Mientras cruzaba indignada el jardín para llegar a la casa, cayó en la cuenta de que las únicas cosas que tenía que no le había dado Madison eran la ropa que llevaba puesta, once gallinas, cuatro cerdos y una vaca. Incluso el hato, gracias a las bromas que había hecho respecto a los novillos, había sido contaminado por él.

Entró en la casa y cerró de un portazo. Recordó el momento en el que pensó que aquella casa que él le había comprado era la cosa más maravillosa que alguien jamás hubiera hecho por ella. Sin embargo, ahora tenía la sensación de que era una prisión.

No podía quedarse allí. Al menos no esa noche. Se quedaría hasta mañana en el rancho Connor. Era posible que Madison la siguiera, pero nunca pensaría buscarla en aquel lugar.

¿La seguiría Madison? Qué tonta era. Acababa de decirse a sí misma que se sentía en una prisión y que él lo había contaminado todo. ¿A qué se debían esos pensamientos? Pero él no iría detrás de ella. Estaba segura de ello, aunque tampoco serviría de nada que lo hiciera. Quizá realmente había pensado que la amaba —la gente hacía cosas aún más absurdas—, pero la llegada de Samantha le había devuelto el sentido común. Se confundió de nuevo cuando la vio vestida con aquel traje de fiesta, tal vez gracias al impacto de descubrir que de verdad era guapa.

Como quiera que fuera, se había repuesto de esa conmoción a tiempo para darse cuenta de que amaba a Samantha. Y a ella le parecía bien. Fern no quería estar con un hombre que no la amara. No se permitiría soñar con un hombre que quería a otra.

Cogió una manta y una almohada y las tiró junto a la puerta. Estaba buscando unas sábanas cuando oyó ruido de cascos.

Se quedó paralizada. Madison la había seguido. ¿Qué iba a hacer ahora?

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