Fern

Fern


Capítulo 16

Página 26 de 48

16

De manera instintiva Fern detuvo el caballo y sacó el rifle. Un segundo relámpago dejó una vez más al descubierto la silueta del jinete y disparó. Luego, haciendo girar al caballo, emprendió el regreso por la pradera a todo galope.

El sentido común volvió a imponerse poco después. Nadie en su sano juicio hacía correr al caballo de aquella manera en medio de semejante tormenta. No podía ver nada. Era muy probable que el caballo resbalara y cayera. Aun cuando ella no se matara, era muy posible que tuviera que sacrificar al animal.

Pero tan pronto como el caballo aflojó el paso Fern volvió a pensar en el hombre que se encontraba tras ella.

Podía haber sido su padre o cualquiera de la docena de personas que estaba en todo su derecho de transitar por aquel camino. Quienquiera que fuera, ella le había pegado un tiro. Tuvo que haber sido así. Nunca erraba. Así que no podía abandonar al hombre en mitad de la noche.

Decidió regresar, pero tomó un sendero que estaba en un terreno más bajo, en el lecho de un riachuelo. El flujo de agua pronto haría de aquélla una ruta peligrosa, pero quería tener tiempo de acercarse al jinete sin ser vista.

El rugido del viento era tan fuerte que Fern no pudo oír si el hombre había disparado el rifle para pedir ayuda. Un relámpago iluminó el paisaje.

Nada.

El agua que se precipitaba por el lecho estaba convirtiéndose rápidamente en un torrente. En aquel momento ya empezaba a arremolinarse en las patas del caballo. No tardaría en resultar peligroso. Árboles, ramas y otros materiales se convertirían en mortíferos elementos.

Otro rayo reveló la presencia de un caballo a unos cien metros de distancia. El jinete se había desplomado sobre la silla.

¡El hombre al que había disparado!

Se sentía terriblemente culpable, así que hizo que el caballo volviera a subir al camino. Cuando se hallaba cerca del hombre, volvió a sentir miedo. Podría ser cualquier persona. No estaba a salvo sólo porque él se encontrara herido.

Fern se convenció a sí misma de que no tenía que sentir recelo. Le había disparado sin que hubiera habido ninguna provocación de su parte. Podría estar muriendo. Debía ayudarlo. Si había algún peligro, ella tendría que correr el riesgo. Nunca antes había dejado que el miedo la dominara. No sabía qué le había pasado aquella noche.

Se acercó con cautela. La oscuridad y el movimiento nervioso de su caballo no le dejaban distinguir los rasgos del jinete.

—¿Se encuentra usted herido? —gritó cuando estuvo cerca.

—¡Maldita sea! Claro que estoy herido —respondió el hombre—. Me has dado en el brazo.

Era Madison, y estaba furioso.

El corazón de Fern se puso a latir frenéticamente. Recibió un impacto tan fuerte al pensar en lo que podía haber hecho que estuvo a punto de desmayarse. Se agarró de la silla para no caer, pero pasaron varios minutos antes de que aquella borrosa escena dejara de darle vueltas.

Podía haber matado al hombre al que amaba. Y probablemente lo habría hecho si no hubiese disparado de forma tan apresurada. Y todo debido al ciego y estúpido miedo.

—Se me había olvidado que me amenazaste con derramar mi sangre.

—¿Estás sangrando mucho? —preguntó ella.

—No lo sé. ¿Cuánto querías? ¿Una taza? ¿Medio litro?

—Te llevaré a casa.

Tenían que gritar para poder oírse pese a que sus caras estaban a unos pocos centímetros de distancia.

—Estoy seguro de que a tu padre le encantará abrirme un hueco en el corazón haciendo juego con el del brazo.

Se preocuparía por su padre después. Madison estaba herido y en aquel momento eso era todo lo que importaba.

—Yo llevaré tu caballo.

—No, no lo harás —gritó él—. Si no puedo manejarlo solo, me quedaré aquí hasta que lo logre.

La rabia y el sarcasmo de Madison le hicieron sentirse mejor. Quizá había herido su orgullo más que su brazo.

