Fern

Fern


Capítulo 14

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Ojalá Fern hubiera podido borrar las palabras que acababa de pronunciar. Madison parecía disgustado.

No, él nunca parecía estar disgustado. Quizá desilusionado o molesto, pero nada podía derrumbar a aquel hombre. Si no aceptaba lo que alguien le decía, trataba de cambiarlo.

Pero parecía herido, y ella estaba tan desconcertada con aquella reacción como horrorizada. Sólo tendría sentido si se debiera a que ella le gustara mucho. Pero, por su manera de hablar, eso parecía poco probable.

Sin embargo, tenía que gustarle. De otra manera no le estaría diciendo todas las cosas que le atraían de ella. Tal vez su idea de la zalamería no haría que una mujer se enamorara perdidamente de él, pero también era cierto que Fern no quería entregarse al amor. Sólo quería sentirse guapa, deseable y gustar a alguien.

Un hombre que caminaba lentamente por la calle atrajo la atención de Fern. No se detuvo en ningún momento, pero no dejaba de mirarlos. Ahora se alegraba de haberse negado a dejar que Madison le enseñara a bailar. No reconocía a aquel hombre, pero estaba segura de que divulgaría la noticia por medio pueblo antes de la medianoche.

—Rose dice que Monty se vuelve loco con las vacas —dijo Fern—. Nunca podría gustarme un hombre que prefiere las vacas a las mujeres.

Madison se relajó, pero mantuvo la mano lejos de su nuca.

—¿Qué estaba diciendo? —preguntó.

—Que los hoyuelos de las mejillas ayudaban a no verme como un ganadero enloquecido, aunque no sé si eso es mejor que ser comparada con una vaquilla.

Madison se rió.

—Lo he dicho en broma. Pensé que podría estar sintiéndose demasiado orgullosa de usted misma.

Fern se enfrentó a Madison.

—Me dice que mi cara parece un pergamino viejo, que ninguna mujer que se respete saldría a la calle vestida como yo, que me he equivocado en todo lo que he dicho, he pensado o he hecho a lo largo de mi vida, y aún tiene el descaro de decir que podría estar volviéndome engreída. Todo eso no ayuda mucho a la idea que me transmite sobre las mujeres con las que usted tiene trato.

Madison se rió de nuevo y movió la espalda para que volviera a apoyarse en el respaldo del banco.

Le encantaban sus caricias. Eran caricias mágicas. Esta vez fue más atrevido. Pasó el brazo alrededor de sus hombros mientras los dedos intentaban excitar la piel bajo la camisa.

Fern ni siquiera había sospechado que la piel pudiera ser tan sensible al más sutil roce, al más breve apretón, al menor cambio de temperatura. Parecía como si cada parte de su mente se hubiera centrado en sus hombros.

—Es usted un hombre muy extraño —aventuró Fern, tratando de decidir si sus caricias eran una especie de declaración de amor o si estaba loca al pensar que de su boca había salido algún halago. No tenía experiencia con los hombres, sólo contaba con su instinto para guiarla. George no se portaba de esta manera con Rose, y nadie podía dudar de que la adoraba.

El cuerpo de Madison seguía rígido, pero la distancia entre ellos parecía acortarse. Fern prácticamente podía sentir cómo se le reblandecía la mirada. Y los dedos no habían dejado ni un instante de expresarle todo aquello que no se había atrevido a comunicarle mediante palabras.

Entonces comprendió que para él era tan difícil reconocer que sentía algo profundo como para ella admitir que era una mujer sujeta a todos los deseos y necesidades de su sexo. Tal vez él ni siquiera supiera que sentía algo fuera de lo común por Fern, pero ella sí lo sabía. Podía verlo en sus ojos.

Su brazo la estrechaba cada vez más. La estaba atrayendo gradualmente hacia él.

—También he dicho que me gustaban sus… tus agallas. Creo que me atraes más cuando estás algo enfadada y no puedes decidir si quieres pegarme o atropellarme con el caballo.

—¿A qué clase de hombre le gustaría una mujer así? —preguntó ella.

