Fern

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Capítulo 9

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—Oye, Fern no es justo que te comportes como un hombre casi siempre y como una chica sólo cuando te conviene —le dijo Tom mientras intentaba seguir su paso.

—Si de mí dependiera, sería siempre un hombre —lo sacó a la calle de un empujón y cerró la puerta.

Se sentía algo nerviosa por ir a ver a Madison, pero el hecho de llevar de nuevo los pantalones y el chaleco le daba confianza en sí misma. Se había sentido terriblemente vulnerable con el camisón de Rose, sobre todo al enterarse de que Madison la había desvestido. Le hubiera gustado preguntar qué partes de su cuerpo había tocado, pero sería mejor no saberlo, pues el solo hecho de pensar en ello la hacía sonrojarse. Ningún hombre la había tocado desde aquella nefasta noche, hacía ya ocho años.

Madison estaba en la primera celda. Se levantó de un salto al verla. Le lanzó tal mirada, fría y llena de cólera, que Fern se detuvo en seco.

—¿Ha venido usted a regodearse o a cerciorarse de que me ahorcan junto a Hen?

La vehemencia de sus palabras desconcertó a Fern. No le sorprendía que se sintiera avergonzado de que lo viera en la cárcel, pero nunca se le pasó por la cabeza que pudiera pensar que ella quería que lo mandaran a la horca. Esto le dolía casi tanto como el pecho al respirar.

Después de todo lo que había dicho acerca de su hermano, ¿cómo iba él a saberlo? Pero ¿acaso no sabía Madison que todo lo que quería era que castigaran al asesino de Troy? No odiaba a los Randolph, tampoco a él, o al menos ya no. Era el motivo que lo había conducido a Abilene lo que la disgustaba.

—Estaba preocupada. Sé que usted no podría haber matado a Pike —le enseñó la cesta—. Le he traído el desayuno.

—Debe de estar muy contenta hoy —dijo Madison, haciendo caso omiso de la comida que le ofrecía—. Dos hermanos Randolph en prisión y sin muchas probabilidades de salir pronto. Ahora sólo tiene que conseguir que George cometa alguna imprudencia —aunque eso no será tan fácil, pues George no es ningún tonto— y habrá logrado que nos encierren a los tres. Sin embargo, si quiere ahorcarnos a todos los Randolph, va a necesitar muchas cuerdas. Hay más miembros de la familia en Tejas.

—No van a ahorcarlo —afirmó Fern—. Amos declaró que no fue culpa suya.

Madison caminaba de un lado a otro de la celda como un animal enjaulado, intentando refrenar la furia que sentía dentro.

—Está usted hablando de un Randolph, de un tipejo, de un extravagante abogado del este que intenta burlar la justicia, de un esnob de Boston que mira por encima del hombro a todo el que no haya nacido y haya sido criado en los trece estados originarios. Usted está convencida de que soy culpable.

—Madison, ¿crees que es justo…? —interrumpió Hen.

—Sólo estoy repitiendo las palabras que ella me dirigió —explicó Madison—, aunque he agregado algún comentario esporádico hecho por George o por ti. No quiero que ella piense que alguien me tiene en gran estima.

—Amos me ha contado todo lo que sucedió —dijo Fern.

—¿Y le ha creído? Me siento profundamente decepcionado.

—Sé que no he sido muy amable con usted, pero nunca pensé que alguien pudiera echarle la culpa de lo que me pasó. No esperaba que Reed diera a entender que…, que dijera… Yo…

Fern estaba tan alterada que difícilmente iba a poder mantener el tono de voz bajo control.

—¿Espera usted que yo crea que esa pelea no fue idea suya, que dos personas que no me habían visto nunca antes simplemente se acercaron a mí para buscar camorra?

—¿No estará insinuando que yo les ordené que fueran a darle una paliza?

—¿Por qué no? Habría sido un modo muy apropiado de deshacerse de mí, de poner a Hen en su lugar y de asegurarse de que George no volviera nunca a traer ganado a Abilene. Por fin el pueblo se habría librado de los Randolph. Pensé que eso era lo que quería.

Madison no quería escucharla. Estaba convencido de que había pagado a Reed y a Pike para que lo atacaran y nada de lo que ella dijera iba a servir de nada.

