Fern

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Capítulo 27

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—Y cerciórate de que no se acerquen al rancho de Claxton —pidió Fern a Pike—. No quiero tener a nadie encima en este momento.

—¿Te está molestando algo o alguien? —preguntó Pike—. Pareces tan nerviosa como una gallina en una reunión de coyotes.

—Me siento algo extraña —respondió Fern—. Me han pasado muchas cosas últimamente.

—He oído decir que vas a casarte e irte a vivir a Boston.

—¿Quién te ha dicho eso?

—Todo el mundo sabe que Madison Randolph te propuso matrimonio. Y nadie cree que tú no vayas a aceptar.

—¿Y quién es todo el mundo? —preguntó Fern.

—Principalmente, Betty Lewis. La gente anda diciendo que ella asegura que no fuiste tú quien estuvo en la fiesta, sino que contrataste a alguien para que fingiera ser tú y así él te propusiera matrimonio. También dice que no le cabe la menor duda de que él se va a llevar una desilusión cuando descubra con quién se ha casado.

—¿Y qué piensan los demás al respecto?

Pike se rió.

—Piensan que Betty está tan furiosa que se está dejando llevar por la locura. Parece que piensa que ella es la única en Abilene que podría atrapar a un hombre tan refinado y educado como el señor Madison.

—¿Y tú qué piensas?

—Lo que tú hagas no es asunto mío, pero no me gustaría que te marcharas a Boston. No te van a apreciar tanto como nosotros.

—No recuerdo que nadie me apreciara mucho antes.

—No diste la oportunidad a nadie. Todos imaginamos que, si ya te has atrevido una vez a ponerte un vestido, es posible que lo hagas de nuevo. La gente dice que estabas tan guapa que no podían creerlo.

—Bueno, pues a lo mejor vuelvo a hacerlo o a lo mejor no, pero lo que sí sé es que será mejor que vayas al lugar donde se encuentra el ganado antes de que Reed decida venir a buscarte, porque entonces no habrá nadie que impida que esas vacas se metan en las tierras del viejo Claxton.

Quince minutos después Fern salió de la casa y vio a Rose acercándose en una calesa. Antes de que Rose llegara a la casa, Fern ya se dio cuenta de que algo le sucedía. Rose estaba encorvada en el asiento y apenas lograba sostener las riendas. Fern corrió tan rápido como pudo a su encuentro.

—¿Qué pasa? —le preguntó tan pronto como estuvo a la altura de la cabeza del caballo—. ¿Qué estás haciendo aquí?

—Ayúdame a entrar —le pidió Rose.

—Voy a llevarte de vuelta al pueblo enseguida.

—No me daría tiempo a llegar. Ya estoy de parto.

—¡No puede ser! —exclamó Fern, olvidando que debía moderar su vocabulario frente a Rose—. No puedes parir aquí. Necesitas un médico.

—Tendrás que ayudarme tú.

No había palabrotas en el vocabulario de Fern para expresar lo que sentía en esos momentos.

—George nos va a matar a las dos —dijo Fern tan pronto como logró acostar a Rose en la cama—. Voy a ir a buscar un doctor.

—No, espera. Me he encontrado con Sam Belton en el pueblo esta mañana —dijo Rose cuando el dolor le dio una tregua.

Fern se quedó paralizada.

—¿Qué quería?

—Quiere comprar la granja. Es posible que venga esta tarde a echarle un vistazo. Tenía que advertírtelo. No quería que te sorprendiera tanto que te delataras a ti misma.

—No habría pasado nada porque no me habría encontrado aquí.

—¿Y cómo iba a saber yo eso?

—No quiero parecer enfadada contigo. Sólo estoy preocupada. Voy a buscar un médico.

—No hay tiempo —aseguró Rose—. Tengo contracciones demasiado seguidas ya.

—Lo sé todo respecto a los terneros, pero no sé nada sobre traer al mundo a seres humanos.

—No es muy diferente. Sólo haz lo que yo te diga.

Otra contracción se apoderó del cuerpo de Rose y Fern palideció.

—¿Estás segura?

