Fern

Fern


Capítulo 10

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10

El recinto había sido amueblado con mucha sencillez, pero estaba muy limpio. Parecía un lugar tan decente que Madison sintió que podía confiar en el hombre que vivía allí.

—Siéntese, por favor —le pidió, haciéndole señas para que cogiera la silla más cómoda de la habitación.

—Si no le importa, me quedaré de pie. He pasado mucho tiempo acostado o sentado en estos últimos dos días.

Este gesto pareció molestar al hombre, pero Madison quería información, no comodidad. Además, estaba ansioso por ver a Fern.

—Mi nombre es Tom White —dijo, extendiendo la mano—. Tengo un pequeño negocio de transporte de mercancías.

Madison estrechó la mano de Tom.

—Supongo que viaja usted mucho.

—Un poco.

—Y que conoce a muchas y diferentes personas.

—Unas cuantas.

Madison logró dominar su impaciencia mientras Tom liaba y encendía un cigarro. Era obvio que no pensaba hablar hasta estar completamente preparado para hacerlo.

—Amos me ha hablado de que tiene usted una teoría diferente respecto a cómo murió Troy —afirmó Tom. No podía confiar en que aquellos ojos le revelaran nada, pues parecían vacíos—. ¿Cómo llegó a esa conclusión?

—El cadáver estaba rígido cuando lo encontraron, de modo que Troy tuvo que haber sido asesinado por lo menos ocho horas antes. Además, nadie habría podido apuntarle directamente al corazón en esa cabaña tan oscura como boca de lobo.

—¿Tiene alguna idea de quién pudo haber sido el asesino?

—No, ¿y usted?

Tom negó con la cabeza.

—Entonces, ¿por qué me ha hecho entrar?

—Un amigo mío dice que vio a Hen la noche del asesinato de Troy.

Todos los músculos de Madison se tensaron.

—¿Quién es su amigo? ¿Cómo puedo ponerme en contacto con él?

—No estoy seguro de que esté dispuesto a hablar con usted. Probablemente querrá que le dé algo de dinero primero.

Madison se quedó paralizado. Quizá este hombre pensaba chantajearlo, amenazarlo con decir que vio a Hen en el rancho Connor si los Randolph no le pagaban la suma de dinero que exigiera.

—¿Qué sabe su amigo?

—Dice que su hermano no estaba cerca de esa cabaña cuando asesinaron a Troy.

Madison logró que su expresión no delatara su creciente entusiasmo.

—¿Dónde vio a Hen?

—No quiere decirlo.

—¿Se lo dirá al juez y al jurado?

—No lo sé.

—Tengo que hablar con él.

—Es posible que no acepte verlo. No es un hombre muy confiado.

—Por favor, dígale que estoy dispuesto a encontrarme con él donde quiera y cuando quiera —dijo Madison.

—Haré todo lo que esté en mi mano. Le informaré de su respuesta.

Madison se preparó para marcharse, pero se detuvo para preguntar de nuevo.

—¿Qué gana usted con todo esto?

—Quiero saber quién mató a Troy.

—¿Para qué?

—Quiero felicitarlo. Yo odiaba a ese hijo de puta.

* * *

—No debería usted marcharse todavía —aconsejó Rose—. Aún tiene el cuerpo tan dolorido que le cuesta trabajo moverse.

—Tengo que ir a casa —dijo Fern—. No hay nadie que haga mi trabajo. Además, tampoco hay quien se ocupe de papá.

—No hay un solo hombre sobre la tierra que no pueda arreglárselas solo cuando tiene que hacerlo —afirmó Rose—. No tengo palabras para describirle el estado en que se encontraba la casa donde vivimos cuando llegué al Círculo Siete. Hasta las ratas se habrían muerto allí, pero los hermanos Randolph se sentían estupendamente.

—No creo que quisieran volver a vivir de esa manera —aventuró Fern, pensando en todo el cuidado que Rose prodigaba a su familia.

—Espere a conocer a Monty. Mientras tenga el estómago lleno, puede vivir en el fondo de un riachuelo y ser feliz.