—Está tergiversando mis palabras.

—¿Entonces qué dijo?

¿Qué había dicho? Un montón de cosas de las que ahora se arrepentía.

—He dicho muchas cosas que no he debido decir —contestó Fern—, pero nunca me habría rebajado hasta el punto de pedir que lo echaran del pueblo. Lo habría hecho yo misma.

Madison la fulminó con la mirada.

—Después de todo lo que me ha pasado en los últimos dos días, no hay nada ya en el mundo que pueda echarme de este pueblo hasta que haya terminado lo que he venido a hacer. Desconozco qué hizo o qué no hizo usted. No me importa tampoco lo que quiso o no quiso decir. Lo único que sé es que yo no disparé a Pike Carroll y que Hen no mató a su primo. Y antes de que me marche todos en el pueblo van a saberlo también.

—Yo no…

—Ahora le pido por favor que vuelva a casa de la señora Abbot. Tengo que recuperar el sueño perdido. Además, después de la caída de ayer debería guardar reposo. El dolor debe de ser espantoso.

Fern se quedó mirando la comida que había traído y se sintió como una tonta. Madison no se la comería. Probablemente incluso pensaría que la había envenenado.

Al menos se consolaba pensando que la rabia la había ayudado a adormecer el dolor. No quería que él supiera cuánto esfuerzo le había costado ir a verlo, así que no le daría el placer de dejar que sintiera lástima por ella. Quería poder odiarlo con la conciencia tranquila.

—No sé por qué me he molestado en venir —dijo Fern—. Es usted incapaz de comprender la amabilidad humana.

—No creo que sea incapaz —la contradijo Madison mientras parecía pensar seriamente en aquellas palabras—, pero después de cómo fui recibido al bajar del tren me resulta un poco difícil creer que ahora tiene usted la gentileza de interesarse por mi bienestar.

—No ha cambiado usted en lo más mínimo —replicó Fern.

—Por supuesto que no. Soy la misma persona que salió de Boston con la intención de defender a su hermano, que la llevó a ver a Rose cuando se negó a ir a un médico y que luchó por impedir que sus secuaces lo asesinaran. Es la manera en que usted me ve la que cambia constantemente.

—Sí, ése ha sido mi error —afirmó Fern mientras arrojaba la comida sobre una mesa que se encontraba fuera de la celda—. ¡Usted es exactamente como yo me imaginé desde un principio!

Se dio media vuelta y se dirigió a la puerta.

—Me alegra escuchar sus palabras —gritó Madison—. Odio decepcionar a la gente.

Fern cerró la puerta con tal rabia que hizo temblar el edificio de madera.

—Si ésa es una muestra de cómo se porta la gente de Boston, apuesto a que todas las damas de la alta sociedad se pelean por invitarte a tomar el té —dijo Hen con sarcasmo.

—Aunque no lo creas, así es. Por extraño que parezca, me consideran un hombre encantador, amistoso, alegre, divertido, alguien de quien se puede esperar que haga siempre lo correcto. Algo debió de suceder cuando crucé el Mississippi.

Había logrado una clara victoria, pues había frustrado toda tentativa de Fern de sentir lástima por él; no obstante, le resultaba un amargo triunfo. No tenía ningún problema en controlar su carácter en Boston, pero ¿por qué no podía dominarlo allí? Se decía de él que podía convencer a la gente de cualquier cosa, pero en aquel lugar no podía abrir la boca sin provocar que todo el mundo se enfadara con él.

La cesta de comida era la expresión de una silenciosa condena.

La noche anterior deseó que Fern fuera a verlo. Hoy había ido y, sin embargo, él se había comportado de tal manera que pareciera que hacía todo lo posible por ahuyentarla. ¿Qué había en Fern, en aquel pueblo o en su familia que le hacía cambiar radicalmente? Sus profesores le habían reconocido que podía resolver cualquier problema de manera racional. Pues bien, parecía haber perdido facultades.

—Nadie me dijo que la pelea había sido por Fern Sproull —se quejó Hen—. Espero que me saques pronto de la cárcel. Por nada del mundo quiero perderme ese coqueteo.

