Fern

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Capítulo 17

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—Voy a la granja —anunció Fern—. He pedido a Reed y a Pike que me esperen allí.

—Iré contigo —se ofreció Madison, levantándose de la mesa.

Por un momento pensó que ella iba a discutir; en cambio, sonrió y dijo:

—Me agradaría mucho que me acompañaras.

—¿Quieres que la señora Abbot os prepare algo de comida para llevar? —preguntó Rose.

—Por supuesto —dijo la señora Abbot—. Y si ella no quiere, estoy segura de que el señor Madison no pensará de igual manera.

Al principio la señora Abbot llamaba a Madison «joven señor Randolph», pero, como Hen ahora iba con frecuencia a la casa, ella decidió utilizar sus nombres para distinguirlos. Y a la señora Abbot no le gustaba llamar a un hombre por su nombre de pila. Era demasiado informal, y cualquier cosa que diera la impresión de que estaba dando confianza a un hombre la ponía nerviosa. Así que optó por añadir la palabra «señor» a los nombres de los Randolph.

—Id a ensillar los caballos si queréis —sugirió Rose—. Nosotras tendremos todo preparado cuando volváis.

—¿Por qué me rechazaste con tanta fuerza cuando estábamos en el barranco? —preguntó Madison. Habían llegado a las afueras del pueblo y su primer tema de conversación estaba ya agotado.

No había tenido mucho tiempo de pensar en el comportamiento de Fern después del tornado, pero en los últimos dos días sí que había reflexionado sobre su reacción mientras él estaba atrapado y no podía apartarse de encima de ella. Definitivamente había llegado a la conclusión de que estaba asustada, y no porque él la estuviera aplastando. No tenía mucho sentido, pero cuanto más pensaba en ello, más convencido estaba de que tenía razón.

—No sé de qué estás hablando —dijo Fern sin apartar la mirada del camino.

—Me dabas patadas y gritabas como si estuvieras histérica.

—Me estabas haciendo daño. Eres un hombre bastante grande.

—A lo mejor, pero actuabas como si yo estuviera a punto de cortarte el cuello.

—La tormenta me puso nerviosa.

No le estaba diciendo la verdad. Él lo sabía, así que no quería mirarlo a los ojos. Incluso instó al caballo a que se adelantara, pero Madison la alcanzó.

—Hay algo más. ¿Por qué no quieres decírmelo?

—No es nada —se disculpó Fern. Esta vez lo miró, pero con una expresión vacía. Demasiado vacía.

Cabalgaron en silencio durante un rato.

—Durante un tiempo la misma pesadilla se repetía cada noche —confesó Madison—. Siempre la misma.

—Yo nunca tengo pesadillas —afirmó Fern.

—Estaba encerrado en un armario y nadie sabía dónde me encontraba. Cuanto más gritaba para que alguien supiera dónde buscarme, más se cerraban las paredes que me rodeaban.

—Yo ni siquiera tengo sueños.

—Si mi padre me pillaba leyendo cuando se suponía que debía estar cabalgando o limpiando pieles, me encerraba en el pesebre del establo. No había ni una sola ventana. Los ratones hacían un ruidito chillón mientras buscaban los granos que los animales habían dejado caer para comérselos. Si me quedaba encerrado durante mucho tiempo, empezaban a correr entre mis piernas.

—¿Por qué me cuentas esa historia?

—Para que sepas que todos tenemos pesadillas. Ayuda mucho contárselas a alguien. Yo aún no puedo soportar estar encerrado en un cuarto pequeño, pero hace ya bastantes años que no he vuelto a tener esa pesadilla.

Pensó en las muchas horas que había pasado hablando con Freddy. Fern nunca había tenido a nadie con quien hablar.

—¿Es tan terrible que no puedes contármelo?

Ella no respondió.

—Tal vez no te fías de que no se lo cuente a nadie más.

Realmente no podía esperar que ella le confiara un secreto que se había negado a revelar a su propio padre. Pero en las últimas semanas se había interesado mucho por su bienestar y le dolía que desconfiara de él.

—No se trata de eso —se apresuró a decir Fern. Su expresión manifestaba que se daba cuenta de que prácticamente había reconocido que tenía algo que ocultar.

—¿Tiene algo que ver con el motivo por el que te pones ropa de hombre?

—¿Por qué eres tan persistente? Sabes que no quiero contártelo. Eso debería ser obvio incluso para alguien de Boston.

Para variar, él quería ayudar a otra persona. Desde que llegó a Abilene y conoció a Fern, ya no huía de nada. Ya no pedía ayuda. Quería darla.

—Has pasado demasiado tiempo sola. Has enterrado todo lo que te aterra dentro de ti y has negado que existe, hasta que esto se ha convertido en parte de tu manera de pensar, de tu manera de actuar y de enfrentarte al mundo.

