Fern

Fern


Capítulo 19

Página 21 de 34

19

Fern quiso entrar corriendo en la casa y encerrarse en su habitación, pero se obligó a quedarse donde estaba. Tenía que ver a Madison. Tenía que decirle que no lo amaba. Incluso antes de que subiera las escaleras, le preguntó:

—¿Por qué no has traído a tus amigos?

Quería controlar la conversación. Se sentó en una silla que estaba algo alejada de las demás. No quería que él se acercara demasiado. No estaba segura de poder respetar su decisión si lo hacía.

—Estaban cansados.

—Rose y George querían conocerlos —señaló la luz que salía de la casa—. Aún están despiertos.

—Ya habrá tiempo para eso. Freddy ha venido por trabajo. Se quedará aquí unos cuantos días.

Se acercó a ella y el pánico se apoderó de todo su cuerpo.

—Siéntate —dijo, señalando la otra silla. Madison permaneció de pie—. ¿Por qué ha venido su hermana?

—Para hacerle compañía. Sus padres murieron el año pasado y sólo se tienen el uno al otro.

—También te tienen a ti.

—Yo sólo soy un amigo.

—Eres más que un amigo.

—A lo mejor, pero no he venido a hablar de eso. He venido a pedir disculpas por perder los estribos. No he debido decir esas cosas. Sabes que no las he dicho de corazón.

—Yo tampoco —dijo Fern, luchando por controlar su voz—. No lo hagas —suplicó cuando Madison intentó cogerle la mano—. Siéntate, por favor. No puedo pensar contigo ahí de pie frente a mí.

—Entonces levántate.

—Tampoco puedo pensar cuando estás cerca.

—Te amo, Fern. ¿Qué tienes que pensar? Tuvimos una discusión tonta, pero ya está todo aclarado.

—Eso no es verdad.

—Acabas de decir que no hablaste de corazón.

—Siéntate, Madison. Tengo algo que decirte y es muy difícil hacerlo si sigues acosándome.

Madison era testarudo, pero finalmente se sentó.

—Quiero pedirte disculpas de nuevo —empezó a decir Fern—. No por lo que ha sucedido esta noche, sino por esta mañana, por no decirte la verdad antes.

Madison se quedó paralizado. Fern abrió la boca para hablar, pero se le cerró la garganta. La lengua se negaba a pronunciar las palabras que le harían perder la oportunidad de tener la clase de amor que había visto entre Rose y George, la clase de amor que sentía por Madison.

Pero tenía que hablar. Él no tendría ningún futuro con ella. Debía decírselo pronto, antes de que le faltara el valor para hacerlo.

—No te amo.

Le sorprendió que no se abriera una grieta en el cielo cuando pronunció estas palabras. Ningún mortal había dicho jamás una mentira más grande.

Le sorprendió igualmente que Madison no se diera cuenta de inmediato de que estaba mintiendo. Con toda seguridad la mentira había desfigurado sus rasgos. Se le congeló la sangre en las venas y el corazón se le convirtió en piedra.

—Debería haberme dado cuenta antes, pero supongo que me aturdió el hecho de que un guapo abogado yanqui…

—Soy sureño, no yanqui —afirmó Madison con un orgullo, tan inflexible como su columna vertebral.

—… me dijera que me amaba. Quisiera poder amarte. Eres la clase de hombre con el que sueña toda mujer.

—Pero no tú, ¿verdad?

—Me caes muy bien. Tal vez después de sentirme tan sola toda mi vida quise enamorarme de alguien tan desesperadamente que no pude admitir la verdad.

—¿Y cuándo descubriste la verdad?

—Cuando he conocido a la señorita Bruce y me he dado cuenta de que ella te ama mucho más de lo que yo podría amarte.

—¿Samantha? Ella piensa en mí como un hermano.

Al menos había logrado alterarlo hasta tal punto que lo había revitalizado. Ya no parecía tan acartonado y sin vida.

—Ella te ama, Madison. Quizá no puedas verlo, pero yo sí. Está loca por ti.

