Fern

Fern


Capítulo 3

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—Los hombres de este pueblo son más valientes de lo que pensaba —dijo Madison cuando ella se acercó.

—¿Qué quiere usted decir con eso? —le preguntó ella. En aquel momento ya pasaba de largo por su lado, pero al oír estas palabras se detuvo y se volvió hacia él.

Madison adoptó una actitud indiferente.

—La mayoría de la gente no se siente a gusto cuando otras personas andan por ahí fingiendo ser algo que no son. Es el viejo problema de la oveja disfrazada de lobo. Si no me equivoco, éste era ya un asunto que molestaba al rey David cuando aún era un pastorcillo.

Fue un ataque imprevisto, pero a ella no se le movió ni una horquilla.

—Me sorprende que haya leído usted la Biblia —replicó—. Creía que los hombres de su calaña no pensaban más que en conseguir lo que querían.

Buena respuesta. Su interpretación de cómo debía ser una mujer podía estar completamente equivocada, pero al menos no tenía la cabeza llena de paja.

Se tomó un minuto para arreglarse la chaqueta. Quería atraer la atención sobre la diferencia que existía entre su traje y la ropa que se usaba por allí.

—Nosotros, los hombres malvados, tenemos que leer todos los libros piadosos para poder enterarnos de qué se traen entre manos ustedes, los buenos.

—Puede usted leer la Biblia cuanto quiera, pero eso no salvará a su hermano.

Era evidente que la señorita Sproull no se dejaba intimidar por su traje. Tendría que recurrir a otra táctica.

—¿Por qué no le compra su padre un vestido? Un buen algodón estampado no debe de costar ni la mitad que las botas que lleva usted puestas. Y esa pistola podría servir para que se comprara un armario lleno de vestidos de volantes.

—Me pongo lo que quiero —respondió ella bruscamente sin poder decidirse entre marcharse o echarle una bronca que no olvidara nunca.

De modo que no se trataba de una hija obligada por las circunstancias a vestirse como un hombre, pensó Madison. Ella misma había escogido aquella indumentaria. ¿Por qué una mujer como ella haría tal cosa? Muy a su pesar, despertaba su curiosidad.

La miró con atención. No le faltaban atractivos, pero era difícil valorar su apariencia con esas ropas gastadas que tan mal le quedaban. Aun así, no cabía duda de que tenía una figura estupenda. Aunque se cubriera el pecho con un chaleco holgado, de la cintura para abajo su cuerpo se delineaba tan claramente como la cima de una montaña a la salida del sol.

Ninguna de las mujeres que conocía saldría a la calle vestida de aquella manera. Por ejemplo, su madre se habría desmayado al verla.

Pero Madison no sentía nada parecido. De hecho, podía percibir que el corazón le latía más rápido. Estaba acostumbrado a las mujeres de sonrisas coquetas y miradas insinuantes, pero el encanto de unas caderas esbeltas y de unas piernas largas y delgadas le parecía aún más seductor. Debía de ser pura lujuria animal. Nada más podría causar una reacción semejante. Su cabeza no podría apreciar a una mujer como aquélla.

Madison sonrió.

—Debe de traerle muchos problemas ser una cosa y querer que la vean como otra.

—En absoluto —respondió Fern, apuntando con la barbilla hacia él de manera desafiante—. Hace mucho tiempo que probé que puedo hacer lo mismo que un hombre. A nadie le preocupa ya eso.

Madison pensó que la voz y la postura delataban la arrogancia de aquella mujer. Sin lugar a dudas estaba orgullosa de sí misma, pero tenía la leve sospecha de que no estaba del todo contenta de que nadie pensara en ella como una chica. Se corrigió: como una mujer. Aún no la conocía bien, pero sabía que Fern Sproull había dejado de ser una niña hacía ya tiempo.

Sonrió de oreja a oreja.

—Pero llega un tipo desconocido, un hombre de ciudad, un colono, y se ve usted obligada a probarlo todo de nuevo.

El desafío en la barbilla se acentuó aún más.

—Lo que usted piense no tiene ninguna importancia.

Madison rió para sus adentros. Sabía que ella no le tenía ninguna simpatía, pero le gustaba fastidiarla. Le gustaba particularmente cómo le brillaban los ojos cuando lo hacía.