El rugido del viento le hacía daño en los oídos. Los caballos eran cada vez más difíciles de controlar. Fern alargó la mano para coger la brida de

Buster cuando éste intentó salirse del camino. Pero la retiró, pues sabía que Madison nunca se lo perdonaría.

—¿El viento siempre hace tanto ruido? —preguntó él—. Suena como si un tren se estuviera acercando por detrás.

Fern no había estado prestando mucha atención al viento. Pero, ahora que lo hacía, estuvo de acuerdo. Ya lo había oído antes. Las tormentas normales no hacían aquel ruido.

—¡Es un tornado! —exclamó.

—¿Qué? —gritó Madison.

—¡Un tornado! —vociferó Fern en dirección al viento—. Tenemos que encontrar un lugar donde escondernos.

Estaban demasiado lejos del rancho Connor para refugiarse allí antes de que el tornado los alcanzara.

Fern deseaba poder ver algo. Los caballos se encontraban a punto de estar fuera de control. Agarró la brida de

Buster y tiró tan fuerte como pudo para obligarlo a seguirla al terreno bajo que conducía al riachuelo.

—Tenemos que encontrar un refugio —gritó.

El viento le arrancó las palabras de la boca, lo que hizo que pasaran de largo al lado de Madison y se lanzaran al vacío de la noche.

No podía ver nada, pero intuía por el nerviosismo de su caballo que lo que sus oídos le decían era correcto. El tornado se acercaba cada vez más. Sólo esperaba no encontrarse en su camino. Si lo estaban, nada podría salvarlos.

La lluvia le caía por la espalda. Escrutó la noche intentando encontrar el pequeño barranco en el que solía jugar cuando era una niña. Estaba entre dos árboles muy cerca del riachuelo, pero no sabía si podría hallarlo en la oscuridad.

Las sombras apenas perceptibles de los árboles surgieron imponentes de repente. Fern aguijó con el tacón al caballo y obligó a ambos animales a avanzar.

Cuando llegaron a los árboles, Fern se apeó para tirar de las monturas y conducirlas al abrigo de uno de ellos.

—¿Puedes bajarte solo? —gritó a Madison, pero él se había dejado caer de la silla antes de que tuviera tiempo de preguntárselo.

Fern luchó contra el viento y contra los caballos al intentar atarlos firmemente al árbol.

—Sígueme —gritó Fern al tiempo que asía la mano de Madison y lo conducía al barranco, que más bien parecía una sombra negra en el suelo.

De repente, el rugido se convirtió en chillido, y ella oyó que la rama de un árbol se partía encima de sus cabezas. Antes de que pudiera reaccionar, Madison la alzó con el brazo que no estaba herido y empezó a correr.

Tropezaron en el barranco y cayeron. Madison quedó encima de Fern.

De inmediato Fern se olvidó del tornado, de la rama que se partía, de los torrentes de lluvia y de los relinchos de los caballos. Sólo pudo pensar en aquella noche hacía ocho años en que un hombre se abalanzó sobre ella, le arrancó las ropas y le arañó el cuerpo.

Rechazó a Madison con todas sus fuerzas, pero era mucho más grande que ella; su peso prácticamente la aplastaba. Aun así, intentó doblar las rodillas para apartarlo. Al mismo tiempo no dejaba de gritar, de arañarlo y de pegarle tan fuerte como podía. Sólo fue vagamente consciente del ruido que hizo la rama al caer en el barranco y de que, como consecuencia, quedaron inmovilizados en el lugar en que se encontraban.

—¿Qué te pasa? —gritó Madison—. ¿Quieres arrancarme el brazo?

—¡Quítate de encima! —chilló ella.

—¡No puedo! —le respondió él gritándole al oído—. Mi brazo ha quedado atrapado bajo tu cuerpo.

No podía apartarse de ella hasta que lograra liberar el brazo. Y no podía liberar el brazo hasta que moviera la rama. Y no podía mover la rama hasta que pudiera apartarse de Fern. Estaban atrapados.

Luchando contra aquel asfixiante muro de terror, Fern intentó convencerse de que estaba con Madison, que él no la violaría. Pero nada pudo librarla del irracional pánico que la tenía atrapada entre sus garras.

Oyeron relinchar a los caballos. Luego los remolinos formados por aquella tremenda tormenta de viento, que lo único que no succionaron fue el aire que se encontraba en sus pulmones, parecieron hacer desaparecer el mundo entero.