—Pero eso no tiene nada que ver con nosotros. Yo no estoy enamorado de Samantha.

Había vuelto a ser el hombre de siempre. No había nada mejor que la oposición para devolver la vitalidad a un hombre como Madison.

—A lo mejor ahora no, pero lo estarás.

—Eso es una locura —objetó Madison—. Conozco a Samantha desde hace muchos años. He tenido tiempo más que suficiente para enamorarme de ella si lo hubiera querido. Pero no ha sido así. Me enamoré de ti. No sé qué intentas hacer, no sé cuál es tu propósito, pero no te creo.

Madison se puso de pie de un salto. La cogió de los brazos y la obligó a levantarse.

—Tú me amas. Puedo verlo en tus ojos. Sé que es así. No me mientas. No sé qué esconde esa mentira, pero tienes que reconocer que me amas.

—Suéltame —le pidió Fern.

El pánico de siempre se apoderó de ella tan rápido que su cuerpo se puso a temblar involuntariamente. Madison se quedó tan asombrado de su reacción que dejó caer las manos antes de dar un paso atrás.

—Sólo te he tocado los brazos.

A ella le dio rabia verlo retroceder y Madison pensó que ella aborrecía que la tocara, que no podía soportar estar cerca de él. Ella odiaba ver todo aquel dolor en sus ojos. Conocía el rechazo. No podía hacerle esto a Madison. Merecía que le dijera la verdad. No podía hacerle más daño que una mentira.

—Vuelve a sentarte —le pidió Fern—. Hay algo más.

Madison se quedó de pie. Su expresión de estoica resolución era un reproche más amargo que la rabia.

Así que Fern también se quedó de pie.

—No te mentiré más —dijo, tratando de mirarlo fijamente a los ojos—. Sí te amo. Más de lo que jamás pensé que podría amar a alguien —corrió a esconderse tras la silla cuando Madison trató de estrecharla entre los brazos—, pero no está bien. No puedo soportar que me toques. He intentado sobreponerme, ¡sólo Dios sabe cuánto lo he intentado!, pero no puedo evitar sentir lo que siento.

—No seas ridícula. No querrás decir que…

—Acabas de ver lo que ha sucedido. Me has tocado y enseguida me he alterado.

No la creía. No podía entenderlo.

—Lo has sentido. Sé que ha sido así. Lo he visto en tus ojos. Sería peor si estuviéramos casados. Querrías tocarme todo el tiempo. Yo no tardaría en temer tu cercanía. He intentado que me guste, he tratado de querer que me estreches entre los brazos, pero sólo pensar en eso me provoca un miedo espantoso.

Madison se obligó a permanecer quieto, a no mover los brazos. Se maldijo por ser tan tonto. Si la amaba tanto como pensaba, debería haberlo sabido. Debería haberlo entendido.

—Se debe a ese hombre que intentó violarte, ¿no es verdad?

—Sí.

Sólo podía imaginar su tormento al ver a sus amigos enamorarse, sabiendo que eso nunca podría ocurrirle a ella, sintiendo miedo de que se presentara esa posibilidad.

Y eso era precisamente lo que había ocurrido.

—Puedes superar eso. Yo te ayudaré. Es posible que lleve un poco de tiempo, pero…

—¿Estás dispuesto a casarte con una mujer a la que no pondrías tocar en la vida? ¿Estás dispuesto a renunciar a la idea de tener tu propia familia?

—No será así —le aseguró Madison—. Ahora piensas de esa manera, pero cambiarás de opinión cuando tengas la oportunidad de acostumbrarte a estar conmigo.

—No dormiré en tu cama —predijo Fern—. Ni siquiera dormiré en la misma habitación que tú.

Madison podía percibir la determinación en la voz, ver la rigidez de la mandíbula y la desesperación en los ojos de Fern. Tenía miedo, tanto miedo que no podía controlar su reacción frente a él.

—No he podido pensar en otra cosa desde la primera vez que me besaste —confesó Fern—. Habría querido que todo fuera diferente. He intentado que lo fuese, pero no lo he logrado.