A todas luces su cabeza estaba completamente aturdida; sin embargo, esperaba que permaneciera así un poco más.

—No lo sé —respondió él, aparentemente tan desconcertado como ella—. Sin duda no a la clase de hombre que pensaba que era. Parece que Kansas está haciendo salir mis instintos protectores.

—¿En Boston nadie necesitaba protección?

—No como tú.

—¡Yo! ¿De qué tendrías que protegerme?

—De ti misma, de tu padre, de tu pueblo, y de algo que te atormenta pero de lo que no quieres hablarme. ¿Qué es? Tu padre te hace trabajar demasiado, pero creo que te protegería.

Fern volvió a ver a aquel hombre de antes. Regresaba por la misma calle. Parecía caminar aún más despacio esta vez. Definitivamente los estaba observando. Sintió un ligero escalofrío. Le alegraba que Madison estuviera allí. Su presencia le parecía reconfortante.

—No puedo decírtelo —dijo ella.

—¿Por qué no?

—Hay ciertas cosas que son demasiado difíciles de explicar.

Por un momento Madison pareció no querer respetar su deseo de privacidad. Pero de improviso su mirada se suavizó y Fern sintió que le estaba ofreciendo un manantial infinito de comprensión.

—Ya es hora de que empieces a ser una mujer y te sientas orgullosa de ello. Probablemente a tu padre no le guste al principio, pero se acostumbrará. Puede que llegue incluso a estar contento de tener una hija como tú.

Fem sintió un deseo incontenible de echarle los brazos al cuello y ponerse a llorar, pero resistió este impulso. Los hombres nunca lloraban y, además, odiaban a las mujeres lloronas.

—¿Qué me cuentas de ti mismo? —dijo, esperando centrar la atención en él hasta poder recobrar la compostura.

En lugar de responder, la cogió de los hombros e hizo que girara la cara hacia él.

—¿Por qué estás llorando?

—No estoy llorando.

—De acuerdo, entonces, ¿por qué no estás llorando como debe ser?

—Lo que dices no tiene sentido —dijo ella mientras reprimía una carcajada que intentaba abrirse paso entre la congoja.

—Lo que tú dices tampoco.

—Las mujeres no tienen que decir nada que tenga sentido. ¿Acaso no sabías eso?

—No he querido hacerte daño con mis palabras.

—No lo has hecho. El dolor ya estaba allí.

En lugar de hacerle más preguntas o de asegurarle que todo se arreglaría, la acercó hacia él y la abrazó. Haciendo un poco de fuerza, logró que avanzara hasta descansar la cabeza en su pecho.

—Ésa es la peor clase de dolor, el que siempre está ahí dentro —afirmó mientras la besaba dulcemente en la cabeza.

El tono de voz comprensivo hizo que el cuerpo de Fern se relajara contra el suyo. Sabía cómo se sentía ella porque él se sentía igual. Madison entendía que su tenacidad no tenía nada que ver con ser fuerte. Simplemente tenía que ver con el hecho de ser. Sus dudas nunca desaparecerían. Siempre estarían allí y siempre la harían sufrir.

Pero si ella pudiese encontrar un escudo que nunca la abandonara, que nunca se gastara, que fuera tan fuerte y duro que nada pudiera penetrarlo, tal vez no sentiría tanto dolor.

Fern no sabía cuál podría ser ese escudo, pero, si alguna vez lograba encontrarlo, esperaba que tuviera algo que ver con estar en los brazos de Madison. Nunca en la vida se había sentido tan segura y protegida.

La gente había pretendido que ella cambiara a su conveniencia. Pero ahora que se encontraba apoyada contra Madison y que sus brazos la rodeaban sabía que, por el contrario, él no esperaba que ella fuese diferente. Sabía perfectamente dónde se encontraban sus brazos en ese momento y estaba contento de vivir esa situación.

Fern entendía que estaba siendo así de delicado con ella debido a sus costillas, pero, aunque le dieran punzadas de dolor, deseaba que la abrazara con más fuerza. Anhelaba sentirse tan fuertemente aprisionada que nada pudiera liberarla nunca.

