Fern

Fern


Capítulo 2

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—Ha llegado en el tren de la tarde —le dijo Fern a su padre mientras le servía la cena. Los nervios la hacían hablar en voz muy alta—. Debí de haber imaginado que no se conformarían con un abogado de por aquí.

Baker Sproull empezó a comer sin esperar a su hija.

—He oído decir que no ha visto a su familia en muchos años —dijo con la boca llena—. A lo mejor no le importa su hermano.

—No sé nada de eso —dijo Fern mientras colocaba el resto de la cena de su padre en la mesa—, pero está aquí para defender a su hermano. Lo pude ver en sus ojos.

Aquellos ojos negros, recordó Fern, tan oscuros como la noche y tan profundos como la inmensidad. Aquel rostro tan hermoso había permanecido sereno. En realidad, parecía levemente sorprendido de que ella hubiera tenido la desfachatez de hablarle. Pero sólo levemente, como si nada pudiera sacarlo del todo de sus casillas; o, en todo caso, como si alguien tan intrascendente como Fern Sproull no pudiera lograrlo.

Ya le enseñaría ella. No se había esforzado toda su vida por ganarse el respeto de la comunidad masculina para que viniera un abogado del este, experto en engatusar con su labia, a arruinarlo todo.

«Probablemente piensa que en Kansas todos duermen en el suelo y hablan con las vacas más que con la gente».

Pues bien, que piense lo que quiera. Así ella podría saborear mejor su victoria cuando le enseñara cuan equivocado estaba.

—¿Cómo es él? —le preguntó su padre.

Como si la apariencia de aquel hombre fuera más importante que lo que había venido a hacer. Pero también era verdad que a su padre no le había afectado la muerte de Troy. Decía que se la había estado buscando; si Hen Randolph no lo hubiera matado, cualquier otra persona lo habría hecho.

—Parece un doble de George Randolph —le dijo Fern a su padre mientras se servía un plato de comida—, aunque no tan huesudo. Y aun no siendo tan parecido, sería imposible que no lo reconocieras. Nadie aquí se viste como él. Te juro que sus botas no tenían nada de polvo, incluso después de caminar desde el tren. Tal vez en Kansas el polvo no es lo bastante valiente para atreverse a posarse en esas ropas.

»Llevaba un traje negro bastante sencillo, pero no te imaginas cómo le quedaba de bien. Parecía haber sido hecho especialmente para él. Te juro que pensé que el cuello de la camisa lo estrangularía. Le llegaba hasta la barbilla y estaba más tieso que una tabla. En Abilene no podrá encontrar a nadie que le haga los cuellos así. Ni tampoco las camisas. Y tiene el pelo tan negro como los ojos, además de fuerte y ondulado. Es alto, pero lo parece aún más porque te mira como si fuera un águila. Causará gran impresión cuando se levante para hablar.

—No deberías haber escuchado a escondidas su conversación —la reprendió su padre.

—Yo no estaba escuchado a escondidas. Me acerqué a él y le dije que quería cerciorarme de que mandaran a su hermano a la horca.

Se sirvió un poco de café con una generosa cantidad de crema en una taza desportillada y se sentó de nuevo a la mesa.

—No debiste hacer eso —le dijo su padre de nuevo mientras le mostraba la taza vacía—. ¿Qué va a pensar de ti?

—No me importa —le respondió Fern, cogiendo la taza de su padre para llenarla—. Quería que supiera desde el principio que no podrá liberar a su hermano de la condena sólo porque sea de Boston.

—Es posible que sí pueda —afirmó su padre. En cuanto ella puso el café en la mesa, él le pasó el plato vacío—. No muchas personas del pueblo querrán que manden a Hen a la horca si la compañía del ferrocarril llegara a oponerse. Sabes que ese hombre tiene contactos ahí, ¿no es verdad?

Fern regresó a la cocina para servir más pollo y buñuelos en el plato de su padre.

—¿No pensarás que la gente accederá a sus exigencias sólo por el ferrocarril? —preguntó, aunque comprendió justo en ese momento que los Randolph contaban a su lado con un aliado muy poderoso.