Madison sintió que la felicidad se le escapaba de las manos con la misma facilidad que el viento de Kansas le acariciaba el pelo. Todo su cuerpo se tensó con la intención de defenderse. Ya había renunciado a demasiadas cosas cuando se marchó de Tejas. No estaba dispuesto a renunciar a nada más. Mucho menos a Fern.

—Esperaré todo el tiempo que sea necesario —dijo—. Te llevaré a los mejores médicos del mundo.

—No lo entiendes —dijo Fern—. Cuando llevaba pantalones, soltaba palabrotas y montaba a caballo, pensaba que sólo estaba intentando ocultar el hecho de que tenía miedo, que algún día todo volvería a estar bien. Ahora sé que no será así.

—Eso no es verdad.

—Necesitas una esposa que te ame de la manera en que todos los hombres quieren ser amados y yo no puedo hacerlo.

—Fern, te estás dando por vencida demasiado pronto. No tienes idea de lo paciente que puedo llegar a ser.

—Sí, lo sé —dijo ella con una sonrisa agridulce—. Desde que te conozco has sido una persona muy paciente. Pero esto no es cuestión de paciencia. No puedo hacerlo. Lo he intentado.

Madison notó que ella se alejaba cada vez más, que pronto estaría fuera de su alcance, y perdió el dominio de sí mismo. Agarró a Fern con fuerza de los brazos.

—No puedes decirlo en serio. Aún estás molesta porque olvidé ir a buscarte a la granja. Verás las cosas de otra manera cuando tengas un poco de tiempo.

—Madison, por favor…

Fern sintió que el pánico se apoderaba de ella. El mismo miedo ciego de siempre, que le impedía disfrutar estar con él.

—Sabes que no te haría daño.

—Me estás haciendo daño ahora.

Nada parecía poder detenerlo. Ni la rabia ni la frustración. Fern podía incluso sentir que sus músculos se tensaban.

—Te amo, Fern. Quiero casarme contigo. Haré todo lo que tenga que hacer, esperaré el tiempo que sea necesario, pero quiero que seas mi esposa. No permitiré que no te trates como mereces.

—Por favor…

El corazón le latía con tanta fuerza que casi no podía oírlo. ¿Acaso él no podía sentirlo? ¿No podía ver lo que estaba sucediendo?

Madison le rodeó la cintura con los brazos.

—¿Ves? No es tan terrible. No estás temblando. En muy poco tiempo empezarás a sentirte mejor. Incluso querrás que te toque. —La acercó a él—. Te amo, Fern. No dejaré que te vayas.

La sensación de su pecho apretado contra sus senos hizo que el cuerpo de Fern se pusiera rígido. Lo empujó con todas sus fuerzas.

—Si no me sueltas, grito.

—No lo dices en serio —dijo Madison—. Sólo tienes que esperar el tiempo suficiente para comprender que no te va a pasar nada.

Fern no podía respirar. Vio una especie de manchas negras. Temía que, si no huía de Madison, se volvería loca.

De modo que le dio una patada con todas sus fuerzas.

—¡Maldita sea! —exclamó Madison al tiempo que soltaba a Fern—. ¿Qué estás tratando de hacer? ¿Quieres romperme la pierna?

—Te he pedido que me soltaras, pero no has querido.

—Estás hablando en serio, ¿verdad?

—Sí.

Fern comprobó que los rasgos de la cara que más quería se endurecían de la rabia.

—Déjame decirte algo, Fern Sproull. Te convenciste a ti misma de que debías tenerme miedo. No hace falta que te enfades ni que seas tan orgullosa. Sé que lo que te sucedió fue terrible, pero te amo. Por nada del mundo te haría daño.

—Lo sé. Lo he intentado, pero no puedo.

—Pues no te creo. No sé cuál es la solución, pero sé que hay una, y no pienso darme por vencido hasta encontrarla.

—Madison, regresa a casa y cásate con Samantha. Ella te ama. Sería la esposa perfecta para ti.

—Te amo —gruñó Madison—, aunque sólo Dios sabe por qué. Después de todo el infierno por el que he tenido que pasar con mi familia, esperaba que me cambiase la suerte al enamorarme.