Segundos después el tornado se había marchado. Incluso la lluvia pareció disminuir.

—¿Te encuentras bien? —gritó Madison.

El peso de la rama había provocado que su cara se hundiera en el hombro izquierdo de Fern, así que ella casi no podía entender lo que decía.

—¿Puedes quitarte de encima de mí? —le respondió, también gritando.

Fern se sentía peligrosamente cerca de un abismo de pánico. Cualquier cosa podría hacerla resbalar y caer. Se aferró con las manos al suelo, tratando de no gritar, de alejar el recuerdo de aquel hombre.

—Vas a tener que levantarte para que yo pueda liberar el brazo —pidió Madison.

Recurriendo a todas sus fuerzas, Fern logró alzar su cuerpo lo suficiente para que Madison sacara el brazo. Él rodó hacia un lado y en ese mismo instante ella recobró cierta apariencia de cordura. Respiró hondo para intentar calmar el acelerado corazón.

Madison intentó levantar la rama, pero no pudo.

—No puedo levantarla con un solo brazo —afirmó.

Movieron la rama juntos. El esfuerzo la dejó débil y jadeante, pero la apremiante necesidad de salir de aquel barranco, de liberarse de estar encerrada con Madison en un espacio tan reducido, hizo que se pusiera de pie enseguida. La ráfaga de aire que le entró en los pulmones cuando se levantó la ayudó a recuperar su sentido de la realidad.

Se quedó atónita al comprobar que todo lo que quedaba de uno de los árboles era un tocón. Todo lo demás había sido arrancado y arrojado por los aires. Fern no podía creer lo que veía cuando se giró para mirar detrás. El segundo árbol estaba intacto, no había perdido una sola rama, y los caballos aún estaban atados al tronco.

—¡Santo Dios! —exclamó Madison, mirando boquiabierto el tocón—. Me habían hablado mucho sobre los tornados, pero nunca creí ni la mitad de lo que me decían.

Salió del barranco y fue a examinar los restos de árbol.

—¿Se forman con frecuencia?

—No.

Lo miró fijamente. Era un hombre alto y fuerte, muy protector a pesar de tener un brazo herido. ¿Cómo pudo pensar que él podría hacerle daño? Había salido a buscarla en medio de la tormenta.

Pero cuando recordó el peso de su cuerpo sobre ella, el pánico amenazó con dominarla de nuevo. Nunca podría liberarse de sus garras.

—Te llevaré a casa y me ocuparé de tu brazo —le dijo a Madison y se dirigió hacia su caballo.

La lluvia amainó y el cielo empezó a despejarse, pero no hablaron mucho. Ella no tenía energías para hacerlo. Los acontecimientos de la noche la habían dejado débil y agotada.

* * *

Un mal presentimiento se apoderó de Fern antes de darse cuenta de que algo terrible había sucedido. Ya debían de estar acercándose a la casa, pero la pradera parecía silenciosa y vacía. Al llegar se percató de que los postes que veía no pertenecían a valla alguna. Eran todo lo que quedaba del establo. Con un grito ahogado aguijó al caballo con los tacones. Madison emprendió el galope tras ella.

La casa también había desaparecido. Ni siquiera encontraron las tablas del suelo. Era casi como si la granja nunca hubiese existido. No quedaba nada, ni siquiera el corral de los cerdos ni el gallinero. Una gallina aturdida andaba tambaleándose de un lado para otro. El tornado había abierto un camino en medio de los escasos árboles y arbustos. Había pedazos de plantas tirados por todas partes.

Madison sólo podía adivinar el desconsuelo que debía de estar sintiendo al ver todo por lo que su padre y ella habían trabajado, todo lo que ella relacionaba con su hogar, desaparecer como si nunca hubiera existido. Podía entender que se sintiera perdida en un mundo que de repente parecía cruel, extraño y aterrador.

Podía entenderlo porque esto mismo le había sucedido a él.

La abrazó, pero el cuerpo de Fern no respondió: seguía rígido, inmóvil. Madison no sabía qué decir. Nada de lo que dijera cambiaría las cosas. Se preguntó dónde se habría refugiado su padre. Hasta donde podía ver, el terreno era llano, no había hondonadas ni ondulaciones.