—No creo que llegue a conocer a otros miembros de la familia Randolph —respondió Fern, pensando en las cosas que Madison le había dicho en la cárcel. Había tratado de olvidar aquel encuentro, pero no lo había logrado.

—Monty le gustaría mucho. No se parece en nada a Madison.

A Fern le sorprendió darse cuenta de cuánto la irritaba la comparación de Rose. Ella había acusado a Madison de recurrir prácticamente a todos los sucios procedimientos que se le habían ocurrido; sin embargo, en aquel momento quería defenderlo. Su cabeza debía de estar embotada.

—Llévese este camisón —le pidió Rose.

—No puedo —le respondió Fern.

—Por supuesto que puede. Tengo muchos más. Una mujer embarazada casi no puede ponerse otra cosa.

Fern tenía que reconocer que le había gustado llevar aquel camisón. Hacía que se sintiera femenina aun sabiendo que no se veía así. Era una pequeña concesión a su vanidad, así como el cabello y la camiseta de encaje que llevaba; una concesión inofensiva mientras recordara que no era más que una ilusión.

—De acuerdo, me lo llevaré, pero no sé cuándo podré ponérmelo. Si papá lo viera, juraría que estoy enferma.

Ahora se preguntaba qué pensaría Madison. La pregunta era estúpida. Si quisiera ver a una mujer con ropa de cama, buscaría a una mucho más guapa y femenina, a quien el color rosa le quedara mucho mejor que a ella.

También se preguntaba si tendría una amante.

Era demasiado serio para seducir a una mujer. Probablemente buscaría una prostituta cuando quisiera satisfacer sus necesidades físicas, como hacían los vaqueros tejanos cuando llegaban a Abilene después de recorrer los caminos durante dos o tres meses. Y ¿cómo serían las prostitutas en Boston?

Posiblemente mucho más finas y elegantes que cualquier dama de Abilene.

—Debería tener varios camisones —le aconsejó Rose—. También algunos vestidos bonitos. Una mujer se merece estar tan guapa como le sea posible en cada ocasión, pues repercute, sin duda alguna, en cómo la tratan los hombres.

Sin embargo, no tendría efecto alguno en cómo la fueran a tratar a ella. Nadie en Abilene recordaba haberla visto con un vestido, y nunca la verían.

—Aquí no se dan muchos motivos para que una mujer se ponga guapa —dijo Fern—. A los hombres les gusta más que seamos fuertes y trabajadoras.

—En Tejas también les gustan las mujeres fuertes y trabajadoras —confirmó Rose—, pero no hay impedimento alguno para no ser ambas cosas. Por ejemplo, yo espero que George esté siempre bien arreglado. El hecho de que ande siempre rodeado de caballos y de vacas no es razón suficiente para que huela como una de esas bestias.

Fern se rió.

—Tendré que advertir eso a papá la próxima vez que entre en casa oliendo como uno de los animales del establo.

—No atienden a razones —le advirtió Rose—. No entienden ese lenguaje a pesar de considerarse criaturas racionales.

—No me haga reír. Aún me duele.

—Eso prueba que no debería marcharse. ¿Cómo piensa llegar a casa? No pretenderá montar a caballo.

—En lo que llevo de vida he cabalgado mucho más de lo que he caminado —dijo Fern, intentando decidir dónde llevar el camisón de color rosa. El único lugar que se le ocurría era las alforjas, pero no quería que cogiera el olor del animal durante el trayecto. Aunque no iba a dejar que nadie supiera de su existencia, se contentaría con saber que estaba guardado en el fondo del cajón.

—Puede ser cierto, pero aún no se encuentra en condiciones de montar.

—Soy mucho más fuerte de lo que usted piensa.

—Tal vez, pero he observado que se le crispa la cara de dolor cada vez que se inclina.

—Probablemente me seguirá doliendo una semana más, pero no me va a matar.

—¿Es usted siempre así de terca? —le preguntó Rose sin poder ocultar su exasperación.

—Normalmente soy peor —afirmó Fern, intentando sonreír—. Estoy siendo muy amable.