Madison volvió a adoptar una actitud indiferente.

—Creo recordar que tenía usted mucho que decir acerca de la inocencia de mi hermano.

—Él no es inocente —afirmó Fern, enfatizando la última palabra—. Dave Bunch lo vio…

La expresión de Madison cambió por completo. Se volvió enérgica, agresiva y beligerante. Estuvo a punto de agredirla, tuvo que controlarse para no hacerlo. Fern, sorprendida, se echó atrás de un salto.

—El señor Bunch sólo dijo que reconoció el caballo de mi hermano —afirmó Madison al mismo tiempo que adoptaba una actitud intimidante—. Ahora bien, a menos que usted piense que un caballo puede apretar un gatillo y que mi hermano es responsable de las acciones de su caballo, ésa no es una prueba suficiente.

Ella lo fulminó con la mirada. Sus ojos eran muy bonitos: eran de color avellana con un matiz gris azulado. Madison hubiera deseado que aún fuera de día para poder estar seguro de su tono exacto.

—Usted debe de pensar que la gente de Kansas es idiota —replicó ella— y que sólo está esperando que un sabelotodo engreído venga a decirnos qué hacer.

Se estaba liberando de todo que le oprimía el pecho. Un pecho que, por lo demás, no estaba nada mal. Tenía que concentrarse en apartar sus pensamientos de aquel cuerpo. Estaba allí para ayudar a Hen. No había nada de malo en entretenerse unas cuantas horas satisfaciendo su curiosidad respecto a esta quijotesca criatura, pero la forma de sus piernas, el tamaño de sus senos y el color de sus ojos no tenían nada que ver con este propósito.

Fern no iba a permitir que este Randolph la intimidara. Tampoco quiso aceptar que era tan guapo que le costaba trabajo recordar por qué había ido a Abilene. Se dijo a sí misma que lo odiaba, que quería que se fuera del pueblo, pero habría sido mucho más fácil si hubiera podido cerrar los ojos.

—Sabemos qué hacer con los asesinos —prosiguió—. También sabemos qué hacer con un saco relleno de tal forma que parezca un hombre.

—¿Va a pisarme con esos hermosos piececillos? —preguntó Madison. Se acercó a ella y le regaló una sonrisa.

—Vamos a sacarlo de este pueblo prendiéndole fuego en el trasero.

Esperaba haber parecido valiente y segura de sí misma a pesar de lo nerviosa que se sentía.

Con una sonrisa de oreja a oreja Madison bajó la cabeza hasta prácticamente tocar la nariz de Fern.

—¿Sabe? Si mi hermana hubiera hablado así…, es decir, si hubiera tenido una hermana, pues mis padres sólo tuvieron hijos varones, y le aseguro que esto fue una verdadera desdicha para mi madre. La pobre mujer no estaba en condiciones de ocuparse de una casa de ocho hombres, aunque ninguna mujer podría ocuparse de tantos hombres; en realidad ni siquiera de uno solo, ya que son delicadas por naturaleza y no soportan el desorden y el escándalo de siete chicos…

—¡Maldita sea! —dijo entre dientes Fern—. ¿Le importaría ir al grano? No me sorprendería que usted ganara los pleitos sacando de quicio a sus opositores.

«O sonriéndoles y haciéndoles perder el hilo de sus pensamientos».

Ningún hombre jamás le había hecho esto y no permitiría que Madison Randolph fuera el primero.

—Como estaba a punto de decir —prosiguió Madison; quería sonar ofendido a pesar de desplegar una sonriente mirada—, si hablara usted así en Virginia, todas las damas se desmayarían en los salones; lo cual le habría granjeado su antipatía. Para una mujer es muy difícil ponerse y quitarse el corsé. Y, obviamente, lo primero que debe hacerse cuando una mujer se desmaya es aflojarle esta prenda. Pero usted no sabía esto, ¿verdad?

—Supongo que usted sabe mucho más sobre ropa femenina que yo —dijo Fern, cediendo terreno.

—Parece que incluso un simple pastor sabe más que usted.

Madison se dio cuenta de que ella no esperaba este último ataque. Distinguió la rabia en su mirada, haciendo que el azul desapareciera de los ojos y quedara sólo el gris, como las cenizas de carbón, opacas y frías en la superficie, pero muy calientes debajo.