—No he dicho que lo harían. Sólo que podrían hacerlo. Además, no hay que armar tanto lío por alguien tan despreciable como Troy. No creo que lo merezca.

Fern puso el plato frente a su padre y se sentó a comer.

—No sentías lo mismo el año pasado cuando nuestras vacas empezaron a morir de la fiebre de Tejas.

—Ni lo haría si volvieran a enfermar, pero espero que no vuelva a suceder. Es muy probable que el año entrante los tejanos vayan a Ellsworth o a Newton. —Pareció perder interés en la conversación—. Córtame un trozo de tarta antes de que empieces a comer —pidió a su hija.

—Eso no es lo que importa —dijo Fern al tiempo que se levantaba y se dirigía a la alacena donde guardaba la tarta.

—Sí lo es —la contradijo su padre—. Sólo un tonto nato como Troy se pelearía con Hen Randolph sabiendo de su mal genio y de su rapidez con las armas. Era de esperar que, si insultaba a su padre, él se pondría tan furioso como un toro bravo.

—Pero no tenía que matar a Troy —dijo Fern, acercándose a la mesa con un gran trozo de tarta rellena de mermelada de ciruelas.

—No me parece bien que se mate a una persona a tiros, pero tampoco que se insulte a los padres de nadie. —Baker apartó su plato, devolvió a Fern su taza de café vacía y cogió su tarta—. Troy era un fanfarrón, además de un cabrón y nada honesto. Nunca hubiera dejado que trabajara para mí si no fuera de la familia.

Fern regresó a la mesa con el café de su padre. Se sentó y bebió un sorbo del suyo, pero ya estaba frío; de modo que se levantó, lo tiró y se sirvió un poco más.

—¿Cuántas veces te he dicho que no debes desperdiciar una buena crema en el café si luego no te lo piensas beber? —se quejó Baker al tiempo que se levantaba de la mesa—. Yo podría ganarme un par de dólares a la semana con todo lo que tú tiras.

Fue a sentarse fuera a tomar el fresco. Fern se quedó comiendo sola.

No le importaba lo que su padre dijera. No estaba bien matar a un hombre. Así como tampoco estaba bien que los tejanos trajeran sus vacas enfermas a Kansas aunque la ley lo prohibiera; ni que mataran el costoso ganado de pura sangre de los granjeros, picotearan sus cosechas, acabaran con su heno y se bebieran su agua.

Tampoco estaba bien que un colono engreído viniera al pueblo tan tranquilamente esperando evadir la ley sólo por tener mucha labia y un trabajo importante en el ferrocarril, y vestir como un modelo de catálogo para caballeros elegantes.

Si pensaba que el hecho de tener una cara bonita le serviría de algo allí, estaba totalmente equivocado. Las mujeres de Kansas sabían apreciar a un hombre guapo, pero no por ello harían el ridículo.

Fern se arregló distraídamente el pelo largo y rubio. Troy había intentado hacer que se lo cortara. Le dijo que arruinaría su lanzamiento si se le soltaba mientras enlazaba un novillo. Buscó con la mirada el retrato de su madre sentada a la mesa junto a la silla de su padre. No podía explicarlo, pero su cabello la hacía sentir más femenina. No quería romper este único vínculo, por débil que fuera, que la unía con la madre que no podía recordar.

* * *

—Hen no habla mucho —advirtió George a Madison.

Iban camino de la cárcel. Madison intentaba pensar en este caso como un problema legal que debía ser resuelto con serenidad y sensatez, pero a medida que se acercaban a la prisión el estribillo que resonaba en su cabeza se hacía más insistente: «Este es el chico al que abandonaste».

Nadie le había dirigido nunca estas palabras. Sin embargo, no podía liberarse de esta silenciosa acusación. Acechaba en algún lugar situado un poco más allá del límite de la conciencia, siempre dispuesta a hacerse presente en sus pensamientos conscientes en un momento de descuido.

—Nunca habló mucho —contestó Madison—. Incluso mamá tenía problemas para hacerle decir más de dos frases seguidas.

Mientras intentaba esquivar a los peones y a los granjeros de camino hacia alguno de los bares situados a ambos lados de la calle, concluyó con toda certeza que sus hermanos nunca entenderían por qué se había marchado. Nada lo absolvería a sus ojos.