—Al demonio con su amabilidad. Me preocupa más su bienestar.

—No se preocupe. Estaré bien. He tenido peores accidentes y no ha habido nadie para cuidarme. Mi madre murió tratando de tener el hijo que papá siempre quiso.

—La mía murió cuando yo tenía 12 años, pero creo que mi padre, por el contrario, estaba muy contento de tener una hija.

—El mío también lo está, siempre que yo haga el trabajo que me corresponde.

—Es decir, siempre que se porte como un hijo.

—No es culpa suya —lo defendió Fern, evitando mirar a Rose a la cara—. Yo lo he querido así.

—¿Por qué? —preguntó Rose desconcertada—. Es usted tan guapa que estoy segura de que la mitad de los jóvenes de Abilene se saben de memoria el camino a su casa.

—¡No diga eso! —exclamó Fern, intentando tan desesperadamente no haber escuchado esas palabras que estuvo a punto de taparse los oídos. Había tardado muchos años en aceptar el hecho de que no era guapa, de que nunca lo sería, y no esperaba que alguien le dijera lo contrario ahora. Eso sólo serviría para hacerle concebir falsas esperanzas que un hombre como Madison podría hacer desaparecer de nuevo.

—Puede que haya usted pasado por una edad difícil —dijo Rose—. A mí también me pasó, pero esa época ya terminó. No conozco a ninguna mujer con una figura tan esbelta. Debería usted presumir de ella y sacarle partido. Se la he envidiado desde que llegó aquí. Incluso la señora Abbot se dio cuenta.

Fern llegó a la conclusión de que Rose no iba a darse por vencida hasta descubrir por qué prefería vestirse como hombre. Respiró aliviada cuando vio que Madison entraba en la habitación, aunque al mismo tiempo el corazón empezara a latirle muy rápido.

—Me dice la señora Abbot que piensa regresar a casa —dijo él—. Pero aún no se encuentra bien.

La señora Abbot entró pisándole los talones.

—Eso es lo que la señora Randolph le ha estado diciendo durante la última hora, pero ella no quiere escuchar.

—Quizá tú puedas convencerla —sugirió Rose a Madison—. Todavía está muy dolorida.

Lo que Fern sentía en aquel momento —mareo, respiración entrecortada y una sensación bastante molesta en la boca del estómago— no tenía nada que ver con la sensación de cuerpo dolorido de la que hablaban.

—A juzgar por nuestra última conversación —dijo Fern—, es más probable que me eche de la casa apuntándome con una escopeta a que me pida que me quede más tiempo aquí.

Intentó dominar la reacción que le producía su presencia, pero no podía comportarse como si se tratara de un hombre cualquiera cuando el solo hecho de mirarlo le hacía perder las fuerzas. Estaba recién bañado y afeitado, y la humedad le hacía brillar el pelo. Parecía una moneda recién acuñada: resplandeciente, brillante y luminoso. No podía entender por qué aún estaba soltero.

Si ella fuera una rica heredera de Boston, pagaría para que lo secuestraran.

—Esto no tiene nada que ver con mis inoportunos comentarios —aseguró Madison—. Usted sufrió un terrible accidente. No ha debido siquiera levantarse de la cama para ir a verme a la cárcel.

Fern se preguntó por qué los hombres pensaban que se podía compartimentar la vida, guardar cada parte en una cajita y ocuparse exclusivamente de una de ellas sin, por lo menos, echar un vistazo a las demás. Ni siquiera las vacas se comportaban de esa manera. Si estaban deprimidas, dejaban de dar leche. ¿Acaso los seres humanos no tenían el mismo derecho a sentir todas sus partes como un conjunto armónico?

—Eso fue lo que pensé nada más entrar en la cárcel.

Madison parecía un niño castigado. De hecho, si Fern no supiera que eso era imposible, habría dicho que parecía arrepentido.

—Ésa es una de las razones por las que estoy aquí —aseguró—. Vine a pedirle disculpas. No debí decir esas cosas. No fue mi intención pronunciarlas.