—Sí —afirmó Rose tan pronto como pasó el dolor y pudo volver a hablar—. Ayúdame a desvestirme. Y vas a necesitar todas las toallas y toda el agua caliente que puedas traer. También unas tijeras e hilo. Voy a dejar todo hecho un asco.

Fern no sabía cómo Rose podía estar tan tranquila. Aunque las contracciones eran cada vez más fuertes y seguidas, no gritó ni una sola vez. Y Fern sabía que sentía mucho dolor. Notaba que las contracciones se apoderaban de su cuerpo y la apretaban con una especie de prensa de tornillo que hacía que se pusiera blanca de dolor y quedara completamente agotada. Así que Fern se avergonzó de haber aceptado la compasión de Rose cuando ella sufrió aquel accidente. Las costillas nunca le habrían dolido así.

Después de una contracción particularmente violenta Fern no pudo seguir guardando silencio.

—¿Cómo puedes soportarlo? —preguntó incapaz de entender por qué Rose había elegido someterse a semejante martirio.

—¿Acaso consigues mirar a William Henry… y no querer tener uno igual a él? —respondió Rose jadeando—. Eso compensa todo el dolor del mundo.

Sin embargo, Fern no estaba muy de acuerdo con esto. Recordó a su propia madre antes de preguntar:

—¿No tienes miedo de morir?

—No, pero la gente… muere de muchas cosas en estos lugares. Supongo que tener un… niño es la mejor manera de morir.

Fern no lo había pensado de esa manera, pero incluso después de hacerlo no se quedó convencida.

—Vas a… tener que… sostenerle la cabeza —dijo Rose jadeando—. Avísame… cuando… lo veas.

La voz de Rose era cada vez más débil. Era difícil entender lo que decía.

Ahora que el parto propiamente dicho estaba a punto de empezar Fern se sintió más segura. Había ayudado en tantos partos en la granja que entendía perfectamente el procedimiento, pero no dejaba de ser extraño ayudar a dar a luz un niño. No sabía por qué, pero no era lo mismo que asistir en el parto de un ternero o de un potro.

—Ya veo la cabeza —afirmó Fern mientras se dejaba llevar por la emoción—. Está calvo.

La risa de Rose se convirtió en un grito ahogado.

—Sostén la cabeza contra tu pecho —logró decir antes de que otra contracción la dejara momentáneamente sin palabras—. Prepárate… para… cogerlo… apenas… salgan… los hombros.

Fern estaba aterrorizada. La cabeza desapareció casi inmediatamente después de que apareciera. Pero otra contracción, otro empujón, y la cabeza volvió a salir. Fern la sostuvo con mucho cuidado. El bebé no se movía ni lloraba. Sólo estaba quieto esperando a terminar de salir.

Le parecía increíble estar sosteniendo una nueva vida. Este niño estaba emparentado con Madison. También estaría relacionado con ella cuando se convirtiera en su esposa.

Este bebé formaba parte de su familia.

Este pensamiento le supuso tal impacto que casi la coge desprevenida el momento en que los hombros empezaron a salir uno tras otro, y el bebé cayó en las manos que lo estaban esperando.

—Es una niña —dijo Fern intimidada por aquel diminuto ser humano que ahora la miraba con unos enormes ojos azules.

—Sólo espero poder estar contigo cuando… tengas tu… primer bebé —dijo Rose cuando logró recuperar el aliento.

—Madison me prometió que no tendría que tener bebés si no quería.

Pero ¿cómo podría no querer ser parte de aquel mágico ciclo de la vida? Sólo una mujer podía traer una nueva vida al mundo. Sólo una mujer podía crear un nuevo ser humano de la nada. ¿Cómo podría negarse a recibir un regalo tan precioso?

—Pues yo sí quiero este bebé, y muchos más como ella —aseguró Rose, intentando doblar el cuerpo exhausto para poder ver a la niña—. Pásamela.

Fern la recostó sobre el pecho de Rose, luego cortó y ató el cordón umbilical y limpió a la criatura.