—Sería conveniente que me pusieras al corriente de lo sucedido —pidió Madison.

—No hay mucho que decir. Hen salió a cabalgar por el camino a Newton. Habíamos tenido algunos problemas con un granjero en esta ruta y él quería ver si podía encontrar otra para llegar al pueblo. Cuando regresó, Hickok lo arrestó por asesinar a Troy Sproull.

—¿Sproull? ¿Tiene alguna relación con la chica que estuvo a punto de atacarnos?

—Era su primo.

Ahora Madison entendía por qué estaba tan enfadada. Probablemente pensó que él había venido a ayudar a su hermano a burlar la horca. Y así era, pero su objetivo era probar que Hen no merecía tal condena.

—¿Qué pruebas tienen?

—Un hombre llamado Dave Bunch dice que vio a Hen cabalgando hacia el rancho Connor, que está abandonado. Dice que reconoció el caballo de Hen. Unos minutos más tarde oyó un disparo y dio media vuelta para ver si Hen necesitaba ayuda. Troy estaba muerto cuando llegó allí y Hen había desaparecido.

Madison sintió una punzada en el pecho. Miles de hombres habían sido condenados a la horca con testimonios menos sólidos que ése. Habría que probar que Dave Bunch había mentido o se había equivocado.

—¿Hay algo más que deba saber?

—Hen y Troy se pelearon la noche anterior por algo que Troy dijo. Hen amenazó con matarlo si volvía a decirlo. Era algo relacionado con papá.

De todos los recuerdos que Madison quería borrar, los que atañían a su padre ocupaban el primer lugar.

—¿Qué ha hecho ahora ese viejo cabrón? Esperaba que algún yanqui le hubiera pegado un tiro.

—Así fue. Lo mataron en Georgia.

¡Demonios! No había dicho aquello en serio. Odiaba a su padre, pero no era verdad que quisiera que hubiera muerto. No de aquella manera.

Madison se había alejado todos esos años, rehusando ponerse en contacto con George por temor de que aquel viejo cabrón lo fuera a buscar. Ya no era un chico indefenso, pero algunos episodios de su vida eran demasiado dolorosos para sacarlos de nuevo a la luz.

—Si papá está muerto, ¿qué pudo haber dicho Troy Sproull para irritar tanto a Hen?

—Se rumorea que papá se llevó dinero del ejército de la Unión. No sé cómo Troy se enteró de eso, pero lo cierto es que provocó a Hen al decirle que papá era un ladrón.

—¿Es verdad que robó ese dinero?

—No lo sé. No volví a verlo después de marcharme para alistarme en el ejército confederado.

Madison nunca olvidaría aquel día. William Henry Randolph anunció, poco después de que sus dos hijos mayores partieran, que él también pensaba alistarse como voluntario. No pareció importarle abandonar a su familia, que su esposa estuviera deshecha de dolor o que sus cinco hijos menores se quedaran paralizados de pánico. Simplemente se marchó.

Su madre nunca se recuperó de aquel golpe.

—Hen dio una paliza a Troy —siguió George—. Le dijo que papá era un mentiroso, un estafador y probablemente también un ladrón, pero que sólo sus hijos tenían derecho a hablar así de él.

—¿Eso fue todo? Incluso en Kansas se necesitan más motivos para matar a un hombre.

—Todo el mundo pensó que ahí había acabado la cosa hasta que Troy apareció muerto y Dave aseguró que lo había visto todo excepto a Hen apretar el gatillo. Tenemos que entrar aquí un momento.

George se dirigió a la taberna Álamo.

—¿Para qué? —preguntó Madison.

—Es difícil encontrar al alguacil en otro lugar.

El alguacil «Bill el Salvaje» Hickok tenía un pelo negro que le llegaba hasta los hombros peinado con raya en medio, unos pantalones de gamuza con flecos y un par de pistolas con mango de nácar en la cintura. Estaba sentado en una de las mesas absorto en un juego de naipes. No parecía muy contento de que lo interrumpieran.

—¿No ha hablado ya lo suficiente con ese chico? —preguntó Hickok cuando George le pidió ver a Hen—. No puede tener mucho más que decir.