Fern estaba anonadada. Se percató de que le había costado un gran esfuerzo pronunciar aquellas palabras, pero le sorprendía aún más el efecto que habían surtido en ella. No sólo desapareció la rabia, sino que, además, se sintió débil y con ganas de llorar. Era vergonzoso que unas cuantas palabras amables, una pequeña muestra de decencia en aquel hombre, le produjeran esa reacción.

Quería poder estar en la misma habitación que él sin discutir, pero sin quedarse boquiabierta mirándolo y preguntándose cómo podía respirar encerrado en aquel cuello tan duro o por qué un hombre al que no le importaba lo que los demás pensaran de él era tan meticuloso con su apariencia. En un pueblo donde lo normal era las barbas desaliñadas, las ropas gastadas y el olor a sudor y boñiga, él destacaba sobre los demás. Aunque no se había acostumbrado del todo a la idea de que un hombre oliera a perfume, el suave aroma de la crema de afeitar le parecía seductor.

Se obligó a sí misma a abandonar sus cavilaciones para decir:

—Tengo que irme a casa. Voy atrasada con mi trabajo.

—Si tiene la intención de coger un cuchillo y perseguir a esos pobres novillos…

Fern esbozó una tímida sonrisa.

—Preferiría que Reed y Pike hubieran descargado su rabia en esos novillos y no en usted.

—A lo mejor su padre ya se ha ocupado de eso —sugirió Rose.

—Nunca se preocuparía de esos temas. El único que me ayudaba era Troy. Pero papá lo despidió. No me mire como un gato al que acaban de dar un tazón de crema —pidió a Madison—. Papá no mató a Troy. Simplemente nunca se llevaron bien. No es ningún secreto.

—Entonces está usted mucho mejor sin él —sentenció Madison—. En cuanto a esa idea de marcharse a casa hoy…

—Debo hacerlo —dijo Fern—. Ya he abusado bastante de la generosidad de Rose.

—No ha sido ninguna molestia —le aseguró Rose—. De todas maneras, hemos alquilado esta casa.

Pero Fern estaba segura de que Rose compensaría a la señora Abbot por su estancia. Y también de que ésta se lo pediría aunque no se lo hubieran ofrecido.

Fern se inclinó para recoger las alforjas. Sólo un esfuerzo sobrehumano la salvó de que vieran el terrible dolor que le desgarró el pecho cuando intentó levantarlas. Instintivamente, dirigió la mirada hacia Madison. Él vio. Él sabía.

Dejó las alforjas en el rincón.

—No permitiré que cabalgue —advirtió Madison. No era una pregunta. Era una prohibición terminante, y las prohibiciones siempre le hacían enfadar.

—¿Y cómo piensa detenerme?

—Yo mismo la bajaré de la silla de montar si es necesario.

Fern no supo por qué se puso tan furiosa. Tal vez fue la manera de decirlo: como si ella no fuese más que una mujercita y él pudiera hacer todo lo que quisiera sólo por el hecho de que era un hombre.

—Nadie ha conseguido aún nada parecido.

—No creo que haya muchos hombres que tengan el valor de intentarlo —dijo Madison, lanzándole una mirada tan insolente como ella pensaba que sería la suya propia—. Su manera de gruñir asustaría a cualquiera.

—Entonces ¿por qué no se asusta usted?

—Porque yo puedo gruñir todavía más fuerte. —¡Milagro! Madison le estaba dedicando una sonrisa—. Ahora bien, si insiste en irse a casa, yo la llevaré en una calesa.

—Usted no tiene una calesa.

—Puedo alquilar una.

—No quiero que gaste dinero por mi culpa.

—Yo alquilaré la calesa —intervino Rose—. Pero debe permitir que Madison la acompañe a su casa.

—Preferiría que no lo hiciera.

La expresión de Madison no cambió, pero algo entre ellos sí lo hizo. Algo casi tangible. Audible. Como una puerta que se cierra.

—Si le resulta tan difícil estar cerca de mí, pediré a Tom Everett que la acompañe.

—No se trata de eso —protestó Fern. Le disgustaba que él pensara que no podía soportar estar con él. Nunca antes sus palabras habían tenido el poder de hacer daño a nadie. No entendía qué estaba sucediendo ahora.