No había dónde esconderse.

—Tengo que encontrar a papá.

—Estoy seguro de que se marchó mucho antes de que el tornado llegara aquí —dijo Madison—. A lo mejor está con los animales.

Pero no lo creía. Recordaba lo difícil que había sido controlar los caballos. No imaginaba cómo Sproull podría haber conducido a los animales a un lugar seguro estando completamente solo. Ya habría tenido suficientes dificultades tratando de cuidarse a sí mismo.

—Regresemos al pueblo —sugirió Madison—. No hay nada que puedas hacer aquí.

—Tengo que encontrar a papá —repitió Fern.

—Debe de estar muy lejos —afirmó él—. No podremos encontrarlo en la oscuridad.

Cuando intentó llevarla al caballo, ella lo rechazó con una sacudida.

—No está aquí —dijo Madison quince minutos después, cuando aún no habían encontrado ninguna señal de Baker Sproull.

—Él no se marcharía —insistió Fern, mirando a Madison por primera vez desde que llegaron al sitio donde antes se encontraba la granja—. Este lugar era lo más importante en su vida.

Madison se dio cuenta de que Fern estaba completamente perturbada. Había perdido el sombrero y el pelo le caía como una húmeda maraña sobre los hombros. No sabía lo que estaba haciendo. Pero era su mirada lo que más le desconcertaba. Miraba fijamente con los ojos muy abiertos, como si hubiese perdido todo contacto con la realidad.

—Tu brazo —dijo. Sus ojos habían recuperado cierta apariencia de vida—. Lo había olvidado por completo.

—Yo no —dijo Madison, esbozando una sonrisa.

—Prometí vendarlo cuando…

La voz se apagó.

—Eso puede esperar —dijo él—. Debemos marcharnos. Estás totalmente empapada. Tendrás mucha suerte si no te has roto más costillas.

—Todo ha desaparecido como si nada.

Madison quería decir algo, pero ¿qué se le puede decir a una mujer que ha perdido su hogar, que quizá también ha perdido a su padre? Él había perdido ambas cosas, pero Fern no había odiado a su padre ni tampoco había anhelado huir de casa. En su caso, la sensación de alivio había mitigado el dolor. Pero ella sólo tenía el dolor.

—Tu padre reconstruirá la granja.

—Todo parece tan efímero —afirmó Fern—, tan infructuoso.

—Vámonos de aquí. Debes descansar.

Fern hizo un valeroso esfuerzo para sonreír, pero no pudo, y esto le partió el corazón a Madison.

—Tratas de hacer que me cuide, y eres tú quien está herido. Debes de pensar que soy una tonta. No fue mi intención dispararte, pero me asustaste al aparecer de esa manera en medio de semejante oscuridad.

—Van a tener que poner unas cuantas farolas por aquí —sugirió Madison—. Un par de lámparas de gas harían maravillas. También sería muy útil poner algunas señales. No deja de sorprenderme que la gente logre orientarse en esta pradera.

Estaba diciendo tonterías, pero le hacía sentirse mejor ver una tenue sonrisa en su rostro. Cuando le llevó el caballo, se montó sin rechistar. Se marcharon de la granja sin mirar atrás.

—Tengo que encontrar un lugar donde hospedarme —dijo ella, hablando en parte consigo misma.

—Estoy seguro de que la señora Abbot te dejará quedarte en su casa hasta que tu padre decida qué hacer.

—Pero tu familia alquiló la casa. Siento que estoy molestando a todo el mundo.

—Rose disfruta de tu compañía. George ha tenido que ausentarse mucho tiempo. Sé que se alegrará cuando Jeff regrese de Denver.

—De verdad pienso que debería quedarme en otro lugar.

Madison la escuchaba mientras ella hacía una relación de las casas donde podría alojarse y luego enumeraba las razones por las cuales ninguna de ellas la satisfacía. Con la certeza de que no tardaría en convencerse a sí misma de quedarse en casa de la señora Abbot, se dedicó a pensar en el dilema en que se encontraba Fern.

