Fern

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Capítulo 8

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—He estado investigando en el rancho Connor y los hechos no concuerdan con la historia que se ha contado —le confió Madison—. Creo que mataron a Troy Sproull en otro lugar, transportaron su cuerpo al rancho y luego culparon a Hen.

El desconocido abrió los ojos sorprendido.

—¿Quién?

—Eso es lo que tengo que descubrir. ¿Sabe usted quién quería ver muerto a Troy Sproull?

La carcajada del hombre provocó que varias cabezas se volvieran.

—Casi todos en el condado de Dickinson —susurró—. Troy era un hombre realmente infame. Habría estafado hasta a su propia madre. No caía bien a nadie, ni siquiera a su tío.

«Genial. Tengo una víctima de asesinato a la que todo el estado de Kansas quería ver muerta».

—Baker Sproull lo despidió la primavera pasada. Troy juró que lo mataría, pero nadie se lo tomó en serio. Siempre estaba jurando que mataría a alguien. No conozco a nadie a quien le cayera bien.

—Al parecer, Fern Sproull piensa que era una especie de santo.

—Él tampoco era muy amable con ella, pero Fern siempre se ponía de su parte. Nunca lo entendí.

Madison tampoco. Trató de prestar atención mientras el hombre divagaba, contando diversos incidentes del pasado de Troy y agregando nombres a la interminable lista de personas que estaban resentidas con él, pero sólo hablaba de riñas insignificantes. Y nadie parecía tener un motivo para inculpar a Hen del asesinato.

En lugar de seguir escuchando, Madison se preguntó por qué una mujer de recta ética como Fern Sproull se empeñaba en defender a un hombre que aparentemente no tenía moral alguna.

—… odiaba a Buzz Carleton. Montaban en cólera nada más verse…

¿Por qué la señorita Sproull quería tanto a su primo? O más exactamente, ¿por qué odiaba tanto a su hermano, o a los Randolph, o en general a los tejanos, que quería asegurarse de que ahorcaran a Hen aunque no fuera culpable?

—… me sorprendió cuando empezó a trabajar para Sam Belton. Nunca imaginé que Troy pudiera servir de gancho para los granjeros que quisieran comprar tierras. Era más probable que les pegara un tiro por querer cercar los prados.

Dos hombres se acercaron a la barra. Eran una especie de mezcla entre granjeros y vaqueros a juzgar por su aspecto. Se apartó para dejarles sitio.

—Si necesita saber algo sobre alguien más, sólo tiene que preguntarme —prosiguió el compañero de Madison—. Yo ya estaba aquí cuando los búfalos aún poblaban las llanuras. No hay nadie de quien no sepa algo.

—¿Con quién estás hablando, Amos? —preguntó uno de los recién llegados.

—Este es el hermano de George Randolph —respondió Amos con orgullo.

—Estás borracho —respondió el hombre—. Hen Randolph está en prisión.

—Este no es Hen. Es otro hermano.

—Sé que los Randolph se reproducen como conejos, pero los demás aún están en Tejas.

—Soy Madison Randolph. Y cualquier parecido que tenga con un conejo probablemente se deba a la calidad del whisky que venden en este bar.

—Éste es Reed Landusky —indicó Amos a Madison—. Es dueño de la granja que está al lado de Baker Sproull. Pike y él a veces trabajan para la señorita Sproull.

Cuando Madison se giró hacia Reed, Pike le estaba susurrando algo.

—Te digo que tiene que ser él —le decía a Reed el rubio desaliñado de mediana estatura—. No puede ser otro.

—Fern no se iría con nadie que pareciera una ardilla.

—Al parecer, tienen ustedes buenas relaciones con un inusual número de roedores —comentó Madison.

—¿Es usted el tipo que trajo a Fern tan llena de golpes y moretones que ni siquiera podía montar?

—Soy el

tipo que la trajo al pueblo después de que se cayera del caballo —respondió Madison.

—Fern nunca se ha caído de ningún caballo —afirmó Pike enérgicamente—. Monta como si hubiera nacido ya sabiendo.

—A lo mejor volvió a nacer después de la última vez que usted la vio —dijo Madison.

—Se cree usted muy listo, ¿verdad?