—Así es. Tienes a Samantha. ¿Qué más podría querer un hombre?

—No sé qué querrán los demás, pero yo te quiero a ti, Fern Sproull, y voy a tenerte.

—Pero…

—No hay pero que valga. Te dejaré en paz esta noche. No quiero hacerlo, pero lo haré. En todo caso, prepárate para ir a la fiesta.

—Madison, sé sensato. No puedo…

—No soy sensato. Me he enamorado de ti, así que debo de estar loco. Pero si es así, voy a estar loco el resto de mi vida. Voy a llevarte al baile. Sólo nos tocaremos las yemas de los dedos si es necesario, pero vas a bailar conmigo. Y vas a caminar a mi lado, y nos vamos a coger de la mano, y me vas a besar. Lo haremos una y otra vez hasta que puedas hacerlo sin palidecer. Entonces, si puedes decirme que no me amas mirándome a los ojos, que no quieres casarte conmigo, te dejaré en paz. Pero sólo entonces. ¿Entiendes? Sólo entonces.

Madison agarró a Fern con fuerza, la estrechó contra su cuerpo y la besó en la boca sin misericordia.

—Ya está —dijo cuando la soltó—. Puedes gritar todo lo que quieras. Pero en todo caso vendré a buscarte mañana. Por favor, no te olvides de avisar a Rose de que traeré a Samantha y a Freddy a cenar.

Después de pronunciar estas palabras Madison saltó por encima de la baranda del porche, rozando apenas una de las preciadas matas de flores de la señora Abbot, y se marchó airado en dirección al hotel.

Cuando Fern llegó a su habitación, se dio cuenta de que aún le quedaban muchas lágrimas por derramar.

* * *

Madison recorrió el contorno de los labios fruncidos de Fern con la punta de la lengua. El calor húmedo que ella desprendía hizo que su expectante cuerpo se pusiera tenso. Gimiendo a causa del deseo insatisfecho, besó su boca con avidez. Ella le devolvió sus atenciones: su lengua entraba y salía ansiosamente de la boca de Madison como un colibrí hambriento, su cuerpo se apretaba con fuerza contra él, sus firmes pezones rozaban su pecho desnudo a través de la delgada tela del camisón blanco de encajes que llevaba puesto. El cuerpo de Madison se estremeció de placer. Fern tembló a manera de respuesta.

Las manos de él sostuvieron sus senos entre las manos, masajeando con delicadeza aquellos tentadores montículos hasta que los pezones se pusieron rígidos, carnosos y rosáceos. Abandonó la glotona boca de Fern para acariciar con la lengua uno de los palpitantes pezones a través de la fina tela de algodón. Fern soltó un gemido de erótico placer, retorciendo su cuerpo contra el de él, gesto que no hizo más que aumentar su necesidad de poseerla. Mientras seguía chupando sus senos, la mano se deslizó por el costado y las caderas de su amada hasta llegar a los muslos. El ronroneo de placer cuando la mano de Madison se metió bajo el camisón y entre las piernas hizo que él emitiera un gemido de total empatía. Su cuerpo se puso alarmantemente duro.

Decidió bajarle el camisón y trazar con la lengua círculos húmedos y cálidos en sus pechos. Al sentir el cuerpo de Fern tan cerca de él y las llamas de su deseo, la sangre de sus venas llegó a su punto máximo de ebullición. Toda precaución fue inútil porque le quitó el camisón y lo arrojó lejos de él.

Miró asombrado la perfección de su belleza. Extendió unos dedos ávidos de tocarla y dibujó con ellos surcos en el abdomen de Fern, deleitándose con la suavidad de su cuerpo y la calidez de su piel. Las manos de ella también exploraron su cuerpo, pellizcándolo, acariciándolo, provocándolo, hasta que logró desvanecer todo su control.

Madison la estrechó con fuerza entre los brazos. Ella se envolvió alrededor de él, haciendo que se acercara cada vez más, hasta que parecieron fundirse en un solo cuerpo, convertirse en una sola alma. Era como si sus cuerpos materiales se disolvieran y ellos se fusionaran en un todo espiritual.