—¡Vete al diablo! —gruñó Madison.

* * *

—No debería haber salido —regañaba Rose a Fern mientras le ponía el camisón y la arropaba—. No me sorprendería que tuviera que guardar cama un día más.

—Lo odio —bufó Fern—. Es el hombre más terco, odioso, sarcástico e intolerante que he conocido jamás. No sabe de amabilidad humana. No la concibe ni en otra persona ni en él mismo.

—Y es un maleducado —agregó la señora Abbot poco dispuesta a olvidar que Madison había ignorado de manera agresiva su prohibición de entrar en la habitación.

—No entiendo cómo puede ser el hermano de su esposo —le dijo Fern a Rose—. George nunca me ha levantado la voz aun sabiendo que yo pienso que Hen mató a Troy. Pero Madison…

No encontró las palabras. A la señora Abbot, por el contrario, no le faltaron.

—El señor Randolph es un verdadero caballero —afirmó—. Y es tan amable con mi Ed, ese pobre niño sin padre.

—Ha estado bajo mucha presión desde que llegó aquí —dijo Rose—. Quizá no se comporta así habitualmente.

—Espero que no —afirmó la señora Abbot—. Me dejaría una muy mala impresión de la sociedad de Boston.

—No sé cómo se comporta normalmente, y tampoco quiero saberlo —bufó Fern, ignorando el comentario fuera de lugar de la señora Abbot—. Sólo quiero que regrese a Boston en cuanto salga de prisión. Desprecia todo en este pueblo y estoy segura de que aquí nadie tiene buen concepto de él.

—Yo, por ejemplo, no lo tengo —dijo la señora Abbot, pronunciándose firmemente en contra de Madison—. Debe usted andar con mucho cuidado para evitar que se acerque a su hijito —previno a Rose—. Sería una verdadera pena que corrompiera a esa preciosidad de niño.

—Si William Henry puede vivir bajo la influencia de sus otros tíos, por no mencionar a cerca de una docena de rudos vaqueros, estoy segura de que no tiene nada que temer de Madison —le respondió Rose con dureza—. Pero, cambiando de tema, creo que a la señorita Sproull le sentaría bien que le trajera algo más de desayuno. Antes no ha comido nada y así no mejorará nunca.

—Por supuesto —se ofreció la señora Abbot—. Enseguida le traigo algo de comer.

—No tenga prisa —le sugirió Rose—. Le vendría bien tranquilizarse un poco más antes de comer nada.

—Muy bien pensado —confirmó la señora Abbot—. Es aconsejable tener mucho cuidado con un estómago delicado.

—No tengo un estómago delicado —se quejó Fern cuando la señora Abbot hubo salido de la habitación—. De hecho, mi padre dice que no hay nada delicado en mí.

—Pensé que le gustaría librarse de la señora Abbot por un rato. Por lo menos yo sí que lo necesito.

Fern sonrió.

—Es un poco pesada.

—Está convencida de que todas las personas que le agradan son amables y generosas. Pero si alguien no le cae bien… Bueno, ya sabe lo que ha dicho sobre Madison.

—En ese caso tiene razón.

Rose se sentó en el borde de la cama. Se quedó tanto tiempo observándola que Fern empezó a sentirse incómoda.

—¿Realmente quiere llegar a entender a Madison? —le preguntó Rose. Su mirada era particularmente penetrante—. Respóndame sinceramente. No por mí, sino por el bien de él y posiblemente por el suyo.

—Su… Supongo que sí —admitió por fin Fern con desagrado y sin estar muy segura de qué quería decir Rose—. Empezaba a creer que podía ser diferente de los demás hombres que he conocido. Pero después de esta mañana —dijo mientras recordaba toda la rabia que le habían provocado sus palabras— estoy segura de que estaba equivocada.

—He pasado mucho menos tiempo con Madison que usted —empezó a decir Rose—, pero conozco un poco su historia. Es dolorosa y no me gustaría pensar que usted podría usarla en contra de él.

—Yo nunca haría tal cosa —se defendió Fern, incapaz de entender por qué Rose tenía las mismas reservas acerca de ella que Madison—. Al contrario de lo que él piensa, no todo el mundo en Kansas es insensible.