—Sé de buena fuente que ése ha sido uno de mis mayores defectos desde que era un niño.

Tenía que marcharse antes de decir algo que pudiera causarle problemas. Cuanto más bebía, más afilada tenía la lengua.

Lo había heredado de su padre.

Pero su terquedad no lo dejaba marcharse de aquel lugar. Era inconcebible que él huyera de alguien. Si Reed y Pike buscaban problemas, él se los daría.

Esto también lo había heredado de su padre, y ni Harvard ni Boston habían podido cambiar este rasgo de su carácter. A veces se preguntaba si alguna vez lo lograría.

—A lo mejor creyó usted que no tenía nada de malo divertirse un poco con las mujeres del pueblo mientras estaba aquí —dijo Reed.

Madison se sorprendió de que un desconocido se atreviera a juzgar públicamente su comportamiento, y más aún de que incluyera a Fern de una manera tan desconsiderada en aquel indiscreto comentario.

—No estoy familiarizado con las costumbres de la región, pero no tengo por costumbre secuestrar a chicas inocentes para satisfacer mis apetitos carnales. Y estoy seguro de que la señorita Sproull tampoco se dejaría raptar.

Reed empujó a Madison, lo que provocó que derramara su brandy.

—Está usted a punto de descubrir una costumbre que tenemos por aquí.

—¿Y cuál es? —preguntó Madison—. ¿La mala educación o la torpeza?

—No nos gusta que un tipejo tan extravagante intente ligarse a nuestras mujeres —aseguró Reed, tratando de acosar aún más a Madison. Pike se situó detrás de él.

Lo habían acorralado.

Sintió un brote de furia, o una sensación casi de euforia subiendo por él. En Boston habría tenido que controlar su rabia y desahogarse en un cuadrilátero de boxeo. Aquí no era necesario guardar la compostura. Advirtió que los músculos se le endurecían y que la mano apretaba más fuerte el vaso. Estaba preparado para pelear.

—No le hice daño a la señorita Sproull. Simplemente se cayó cuando el caballo tropezó. La traje al pueblo porque su padre no estaba en casa.

—Al último tipo que intentó hacer lo mismo lo sacaron de aquí con los pies por delante —amenazó Reed.

—Sin embargo, mi intención es irme andando —dijo Madison. Sentía todos sus miembros en tensión. Quería pelear y quería hacerlo en aquel mismo instante.

Reed agarró a Madison de la camisa.

—Voy a limpiar el suelo con usted. Cuando haya terminado, a su hermano no le quedará mucho que recoger.

Madison volvió a sentir la absoluta tranquilidad que siempre experimentaba antes de un combate de boxeo y se concentró en aquel pensamiento hasta el punto de que sólo veía a Reed.

—Quíteme la mano de encima o, si prefiere, lo hago yo.

—Atrévase —amenazó Reed mientras se reía—. ¿Has escuchado eso, Pike? Va a obligarme a quitarle la mano de encima. ¿Y cómo piensa hacerlo?

—De esta manera.

Reed no reaccionó cuando Madison simplemente agarró la muñeca de la mano que le sujetaba la camisa. Y, cuando encontró el punto de presión exacto que estaba buscando y los dedos lo asieron como tenazas, Reed se puso tan blanco como la pared. Estaban a punto de estallarle las venas del cuello mientras luchaba por no soltar a Madison, pero fue inútil. Se le abrió la mano como por arte de magia. Los hombres que estaban en la taberna no daban crédito.

—Ahora les agradecería que terminaran de beber sus whiskys y se marcharan —dijo Madison mientras se alisaba la camisa.

—Lo mataré —estalló Reed.

—Permita que primero me quite la chaqueta —pidió Madison.

—No importa lo que tenga puesto. Va a morir.

—Es el mejor luchador del pueblo —le advirtió Amos mientras Madison se quitaba la chaqueta, la doblaba con esmero y la colocaba encima de la barra—. Lo matará.

—No permitiré que peleen aquí —objetó el cantinero.

—¡Bah! Déjalos, Ben —le pidió uno de los clientes—. No tardará mucho y hace ya bastante tiempo que no nos divertimos.

—Tendrán que pagar todo lo que rompan.