Al tiempo que alcanzaban esta unión perfecta, Madison sintió que se dispersaba en el aire, que flotaba solo, mirando cómo otro hombre estrechaba a Fern entre los brazos.

El rostro de ella ya no reflejaba éxtasis. La rabia y el miedo distorsionaban los rasgos que él tanto apreciaba. En lugar de aferrarse a su abrazo, ella luchaba por liberarse. El hombre que estaba con Fern no era Madison, y no le estaba haciendo el amor.

Un desconocido la estaba violando.

Madison intentó extender las manos para separarlos, pero se alejaba flotando sin poder hacer nada mientras Fern gritaba quedamente su nombre.

* * *

Madison se despertó con la respiración entrecortada y estremeciéndose de manera convulsiva. Todo su cuerpo temblaba. La sábana se le adhería al cuerpo húmedo. El sueño había sido espantosamente real. Apartó la sábana y se levantó de la cama. ¡No podía quitarse a aquel hombre de la cabeza! En algún lugar allí fuera se encontraba el hombre que había agredido a Fern. Podía ser un asesino, podía ser un ciudadano modelo, pero no había sido castigado por aquella vida que estuvo a punto de arruinar. Madison ya no podía contentarse solamente con probar la inocencia de Hen. Tenía que encontrar a aquel hombre y asegurarse de que nunca volviera a agredir a una mujer. Madison también juró que nunca renunciaría a Fern. Algún día la convertiría en su esposa. Ella se acercaría a él cuando estuviera lista, cuando quisiera, cuando ya no pudiera resistir la necesidad de hacerlo; o no lo haría nunca.

* * *

Fern no vio a Madison al día siguiente, pues se marchó muy temprano a la granja. Pero por la noche él llevó a Samantha y a Freddy a la casa para que conocieran a Rose y a George. Si lo que quería era convencer a Fern de que se había equivocado respecto a Samantha, cometió un gran error. La señorita Bruce era toda una dama y, por lo tanto, no demostraba sus sentimientos; pero Fern se percató de que Rose supo en menos de quince minutos que Samantha estaba enamorada de Madison. Incluso la señora Abbot se dio cuenta de ello.

—Nunca pensé que diría algo así respecto al señor Madison —anunció la señora Abbot cuando Madison y George fueron a acompañar a los jóvenes Bruce al hotel—, pero la señorita Bruce y él hacen una pareja muy bonita. ¿Cree usted que se casarán? Sin duda ella sólo está esperando que él se lo pida.

—No lo sé —respondió Rose mirando furtivamente a Fern—. Conozco a Madison hace tanto tiempo como usted.

—Lo sé, pero como es usted su cuñada…

—Él no habla conmigo de esas cosas. Según George, no habla de eso con nadie.

—Es una pena que ella no vaya al baile —se quejó la señora Abbot—. Nadie en Abilene ha visto jamás a una persona de su clase.

—La señora McCoy ha enviado una invitación especial para la señorita Bruce y su hermano —le informó Rose.

—No creí que el señor Madison la dejara sola en el hotel, sobre todo cuando podría bailar con la mujer más guapa que jamás haya visto.

—Estoy segura de que Madison bailará con la señorita Bruce, pero ella irá con su hermano. Madison llevará a Fern.

—¡A Fern! —exclamó la señora Abbot mientras se giraba para mirar a la ruborizada aludida—. Estoy segura de que ella ni siquiera tiene un vestido y mucho menos un traje de fiesta.

—En todo caso, Madison me aseguró que llevaría a Fern al baile.

—Nunca dije que iría —indicó Fern a ambas mujeres—. Madison simplemente supuso que yo haría lo que él quisiera.

—Puede que así sea, ¡pero seguramente no pensarás decirle que no en este momento! —exclamó la señora Abbot.

Fern se preguntó qué habría hecho Madison para pasar de ser un hombre sospechoso de intentar entrar a hurtadillas en su habitación a ser un caballero al que incluso una mujer como ella no podría rechazar. Deseaba poder gozar de una estima semejante a los ojos de la gente.