—No veo nada de malo en ello.

—Pero lo es cuando te impide hacer y ser lo que quieres.

Tal y como sus propios miedos habían hecho que se ocultara de su familia durante ocho años. Debido a esto se había perdido muchas cosas. Fern también. Ya era hora de que ambos pusieran fin a todo aquello.

—¿Cómo sabes que no estoy haciendo lo que quiero?

—Porque veo la diferencia que hay entre Rose y tú. Ella está haciendo lo que quiere, siendo quien quiere. Nunca he visto a una persona más satisfecha, feliz, sociable, honesta y generosa en toda mi vida.

—De modo que yo soy una persona egoísta y mala.

—No, pero te ocultas de la gente. No vacilas en atacarme cuando crees que estoy equivocado, pero, si me atrevo a preguntarte algo acerca de ti, entonces corres a ponerte a cubierto.

—No es asunto tuyo lo que me pase.

—No lo era cuando me bajé del tren, pero ahora sí.

Sus vidas estarían entrelazadas para siempre. Madison nunca podría olvidarse de ella, así como tampoco podría olvidarse de su familia.

—No quiero que lo sea.

—Entonces, ¿por qué te has quedado con nosotros?

Fern guardó silencio.

—Fern, no estoy tratando de arrancarte un secreto por simple curiosidad. Sé que algo te ha hecho mucho daño y me gustaría ayudarte.

—Eso es cosa del pasado —se defendió Fern—. Ya no se puede cambiar nada.

—Pero tus sentimientos al respecto sí pueden cambiar.

Notó que se ponía tensa, como si estuviera cerrando las compuertas de los oídos, bloqueando la voz de Madison. Casi podía ver los muros que empezaban a levantarse entre ellos: altos y rematados con vidrios rotos. Entonces, de manera inesperada, su resistencia se derrumbó.

—Hace ocho años un hombre intentó violarme —gritó ella, desahogando con él toda la rabia y el dolor que había reprimido durante tanto tiempo—. ¿Puedes hacer algo para cambiar eso?

Entre sollozos, aguijó al caballo para hacerlo correr a todo galope.

Madison espoleó el suyo para alcanzar a Fern.

Se había preparado para muchas cosas, pero no para algo así. ¿Qué podría decir o hacer para cambiar en algo lo sucedido?

No podía imaginar ni remotamente los terribles recuerdos con los que ella debió de haber vivido durante todos aquellos años, la sensación de haber sido deshonrada, el temor de que otro hombre pudiera hacerle lo mismo. Pensó en los años que había pasado ocultándose tras esas ropas, esforzándose por convertirse en algo que no era, extrayendo poco a poco la vida de aquella chica en la que tenía que haberse convertido.

Todos estos pensamientos despertaron en él una furia asesina contra el desconocido agresor. Si hubiese conocido a ese hombre en aquel momento, no habría vacilado ni un segundo. Lo habría matado.

Cuando vio que Fern se acercaba con el rostro bañado en lágrimas, se puso aún más furioso e hizo que los dos caballos se detuvieran. Saltó de la silla y se acercó a Fern para pedirle que se dejara caer en sus brazos.

Y se quedaron allí quietos, en medio de la desierta pradera de Kansas bajo el despejado cielo estival, mientras Fern lloraba amargamente por todo el dolor y la rabia que había enterrado dentro durante ocho largos años. Fern se aferró a él con la angustia propia de una mujer que finalmente ha revelado sus secretos más íntimos al hombre que ama.

Madison casi se rió de sí mismo. Siempre se había enorgullecido de su estricta conducta; no obstante, en aquel momento estaba abrazando a una mujer que no dejaba de llorar, sin más compañía que los dos caballos. No tenía ni idea de qué podrían decir sus amigos, pero no le importaba. Iba a quedarse allí mientras Fern lo necesitara.

«Quieres quedarte porque estás enamorado de ella».

Cuando se dio cuenta de esto, se quedó tan perplejo que llegó a pensar por un momento que era Fern quien lo estaba sosteniendo y no al contrario. Tenía que estar equivocado. No podía estar enamorado de Fern. Ella le gustaba. Había incluso llegado a admirar enormemente su valor y su integridad, pero esto no tenía nada que ver con el amor. A él ni siquiera le interesaba ese tipo de mujer.

¡Cómo se burlaría Freddy de él! Madison había pasado años evitando caer en las garras de algunas de las más experimentadas y seductoras

femmes fatales de Boston y Nueva York y ahora se dejaba conquistar por la hija de un granjero que llevaba pantalones.

Fern dejó de sollozar. Limpiándose las lágrimas de manera resuelta, soltó a Madison y se alejó de él.