—Madison tuvo muchos problemas durante su niñez —empezó a decir Rose. Aparentemente había decidido ignorar este último reproche de Fern—. Ninguno de los chicos aprendió a amar o a confiar en los demás.

—¿Por qué?

—Por lo que he podido deducir, tuvieron un padre horroroso, bebedor y agresivo, y una madre débil, inepta y con poca fuerza de voluntad. Durante la guerra Madison desapareció y dejó que los hermanos gemelos se ocuparan ellos solos del rancho. Los chicos nunca se lo perdonaron.

—Pero volvió para ayudar a Hen. ¿Acaso eso no cuenta?

—Parece que no. Ni siquiera George, que es el hombre más justo que conozco, ha podido olvidarlo por completo.

—¿No les ha confesado por qué se marchó?

—Se lo contó anoche cuando George fue a verlo a la cárcel.

—¿Y qué dijo?

—Tendrá que preguntárselo usted misma.

—No puedo hacerle una pregunta como ésa.

—Debería intentarlo. Tal vez se lo diga. Parece que le cae bien.

—No pensaría eso de haber escuchado lo que me ha dicho hace un rato cuando he ido a la cárcel a llevarle una cesta con el desayuno.

—Por el amor de Dios, Fern. Usted lo echó de aquí anoche hecha una furia a pesar de que él había cabalgado kilómetros y kilómetros sosteniéndola sobre el caballo. Luego va a una taberna y sus hombres intentan matarlo. Cuando trata de defenderse, y debo añadir que también de proteger su reputación, lo meten a la cárcel. ¿Qué espera de él? No es ningún santo, pero necesitaría tener la fe de uno para creer que usted no estaba detrás de todo esto.

—Pero yo no haría algo semejante…

—¿Cómo va a saberlo él? Usted misma admitió que al bajar del tren lo recibió con la amenaza de expulsarlo del pueblo fuera como fuera. No puedo hablar por Madison, pero yo también habría pensado que esos hombres estaban tratando de ayudarla a cumplir su promesa.

Fern se quedó horrorizada. Nunca hubiera pensado que Madison tomaría su rabia como algo personal. Sólo estaba luchando para que se hiciera justicia. Su ira no tenía nada que ver con él. Se habría puesto igual de furiosa con cualquier abogado que contrataran los Randolph.

Pero ¿acaso ella no había tomado sus palabras como un insulto personal? Quizá aquellas palabras tenían tanto que ver con ella como las suyas con él. Quizá él sólo estaba reaccionando como lo habría hecho ante cualquier persona que lo tratara del modo que lo había hecho ella.

—También es verdad que sus hermanos no se han portado mucho mejor con él —añadió Rose—. Hablé muy seriamente con George y con Hen anoche. Espero que sirva de algo, pero no puedo asegurarlo. Algunas de las heridas de esta familia son tan profundas que nada ni nadie puede cerrarlas.

—¿Realmente cree que él piensa que lo que siento por él es odio? —preguntó Fern.

—Y ¿cómo iba a pensar de otra manera? Yo también lo haría.

—Pero no es así —protestó Fern—. Ni siquiera odio a Hen a pesar de que matara a Troy.

El rostro de Rose se transformó y su tono de voz se volvió severo.

—Mientras no haya un testigo del asesinato de Troy, creo que por lo menos debería conceder a Hen el beneficio de la duda. Madison, George y yo coincidimos en que Hen no pudo haber matado a Troy. Eso debería contar para algo.

Cualquiera se hubiera percatado de que, aunque Rose sintiera simpatía por Fern, era incuestionablemente leal a la familia de su marido.

—Pero alguien lo mató, y la única prueba que existe señala hacia Hen.

—¿Qué encontró Madison ayer?

Tras la caída Fern olvidó por completo que Madison había suscitado algunas dudas en su cabeza.

—Madison piensa que otra persona mató a Troy, transportó su cadáver al rancho Connor y trató de inculpar a Hen.

—¿Le explicó por qué?

—Dijo que el cadáver no debería estar rígido tan sólo una hora después del asesinato, y cree que la cabaña es demasiado oscura para que alguien hubiera podido cometer el crimen allí dentro.