—¿Tiene usted alguna razón para bloquearme el paso? —preguntó Fern—. Estoy segura de que su lengua bífida se ejercita lo suficiente en Boston. No se puede negar que la tiene afilada y entrenada.

Nada mal. Aquella mujer merecía ser estudiada con detenimiento. No cabía duda de que tenía algo más que un par de pantalones polvorientos y un chaleco de piel de borrego. Por otra parte, a pesar de su indumentaria, era más divertido mirarla a ella que a las vacas y a los caballos. Tal vez le diría esto, pero sólo si encontraba el momento adecuado.

Madison sonrió, esta vez sinceramente, con la esperanza de disminuir la tensión entre ellos.

—Bueno, pues en realidad me preguntaba si usted podría decirme cómo llegar a la escena del crimen.

—¿Por qué no pregunta a su hermano?

—George ya tiene suficientes preocupaciones —dijo, aunque sabía que ella se refería a Hen—. Su esposa podría dar a luz en cualquier momento y es comprensible que no quiera apartarse de su lado.

Fern lo miró como diciendo: «No sé qué está tratando de hacer, pero no confío en usted». En voz alta, sin embargo, sus palabras fueron:

—El rancho Connor está bastante lejos de aquí. La única manera de llegar allí es a caballo.

—¿Y qué?

—Tendrá que cabalgar.

—No esperaba que usted se ofreciera a cargar conmigo.

—A caballo.

—¿Quiere usted decir que podría montar un búfalo si quisiera? ¡Qué divertido puede ser Kansas!

Fern no sabía si estaba siendo sarcástico o simplemente eso era lo que entendía por sentido del humor.

—Cualquier persona del pueblo puede indicarle el camino o incluso llevarlo allí si usted lo desea.

—Preferiría que fuera usted quien me llevara.

—No.

—¿Por qué no?

—No quiero. Además, ¿por qué iba a ayudarlo a liberar a su hermano?

—No pretendo tal cosa. Pero la experiencia me ha enseñado que siempre se pasa por alto algún detalle importante. Pensaba que usted querría estar presente si yo encontrara algo.

Fern sabía que debería mantenerse lo más lejos posible de Madison Randolph, pero no podía permitir que fuera solo al rancho Connor. No confiaba en él. Respetaba la sagacidad innata de la gente de Kansas, pero no era tan ingenua como para pensar que un abogado de la ciudad no conociera más artimañas que el alguacil Hickok. Aunque no le gustara, no podía perderlo de vista hasta después del juicio.

—¿Cuándo quiere ir?

—¿Qué le parece mañana por la mañana?

—Tendrá que ir a buscarme a la granja de mi padre.

—Allí estaré a las nueve. Sería demasiado esperar que haya un camino, pero al menos habrá una senda que conduzca a la granja, ¿verdad?

—Siga el camino del sur —le recomendó, fulminándolo con la mirada—. Tome el desvío a la izquierda cuando esté aproximadamente a kilómetro y medio del pueblo. La casa se encuentra tres kilómetros más adelante.

—Supongo que también es demasiado esperar que haya un buzón de correos.

—¿Para qué queremos un buzón de correos? —Sabía que se estaba burlando de ella—. No supondrá que sabemos leer, ¿verdad?

Fern se alejó caminando con su habitual aire arrogante.

—Si no llega a las nueve en punto, no lo esperaré —gritó ella por encima del hombro—. No puedo pasar todo el día jugando a ser la niñera de un colono. Tengo varios toros que castrar —se detuvo y se volvió hacia él con una mano en la cadera y una inconfundible expresión desafiante en los ojos—. Soy muy buena haciendo ese trabajo.

—Supongo que será mejor que me ponga un grueso par de zahones.

Se preguntó si él realmente sabía lo que eran unos zahones o si habría leído acerca de ellos en algún libro.

—Hasta mañana —y se despidió también con la mano.

Fern giró sobre los talones y se marchó.

Madison se quedó mirándola durante unos instantes y luego soltó una carcajada. Pensó que ella había ganado la batalla de la conversación con aquel comentario sobre los toros. Tendría que estar a su altura en el futuro. No podía dejar que corriera el rumor de que había sido vencido por una mujer de Kansas que ni siquiera tenía los conocimientos suficientes para estar segura acerca de su propio género, aunque a él no le cupiera ninguna duda.

