Fern

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Capítulo 30

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—Quédate quieta —la reprendió Rose—. No puedes casarte con el vestido sin abotonar.

Fern se observaba en el espejo. Llevaba puesto el segundo traje que Madison le había comprado y no le gustaba lo que veía.

—No puedo casarme con Madison con un vestido de diario. Apuesto a que Samantha habría encargado el suyo en una de esas tiendas extranjeras de las que Madison siempre está hablando.

Fern no podía dejar de pensar en el hecho de que Samantha y Freddy Bruce habían regresado a Abilene para asistir a su boda. Sabía que la gente haría comparaciones. Por más que lo intentara, no podía evitar preocuparse de que Madison también las hiciera.

No le preocupaba, en cambio, que él cambiara de opinión. A pesar de que la herida le producía mucho dolor al moverse, él se había mostrado locamente enamorado de ella durante los últimos días. Incluso George se había dado cuenta y había hecho un comentario al respecto. Sin embargo, no quería recordar el comentario de Jeff. Ahora podía entender perfectamente por qué Jeff no caía muy bien a la gente.

Ni siquiera estaba segura de que Madison recordara que Samantha estaba allí, pues no podía pensar en nadie que no fuera Fern. Ella había tratado de analizarlo. Había pasado horas elaborando una relación de sus atributos, positivos y negativos, y no podía explicarse por qué Madison estaba tan loco por ella. Finalmente concluyó que no había ninguna razón. Simplemente era así, y tendría que aceptarlo.

De modo que eso hizo, y nunca se había sentido tan feliz en toda su vida.

—Madison no se va a casar con Samantha —afirmó Rose haciendo acopio de toda su paciencia. Había estado apaciguando los temores de Fern toda la mañana—. Y estoy segura de que no le importará qué te pongas.

Rose terminó de abrochar los botones de la espalda.

—Ese vestido amarillo habría sido perfecto —dijo la señora Abbot entre suspiros—, pero el canesú estaba completamente roto. No conseguí arreglarlo.

La señora Abbot no había dejado de lamentarse de que Fern hubiera destruido el vestido que había llevado a la fiesta de la señora McCoy.

—Debería haber ido a Kansas City —anunció Fern—. O incluso a San Louis. Sabía que en Abilene no habría nada que pudiera ponerme para una ocasión así.

Había comprado seis vestidos, pero finalmente se decidió por el que Madison le había regalado.

—Deja de preocuparte —le sugirió Rose mientras le daba un beso en la mejilla—. Estás preciosa.

—Habría encargado un vestido a Chicago si el tornado no se hubiera llevado mis catálogos.

—Madison probablemente se casaría contigo aunque te empeñaras en ponerte los pantalones y el chaleco de piel de borrego.

—¡Jamás se atrevería a hacer tal cosa! —exclamó la señora Abbot horrorizada.

—¿De verdad lo crees? —preguntó Fern esperanzada.

—Toda tu vida has odiado los vestidos y ahora no haces otra cosa que pensar en ir a cuantas tiendas te sea posible encontrar por medio mundo sólo para complacerlo. ¿No crees que Madison también podría aceptar que te pusieras los pantalones por el mismo motivo?

Una sonrisa de gran felicidad transformó los rasgos de Fern.

—Supongo que tienes razón. A él no parece molestarle nada de lo que hago.

Rose le echó un último vistazo a su propio vestido y luego se volvió hacia Fern.

—Vas a tener que aprender a estar más segura de ti misma.

—Eso es lo que Madison me dice siempre, pero no es fácil. Todo es tan diferente ahora que me cuesta trabajo acostumbrarme.

Rose sonrió.

—Estoy segura de que así es, pero lo vas a pasar de maravilla aprendiendo.

* * *

Fern se detuvo en el umbral de la pequeña iglesia. Madison había hecho que trajeran un piano de la taberna El Viejo Fruto, y el pianista deleitaba a los invitados con una selección de las canciones más románticas de Stephen Foster. No creía que Bella soñadora fuera la melodía más apropiada para una boda, pero reflejaba con toda precisión su estado de ánimo. Estaba viviendo su sueño, el más hermoso sueño que cualquier mujer pudiera tener.

Madison la esperaba frente al altar con George a su lado. Como la primera vez que los vio. Hen y Jeff también estaban allí. También habían invitado a los chicos que estaban en Tejas, pero no pudieron llegar a tiempo.

—Te veré en un minuto —le susurró Rose, y luego se dirigió al altar. Las niñas ya habían cumplido dos semanas y Rose había vuelto a ser la misma mujer menuda y delgada de siempre.

Mientras Fern esperaba a que Rose llegara al altar, concentró la mirada exclusivamente en Madison. Nadie más importaba aquel día. Ni mañana. Ni nunca. Él era el centro y el límite de su universo. Todavía le parecía imposible creer que estaba en la iglesia, a pocos segundos de llegar al altar para casarse con el hombre que la estaba esperando.

Pero era aún más difícil creer que Madison fuera aquel hombre.

—Ya es hora de que te dirijas al altar —le susurró la señora Abbot—. No olvides caminar despacio. Así darás a todos la oportunidad de ver lo guapa que estás.

Pero a Fern no le importaba nadie. Sólo Madison. Empezó a avanzar, haciendo todo lo posible por refrenar sus impulsos, por evitar correr a sus brazos.