—Le sacaremos el dinero del bolsillo antes de arrojarlo a la calle.

Madison podía sentir la euforia recorrer cada parte de su cuerpo. Así debía de sentirse su padre cuando estaba a punto de entablar una pelea. Nada de miedo, total tranquilidad, sólo a la expectativa.

—¿Quién quiere ser el primero? —preguntó Madison.

—Da igual —predijo Amos con pesimismo—. Cualquiera de los dos lo matará.

—Es mío —afirmó Reed, abalanzándose sobre Madison.

—Quiero que todos en este local sepan que yo no le hice daño a la señorita Sproull —informó Madison a los espectadores mientras esquivaba sin mayor dificultad a Reed—. Y que pienso destrozar a golpes la cara de este hombre por poner en entredicho su reputación.

—Quédese quieto y pelee —le gritó Reed, lanzándose de nuevo sobre él.

Con deslumbrante rapidez, Madison le asestó una tanda de golpes en el mentón. Reed intentó dominar a Madison aprovechándose de su tamaño y de su fuerza, pero no logró inmovilizarlo. Pike quiso entrar en la pelea cuando fue evidente que su amigo estaba perdiendo, pero el cantinero se lo impidió apuntándole con una escopeta en el estómago.

—Él se lo ha buscado. Ahora deja que le den hasta que ya no aguante más.

Y no aguantó mucho tiempo. En menos de dos minutos Reed cayó al suelo.

—¿Qué le ha hecho? —preguntó Pike—. Debió de hacerle algo. Si no, no podría derrotar a Reed en una pelea limpia.

—No he hecho más que aplicar mis conocimientos de boxeo —le respondió Madison—. Peleé tres años en Harvard sin ser derrotado nunca.

—Pues no seguirá invicto por mucho tiempo —dijo Pike tras sacar la pistola.

Antes de que nadie pudiera darse cuenta, Madison se abalanzó sobre él y ambos cayeron al suelo. El sonido de los disparos de la pistola retumbó en todos los oídos y justo después Pike se desplomó. Madison se puso de pie y la pistola se deslizó de la mano de Pike.

—Lo ha matado —dijo el cantinero, apuntando a Madison con la escopeta—. Se ha abalanzado sobre él y lo ha matado.

—Parece que usted no se ha dado cuenta de que no estoy armado.

—Usted ha matado a Pike con su propia pistola —gritó uno de los espectadores.

—¡Linchémoslo!

Todos asintieron a coro.

—¿Alguien tiene una cuerda?

—Yo tengo una en mi silla de montar.

—Ve a buscarla. Lo colgaremos de las vigas del techo.

Con una rapidez que nadie esperaba, Madison derribó de un golpe la escopeta del cantinero y saltó por encima de la barra. Antes de que el hombre pudiera recobrarse del susto, Madison lo dejó sin posibilidad de defenderse al pegarle con fuerza en el cuello. Y cuando varios hombres que estaban en la taberna desenfundaron las pistolas que no debían tener allí, se encontraron frente a un Madison Randolph airado que les apuntaba con una escopeta cargada.

Así que todos relajaron las manos.

—Ahora aclaremos unas cuantas cosas —pidió Madison mientras jadeaba ligeramente debido al esfuerzo—. Yo no he empezado esta pelea. Ni siquiera conozco a estos hombres. No he matado a nadie. Y ni siquiera tengo una pistola.

—Para no estar armado, no cabe duda de que puede usted causar muchos problemas. —La voz provenía de la puerta de la taberna. Era el alguacil «Bill el Salvaje» Hickok. Se acercó a los dos hombres que yacían en el suelo. Reed se movía, pero Pike estaba completamente inmóvil—. ¿Espera usted que crea que ha derrotado a Reed, derribado a Pike, dejado sin sentido a Ben y mantenido a raya a todos los que se proponían lincharlo? ¿Y todo sin un arma?

—Así ha sido, alguacil. Yo lo he visto —afirmó Amos—. Todo ha sucedido como él dice. Reed empezó la pelea.

—¿Alguno de ustedes puede afirmar lo contrario? —preguntó el alguacil.