A Freddy le encantaría escuchar esta historia. Pero Freddy y Boston parecían estar tan lejos… Era casi como si los últimos ocho años de su vida hubieran sido un sueño y Tejas fuera la única realidad.

Sacudió la cabeza para expulsar este espantoso pensamiento. No sabía si tendría algo que ver con Kansas, con la fría acogida de sus hermanos o con aquella mujer tan inusual, pero nada había sido como esperaba.

* * *

Fern estaba paralizada con la cafetera en una mano y la taza en la otra. La risa de Madison aún le resonaba en los oídos. Había resonado en ellos toda la noche, hasta el punto de mantenerla despierta, exasperarla, hacer que se preguntara por qué se habría reído de ella, sentir rabia de que lo hubiera hecho y ponerse furiosa por darle importancia a todo ello.

Se sirvió café y acercó la taza a una pesada jarra de barro. Mientras revolvía la crema en aquel líquido negro, se reprochaba interiormente haber hablado con él. No debería volver a verlo.

Pero iba a llevarlo al rancho Connor aquella mañana.

Se mentiría a sí misma si no admitiera que sentía una emoción que estaba a punto de estallarle en el pecho. Aunque odiara los motivos que habían traído al señor Randolph a Abilene, no podía odiarlo también a él.

—¡Cómo estás de lenta hoy! —le comentó su padre cuando acabó de desayunar. Apuró el café y se levantó—. Será mejor que te des prisa o nunca terminarás todo el trabajo que tienes por hacer.

—Lo terminaré —aseguró ella. Bebió un trago de café y decidió que necesitaba más crema.

Desde luego, como venía de Boston, probablemente pensaba que los habitantes de Kansas eran unos salvajes y que él no tenía más que aparecer por allí para que automáticamente soltaran a Hen.

Sin embargo, esta pretensión no se cumpliría. Boston podía ser importante para sus habitantes, pero para la gente de Kansas no era más que otra ciudad, y sus ciudadanos no eran diferentes.

El señor Sproull dio un portazo al salir y eso la sacó de su trance. Se sentó a la mesa, rodeó la taza de café con las manos y se quedó mirando al vacío.

Era imposible que todos los hombres de Boston fueran como Madison Randolph. Si así fuera, todas las mujeres del país se irían a vivir allí.

Fern se dio cuenta, hacía ya bastante tiempo, de que los Randolph eran excepcionalmente guapos. Las damas de Abilene no hablaban de otra cosa desde que tres jóvenes rubios y solteros de la familia Randolph llegaron al pueblo hacía ya cuatro años. A Fern no le gustaban mucho los rubios, pero tenía que aceptar que George Randolph, quien vino al año siguiente, era el hombre más apuesto que ella jamás hubiera visto.

Pero esto era antes de que conociera a Madison. Cuando miraba aquella cara tan hermosa de duras facciones, le costaba trabajo recordar que aquel hombre era un ser despreciable y que ella debía odiarlo. Aun cuando él la fastidiara.

La puerta se abrió y su padre asomó la cabeza.

—¿Vas a castrar esos novillos hoy por la mañana?

—No. Prometí llevar a ese tal Randolph al rancho Connor.

Quizá se estaba riendo de ella. No sería nada raro en él. Era un engreído. Y esto no sólo se notaba en la ropa confeccionada con tanto esmero que llevaba puesta, sino también en su forma de caminar y en el modo de mirar alrededor, como si le resultara realmente difícil estar en aquel lugar.

Pues bien, ella le tenía preparadas unas cuantas sorpresas. Nada demasiado terrible, pero el señor Randolph regresaría a su placentero, acogedor y presuntuoso Boston con la certeza de que no había podido igualar la fuerza, las habilidades y la inteligencia de una simple mujer.

—Pero si ayer estabas furiosa como un demonio porque él estaba en el pueblo —advirtió su padre—. ¿A qué viene eso de llevarlo de paseo como si fueras su guía?

—Dice que está buscando pruebas —respondió Fern—, pero creo que está tramando algo. Además, tengo la intención de hacer que regrese un tanto estropeado.

—¿Qué piensas hacer?

La voz de su padre sonaba áspera, recelosa.

—Nada raro.