La niña era pequeña, roja, arrugada, con el pelo rubio y no abundante. No emitió ningún sonido hasta que Rose le limpió la boca y le dio un golpecito con el dedo en la planta de los pies. Entonces empezó a gritar de verdad.

—Al menos ahora sé que los pulmones están limpios —dijo Rose, sonriendo con orgullo—. Eres una niña hermosa, ¿no es verdad, cariño? —le dijo en voz baja—. Tu papi va a estar muy orgulloso de ti en cuanto te vea.

—Espero que se sienta lo suficientemente orgulloso como para olvidarse de cómo ha nacido —dijo Fern. Conocía a George Randolph lo bastante bien como para saber que no le iba a agradar que su esposa hubiera dado a luz con la única ayuda de una partera novata.

—¿Qué nombre le vas a poner? —le preguntó Fern.

—No lo sé. No sé si ponerle el nombre de la hermana de George, que murió siendo un bebé, o el de su madre. Creo que dejaré que él decida. —Rose se miró el cuerpo hinchado—. Esperaba quedarme mucho más delgada cuando esto terminara. Supongo que he estado comiendo demasiado. A menos que quiera ser una gordita el resto de mi vida, tendré que empezar a comer mucho menos.

—Voy a limpiarte —sugirió Fern—. No querrás que tu esposo te vea así.

—No has hecho más que alabarme, ¿verdad? Sé que no debo de tener muy buen aspecto, pero… ¡ayyyyyyyyyyy!

Fern se dirigía a buscar agua cuando el grito de Rose le hizo dar media vuelta.

—¿Qué te pasa? —preguntó muerta de miedo de que le hubiera sucedido algo.

—Creo… que… son… gemelos —logró decir Rose jadeando.

Aunque no menos brutal que el primero, el segundo parto fue mucho más corto. Minutos después, Fern ayudaba a traer al mundo a otra hermosa niña rubia. Rose estaba impaciente por tener a su segunda hija acurrucada en el otro brazo.

—¡Ay, Dios mío! George no va a poder creerlo —murmuró, sonriendo a pesar del agotamiento y del sudor que le empapaba el cuerpo.

—¿Cómo vas a distinguirlas? —le preguntó Fern, mirando fijamente a las dos niñas que Rose sostenía con amor entre los brazos.

—¿No puedes distinguirlas tú? —preguntó Rose sorprendida.

—No. Son idénticas.

—No para mí —afirmó Rose—. Apuesto a que para George tampoco. Ata una cinta en el tobillo de la primera. Antes de que termine la semana tú también podrás diferenciarlas.

Fern lo dudaba, pero no quería discutir con Rose. Mientras la madre, ya delgada, cobijaba a sus dos bebés entre los brazos, Fern empezó a limpiar. Rose estaba en lo cierto. Todo había quedado hecho un asco.

Una hora después Fern había terminado de limpiar la casa, luego ayudó a Rose a bañarse y ponerse uno de los camisones que le había regalado.

—Voy a enviar a Reed a buscar un doctor —sugirió Fern.

—¿Para qué? —preguntó Rose sin mirar a Fern. Sólo tenía ojos para sus bebés—. Todas estamos bien.

—Porque quiero vivir el tiempo suficiente para poder casarme con Madison. Tal vez George no me mate si el médico dice que todo ha salido bien. Dudo de que me crea a mí.

—Pero he sido yo quien ha venido hasta aquí.

—¿Crees que ese hombre podría culparte de algo? —preguntó Fern—. Nunca he visto a nadie tan perdidamente enamorado como él lo está de ti.

—¿Y Madison?

¿Y Madison? ¿Acaso la amaba menos de lo que George amaba a su esposa? ¿Lo adoraba ella menos de lo que Rose adoraba a su marido? Para su felicidad, se dio cuenta de que el amor que sentían el uno por el otro era igual de grande. Ya no tenía por qué envidiar a Rose o pasar horas imaginando qué se sentiría al ser ella misma. El sueño se había hecho realidad y algún día la gente miraría a Madison y a ella de la misma manera en que ella había mirado a Rose y a George.

Fern sonrió de felicidad.