—No prestamos atención hasta que empezaron a pelear —dijo un hombre—, pero lo que sí hemos visto es que se ha abalanzado sobre Pike y lo ha matado de un tiro.

—Pike se ha disparado a sí mismo accidentalmente con su propia arma —aclaró Madison—. Sólo he cogido esta escopeta para evitar que me colgaran del extremo de una cuerda.

—Me temo que tendrá que venir conmigo hasta que logre aclarar todo esto —dijo Hickok.

—Por supuesto —se ofreció Madison. Luego soltó el arma, pero asegurándose de dejarla fuera del alcance del cantinero. En lugar de abrirse paso a empujones en medio del gentío que se encontraba a ambos lados de la barra, decidió saltar por encima de ella de nuevo para caer prácticamente junto a Hickok.

—Sin duda, es usted un tipo ágil.

Madison recogió su chaqueta, la desempolvó y se la puso.

—No tardaré en convertirme en un hombre viejo que ha perdido toda su antigua elasticidad.

—Eso es cierto. Bueno, venga conmigo. Tengo que terminar mi juego de cartas y no puedo quedarme charlando aquí toda la noche.

—¿Piensa usted soltarlo, alguacil? —se oyó preguntar.

—Parece que esos Randolph pueden hacer lo que les venga en gana —dijo otro.

Hickok se giró hacia la concurrencia.

—Voy a llevarlo a la cárcel, pero sólo se quedará allí si alguien presenta pruebas de que tenga que ser así —y dio la espalda a todos aquellos hombres ansiosos de pelea para salir a la calle—. Lo único que falta ahora es que Monty también venga al pueblo —se quejó ante Madison mientras cruzaban la calle—, gritando a todo pulmón como el chiflado que es.

—No vendría por mí.

—No importaría por qué razón viniera. Causaría problemas en cuanto llegara aquí.

Pero a Madison sí le importaba. Le importaba mucho.

* * *

Madison se incorporó en su celda cuando oyó que se abría la puerta de la cárcel y que alguien entraba. Miró el reloj. Solamente habían pasado veintiocho minutos. Desconocía lo rápido que corrían las noticias en Kansas, pero imaginaba que debían de hacerlo a toda velocidad, puesto que ya era de noche. Probablemente habrían despertado a George, lo habrían sacado de la cama y apenas le habrían dado tiempo para vestirse.

Estaba seguro de que era George el que había llegado. Intentaba convencerse de que al menos a él le importaba. Hen, sin embargo, le había dado la espalda cuando Hickok lo metió allí. Ni siquiera le había dirigido la mirada ni había hablado con él.

Se preguntaba si Fern iría a verlo.

¡Dios mío! Se moría de ganas de ver a Fern, a esa mujer que lanzaba fuego por la boca, llevaba pantalones, odiaba a los Randolph y se rebelaba contra todo lo delicado, dulce y atractivo que caracteriza al sexo femenino. Tenía que estar loco. Estar con ella era como meter la cabeza en la boca de un león. La gente admiraría su valentía, pero no valoraría mucho su inteligencia si daba rienda suelta a sus deseos.

«Debe de haber algo atractivo en ella, algo que te gusta, porque no puedes sacártela de la cabeza».

Lo había, y no era solamente su cuerpo, aunque tampoco podía sacárselo de la cabeza. Ambos estaban librando batallas que ninguno podría ganar, batallas que ni siquiera querían ganar. Sin embargo, tenían que luchar o, de lo contrario, lo perderían todo.

No supo cuan importante era el vínculo que los unía —apenas acababa de reconocerlo— hasta que por su culpa se vio obligado a hacer frente a Reed y Pike. No podía haber otro motivo para que aquellos desconocidos lo hubieran agredido. Ella quería que él se marchara del pueblo y aquellos dos hombres trabajaban para su padre: la relación le parecía obvia. Le quedaba la duda de si les habría pagado. El solo hecho de pensarlo era suficiente para hacer que le hirviera la sangre.

¿Cómo pudo haberse equivocado tanto respecto a ella?

Lo único que podía hacer era olvidarse de ella, sacársela de la cabeza. No le resultaría muy difícil dominar la atracción física, ya lo había hecho antes, pero no iba a ser tan fácil desterrar la sensación de haber encontrado un alma gemela.