No entendía en qué podría ayudarla ir a la fiesta. Si antes le preocupaba cómo la verían en comparación con las beldades del pueblo, ahora sería una insensata al imaginar siquiera presentarse en la misma fiesta a la que asistiría Samantha Bruce.

No obstante, soñaba con ir. Soñaba con ello todas las noches. Se imaginaba vestida con un traje más bonito que cualquiera de los que Samantha pudiese comprar en Boston o Nueva York. Soñaba con ser más hermosa que todas las mujeres que Madison había visto en su vida. Soñaba con bailar toda la noche, con que él la estrechara entre los brazos, con ver sus ojos tan colmados de amor que no fuera consciente de la presencia de otras mujeres en el salón. Soñaba que él le susurraba palabras de amor, adoración y devoción eterna al oído. Soñaba con los besos que prenderían fuego a su corazón, con el deseo que ella inflamaría en su cuerpo.

Pero todas las mañanas la luz del día y la fría razón dispersaban sus sueños con despiadada regularidad.

No tenía un solo vestido. Y estaba segura de que Samantha Bruce tenía docenas, todos más bonitos que cualquiera de los que ella podría comprar en Kansas City, en San Louis o incluso en Chicago.

No había manera de que pudiera deslumbrar a nadie con su belleza. Su pelo era un desastre y su piel era demasiado morena para el gusto de la época. Además, no era guapa.

Y por más que deseara que Madison la abrazara y la besara, sabía que el pánico que la dominaba la llevaría a rechazarlo, siempre lo hacía pese a que algunas veces anhelaba tanto estar con él que hasta lloraba.

Pero no podía darse por vencida. Independientemente de los razonamientos que hiciera y de lo que pudiera ocurrir, una parte de su ser seguía creyendo que encontraría un camino. Esa parte nunca había sido más insistente que en aquel momento.

—Probablemente iría si tuviera un vestido —comentó Fern con la señora Abbot—. Pero no hay una sola tienda en Abilene donde pueda comprar uno, o por lo menos uno que sea adecuado para la fiesta de la señora McCoy.

—Eso tenlo por seguro —asintió la señora Abbot—. Le he estado diciendo a Sarah Wells durante años que debería hacer que su marido vendiera ropa de fiesta decente. Muchas mujeres de Abilene ya se cansaron del algodón estampado.

Fern habría esperado que Rose la acribillara a sugerencias, pero no dijo nada. En lugar de esto, la examinó de una manera que la hizo sentir incómoda. Fern no entendía esta actitud ni confiaba en ella. Había tomado mucho cariño a Rose —era la amiga más cercana que jamás hubiera tenido—, pero se recordó a sí misma que finalmente ella era leal en primer lugar a su marido y a su familia.

—Había pensado ir a Kansas City, pero después de la muerte de papá lo olvidé por completo.

—Estoy segura de que Madison lo entenderá —le aseguro la señora Abbot—, pero no creo que sea muy comprensivo respecto a la fiesta. Los hombres nunca entienden cuando las cosas no ocurren como ellos quieren.

Rose seguía sin hacer ningún comentario.

—Lo esperará de mí —dijo Fern—. No he hecho más que sacarlo de quicio desde que llegó aquí.

Se preguntó cuánto tiempo seguiría pensando que la amaba, cuánto tiempo seguiría queriendo estrecharla entre los brazos, en cuántas semanas su imagen empezaría a desvanecerse de sus recuerdos. En cuánto tiempo olvidaría qué le hizo enamorarse de ella en primer lugar y todas las pequeñas cosas que hacían de ella mucho más que una mujer que llevaba pantalones.

Ella nunca lo olvidaría, nunca olvidaría un solo detalle suyo, Nadie más entraba en una habitación como si ésta fuera suya. Su sola presencia hacía que su temperatura subiera diez grados. Hacía que los colores brillaran más, que las palabras de toda una frase sonaran cargadas de significado. Sintió renacer la esperanza, como si algo maravilloso estuviera a punto de suceder.