No tenía ni idea de qué harían respecto a la granja —el padre de Fern tomaría esa decisión—, pero no pensaba esperar a Baker Sproull. Ese hombre nunca se había preocupado por Fern, y Madison no creía que fuera a hacerlo ahora.

Pero él no podía entrometerse sin un buen motivo.

Y no estaba seguro de tener uno, al menos no uno suficiente. Inmiscuirse en las vidas de las demás personas significaba hacer la buena voluntad, no, el deseo de hacerse cargo de ellas. Ahora sabía que se sentía profundamente atraído por Fern. Ella le gustaba mucho, pero no sabía exactamente qué quería hacer al respecto.

Definitivamente lo enfurecía la manera en que todos la trataban. Ella merecía mucho más, y él se aseguraría de que…

Un grito ahogado lo hizo volver al presente sin previo aviso. Fern se bajó del caballo y corrió a un maizal que había sido arrasado por los fuertes vientos. Cuando Madison llegó a su lado, la encontró arrodillada ante el cuerpo de su padre. No podía ver ninguna herida, pero Sproull se encontraba en una posición tan extraña que Madison estaba seguro de que se había roto la mayoría de los huesos. El viento seguramente lo habría engullido para luego arrojarlo muy lejos de su casa.

—Sabía que nunca se habría marchado de la granja. Era lo que más le importaba en la vida.

Fern lo acarició con delicadeza. Luego le apartó el pelo mojado de los ojos, le abotonó la camisa y le quitó el lodo de las mejillas, pero no le enderezó las extremidades. Era como si no pudiera enfrentar la prueba definitiva de su muerte.

—Hizo que mamá abandonara a su familia para venir aquí. Hizo que se quedara embarazada por segunda vez para que él pudiera tener un hijo que heredara este lugar. Todo tenía que ser sacrificado por esta granja. Incluso yo.

Madison no podía pensar en nada que aliviara la pena que ella debía de estar sintiendo, el dolor de perder a su padre, la sensación de encontrarse sin hogar, sola y perdida en el mundo. Él había vivido algo parecido, entonces ¿por qué no sabía qué decir?

Porque sus heridas no habían cicatrizado aún.

George tenía razón. Él no estaba preparado para vivir la vida, para construir, para sembrar y cosechar.

Madison cogió a Fern de los hombros e intentó levantarla, pero fue imposible: seguía inclinada frente al cadáver de su padre. Se habría sentido mejor si ella se hubiera puesto a llorar de manera histérica, pero no había una sola lágrima en sus ojos.

Madison utilizó el brazo sano para cogerla de la mano y obligarla a levantarse. Olvidándose del dolor de su herida, la acercó a él. Ella se dejó conducir de espaldas, sin apartar la mirada ni un instante del cadáver de su padre; dejó que la estrechara entre sus brazos, aceptó su calor y su consuelo.

Entonces rompió a llorar. Lloraba en silencio, tranquilamente, y Madison sentía que su cuerpo se estremecía mientras la abrazaba; las lágrimas le corrían por las mejillas y caían en los brazos de Madison.

—Me quería —dijo ella—. Lo que pasa es que deseaba tanto tener un hijo que a veces lo olvidaba.

Madison prefirió no decirle en esos momentos lo que pensaba de su padre, pero, si hubiera podido ponerle las manos encima, Baker Sproull habría muerto por segunda vez aquella noche.

—Tenemos que llevarlo al pueblo —dijo él.

Madison trajo el poni. Fern, sin apartar la mirada de su padre, cogió la brida mientras él acomodaba el cadáver en la silla de montar. Madison temblaba de odio. Todo parecía estar suelto bajo la piel de Sproull, como alubias en una bolsa. Tener que atar el cuerpo al caballo era más de lo que podía soportar.

Sin embargo, se alegraba de que Fern no hubiera estado sola al encontrar a su padre. No creía que hubiese podido superar algo así.

—Podemos llevarlo a la caballeriza hasta que puedas encargarte de todos los preparativos —sugirió Madison.

Fern lo miró con unos ojos vacíos, sin vida. Ya no le quedaban fuerzas ni más recursos para amortiguar los golpes. Madison la ayudó a montarse en

Buster y ella no dijo nada cuando él se sentó detrás. Cogió las riendas del caballo de Fern y emprendieron el camino a Abilene.