—No te creo —dijo, mirándola con dureza—. La última vez que distinguí esa mirada en tus ojos hiciste que los chicos Stuart tomaran ese brebaje de maíz sin saberlo.

—No debieron burlarse de mí.

—Sólo comentaron que ojalá que no te diera por ponerte vestidos. Y como sé que preferirías estar muerta antes que ponerte otra cosa que no sea unos pantalones, no entendí por qué te molestaste tanto.

—Eso no fue todo lo que dijeron.

—A lo mejor no, pero lo cierto es que parece que disfrutas haciendo enfadar a los hombres. Tienes que dejar de pelear con todo el que llega a Abilene, especialmente con los ganaderos y sus ayudantes. Me resulta muy embarazoso tener que pedir disculpas por ti.

—No tienes que disculparte por mí.

—¡Cómo que no! ¿Y entonces cómo esperas que me compren algo, especialmente con mis precios?

—No hago nada que no quiera hacer.

—Ya lo sé, y eso hace que sea más difícil convencerlos de lo contrario. Supongo que te vas a pelear con ese abogado aunque te lo prohíba.

—Sólo quiero darle una lección.

—No me fío de ti cuando decides dar lecciones a la gente. Si haces que un tejano se enfade contigo, los tendrás encima a todos ellos. Y eso podría arruinarme.

—Nadie va a arruinarte, papá —aseguró Fern.

—Ten cuidado con lo que haces. Su hermano mató a Troy, pero él no tiene nada que ver con eso.

Fern no le respondió.

—Fue idea tuya llevarlo a ese lugar, así que cerciórate de que regrese sano y salvo.

Ella permaneció en silencio.

La expresión de Sproull se ensombreció. Subió otro par de escalones.

—No quiero enterarme de que ha habido siquiera el más mínimo accidente.

—No te enterarás de nada —le aseguró ella. Y así sería. Madison Randolph no se atrevería a hablar con nadie de lo que ella le haría.

Su padre no pareció quedar convencido, pero dio media vuelta y se alejó a grandes zancadas.

Fern intentó ignorar el hecho de que su padre estuviera más preocupado de que ella hiciera algo que pudiera perjudicar su negocio que de que cabalgara en compañía de un desconocido y pudiera sucederle algo. Durante todos los años que se había deslomado trabajando para complacerlo, cuidando del ganado y de la casa, preparándole las comidas y esperando que algún elogio saliera de sus labios, él nunca había dado muestras de sentir afecto por ella. A veces se preguntaba si la querría, aunque fuera un poco.

«Siempre ha sido así. No va a cambiar ahora. Además, en parte ha sido culpa tuya. Te pones furiosa si alguien se atreve a insinuar que no puedes cuidarte sola. Por eso te enfadaste tanto con los Stuart».

Madison Randolph también la ponía furiosa. La miraba como si no acabara de creer lo que estaba viendo. Y todo porque ella no llevaba un vestido. Se merecía que todos en Abilene se quedaran mirándolo embobados sólo porque se vestía como un arrogante refinado.

Sin embargo, no era la manera de Madison de mirarla lo que le molestaba. Era cómo la hacía sentirse. Ya no veía las cosas del modo que quería, como había aprendido a hacerlo desde que tenía memoria. Todo le parecía extraño y molesto, y eso no le gustaba nada.

Todo su cuerpo se sentía diferente. Se percibía a sí misma como una mujer torpe, tímida y ansiosa, que no podía quedarse quieta. Ni siquiera el cerebro parecía funcionarle bien. En lugar de maquinar maneras de ponerlo en su lugar, se descubría a sí misma preguntándose qué pensamientos se ocultaban tras aquellos ojos negros, o pensando en lo alto que era. Ella también era ella; no estaba acostumbrada a verse como una mujer pequeña, pero así se sentía en presencia de Madison Randolph.

Y eso no era todo. En lugar de buscar maneras de deshacerse de él, se preguntaba cuánto tiempo se quedaría en Abilene, qué le gustaba hacer en sus ratos libres, qué opinión tenía de las mujeres de Boston, o bien si estaba casado o comprometido.

Pero no tenía ningún sentido pensar en Madison. Fuera quien fuera en realidad, no se quedaría en Abilene más tiempo del necesario.