Cuando vio a Samantha Bruce y creyó que inevitablemente él regresaría a Boston, se consumió por dentro. Se sintió deprimida y sin fuerzas. La esperanza y la ilusión desaparecieron y su lugar lo ocupó la certeza de que Madison se casaría con Samantha. Quería estar con él todo el tiempo que pudiera antes de que él se marchara, pero esta decisión le dolía cada vez más.

Deseaba ir al baile. En el fondo quería saber si podía competir con Samantha. Era una idea necia —no había ni punto de comparación entre ellas—, pero Fern no podía dejar de pensar en que, si iba a la fiesta, de alguna manera Madison vería que ella lo amaba tanto como Samantha.

—Yo tengo un vestido que podría quedarte bien —dijo Rose finalmente.

Fern sintió que su cuerpo se tensaba. Había hecho aquella afirmación porque tenía la certeza de que no habría un vestido apropiado en todo Abilene. En realidad, nunca había considerado tener que enfrentarse a todas esas personas quisquillosas y de aspecto amenazador. No sabía qué haría que se sintiera más incómoda, si sus miradas o el vestido en sí. No podía recordar cómo se sentía una al llevar un vestido. Cómo caminar, cómo sentarse. No tenía ni idea de qué iba a hacer con las manos callosas y agrietadas. Ni siquiera los guantes habían podido protegerlas del duro trabajo de enlazar vacas.

Además, Samantha también estaría allí. Ninguna mujer en su sano juicio querría ser comparada con ella. Fern saldría de su elemento natural para entrar en el mundo en el que Samantha se encontraba más a gusto, el mundo que ella había nacido para dominar.

Si se tratara de un rodeo, todo sería diferente.

Pero Fern no podía perder aquella oportunidad de estar con Madison. Faltaban tres días para el juicio de Hen en Topeka. Sería liberado y todas las acusaciones serían retiradas. Hen quedaría libre. No habría ningún motivo para que Madison se quedara más tiempo en Abilene.

Le dolía pensar que se marcharía. No podía rechazar la oportunidad de pasar unas horas más con él.

—Tú eres mucho más pequeña que yo —dijo Fern—. No habría manera de que un vestido tuyo me quedara bien, ni siquiera aunque le rompieras todas las costuras.

—Éste te quedaría perfecto —rió Rose con algo de timidez, pensó Fern—. Me deprimía tanto verme como una hembra de búfalo que encargué dos vestidos a San Louis y otro a Kansas City. La tienda de San Louis me envió las tallas equivocadas. Si te quedan bien, no tendré que devolverlos.

Fern se tranquilizó. No había manera de que nadie pudiera equivocarse tanto con un vestido para Rose como para que le quedara bien a ella. Pero al mismo tiempo que se sentía aliviada de no tener que ir a la fiesta también lo lamentaba.

Por una vez en la vida le habría gustado divertirse un poco, tener una oportunidad de ser ella misma, no tener que preocuparse por convencer a todo el mundo de que era tan hombre como cualquiera. Y para ser honesta consigo misma, le habría gustado que un hombre quisiera bailar con ella. No sabía bailar, pero sin duda le encantaría intentarlo.

Pero, sobre todo, le gustaría que alguien pensara que era guapa. Sabía que no lo era. Lo supo desde que tenía 10 años y un chico le dijo que era más fea que un cachorro de bulldog. Ella lo tiró al suelo de un golpe, haciendo que le sangrara la nariz. Lo había hecho más para no llorar que para hacer daño a aquel niño. Pero le había dolido tanto que nunca lo había olvidado.

Nunca había pensado en querer ser guapa hasta que Madison empezó a pasar todo el tiempo con ella, diciéndole que era hermosa y que la amaba. Era culpa de Madison. Todo era culpa suya.

—Ya hemos hablado bastante por esta noche —dijo Rose cuando oyó los pasos de George en el porche—. Mañana tendremos que ver si podemos hacer realidad nuestros deseos. Entretanto, será mejor que no vayas a la granja —sugirió a Fern—. El trabajo con los cerdos no es la mejor manera de prepararse para una fiesta.