—Éste es mi hermano Madison —le dijo George al alguacil—. Ha venido a hacerse cargo de la defensa de Hen.

—No creo que sirva de mucho mientras Dave Bunch insista en su testimonio.

Madison sentía cómo crecía dentro la irritación que le producía aquel sujeto arrogante que parecía despreciar tanto a su familia. Había visto a muchos hombres de poco carácter dejarse corromper por el poder. Suponía que al alguacil de Abilene le había sucedido lo mismo.

—De todos modos nos gustaría verlo —insistió George.

—Haga lo que le de le gana —dijo Hickok mientras cogía las llaves y se las entregaba a George—. Pero no ha pronunciado ni una sola palabra delante de nadie desde hace más de una semana.

Ya en la calle Madison preguntó:

—¿Le da las llaves a todo el mundo?

—Así no interrumpe el juego —le respondió su hermano.

O Hickok respetaba mucho a George y pensaba que no ayudaría a Hen a escapar, o lo despreciaba tanto que no creía que lo lograría, o simplemente no le importaba. Madison decidió conocer mejor al alguacil Hickok.

La cárcel era un pequeño edificio de madera. Abilene había designado a su primer alguacil el año anterior, y hasta entonces no se había necesitado a nadie más.

La celda de Hen era en realidad una habitación con barrotes en la puerta. Una cama, una mesa, varias sillas y hasta una lámpara para leer hacían que fuera más cómoda que una celda convencional. Hen estaba acostado en la cama cuando George abrió la puerta. Sólo se movió para volver la cabeza y así ver mejor al hombre que estaba detrás de George.

Finalmente lo reconoció. Madison pudo ver que los músculos de su cuerpo se tensaban. Hen se incorporó.

—¿Qué demonios estás haciendo aquí? —preguntó.

La rabia ahogaba su voz, que apenas era un susurro.

Los labios de Madison esbozaron varias respuestas. Fue un virginiano en Harvard durante la guerra, lo cual había supuesto resistir innumerables confrontaciones mediante algún comentario ligero, una réplica mordaz o una pregunta incisiva. Esto les hubiera enseñado a Hen y a George que no podían tocarlo ni herirlo, pero no había hecho aquel largo viaje desde Boston para ocultarse tras subterfugios. En las últimas horas muchas cosas que él pensaba que estaban muertas o enterradas habían reaparecido para mostrar que sus fuerzas no habían mermado con el transcurrir de los años. Había llegado a pensar que se había endurecido y que ninguna emoción podía afectarlo, que se había fabricado una coraza contra las acusaciones y las indirectas. No obstante, empezaba a descubrir que en lo que concernía a su familia era tan vulnerable como lo había sido hacía ocho años.

—He venido a ayudarte.

—¿Cuánto tiempo piensas quedarte esta vez? —le preguntó Hen. Su resentimiento no había disminuido—. ¿Hasta que me ahorquen? ¿O te marcharás en mitad del juicio?

—No te ahorcarán.

—¿Y cómo piensas impedirlo? George no permitirá que me fugue. Me traería de vuelta si lo hiciera.

—Soy abogado —le explicó Madison—. Probaré que no mataste a Troy Sproull.

—Así que el desertor regresa disfrazado de elegante abogado para ayudar a su pobre e ignorante hermano —dijo Hen con desprecio.

Madison tuvo que hacer acopio de valor para seguir allí. Ni George ni Hen lo habían perdonado. ¿Podría esperar algo diferente de sus demás hermanos? Si no era así, ¿qué estaba haciendo en aquel lugar?

—¿Por qué estás tan seguro de que no maté a Troy? —le preguntó Hen, obviamente intentando provocarlo para que perdiera los estribos.

—No creo que el niño que conocí se haya convertido en un asesino.

Su padre pudo haberlos dejado marcados al convertirlos en hombres salvajes y coléricos, pero Madison no podía creer que ninguno de sus hermanos cometiera un asesinato. Lo que tenía que recordar ahora era lo que sus hermanos sentían por él, lo que sentía por él mismo no era importante en aquellos momentos.

—¿Cómo podrías saberlo? No me viste crecer, así que no tienes ni idea de en qué clase de hombre me he convertido.