Aunque no fuera verdad que ella le hubiera tendido una trampa tan despreciable, lo último que quería Madison era encontrarse con la mirada de Fern Sproull, no en el estado en que se encontraba. Necesitaba darse un baño y cambiarse de ropa; así parecía uno más de Kansas. Curiosamente, estar encerrado en la cárcel no le molestaba en lo más mínimo, aunque sabía que George se disgustaría.

—Has llegado más rápido de lo que hubiera podido imaginar —dijo Madison cuando vio a George frente a su celda. Había algo de irónico en su tono de voz.

—¿Has hecho que te metan preso sólo para comprobar lo rápido que salía de la cama?

—No, pero sabía que vendrías.

—Has logrado que Rose se preocupe.

—Lo siento de veras por ella.

—¿Pero no lo sientes por mí?

—¿Debería?

—¿Por qué has vuelto, Madison?

Madison agarró los barrotes con fuerza.

—En realidad tu pregunta era: «¿Por qué te marchaste?» —gruñó—. Ésa es la pregunta que en el fondo querías hacerme.

—Sé por qué te marchaste.

—No, no lo sabes —respondió Madison con rabia despiadada—. Pensé que lo sabrías. Pensé que tú serías el único que entendería, pero no tienes ni la más remota idea.

—Entonces dímelo.

—¿Para qué? —preguntó Madison mientras se alejaba de los barrotes—. Me marché. Eso es lo único que importa.

—Me gustaría creer que tu vuelta es lo único que importa.

El bueno de George. Justo cuando pensabas que realmente podías enfadarte con él, echaba por tierra todos tus motivos para hacerlo. Era demasiado severo, a la vez que quisquilloso, pero te quería tanto que terminabas perdonándolo sin importar lo que hubiera dicho.

—Yo me moría al mismo tiempo que mamá, pero nadie se daba cuenta, nadie entendía. A nadie le importaba.

—Los gemelos te necesitaban.

¡Los gemelos lo necesitaban! Esa afirmación tenía que ser una broma. Los gemelos nunca necesitaron a nadie, y menos a él. Pero ¿cómo iba George a entender todo esto? Lo único que veía su hermano era a dos chicos de 14 años que habían tenido que ocuparse solos de un rancho. Nunca entendería que a los 12 años ellos servían para ese trabajo mucho más que él a los 20, o a los 26 que tenía ahora.

—Pregunta a Hen si le apetecía que yo estuviera allí —pidió Madison—. Sé que no soy fácil de querer, pero traté de hacer lo que me correspondía. Llegué a conocer hasta el más miserable rincón de ese rancho. Si alguien me hubiera dejado a quince kilómetros de la casa, habría podido regresar en menos de una hora. Pero, hiciera lo que hiciera, nada era suficiente. Monty me pidió incluso que me quedara en casa con los bebés y dejara que los demás hicieran el auténtico trabajo.

—Monty nunca quiere decir ni la mitad de lo que dice.

—Hablaba exactamente como papá —prosiguió Madison, recordando ahora con toda claridad—. «¿Por qué no puedes ser como George o como Frank, o como los hijos de Joe?», solía decir papá. «¿Por qué tienes que avergonzarme? ¿A qué viene eso de pasar todo el tiempo leyendo un libro?». ¿Sabes que papá me dijo que tenía el dinero suficiente para pagar mis estudios? Pero pensaba que yo me las daba de lo que no era en realidad, así que se propuso hacer que la escuela me mandara a casa. Creyó que la vergüenza que yo sentiría por haber sido expulsado haría que se me bajaran los humos.

Ésta, sin duda, había sido la experiencia más dolorosa de su vida. Todavía podía sentir la humillación, la rabia que trastornó su mente durante varias semanas después de regresar a casa. Su madre nunca lo culpó ni lo reprendió. Por el contrario, le suplicó que tratara de entender a su padre, que se esforzara por ser la clase de hijo que él quería.

George fue la única razón por la que no huyó en ese mismo momento. Pero ahora comprendía que para George nada se interponía ante el deber.

—Tenía que marcharme para descubrir quién era. Papá me estaba asfixiando. El rancho me estaba asfixiando.