—Eso parece razonable.

—Pero ¿por qué alguien de aquí iba a querer matar a Troy? Todo el mundo sabía cómo era desde hacía muchos años.

—No sé nada acerca de su primo —dijo Rose—. Sólo le pido que no deseche las ideas de Madison por estar enfadada con él. Es comprensible que usted no crea en la integridad de la familia como yo, pero debería respetar la inteligencia de mi cuñado.

La puerta se abrió y entró la señora Abbot con una bandeja llena de cubiertos, platos y tazas.

—Su desayuno —dijo alegremente—. Y tiene que comérselo todo antes de que se enfríe. Después se sentirá mucho mejor.

Pero Fern casi no probó la comida que le acercó a la boca ni escuchó la interminable cháchara que profería la señora Abbot mientras arreglaba la habitación por segunda vez aquella mañana. Las palabras de Rose ocupaban todos sus pensamientos.

La sola idea de que otra persona hubiera matado a Troy le producía escalofríos. Podría ser cualquiera de los habitantes del pueblo. Incluso era posible que hubiera hablado con el asesino media docena de veces desde su muerte.

Podría tratarse incluso de su propio padre.

Claro que él no mataría a nadie. Pero tenía que acordarse de que Madison sentía lo mismo respecto a su hermano. Si estaba dispuesta a aceptar la inocencia de su padre simplemente porque confiaba en él, tendría que contemplar al menos la posibilidad de que Hen fuera inocente. Pero cuanto más lo pensaba más variables tenía que considerar. Lo más fácil sería mantenerse firme en su convicción de que Hen era culpable.

Pero no podía. Madison había conseguido debilitar su certeza al respecto.

Así como respecto a casi todo lo demás.

* * *

Madison se quedó en prisión dos días, el tiempo necesario para que Pike se repusiera y contara al alguacil lo que realmente sucedió.

—Tiene usted suerte —advirtió el alguacil Hickok a Madison cuando lo liberó.

—La suerte no tiene nada que ver aquí —replicó Madison, que no estaba en absoluto impresionado por la reputación de Hickok—. Nunca ha habido una causa en mi contra.

—Es una pena que no pueda decir lo mismo respecto a su hermano —dijo el alguacil irritado por la respuesta de Madison. Estaba acostumbrado a que todo el mundo le tuviera miedo. La seguridad en sí mismo que expresaba aquel displicente abogado del este no le agradaba en lo más mínimo. Pensándolo bien, ninguno de los Randolph le caía simpático. George lo trataba con gentileza, pero Hickok sospechaba que este gesto se debía a su posición y no a mérito personal alguno. En cuanto a Hen Randolph, no podía pensar en nada que ese chico respetara verdaderamente. Simplemente no le importaba nada.

—Si acepta usted un consejo… —empezó a decir Hickok.

—Todo el mundo me ha dado consejos desde el momento en que me bajé del tren —dijo Madison sin molestarse en alzar la vista mientras se preparaba para marcharse de la cárcel—. Pero siempre están más relacionados con su propio bienestar que con el mío. —Madison se puso la chaqueta, se alisó unas cuantas arrugas de los pantalones y salió de la celda—. Así que he decidido no escuchar ninguno.

—Ésa podría no ser una buena idea —aventuró Hickok.

—Salir de Boston no fue una buena idea —dijo Madison—, pero ya que estoy aquí tengo la intención de cumplir lo que he venido a hacer.

—¿Y qué ha venido a hacer?

Hickok lo sabía. Todos en Abilene lo sabían, pero él quería oírlo de labios de Madison.

—He venido a descubrir quién mató a Troy Sproull. Y pienso estar presente cuando mi hermano salga de esa celda como un hombre libre.

—No todo el mundo consigue lo que quiere —aseguró Hickok.

—Yo, sí —afirmó Madison, y se marchó sin mirar atrás.

—¿Siempre ha sido así de modesto su hermano? —preguntó Hickok a Hen cuando Madison ya había salido. La irritación que sentía le hacía mirar con rabia a la figura que se alejaba.

Hen se rió entre dientes.

—No se meta con él, alguacil. Sólo le creará problemas.

—Aún no lo ha conseguido nadie —afirmó Hickok no sin algo de orgullo.