—Creo que Madison me ama tanto como George a ti, pero, en cambio, él nunca tiene ningún reparo en decirme lo que hago mal.

—¿Eso ha hecho que te deje de amar?

—No. —Y probablemente nunca lo haría. No podía imaginar a Madison de ninguna otra manera.

—Entonces no te preocupes. Estos Randolph son tan tercos como mulas, pero una vez que toman una decisión se aferran a ella durante el resto de sus vidas.

—Recordaré eso, pero ahora será mejor que me marche. Tardaré cerca de media hora en encontrar a Reed. ¿Estás segura de que estarás bien?

—Sí, estaré bien —afirmó Rose, canturreando a sus bebés—. Nunca me he sentido mejor en toda mi vida.

* * *

Pinkerton se acercó al tren antes que se detuviera por completo.

—¿Qué sucede? —le preguntó Madison de repente temeroso—. ¿Le ha pasado algo a Fern?

—No —respondió Pinkerton para alivio de Madison—, pero acabo de descubrir que Belton estuvo en Abilene hace ocho años. Pasó dos veces por aquí con cargamentos que llevaba por el camino de los militares a la senda de Santa Fe. El último viaje tuvo lugar en la misma época en que agredieron a Fern.

—¿Cómo la agredieron? —preguntó George.

—Te lo contaré después —afirmó Madison—. Ya sabemos quién es el asesino. Tan pronto como lleve a Fern a un lugar seguro, podremos ir a buscarlo.

* * *

—Y no permitas que te diga que ella no lo necesita ahora que ya ha dado a luz —ordenó Fern a Pike—. El doctor Grey es el hombre más perezoso que existe. Se moriría de hambre si no fuera el único médico que hay en Abilene.

—¿Y si se niega a venir?

—Dale un golpe en la cabeza y tráelo a rastras. Prefiero que sea él quien se enfade conmigo y no George.

—O Hen —añadió Pike mientras montaba en el caballo—. El doctor no dispara muy bien, pero nadie es capaz de recordar que Hen Randolph haya errado un tiro.

* * *

Fern dejó que el caballo fuera a medio galope con las riendas sueltas. Conocía el camino a casa desde el campamento donde estaban las vacas sin necesidad de que ella lo guiara. Afortunadamente era así. Tenía la cabeza demasiado ocupada como para preocuparse de algo tan trivial como encontrar el camino a casa.

Aún recordaba la emoción del nacimiento de las niñas de Rose. Sabía que vendrían al mundo. Bueno, sabía que al menos una de ellas vendría. Pero nada la había preparado para ver a Rose acostada en esa cama, mirando a sus hijas recién nacidas como si fueran las criaturas más maravillosas que jamás hubieran nacido.

Fern se preguntó si su madre habría sentido lo mismo por ella. Y no pudo evitar preguntarse cómo se sentiría ella respecto a un bebé propio; respecto al hijo o la hija de Madison.

Suponía que era aquella magia, aquel deseo esencial de crear vida lo que había hecho que su madre intentara tener un segundo hijo a pesar de saber que no debía.

Sabía que Madison no esperaría nada así de ella. Y ella tampoco lo esperaría de sí misma, pero también era cierto que nunca había querido tener una casa llena de niños como Rose. Uno o dos serían suficientes. Sólo el hecho de imaginar a Madison con su propio hijo, de imaginar poder entregárselo ella misma por primera vez, hacía que se le llenaran los ojos de lágrimas. Tener niños era el sentido último de la vida. Había pasado demasiados años intentando insensibilizarse. Ahora quería experimentarlo todo.

No le apetecía ir a Boston; la sola idea la atemorizaba, pero suponía que también podía intentarlo. Ya estuvo a punto de permitir que el miedo le robara toda su vida, así que se juró no volver a hacerlo. Independientemente de los desafíos que le presentara la vida, no huiría de nuevo.

El poni relinchó y ella alzó la vista para encontrarse frente a frente con Sam Belton.

* * *

—No sé dónde está —le dijo la señora Abbot a George. Sollozaba de forma histérica, lo que hacía prácticamente imposible comprender lo que decía—. Estaba sentada en el porche y un minuto después había desaparecido, se había esfumado.