Sus brazos parecieron tomar vida propia porque de repente tomó conciencia de que estaba ciñendo la cintura de Madison. Ella no les había ordenado que hicieran tal cosa. Lo hicieron por voluntad propia.

Era una sensación extraña.

Jamás unos brazos de hombre la habían estrechado. El desasosiego y la expectación agudizaron aquella maravillosa sensación de deleite hasta hacer que sintiera que había encontrado la respuesta a todas sus preguntas.

Pero rodear con sus brazos a Madison era aún más maravilloso. Lo sentía fuerte y macizo, como si nada pudiese hacerle estremecer. Después de toda una vida de concesiones y de vaivenes provocados por los sentimientos, era como haber encontrado finalmente un monolito sobre el cual descansar.

Había anclado en puerto seguro. Estaba en casa.

Los besos de Madison eran cariñosos; sus caricias, tiernas, pero su abrazo le producía toda la seguridad de una roca sólida. Por otro lado, a Fern le parecía irresistible la dulce persuasión de aquellos besos. Le gustaba que la indujeran a hacer exactamente aquello que quería.

Madison comenzó a besarla dulcemente en los labios, pero la docilidad que Fern le expresó convirtió en fuego la dulzura, y entonces le cubrió el rostro de besos apasionados. Fern no había oído que un hombre besara los párpados y las orejas de una mujer, pero descubrió que le gustaba mucho.

Le parecía difícil creer que Madison, que por momentos era tan brusco, tan desagradable y tan desapasionadamente crítico, pudiera dejar de lado toda su renuencia a mostrar sus emociones y actuar como un enamorado. Había cambiado tanto como ella.

En algún momento, de alguna manera, ella había recurrido a su magia femenina y le había hecho olvidar que no tenía un buen concepto de ella. Y lo olvidó tan fácilmente que no quería hacer otra cosa más que besarla. Esto le daba a Fern una sensación de poder mucho más maravillosa que enlazar y derribar un novillo.

Pero el poder de Madison sobre ella era igualmente revolucionario.

Nunca había pensado ni había querido ponerse guapa para ningún hombre. Nunca había querido que la abrazaran ni sentirse protegida. Nunca pensó que le gustaría que la besaran, ni siquiera con indiferencia, y mucho menos de la manera exaltada en que Madison lo estaba haciendo en aquel momento.

Dio un grito ahogado de asombro cuando él la obligó a abrir la boca y su lengua la invadió. Estaba segura de que ninguna persona de Kansas haría algo así. Tenía la deliciosa y excitante sensación de que era indecoroso en extremo, de que incluso las prostitutas lo desaprobarían. Pero después de un momento de vacilación descubrió que esto también le gustaba mucho. Su tentativa de detener la ofensiva de Madison hizo que la lengua se sumergiera más en su boca.

El dolor que sintió en las costillas le hizo tomar conciencia de que Madison la estaba estrechando con demasiada fuerza, pero no le importó. Era un pequeño precio que pagar por poder acomodarse en el reconfortante círculo de sus brazos.

Pero todo cambió cuando le hizo acercarse mucho más a él, cuando sus cuerpos se unieron, pecho contra pecho, muslo contra muslo. Esto sirvió de señal, de voz de alarma, de toque a rebato.

Despertó el miedo que la había acechado desde lo más profundo de su ser durante ocho años. Ya mientras se acurrucaba en el abrazo de Madison, mientras anhelaba perderse en sus brazos, sintió que los músculos empezaban a agarrotarse. El pánico se encabritó como un monstruo furioso al que sacan de un sueño profundo. A duras penas consiguió vencer la incipiente excitación cuando sintió que sus senos se apretaban contra el pecho de Madison. Hizo desaparecer la nerviosa palpitación en la boca de su estómago cuando ambos cuerpos se tocaron desde la cadera hasta la rodilla. Le arrebató el consuelo que había encontrado en el círculo de sus brazos.

En lugar de esto, sintió la imperiosa necesidad de liberarse de la prisión de su abrazo. Sintió que su cuerpo se ponía tenso, que todos los músculos se unían en un esfuerzo supremo.