* * *

Madison no encontró a Rose en casa. Después de armarse de valor para hablarle acerca de Fern, le irritó que no estuviera allí. Decidió esperar, pero al poco tiempo se cansó de su propia compañía. Salió al porche, y luego al jardín trasero, donde encontró a William Henry jugando a la sombra de un álamo. No se veía a Ed por ningún lado.

William Henry había construido una cabaña con troncos verdaderos. También había un corral hecho de palos diminutos con muescas para que encajaran las barras. En el corral había cerca de una docena de caballos y vacas tallados en madera. Tres vaqueros a caballo patrullaban los alrededores, al parecer para defender la granja de los cuatreros.

—Esa granja tiene una pinta estupenda —comentó Madison mientras William Henry hacía que uno de los jinetes recorriera el corral al galope—. ¿Te la compró tu padre?

—No —contestó William Henry sin apartar la mirada de su juego—. El tío Salino me la hizo. Y me está haciendo otras mientras estamos lejos de casa.

El primer jinete completó su vuelta alrededor del corral. William Henry escogió otro y empezó un segundo recorrido.

—¿Tiene nombre el jinete? —le preguntó Madison.

—Este es el tío Monty.

Levantó el muñeco para que Madison pudiera verlo bien.

—¿Ves? Está poniendo mala cara.

—¿Por qué? ¿Han robado una de sus vacas?

—No. Esa chica lo ha estado molestando de nuevo. Al tío Monty no le gustan las chicas. Dice que causan demasiados problemas.

Madison pensó que su hermano y él podrían coincidir en algo después de todo. No cabía duda de que Fern había vuelto su vida patas arriba.

—¿Quién es el otro jinete? —le preguntó Madison.

—Este es papá —contestó William Henry, enseñándole el muñeco más grande—. Y éste es el tío Hen. A él tampoco le gustan las chicas.

—Menos mal que a tu papá sí le gustan las chicas.

—A papá tampoco le gustan —afirmó William Henry categóricamente—. Sólo le gusta mamá.

—A mí también me cae bien tu mamá —dijo Madison, intentando ocultar una sonrisa.

—A todo el mundo le cae bien mamá —aseveró William Henry—. Ella nunca causa problemas. Lo arregla todo.

Esas pocas palabras describían a la mujer con la que Madison había esperado casarse. Eran la descripción de Samantha. Pero se había enamorado de Fern, la mayor catástrofe natural al oeste del Mississippi.

—Supongo que no todas las chicas pueden ser como tu mamá.

—El tío Monty dice que meterse con Iris es peor que perseguir a un novillo. El tío dice que Iris debería ser deportada o encerrada donde no pudiera molestar a nadie.

Madison se rió ante la ocurrencia de su sobrino.

—¿De dónde es ella?

William Henry miró alrededor. Luego, acercándose a Madison, le susurró al oído:

—El tío Monty dice que es del infierno —y se rió con picardía—. Mamá me prohibió decir esa palabra, pero el tío Monty la dice todo el tiempo. Mamá asegura que un rayo alcanzará al tío Monty, pero papá dice que los rayos no perderían el tiempo de esa manera.

Madison sabía que no debía dar alas al crío, pero por primera vez sentía cariño por su sobrino. Nunca le habían interesado los niños, pero William Henry era diferente. Tal vez porque era el hijo de George, sangre de su sangre. Tal vez porque veía en él al niño que había sido antes de que la brutalidad de su padre destruyera su inocente fe en el mundo.

Quizá veía en él al hijo que podía tener con Fern.

Fuera lo que fuera lo que le había llegado al alma, ya no necesitaba hablar con Rose. Sabía lo que quería y también cómo conseguirlo. Pero había añadido un nuevo punto a su lista. Quería un hijo como William Henry. Quería contribuir a traer al mundo una generación de Randolph para la cual formar parte de una familia fuera lo más importante y lo más gratificante de la vida.

Ir a la siguiente página

Report Page