—¡Maldita sea! —murmuró Fern—. Estoy llorando.

* * *

En el banquete de bodas que ofrecieron en el patio de la iglesia Fern pensó que nunca había hablado con tanta gente en toda su vida. No era posible que todos hubieran estado en la iglesia. No era lo suficientemente grande. El alguacil Hickok debió de haber dejado vacías todas las tabernas de la calle Tejas, pues Fern habría jurado que había estrechado la mano de todos los vaqueros tejanos.

—¿Adónde iréis de luna de miel? —preguntó Hen.

—Tengo que ir primero a Boston —anunció Madison—, pero tan pronto como pueda escaparme iremos a Nueva Orleans.

—Después de enseñarme cómo se portan las damas decentes ha prometido llevarme a ver a las indecentes —dijo Fern sonriendo alegremente.

—¿Cuándo volveréis aquí? —preguntó George.

—Antes del invierno. Ya te avisaré.

—¿Y qué piensas hacer mientras Madison trabaja? —preguntó Rose a Fern.

—Ir de compras —respondió Fern poniendo mala cara—. Me dijo que podría comprarme todos los vestidos que quisiera.

—También le dije que no tenía por qué comprar ni un solo vestido —dijo Madison—. Me enamoré de ella con pantalones. No me importa que ahora que estamos casados también los lleve.

—Pero a mí sí —anunció Fern—. Quizá la gente no se atreva a decirme nada a mí, pero a ti no te dejarán en paz.

—No me importa lo que digan.

—Sí, sí te importará —afirmó Fern—. No puedo aceptar que te pelees con medio Boston. No creo que sea tan terrible llevar vestidos todo el tiempo. Rose lo hace. Pero lo que sí es cierto es que no me gustaría tener que descubrir que sí lo es.

Sus nuevos cuñados se rieron de ella.

—Madison me ha prometido que iremos a visitaros a Tejas. Por favor, decidme que puedo llevar los pantalones.

—Puedes llevar todo lo que quieras —le prometió Rose—: el sombrero, el chaleco o las espuelas. Mientras estés en el Círculo Siete, puedes hacer lo que quieras y nadie te dirá nada.

En ese preciso momento tres jinetes doblaron la esquina de la calle y se dirigieron hacia ellos a todo galope. George esbozó una sonrisa.

—A menos que esté realmente equivocado, Fern, ahí llega el resto de tus cuñados.

—Un poco tarde —afirmó Madison en tono aleccionador. Incluso Fern adivinaba que no le hacía mucha ilusión ver a Monty.

El doble de Hen estuvo a punto de hacer que su caballo pisara el dobladillo del vestido de Fern antes de bajarse de un salto de su silla de montar.

—He cabalgado como alma que lleva el diablo desde Tejas.

Dos chicos se apearon detrás de él. Uno parecía un altísimo junco y el otro debía de ser la viva imagen de George a los 12 o los 13 años.

—He tratado de convencerlo de que se equivocó de fecha —dijo el menor de ellos, acercándose a George—, pero ya sabes que Monty nunca escucha a nadie.

—Dijiste que debíamos llegar aquí el día 20 —le dijo Monty a George.

—Así es, pero hoy es 21. Madison y Fern se han casado hace una hora.

—¡No puede ser! —exclamó Monty.

—Éste es James Monroe Randolph —anunció George a Fern para presentarle a su hermano—. Tendrás que perdonarlo. Ha estado tanto tiempo entre vacas que ha olvidado cómo hay que dirigirse a una dama.

—Perdón —se disculpó Monty, sonrojándose—. Lo que pasa es que estoy muy enfadado por haberme perdido la boda.

—Estos dos vagabundos son Tyler y Zac —anunció George—. Pero ten mucho cuidado con el menor. Parece inofensivo, pero es tan peligroso como una serpiente de cascabel.

—Eso no es verdad —se defendió Zac, dando un paso adelante—. Me gustan las damas, especialmente las guapas.

—Ahora sé a quién salió William Henry —comentó Fern a Rose.

Monty apartó a su hermano menor a empellones y se acercó a Madison.

—¡Así que finalmente has regresado a casa, hermanito! —De improviso propinó un puñetazo a Madison en la mandíbula y lo derribó. Luego, para asombro de su familia, su expresión de rabia se transformó en una sonrisa acogedora, y ayudó a Madison a levantarse—. Me alegra saber que has podido limpiar el nombre de Hen. George y Rose estaban muy preocupados —afirmó mientras lanzaba una mirada hacia el pueblo con desaprobación—. Este lugar deja mucho que desear. ¿Qué os parece si llamo a los chicos y le prendemos fuego?

—¿Así es como demuestras a tu hermano que lo has perdonado? —le preguntó George asombrado.

—No le he pegado un tiro, ¿verdad? —respondió Monty.

—Un poco rudo —se quejó Madison, masajeando su mandíbula—, pero rápido, y va directamente al grano. En general, lo prefiero así.

—Antes de que hagas alguna otra locura… —empezó a decir Rose, pero se detuvo abruptamente.

Fern había dado un paso adelante para asestar a Monty un fuerte derechazo en el estómago. El aire salió de sus pulmones acompañado de un sonido gutural y se dobló de dolor.

—¿Así es como das la bienvenida a tu cuñado? —se quejó Monty mientras jadeaba.

—No te he pegado un tiro, ¿verdad?

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