* * *

Eddie Finch miraba a Madison con ojos llenos de ira.

—No pienso comer nada.

—Será mejor que lo haga —sugirió Madison, indiferente a la rabia de Eddie—. No es fácil traerle comida sin despertar las sospechas de la gente del pueblo.

—No me importa. No pienso comer —repitió Eddie.

—Haga lo que quiera, pero se quedará aquí hasta el juicio de Hen en Topeka. Se morirá de hambre si no come nada.

—No prestaré declaración. No diré una sola palabra.

—Después de quedarse aquí todos estos días, sería una verdadera pérdida de tiempo. Además, no recibiría los veinte dólares por día que le prometí.

—Esto es un secuestro. Podría hacer que lo metieran preso.

—Claro que lo es —asintió Madison—. Pero usted no quiere dar a conocer sus pruebas. Eso también es ilegal. Es muy probable que lo encierren en una celda junto a la mía.

Madison percibió el ruido de unos cascos y se asomó a la ventana. Uno de los empleados de George se acercaba.

—Aquí está Spencer. Tal vez él logre hacerle comer.

—Quizá preste declaración después de todo —dijo Eddie con rabia—. Puede que incluso le diga al juez que usted intentó sobornarme. Tal vez le diga que vi a Hen cabalgando en dirección a la cabaña.

Madison sonrió a Finch de una manera bastante cordial, lo que hizo que éste se pusiera muy nervioso.

—Comprendo su irritación —dijo Madison con un tono de voz frío pero amenazador—; no obstante prestará declaración y dirá la verdad. Si no lo hace, no vivirá un solo día después del juicio.

* * *

A pesar de las limitaciones que le imponía su herida, Madison pasaba casi todo el tiempo al lado de Fern. Ella se dedicaba a tomar todas las decisiones necesarias respecto al funeral de su padre, pero se negaba a discutir cualquier tema relacionado con la granja.

—No hay nada de qué hablar —decía, e inmediatamente parecía descartar todo pensamiento relacionado con el tema.

Pero la experiencia de Madison con los

long-horns le hacía confiar en la capacidad de estos irascibles animales para sobrevivir incluso a un tornado, de modo que contrató a Reed y a Pike para que fueran a ver qué podían encontrar. También se aseguró de que recogieran y quemaran cada pedazo de la casa y de las construcciones de la granja que hallaran. No quería que meses después Fern se topara con algo que pudiera reconocer y tuviera que experimentar de nuevo el dolor por la muerte de su padre.

Como Madison predijo, el ganado se encontraba prácticamente ileso. Pero ni siquiera esta noticia logró sacar a Fern de su letargo. Rose y la señora Abbot intentaban levantarle el ánimo dándole constantemente conversación y proporcionándole una moderada cantidad de trabajo. Fern se unía a ellas cuando se lo solicitaban, pero se limitaba a hacer lo que le pedían.

—¿Cuánto tiempo va a estar así? —preguntó Madison a Rose. Ya había pasado una semana desde el funeral de su padre y no se veía ningún cambio en ella.

—Es difícil decirlo —respondió Rose—. No todo el mundo se recupera al mismo ritmo. Debe de ser aún peor para Fern, pues no cuenta con nadie más. Tiene tantas decisiones que tomar, especialmente respecto a la granja, que debe de sentirse abrumada.

—Con gusto la ayudaría con todo el trabajo, pero no me lo permitiría.

Rose escrutó a su cuñado con la mirada.

—¿Estás enamorado de ella?

Madison había evitado responder a esa pregunta incluso en sus pensamientos. En su cabeza había mantenido su vida en Boston cuidadosamente separada de Fern y de su familia.

Pero las últimas semanas habían infundido nueva vida a una parte de él de la que se había olvidado hacía muchos años. Le

gustaba la actividad física de cabalgar durante horas por la pradera. Le gustaba el desafío que representaban aquel medio inhóspito y los taciturnos lugareños. Disfrutaba incluso de algunos aspectos de la rudimentaria sociedad del Oeste: las aventuras, la sensación de vivir todo el tiempo al borde de un abismo. Por otra parte, había aprendido a aceptar los pantalones de Fern sin sentir el deseo de tirarlos a la basura.

Ir a la siguiente página

Report Page