Intentó decirse que confiaba en Madison, que él nunca le haría daño; pero la confianza era demasiado reciente, nunca había sido puesta a prueba y, por lo tanto, era difícil que sobreviviera al violento ataque de sus nervios. Tenía que liberarse.

Al tiempo que levantaba las manos para apartarlo de un empujón, buscaba una excusa en su cabeza. Madison querría que le diera una razón. Pero no podía contarle. Nunca podría decírselo a nadie.

Entonces vio que el desconocido volvía a pasar frente a ellos.

—Hay un hombre al otro lado de la calle que nos ha estado observando —dijo Fern mientras se soltaba de los brazos de Madison—. Ésta es la tercera vez que pasa por aquí.

Por un momento Madison pareció incapaz de concentrarse en nada distinto de Fern, pero, cuando finalmente miró al hombre, el cuerpo se le tensó de inmediato debido a toda la energía contenida. Sacó el reloj del bolsillo.

—¡Ha venido! —dijo con emoción, levantándose casi de un salto.

—¿Quién?

—El hombre que puede probar que Hen no mató a tu primo.

Madison ya se había olvidado de ella. Ahora sólo podía pensar en Hen. Fern echó un vistazo al hombre.

—¿Estás seguro de que no es peligroso?

Si aquel desconocido estaba dispuesto a prestar declaración, ella no entendía por qué no quería salir a la luz.

—No, pero no puedo desperdiciar esta oportunidad sólo porque podría pasar algo. ¿Estarás bien hasta que Rose y George regresen?

El momento mágico se desvaneció por completo. Madison volvió a ser el hombre eficiente y lleno de energía que siempre había sido, y ella sólo era de nuevo alguien con quien estaba hablando.

—Si necesito ayuda, llamaré a la señora Abbot.

Madison sonrió distraídamente, a todas luces ansioso de marcharse.

—Un arma formidable.

—Ve antes de que ese hombre cambie de opinión —lo exhortó Fern—. Nunca me perdonarías si por mi culpa no pudieras obtener una prueba.

Madison se giró con una expresión de desconcierto en el rostro.

—No tienes ni idea de hasta qué punto podría llegar a perdonarte —afirmó.

Por un momento Fern pensó que se quedaría, que diría algo más, pero se giró, bajó las escaleras y cruzó la calle. Tan pronto como Madison se apartó de su lado el desconocido desapareció entre dos casas. Esto no hizo más que acrecentar su aprensión. Si aquel hombre temía tanto por su seguridad que no estaba dispuesto a encontrarse con él ni siquiera en una calle oscura, ¿qué clase de peligro podría estar corriendo Madison?

Se había convertido en alguien muy valioso para ella, en alguien imprescindible. Le había dado un nuevo significado a su existencia. Gracias a todos sus cuidados, a sus estímulos, ella había renacido, había empezado a sentirse como la mujer que siempre debió ser. Madison era su defensor, su talismán. Era su vida.

Amaba a Madison.

Sintió un escalofrío que le recorría el cuerpo como un cuchillo, haciendo que se sintiera indispuesta y miserable. ¿De qué servía amarlo si no podía soportar que la tocara? No podría guardar las distancias con él para siempre. Él no lo aceptaría y ella no quería que lo hiciera.

Nunca podría ser su esposa.

Pero era justamente eso lo que quería ser. Lo vio tan claramente como si estuviera junto a él intercambiando los votos matrimoniales.

¡Maldita sea! ¿Qué iba a hacer entonces?

* * *

Mientras Madison seguía al desconocido en el callejón oscuro que se encontraba entre las dos casas, su cabeza estaba más en el encuentro que acaba de tener que en el que estaba a punto de producirse.

No había tenido la intención de abrazar a Fern; tampoco había querido besarla como si estuviera desesperado por sentir a una mujer. Intentó convencerse de que era algo que habría hecho con cualquier otra mujer, pero sabía que no era verdad. Intentó convencerse de que Fern estaba alterada, que necesitaba consuelo, que no había nada raro en que él quisiera reconfortarla, pero sabía que tampoco era verdad.