—¿Entonces de qué? —preguntó él.

—No me gusta que se arme tanto escándalo por mí.

—Pues bien, deje de discutir y yo dejaré de armar escándalo.

Fern se dio cuenta de que Rose estaba en el bando de Madison. Y no había manera de que pudiera cabalgar a casa sola sin ofender a nadie.

—De acuerdo, alquile la calesa, pero, si no ha vuelto en diez minutos, me marcharé sin usted.

—No, no lo hará —dijo Madison—. Me llevaré su caballo.

—Madison Randolph, no se atreva a llevarse mi caballo —amenazó Fern, pero estaba gastando saliva inútilmente. Madison ya se había marchado y la señora Abbot volvía a pisarle los talones—. Es el hombre más exasperante que he conocido —dijo Fern a Rose—. No soporto estar a su lado más de cinco minutos sin sentir ganas de gritar.

—A mí me pasaba lo mismo pero con Monty —dijo Rose—, pero con el tiempo aprendí a quererlo. Espero que a usted le suceda lo mismo con Madison.

—Creo que sólo lo conseguiría si nos ataran juntos y tuviéramos que vernos las caras irremediablemente durante un buen rato —aseguró Fern—. No me sorprendería que cambiaran la ubicación de Boston mientras él no está. Si siempre se porta así, no creo que nadie quiera que vuelva a la ciudad de nuevo.

—¿Vas a permitir que ese hombre te lleve a casa? —le preguntó la señora Abbot. Había vuelto a la habitación tras cerciorarse de que Madison ya se había marchado.

—Parece que no tengo otra opción —dijo Fern—. Sería necesario todo un ejército para detenerlo.

Se quedó mirando las alforjas, pero decidió dejarlas en el suelo. Si Madison insistía en llevarla a casa, tendría que ser él quien cargara con ellas.

Y lo haría. Era una combinación muy extraña entre un bravucón desalmado y un macho protector.

Para su sorpresa, a Fern le complacía que se hubiera ofrecido a llevarla a casa. Era una tonta, una imbécil, pero no le importaba. Estar con Madison la hacía sentir como una persona completamente distinta. Ninguna de sus preocupaciones habituales importaba. Se ponía furiosa sólo de pensar en que era prepotente y testaruda, pero por primera vez en la vida alguien demostraba interés por ella.

Estaba segura de que algún día se arrepentiría de haberse ido con él, pero también tenía la certeza de que se arrepentiría si no lo hacía. Era como si estuviera borracha. Sabía que se despertaría con un terrible dolor de cabeza, pero quería disfrutar de la sensación hasta el último segundo.

—Bueno, pues, si estuviera en tu lugar, no permitiría que me llevara a casa —afirmó la señora Abbot—. Si tiene intención de propasarse contigo, estarás muy lejos de todo.

—No me molestará, al menos no como te imaginas —dijo Fern, acomodándose cuidadosamente el sombrero. Quería volver a peinarse, pero el solo hecho de ponerse el sombrero le causaba un dolor agudo.

—No estés tan segura.

—Sí lo estoy —insistió Fern. Cogió el chaleco y se lo puso, teniendo cuidado de mover la parte superior del cuerpo lo menos posible—. Mi aspecto no es lo suficientemente femenino como para seducirlo. Estoy segura de que está acostumbrado a tratar con mujeres guapísimas, vestidas con trajes maravillosos y que viven en casas absolutamente fantásticas. ¿Qué iba a ver en mí que le atrajera?

—¿Por qué no se lo pregunta? —le sugirió Rose.

* * *

—Ya estamos a mitad de camino de su casa, y no ha hablado usted mucho —dijo Madison.

—Ya he hablado lo suficiente —respondió Fern—. Más de lo que me apetecía.

—¿Quiere usted decir que ha cambiado de opinión respecto a mí?

—No he cambiado de opinión respecto a las razones que lo trajeron aquí —le dijo Fern—. Aún quiero que manden a la horca al asesino de Troy.