Fern se levantó por fin para tirar el café frío. Sólo tardó un minuto en lavar y guardar los utensilios del desayuno de su padre. Normalmente comía muy bien, pero aquella mañana no tenía hambre. Madison también era el culpable de esto.

Con un cepillo empezó a desenredarse el pelo. Era una pérdida de tiempo —pensaba recogérselo con horquillas bajo el sombrero—, pero aquel ritual siempre la ayudaba a pensar.

Se preguntó cómo haría para llegar a su casa. Seguramente cogería una calesa. Quizá tendría que ensillarle un caballo: dudaba de que supiera hacerlo solo. Lo cierto era que tenía que ir al rancho Connor a caballo y ella no tenía ninguna intención de dejarle escoger su montura.

Si le pedía disculpas, le dejaría montar a

Brisa Azul. Esta yegua tenía el hocico despellejado, pero incluso el menos acostumbrado podría cabalgar en ella. Si se portaba como lo había hecho el día anterior, le ensillaría a

Enano. Este empezaría a corcovear aproximadamente un minuto después de que él lo montara. No con mucha fuerza, pero sí la suficiente para hacer caer de cabeza a alguien como Madison Randolph. Disfrutaría muchísimo viéndolo tirado en el suelo. Pero ¿y si realmente se hacía daño? Quería herir su orgullo, no su cuerpo. No podía culparlo por querer sacar a su hermano de la cárcel.

A través de la ventana vio a su padre dar la vuelta en la esquina del establo. Llevaba carne de cerdo, mantequilla y huevos para vender a los ganaderos que llegaban todos los días de Tejas, sufriendo por la falta de comida fresca tras pasar dos meses en el camino de Chisholm.

Bajó del carro de un salto y asomó la cabeza por la puerta.

—No esperes toda la mañana. Si no llega en diez minutos, ponte a trabajar.

—Estoy segura de que vendrá —afirmó Fern—. Los hombres como él nunca faltan a una cita.

No pensaba que esto fuera un defecto. Por el contrario, después de todas las veces que había tenido que esperar a su padre o a algún otro hombre, sólo para que después le dijeran que se les había olvidado por completo o que se habían quedado hablando con otra persona, ella agradecía la puntualidad. Pero le molestaba que precisamente Madison fuera puntual. Claro que no tenía ninguna certeza al respecto. Sólo era una suposición. Podía ser el hombre más informal del mundo.

Pero no sería así. No era esa clase de persona.

Treinta minutos después Fern caminaba en círculos frente al establo. Se decía a sí misma que aún no era hora de que llegara, que ella tenía mucho que hacer para preocuparse por él, pero no podía concentrarse en su trabajo.

Justo en el momento en que empezaba a hacer una relación de todas las cosas terribles que pensaba hacerle, divisó un jinete. Poco después reconoció a Madison. No podía ser otro. Ni siquiera su hermano era tan esbelto y elegante.

A continuación se fijó en el caballo. Madison montaba a

Huster, lo mejor de la Caballeriza de los Gemelos. Aquel robusto corcel zaino era el favorito de Tom Everett, quien no se lo dejaba a cualquier persona. Era un animal fuerte y no muy fácil de manejar, pero parecía que Madison lo hacía con gran habilidad.

Lo que atrajo su atención después fue su postura al montar. Su cuerpo estaba completamente erguido. Estaba muy guapo con aquella ropa comprada en la ciudad, pero no podía imaginar a nadie que pareciera ser menos indicado para montar a caballo. Conocía a varios hombres que podían considerarse guapos, pero no le llegaban ni a la suela del zapato. Era una verdadera pena que fuera un Randolph.

¡Qué manera de cabalgar! No era nada del otro mundo montar a caballo por un camino despejado. Lo sorprendente era como lo hacía: su despreocupada facilidad. Ella no sabía cómo ni cuándo había aprendido a montar, pero era evidente que estaba acostumbrado a hacerlo. Se propuso descubrir cuan acostumbrado estaba realmente, pero por lo pronto tenía que cambiar de opinión respecto a él. Aunque se vistiera como un dandi inepto, no cabalgaba como tal. Quizá no lo fuera. Debía de serlo. ¿Acaso no era de Boston?

No obstante, nunca descubriría quién era aquel hombre si se quedaba allí discutiendo consigo misma. Se subió al caballo y fue a su encuentro.

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