Quiso hacer mucho más que consolarla, más que rodearla con los brazos. Un simple beso no le bastaba.

Sin embargo, debería haber sido mucho más que suficiente.

El callejón lo condujo a la calle Spruce.

Realmente ella no debería parecerle tan irresistible. Le encantaría llevarla a Boston y convertirla en una joven respetable. Incluso podía oír ya sus gritos de protesta. Sólo pensar en esto lo hacía sonreír.

No obstante, independientemente de lo guapa o lo fascinante que ella demostrara que podía ser, él no se había sentido atraído por esa parte de Fern. Sólo conocía a la Fern que llevaba pantalones, decía palabrotas igual que un tejano y era tan dura como el cuero sin curtir.

Giró en la calle Segunda y se dirigió hacia el oeste.

¿Qué demonios era lo que le gustaba de ella, además de todas esas curvas sinuosas de las caderas, las piernas largas y delgadas y la agradable presión que producían los senos contra su pecho?

Para empezar, eran muy parecidos. A ambos les habían hecho mucho daño y trataban de negarlo. Ambos tenían miedo de permitirse la posibilidad de sentir afecto el uno por el otro; negaban que lo quisieran.

A él le gustaban sus agallas. Ambos se sentían solos en el mundo; ella más que él, pese a vivir con su padre. Pero Fern no había dejado que esto fuera una carga. Había obligado al mundo a aceptarla según sus condiciones, condiciones que seguramente parecerían imposibles para una mujer.

Sin embargo, nada de esto lo explicaba todo. Se vio obligado a reconocer que Fern lo atraía sólo por ella misma. Con aquel cuerpo tan seductor, tan evidente incluso aunque estuviera cubierto por ropa desaliñada, no podía imaginar por qué los granjeros de la región no hacían fila frente a la puerta de su casa, seguramente ella se habría esforzado hábilmente para ahuyentarlos.

Era extraño que, sin embargo, nunca hubiera intentado rechazarlo a él. Se había propuesto que se marchara del pueblo, pero no que se alejara de ella. Ahora sí que comprendía que en realidad eran muy diferentes.

Vio que el desconocido lo esperaba frente a la escuela de pueblo y se deshizo el encanto. Metió la mano en el bolsillo para cerciorarse de que la pistola estaba donde la había colocado. No esperaba que se presentaran problemas, pero quería estar preparado en caso de que los hubiera.

—He estado a punto de marcharme —dijo el hombre—. Se suponía que no me iba a dejar ver por nadie.

—He tenido que encargarme de un asunto inesperado.

—Ya he visto de qué se trataba su asunto.

—Eso ahora no importa —dijo Madison irritado por aquella intromisión en su vida privada—. ¿Qué tiene que decirme?

El hombre miró nerviosamente alrededor antes de hablar.

—No me gusta venir al pueblo. No confío en las personas que viven apiñadas de esta manera. No es natural.

—A lo mejor no —asintió Madison con impaciencia—, pero eso es algo que ni usted ni yo podemos cambiar. ¿Qué tiene que decirme acerca de dónde estaba Hen aquella noche?

—Lo que puedo decirle es que estaba lejísimos del rancho Connor.

—¿Dónde estaba?

—Estaba a unos quince kilómetros al sur. Regresaba por el camino de Newton. No sé si fue allí, pero venía por esa ruta.

—¿Cuándo?

—No estoy seguro.

—Tiene que ser tan preciso como pueda. La hora es importante.

—No pudo haber sido antes de las diez ni después de once. Probablemente a eso de las diez y media. Soy muy bueno leyendo las estrellas. Son el único reloj que tengo.

Madison apenas pudo contener la emoción. Dave Bunch había dicho que había visto el caballo de Hen saliendo del rancho Connor a eso de las diez y cuarto. Si este hombre decía que Hen se encontraba a quince kilómetros de allí quince minutos después, no había manera de que nadie creyera que Hen había matado a Troy Sproull.

—¿Declararía esto ante el juez?