—Me he dado cuenta de que ha dicho «el asesino de Troy», no Hen.

—He decidido que sería mejor no mencionar ningún nombre. Ya habrá tiempo para ello.

No podía decirle que ya no sentía la imperiosa necesidad de hacer todo lo que pudiera por llevarle la contraria y que tampoco lo consideraba ya una diversión temporal o que sólo quisiera disfrutar del juego mientras durara.

—Yo no contraté a Reed y a Pike para que le dieran una paliza aquella noche —dijo Fern cuando por fin se atrevió a tocar el tema que había estado evitando.

—Ahora me doy cuenta de que dice la verdad —dijo Madison. Se quedó callado durante unos segundos—. Supongo que le dije algunas cosas desagradables.

—No más que yo.

—Según George, me han debido encarcelar sólo por eso.

—George es un caballero. No creo que pueda entender a alguien con un carácter como el suyo.

Madison soltó una carcajada.

—No debe olvidar que no conoce muy bien a mi familia.

Su inesperada reacción la sorprendió.

—No puede negar que George es un caballero —afirmó Fern.

—Y yo no lo soy —replicó Madison sin dejar de reír—. Ni siquiera una refinada educación o una ropa cara pueden ocultar un defecto de tal cariz.

—No he dicho eso.

—Pero ha querido decirlo.

—No lo he dicho.

—De acuerdo. Puesto que es muy probable que siga usted viendo a los hermanos Randolph durante las próximas semanas, o al menos a tres de ellos, déjeme darle un consejo. Es posible que parezcamos diferentes por fuera, que actuemos diferente, pero por dentro somos todos muy parecidos. Ningún ser vivo, ni siquiera Hen, podría ser más despiadado que George si algo llegara a amenazar a su familia. Nadie, ni siquiera George, puede ser tan verdaderamente comprensivo como Hen. Pero todos nosotros somos dignos hijos de nuestro padre, y en ese hombre había más maldad que en todo el estado de Kansas.

Fern no podía apartar la vista de su rostro.

—Cuando nos mira a George, a Hen y a mí, está usted mirando tres caras de un mismo hombre.

—Pero ustedes no se parecen en nada.

—Aparentemente no. Pero nunca nos entenderá realmente si trata de separarnos.

Esta información asustaba a Fern. Si lo que decía era verdad, no sabía nada en absoluto respecto a él y la inquietaba; era como si alguien diferente pudiera sentarse junto a ella en cualquier instante.

Recordó la dulzura de su beso. La había besado en contra de su voluntad, pero ella no lo había sentido así.

No le molestaría que se portara como George, pero le inquietaba pensar que podía ser como Hen. Sólo había visto a Hen una vez, pero le pareció que era un hombre sin emociones, un asesino que no sentía nada, que no se arrepentía de nada, que probablemente no volvía a pensar en sus víctimas después de matarlas.

Le daba escalofríos pensar que Madison podría ser así.

—Cuénteme qué hace usted en el este —dijo ella.

—No le interesaría.

—Puede que no, pero no lo sabré hasta que me lo diga.

Al menos no le había dicho que no lo entendería.

—Soy abogado. Ayudo a diversas empresas a encontrar maneras de utilizar la ley para hacer dinero.

—Pero eso no es lo mismo que intentar descubrir quién mató a Troy.

—Es bastante parecido. Además, soy el único abogado de la familia.

—¿Su hermano no tiene dinero para contratar un abogado?

—Hasta el momento George ha tenido la gentileza de pensar que no necesito ayuda.

—Cuénteme más acerca de su trabajo —pidió Fern al acordarse de que no quería tratar ningún tema relacionado con su familia ni con la muerte de Troy.

Pero, mientras Madison le explicaba qué hacía, Fern se preguntaba qué clase de mujeres conocería, qué tipo de mujeres le gustaban y cómo se comportaba cuando estaba con ellas. Troy había estado en Chicago y en Nueva Orleans, y le había hablado de mansiones fabulosas, de fiestas desenfrenadas y de chicas que los hombres ricos buscaban cuando querían divertirse un poco.

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