—Sin embargo, para mí regresar a casa supuso lo contrario: me enseñó quién era.

—No todos somos iguales, George. Quizá ahora podría volver sin dejar de ser yo mismo, pero no lo haré si tú no quieres.

—Nunca me has dicho adonde fuiste o qué hiciste.

Parecía una historia tan vieja ahora, tan poco digna de ser contada.

—Pocos meses antes de que mamá muriera, recibí una carta de Freddy. Su padre se ofrecía a pagar mi educación en Harvard y a darme un puesto en su bufete. Eso era lo que yo había querido siempre. Pensé en escribirte, pero sabía que no serviría de nada.

—Pero ¿cómo pudiste abandonar a los chicos en medio de una guerra?

—¡Al diablo con la guerra! ¿Tienes idea de lo harto que estoy de oír hablar de ella?

—¿No podías entender por qué combatíamos?

—Por supuesto que sí. Recuerda que soy yo quien devora libros. Querían tener garantizado el derecho de separarse. Así, si uno se enfadaba con el otro, podía crear un país nuevo. Y ésa es una estúpida manera de gobernar, además de que yo no creía en la causa. En todo caso, no lo suficiente para morir por ella.

—Nunca le digas eso a Jeff.

—No creo que tenga nada que volver a hablar con ninguno de vosotros.

—¿Piensas marcharte?

—¡No! —La respuesta fue casi un grito—. He venido aquí a probar que Hen no mató a ese hombre, y eso es exactamente lo que pienso hacer. Ni tú, ni Hen ni mucho menos esa Dalila con piel de cordero, vais a detenerme. Una vez que haya cumplido mi misión, volveré a Boston.

—¿Entonces por qué has venido? Podrías haber contratado a un abogado en San Louis y así evitarte muchos problemas.

—¡Maldita sea, George! ¿Tan difícil te resulta reconocerme algún mérito? ¿Crees que sabiendo que estaban a punto de ahorcar a Hen habría podido mandar a otra persona?

—Pero los abandonaste en Tejas.

—¡Porque sabía que no me necesitaban! —gritó Madison—. No me querían allí. Además, porque me iba a volver loco si no salía de aquel lugar.

—No puedo entenderlo.

—Antes sí me entendías —reconoció Madison mientras se sentaba. Su ira había disminuido—. Normalmente eras la única persona que lo hacía.

—Entonces eras diferente.

—No, sólo me sentía inseguro de mí mismo.

—¿Inseguro tú?

—No te burles. No todo el mundo estaba tan seguro de sí mismo como tú. Tom Bland no me decía a mí constantemente lo maravilloso que era. Yo sólo contaba con mi inteligencia y mi afilada lengua, virtudes que sólo Freddy y unos cuantos profesores valoraban. Y tú, o al menos eso creía. Recuerdo que me pedías que esperara, que no me desalentara. Pero nos fuimos a Tejas, y poco después estalló la guerra. Tuve que marcharme después de la muerte de mamá. Sabía que, si papá regresaba antes de que yo me fuera, me quedaría allí el resto de mi vida.

—¿Y por qué el rancho era un lugar tan horrible para ti? —fue Hen quien habló. Por fin.

—No sé si puedo explicarlo. Lo único que sabía era que lo que necesitaba para vivir no estaba allí, sino en otra parte.

—George sí volvió —afirmó Hen.

—Yo también —dijo Madison—, pero parece que con él se agotaron las posibilidades de ser recibido con los brazos abiertos.

—No es eso —le contradijo Hen—. George se marchó para combatir en la guerra.

—Y yo me marché para luchar por mi vida —aseguró Madison—. No sé por qué pensé que vosotros lo entenderíais, pero ésa es la verdad.

—Tal vez lo habría entendido si no hubiera estado a punto de morir —dijo Hen.

—Eso sucedió

antes de que yo me marchara —consiguió pronunciar Madison mientras apretaba los dientes—. Reconoce que no me fui hasta que ayudé a expulsar a esa pandilla de cuatreros. Fue a mí al que le dispararon aquel día, ¿o ya te has olvidado de la bala que mamá me tuvo que extraer? Una bala que podría haberte matado si me hubiera quedado en casa como Monty y tú queríais.

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