—¡No pienso ir a ningún sitio! —El hombre parecía estar a punto de marcharse—. Alguien mató a Troy y quiso culpar a su hermano. A esa persona no le va a gustar mucho que yo aparezca para contradecirle y encontrarle errores a lo que parece un caso ya resuelto. Nada le impedirá matarme.

—Yo le aseguro que lo protegeré.

El hombre se rió con desprecio.

—¿Cómo demonios podría un tipo de ciudad como usted protegerme de un hombre a quien no le importó matar a Troy y luego sentarse tranquilamente a mirar cómo mandaban a otra persona a la horca?

Madison tuvo que luchar por controlar su arranque de ira. Aquel hombre era igual a los gemelos. ¿Cuándo aprendería la gente que la ropa limpia y bien cuidada y unos modales sofisticados no significaban que no tuviera tanto coraje como ellos?

—George se unirá a mí para garantizar su protección.

—Su hermano no es mucho mejor que usted —se burló el desconocido—. Si Hen no estuviera en la cárcel, tendría usted una garantía que serviría de algo. Él preferiría pegarle un tiro por atreverse a hacerle una pregunta antes que contestarle.

—Tal vez confíe usted más en el alguacil Hickok.

El hombre soltó una palabrota.

—El alguacil no es capaz de despegar la nariz de los naipes. Podrían asesinarme y llevar mi cuerpo a México antes de que él se enterara de lo sucedido.

—¿Hablaría usted con un juez? —le preguntó Madison.

—Si me da usted suficiente dinero.

—Mire, pagaré a alguien para que lo proteja. Incluso pagaré para que pueda usted establecerse en el lugar que elija después del juicio; pero, si alguna vez sale a la luz que yo le he dado dinero para que prestara declaración, su testimonio no valdrá nada.

—¿Por qué no? Es la verdad.

—Nadie le creería. Pensarán que yo le he pagado por decir esas cosas.

—¿Eso quiere decir que no me dará usted nada de dinero?

—Sólo le he dicho lo que puedo hacer —apuntó Madison.

—Pero eso no es suficiente. Quiero oro. Oí decir que su padre robó montones durante la guerra. No debería ser problema para usted llenarme los bolsillos de monedas de oro. Nadie tiene por qué enterarse.

—Ése es un falso rumor que empezó a correr en Tejas —dijo Madison exasperado—. Pero eso no cambiaría nada. No podría darle ese oro aunque lo tuviera.

—No pienso arriesgar mi pellejo a cambio de nada —afirmó el desconocido, dando media vuelta con la intención de marcharse—. Cuando usted quiera hablar conmigo en serio, vaya a ver a Tom. Él sabrá dónde encontrarme —dijo por encima del hombro mientras se internaba en la oscuridad.

—¿Veinte dólares al día serían suficientes?

El hombre se detuvo. No respondió, pero estaba escuchando.

—Es legal pagar a un hombre por su tiempo cuando el hecho de testificar lo obliga a alejarse de su trabajo.

—¿Cuántos días se necesitarían?

—Podría llegar a ganarse varios cientos de dólares si acepta quedarse en el pueblo hasta el día del juicio.

—No me alojaré en un hotel.

—Eso es lo mejor que puedo ofrecerle.

El hombre se quedó pensando durante lo que pareció una eternidad.

—Le informaré de lo que decida —dijo por fin y luego dio media vuelta para marcharse.

—¡Espere! ¿Cómo se llama? ¿Dónde puedo encontrarlo?

—No puede —le respondió el desconocido sin volverse.

Madison sabía que, si aquel hombre desaparecía, la oportunidad de Hen de salir de la cárcel se esfumaría con él. Sin detenerse a pensar en las consecuencias, salió corriendo tras el desconocido. Antes de que el hombre pudiera percatarse Madison lo cogió por el cuello. Apretándole la tráquea para impedirle gritar, Madison encontró el punto de presión que estaba buscando. El hombre se desplomó como un peso muerto.

—No puedo permitirme el lujo de dejar que desaparezca —susurró Madison—. La vida de Hen podría depender de ello.