—Bueno, no puede haber ido muy lejos —sugirió George—. No en su estado.

—Eso es exactamente lo que yo pensé, pero ha estado ausente todo el día. Sin duda ya es hora de que hubiera regresado.

William Henry tiró de la manga de su padre. Distraídamente, George alzó al chiquillo y lo saludó con un beso, pero sin apartar los ojos de la señora Abbot.

—¿Está segura de que no ha dicho adónde iba?

—Ni una palabra —se lamentó la señora Abbot. Llevándose las manos a la cara de manera histriónica, se desplomó en un sofá—. He hecho memoria durante horas. Definitivamente no ha dicho nada.

—A lo mejor ha salido con Fern —sugirió Madison.

—Fern está en la granja.

—Papi —susurró William Henry al oído de su padre.

—Ahora no, hijo —le pidió George—. Tengo que encontrar a tu madre. No debería ausentarse durante tanto tiempo.

—Creo que lo mejor sería que informáramos de lo sucedido al alguacil Hickock —dijo Jeff.

—Tal vez deberías ir a ver primero si ha ido al médico —sugirió Hen—. Si le ha ocurrido algo, debe de tener que ver con el bebé. Yo iré si quieres.

—Te lo agradecería —dijo George.

—Y yo iré a ver al alguacil —se ofreció Jeff.

—Pídele que no hable con nadie sobre este asunto —dijo George—. Rose nos matará si revolucionamos el pueblo y al final descubrimos que ha estado todo el día en casa de un vecino.

—He preguntado en casi todas las casas del pueblo —aseguró entre gemidos la señora Abbot—. Nadie la ha visto.

—Papi —susurró William Henry de nuevo.

—Ahora no tengo tiempo —dijo George, bajando a su hijo—. ¿Por qué no sales a jugar un rato?

Pero William Henry no se marchó. Se quedó junto a su padre.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Madison—. No puedo quedarme sentado esperando a que Jeff y Hen regresen. Tengo que ir a ver a Fern.

—No sé qué otra cosa podemos hacer. No sabemos dónde buscar —George se pasó la mano por la cabeza—. No lo entiendo. Rose no acostumbra a salir sin decir a nadie adonde va.

—Yo sé adonde ha ido —afirmó William Henry.

—Niño, sabes muy bien que no está bien decir…

—¿Qué ha dicho tu madre? —le preguntó George.

—Es un secreto. Mami ha dicho que sólo se lo dijera a papá.

—Puedes decírnoslo —afirmó George—. No hay ningún problema.

William Henry miró a la señora Abbot con aire vacilante.

—¿Puede ir usted a buscar a Ed, señora Abbot? —le pidió George—. A lo mejor él también sabe algo.

—Ya le he preguntado si…

—Estoy seguro de que así ha sido, pero no estaría mal que le preguntara de nuevo.

—Si usted quiere… —dijo la señora Abbot claramente disgustada porque la hicieran salir de la habitación.

—Ahora sí, dinos qué ha dicho mami —preguntó George tan pronto como la señora Abbot cerró la puerta al salir.

William Henry miró alrededor para cerciorarse de que la señora Abbot se había marchado.

—Mami ha ido a ver a Fern. Ella sabe quién mató al hombre.

—¿A qué hombre? —preguntó Madison, poniéndose alerta de inmediato.

—Al señor Spool —dijo William Henry.

—¡Troy Sproull! —exclamó Madison—. Pero ¿cómo lo ha descubierto?

—¿Qué más ha dicho mami? —preguntó George a su hijo.

—Que le dijera al señor Everett que es un secreto.

—Ensilla los caballos tan rápido como puedas —pidió George a Madison—. Yo te seguiré tan pronto como haya hablado con la señora Abbot.

—¿Crees que Fern está en peligro?

—No lo sé, pero Rose no habría ido a la granja si no lo creyera.

—Busca la pistola —gritó Madison por encima del hombro al mismo tiempo que se alejaba corriendo—. Y tráeme una a mí también.

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