—Quizá no, pero no se había topado usted antes con alguien como Madison.

* * *

Madison revisó su apariencia para cerciorarse de que no quedaba señal alguna de su estancia en prisión. Quería ir a casa de la señora Abbot, por lo que se había estado maldiciendo en voz alta durante los últimos minutos. Quería ver a George y a Rose, pero también a Fern.

Ésa era la razón por la que se estaba maldiciendo a sí mismo.

Sabía que tenía que pedir disculpas por su comportamiento. A pesar de lo que le había dicho cuando llegó a Abilene y de todo lo que había hecho para fastidiarlo desde entonces, una vez que se hubo tranquilizado lo suficiente para razonar, concluyó que no creía que ella tuviera nada que ver con el ataque contra él. Como de costumbre, no podía pensar con claridad cuando ella estaba de por medio.

Quizá ayudaría en algo si dejaban de pelear cada vez que se encontraban. Ella tenía todo el derecho a querer que castigaran al asesino de su primo, así como él tenía todo el derecho a querer que Hen quedara libre. Fern no tenía ninguna razón para odiarlo, al menos no si dejaba de portarse como un hombre iracundo y arrogante. Si ni siquiera lograba convencerla a ella de la inocencia de Hen, ¿cómo iba a convencer a un juez y a un jurado?

Además, tenía trabajo que hacer y aquellas escaramuzas entre ellos lo estaban distrayendo. Cada vez que ella lo provocaba, él contraatacaba. Luego se sentía culpable y pensaba que tenía que pedir disculpas. Y esto lo enfurecía todavía más. Para entonces, no podía pensar más que en Fern, y se olvidaba de Hen.

Empezaba a respetarla muy a su pesar. Ella lo trataba muy mal, pero afrontaba las consecuencias sin lloriquear ni quejarse. En resumen, Madison no entendía por qué quería agradarle ni cómo podía gustarle persona alguna salida de aquella tierra salvaje.

Parecía que todos los huéspedes del hotel se encontraban en el estrecho pasillo cuando salió de la habitación. Algunos lo saludaron con una palmadita de felicitación en la espalda, otros con curiosidad y los demás con rabia. Le complacía poder saludarlos a todos con una sonrisa radiante.

Quizá se debiera a que pasaba todo el tiempo pensando en Fern.

¿Por qué no podía olvidarse de ella aunque fuera por un rato? No era guapa, ni rica ni tampoco tenía talento especial alguno. Era alguien insignificante que vivía en un miserable pueblecito situado en la frontera de ningún lugar.

No obstante, tenía que reconocer que nadie llevaba los pantalones como ella.

—Buenos días, señor Randolph —lo saludó el recepcionista cuando llegó al vestíbulo—. Espero que el baño haya sido de su agrado.

—Necesitaré muchos más antes de sentirme limpio, pero confío en que las secuelas de la cárcel las sienta sólo yo.

—Seguro que un hombre como usted no está acostumbrado a nada semejante —dijo el recepcionista.

«Menudo hipócrita», se dijo Madison a sí mismo. «¿Qué se traerá entre manos?».

—Oí decir que Reed y Pike lo obligaron a pelear. Probablemente pensaron que usted era un blanco fácil.

—Aparentemente todos lo pensaron. Parecían muy dispuestos a divertirse.

—Por lo que he oído, se desenvolvió usted muy bien. Fue una sorpresa para algunos.

—Practico un deporte para el que me consideran bastante bueno —afirmó Madison no sin algo de orgullo—: el boxeo.

Las calles estaban tranquilas a pesar de toda la gente que estaba paseando. Los ciudadanos decentes de Abilene se dedicaban a sus actividades comerciales en las primeras horas de la mañana. Incluso los vaqueros que caminaban tranquilamente por el pueblo parecían estar sobrios.

Las mujeres hacían sus compras y cotilleaban mientras sus hijos corrían de un lado a otro en busca de algo de diversión. Madison por fin había logrado entender que esas mujeres debían de ser tan fuertes como Fern sólo para sobrevivir en sus matrimonios y criar una familia en el Oeste. Era ésta una cualidad que estaba aprendiendo a valorar.

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