Cargó con el hombre y se dirigió al Drovers Cottage.

—¿Necesita ayuda? —preguntó el recepcionista cuando Madison entró en el vestíbulo tambaleándose debido al peso de su testigo.

—Me ayudaría mucho si fuera usted a abrir la puerta de mi habitación —consiguió pedir Madison a pesar de que la larga caminata le había dejado sin aliento.

El recepcionista corrió a ayudarlo.

—¿Un amigo suyo?

Madison asintió con la cabeza.

—¿Está enfermo? —preguntó el recepcionista.

—No, borracho. A juzgar por su aspecto, uno diría que es de buen beber.

—Sin duda.

—Gracias —dijo Madison cuando el recepcionista le abrió la puerta para que entrara en la habitación. Hurgó en el bolsillo en busca de una moneda—. Le agradecería que no mencionara esto. Mi amigo se sentiría muy avergonzado al saber que todo el mundo se ha enterado de que perdió totalmente el conocimiento.

—Ni siquiera lo recordaré —dijo el recepcionista sorprendido al ver la moneda en la palma de la mano.

—Y que nadie limpie la habitación mañana. Supongo que mi amigo querrá dormir hasta tarde.

Un guiño de ojo cerró el trato y el recepcionista se marchó sonriendo.

—A menos que encuentre otro lugar donde usted pueda quedarse, no limpiarán este cuarto en muchos días —dijo Madison al hombre inconsciente—. Tendrá que permanecer en un lugar donde yo pueda encontrarlo hasta el día de la audiencia de Hen.

* * *

—¿Es un testigo de fiar? —preguntó George.

—Tanto como Dave Bunch —respondió Madison—. Además, sus testimonios no discrepan. Bunch no afirmó que viera a Hen, sólo a su caballo. Creo que el asesino pintó una bestia para hacer que se pareciera a la de Hen, de tal modo que si alguien la veía supusiera que el jinete era él.

—Sólo podría haber sido eso —dijo Hen—. Brimstone no dejaría que nadie más lo montara.

Para sorpresa de todos, el alguacil Hickok había permitido que Hen saliera de la cárcel cuando Madison le dijo que tenía un testigo que aseguraba que su hermano se encontraba a quince kilómetros del rancho Connor a la supuesta hora del asesinato.

—En realidad nunca he creído que Hen fuera un asesino —había dicho Hickok.

En aquel momento estaban sentados alrededor de la mesa después de terminar de cenar. Fern aún no se había recuperado del impacto que le había producido el hecho de encontrarse sentada frente al hombre al que había odiado durante tanto tiempo. Se sentía incómoda.

Hen era capaz de matar. Ella lo veía en sus ojos.

No por simple odio o rabia. Él nunca perdería hasta tal punto el control. Fern simplemente no creía que tuviera sentimientos. Tenía unos ojos tan azules como el cielo en un perfecto día de verano, pero no tenían la calidez ni la pasión de los ojos de sus hermanos.

Era como mirar dos hermosos pedazos de cristal, hechos a la perfección, pero completamente desprovistos de humanidad. Quizá sólo mataba cuando se veía obligado a ello, pero lo hacía sin vacilar un instante. Y sin remordimiento.

Se volvió hacia Madison y George. Con una punzada de horror comprendió que si lo que Madison le había dicho era verdad, si los hermanos eran tres caras de un mismo hombre, Madison y George eran igualmente peligrosos. Quizá luchaban con todas sus fuerzas por evitarlo, pero ellos también eran capaces de matar.

Esto la hizo estremecerse.

—¿Crees que va a prestar declaración? —le preguntó Fern. Había pensado durante tanto tiempo que Hen era el asesino que le costaba trabajo creer que fuera otra persona.

—Sí —contestó Madison—. Ahora está enfadado porque lo he dejado atado, pero no es eso lo que me preocupa. Hasta el momento el asesino ha podido salirse con la suya en todo. Ha podido sentarse tranquilamente a observar lo que sucede. Pero, si descubre que nosotros podemos probar que Hen es inocente, si cree que tenemos alguna pista de su identidad, seguro que intentará hacer algo.