Madison se preguntó cómo una voz que apenas susurraba podía tronar en sus oídos con la fuerza de un cañón.

—Pregunta a cualquiera de las personas que me conoce; por ejemplo, a George. Soy un asesino. Habría matado a Troy si hubiera pronunciado una sola palabra más sobre papá.

—No seas tan testarudo, Hen —dijo George.

—¿Por qué lo has traído aquí? —preguntó Hen a George—. Hubiera preferido que le pegaras un tiro antes de que llegara a este pueblo.

—Quiere ayudarte…

—No necesito su ayuda —afirmó Hen. Sus ojos brillaban como diamantes de un intenso color azul—. Sácalo de aquí o lo mato.

Madison giró sobre los talones. La rabia le nubló la mente y una sensación de náusea le provocó un doloroso nudo en el estómago. Había imaginado que Hen estaría enfadado, pero no estaba preparado para tal furia.

No, lo que en realidad sentía era odio. Hen lo odiaba con la misma intensidad con la que Madison había aborrecido a su padre.

Conocía ese sentimiento, su profundidad y su fuerza. Nada podría cambiarlo, ni siquiera el hecho de probar la inocencia de Hen.

Madison se detuvo frente a la entrada de la cárcel. Se quedó contemplando aquel tosco y salvaje pueblo. Las calles llenas de aquel polvo que se convertiría en barro con las primeras lluvias, el hedor y el ruido de los corrales que lo aturdieron cuando se bajó del tren, las tiendas de fachadas simuladas que ocultaban edificios humildes llenos de mercancías ordinarias, la suave luz que se esparcía sobre las calles proveniente de una docena de bares, la estridente disonancia de un piano que se mezclaba con unas voces cantando fuera de tono, el estruendoso sonido de la carcajada de un borracho, los hombres viviendo cada día al filo de la eternidad… No les envidiaba aquellos momentos de placer, pero tampoco podía entenderlos.

Sus hermanos se habían convertido en hombres como ellos y tampoco podía entenderlos. No obstante, tenía que intentarlo. De lo contrario, sería mejor que regresara a Boston y se olvidara de que tenía una familia.

Se fijó en un chico que caminaba hacia él con aire arrogante. Este desconocido vaquero logró distraer la rabia y la frustración que sentía. Por desgracia se dio cuenta de que el chico era la joven que lo había abordado en las escaleras del Drovers Cottage.

Sintió que su interés se aguzaba y que toda su atención se concentraba en aquella mujer. La vio acercarse, desconcertado por la reacción que le causaba una chica que debería producirle rechazo y que, sin embargo, le hacía gracia y despertaba su curiosidad.

No cabía duda de que era una mujer de aspecto insólito. Llevaba el pelo recogido con horquillas bajo un sombrero de ala ancha y copa chata. Su indumentaria —camisa de franela, pantalones grises y sucios y botas de tacón alto— no se diferenciaba de la que usaban los peones que se ocupaban del ganado en el campo.

Era una chica alta y más delgada que la mayoría, pero había cubierto los aspectos reveladores de su figura con un chaleco de piel de borrego que le quedaba bastante holgado. Debía de haber pasado toda su vida al aire libre montando a caballo a juzgar por aquella tez bronceada y ese aire arrogante al caminar. Sólo una mirada muy perspicaz podría adivinar que había venido al mundo con el nombre de Fern y no con el de Fernando.

No era en absoluto la clase de mujer a la que estaba acostumbrado; sin embargo, le intrigaba saber por qué se había convertido en una rebelde. Debía de haber una razón poderosa. Si alguien sabía sobre el tema, era él. No obstante, tenía que tener presente que aquella chica quería ver a Hen muerto.

Fern Sproull pareció aminorar la marcha al reconocerlo, pero lo pensó mejor: aceleró el paso y exageró ligeramente su andar altanero.

Él dio un paso adelante para interponerse en su camino. Sería divertido verla intentando decidir si debía pasar de largo como si no lo hubiera visto o si reconocía su presencia. Le gustaba hacer que sus adversarios se sintieran incómodos. Eso los confundía, les hacía cometer errores.

Y, además, lo colocaba en una situación de ventaja.

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