—¿Tienes alguna idea de quién es? —le preguntó Fern.

—No —reconoció Madison—. Sólo sé que el asesino tenía algo que ganar matando a Troy y haciendo que mandaran a Hen a la horca.

—¿Qué? —preguntó Rose.

Madison se encogió de hombros.

—No lo sé. A nadie le caía muy bien Troy. Incluso el padre de Fern lo despidió del trabajo; sin embargo, parece que no le faltaba el dinero.

—Troy no gastaba mucho —intervino Fern.

—Eso es lo primero que me dijeron, pero luego descubrí que le gustaba apostar. No mucho, pero más de lo que un hombre podría arriesgar con el sueldo que Sam Belton le pagaba. Debía de estar consiguiendo dinero por otros medios.

—¿Estás pensando en un chantaje? —preguntó George.

—Es una posibilidad.

—Pero ¿a quién? —preguntó Fern.

—Esperaba que tú pudieras decírmelo —apuntó Madison—. Conocías a tu primo mejor que nadie. También conoces a la gente de este pueblo. Haz memoria de todos los hechos que han tenido lugar mientras has vivido aquí. Trata de pensar en algo que Troy pudiera utilizar para amenazar a alguien.

Una escena de inmediato tomó forma en la cabeza de Fern. Sus vividos detalles hicieron que se sintiera avergonzada en su fuero interno. Esa no podía ser la razón, pues aquel hombre se había marchado de Tejas hacía muchos años.

¿O no era así? Chantajear a alguien era exactamente el tipo de cosas que Troy haría. Fern se estremeció de miedo. Si aquel hombre había regresado, ella pudo habérselo topado en la calle.

—Pero ¿por qué involucrar a Hen? —preguntó Rose—. Él llevaba pocos días en el pueblo. Nunca se queda mucho tiempo cuando trae el ganado.

—¿Crees que tiene algo que ver con ese rumor acerca del oro? —preguntó George.

—No. No veo cómo el hecho de hacer que manden a Hen a la horca podría ayudar al asesino a obtener ese oro. No, está tratando de hacerte daño a ti y a la familia, o quiere atacar a los tejanos en general.

—¿A los tejanos? ¿Por qué alguien iba a querer hacer eso? —preguntó Rose—. Ganan montones de dinero gracias a nosotros.

—No todo el mundo quiere que haya un mercado de ganado aquí —señaló Madison—. Según me dice Fern, muchos de los granjeros y rancheros de la región nos odian.

Estas palabras resonaron en los oídos de Fern. Ningún habitante de Kansas había expresado su aversión a los tejanos con más fuerza que ella.

—Por no mencionar a quienes tratan de vender terrenos a los inmigrantes. También están los propietarios de corrales de ganado de Ellsworth y Newton —agregó Madison—. A ellos les convendría que los tejanos se marcharan de Abilene. Esto significaría que podrían hacer negocios que les reportarían cerca de doscientos mil dólares.

—En otras palabras, podría ser cualquier habitante del estado de Kansas —sentenció George.

—No tanto —dijo Madison—, pero sí, podría ser.

—¿Qué piensas hacer?

—Hacer correr un rumor con algo de información verdadera y con otra no tan exacta. Tenemos que lograr que el asesino se sienta molesto. Tenemos que obligarlo a dar un paso en falso.

—No podemos hacer nada hasta mañana, así que me voy a la cama —afirmó Rose mientras se levantaba—. Tú también debes de estar cansada —dijo a Fern.

Pero Fern no se sentía cansada en absoluto. Dudaba de que pudiera dormir en muchas horas, pero quería quedarse sola para poder pensar.

¿Quién habría matado a Troy y por qué? La idea de que Troy hubiera estado chantajeando a alguien era absurda. Ella no le habría prestado ninguna atención si alguien distinto de Madison se la hubiera expuesto. Pero todo lo que él decía tenía una desconcertante manera de resultar posteriormente verdad. Tenía que saber si esta vez también tenía razón.

Y tenía la intención de descubrirlo aquella misma noche.

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