—No quería ponerme a lloriquear —se disculpó—. Eso te pasa por tratar de hacerme actuar como una mujer.

—No me importa correr ese riesgo —dijo Madison, aún sobresaltado, pero empezando a recuperar la compostura—. Prefiero eso a que trates de echarme del pueblo.

—Lo siento. Troy me salvó aquella noche. Consideraba que era mi deber moral encargarme de que mandaran a la horca a su asesino. Ahora será mejor que nos marchemos —sugirió mientras volvía a montar a caballo. Sacó un pañuelo e intentó limpiar todo rastro de lágrimas—. Reed y Pike deben de estar esperando. No quiero que empiecen otra pelea.

Una vez pasado aquel momento de debilidad, volvió a ocultarse en el caparazón que tan cuidadosamente se había fabricado. Ni siquiera esperó a que él montara. Espoleó el caballo y se alejó al galope. Pero Madison no estaba dispuesto a permitir que le cerrara la puerta, ni ahora ni nunca. Quería ayudarla a cargar el peso que llevaba sobre los hombros. Ahora y siempre.

Fern no podía hacerlo sola. El daño había sido tan profundo que había cambiado toda su vida. Esto, combinado con la frialdad de su padre, había distorsionado su perspectiva de las cosas. Pensaba que nadie la quería, que los hombres sólo la deseaban. Debía ayudarla a aprender a confiar en sí misma, a creer que un hombre podía amarla por lo que era, no por el trabajo que podía hacer o por el placer que podía darle a su cuerpo.

Al mismo tiempo era esencial que controlara el creciente deseo que sentía por ella. Si ella adivinara siquiera cuánto quería hacerle el amor, era posible que no le permitiese acercarse a ella de nuevo. Sin duda alguna perdería su confianza.

Y en aquel momento esto era lo más importante del mundo para él.

—Cuéntame lo que sucedió —le pidió cuando llegó a su lado.

—¿Para qué? —preguntó ella mientras se giraba para mirarlo a la cara—. ¿Para que puedas deleitarte con los detalles morbosos?

—¿Realmente crees lo que dices?

Ella apartó la mirada, luchando por controlar la rabia y las lágrimas.

—No, pero sucedió hace mucho tiempo. Forma parte del pasado.

—Aún no. Sigues teniendo miedo. Por eso te vistes como un hombre.

—Lo que dices es absurdo. Me pongo pantalones porque es más fácil trabajar así.

—Tienes miedo de que, si te vistes como una mujer, puedas atraer la atención de los hombres y alguno intente molestarte de nuevo.

—Eso no es verdad.

—Entonces, ¿por qué me pegaste como si estuviera tratando de violarte?

—Me estabas aplastando.

—Estás mintiendo, Fern. Te mientes a ti misma tanto como a mí.

—¿Te enseñaron a leer los pensamientos de la gente en Harvard?

—No, pero, cuando alguien empieza a interesarte, puedes intuir cosas que no viste ni sospechaste al principio.

No habría creído eso antes. Siempre había pensado que la observación fría e impersonal podía revelar más acerca de una persona que la turbia emoción. Pero ahora que amaba a Fern no sólo podía intuir su estado de ánimo, sino que también adivinaba el motivo que lo originaba. Cuando ella sufría, él también sufría. Cuando ella intentaba ocultarse la verdad, él entendía.

—Yo no te intereso —afirmó Fern—, no realmente. Probablemente has pensado que sería divertido enseñar a esta extraña criatura a caminar, hablar y vestirse como una auténtica mujer. Luego podrías regresar a Boston sintiendo que al menos has podido refinar a una persona en estas tierras salvajes. A lo mejor tu comportamiento es producto de un sentido social muy desarrollado. Me han dicho que los bostonianos son así. Quizá se trate de una herencia de la época puritana.

—Eso no es lo que yo siento. Yo…

—Espero que no me digas que me amas, porque no te creeré. Apuesto a que la mitad de las mujeres de Boston andan detrás de ti.

No pudo evitar notar cierto cinismo en su tono de voz. Había vuelto a levantar todas sus defensas. Le había contado lo que ocurrió, pero no tenía intención de dejar que se acercara. No creía que fuera verdad que ella le interesara. No se lo permitiría a sí misma. Tenía demasiado miedo.

—¿Qué hizo tu padre cuando se lo contaste? —le preguntó Madison.

—Nunca se lo conté.

La respuesta lo dejó perplejo.

—¿Por qué no?

—No hubiera servido de nada. Troy expulsó a ese hombre de Kansas.

—Debiste habérselo dicho.

—No. Papá lo habría perseguido y todo el mundo se habría enterado. Yo habría quedado marcada para siempre como la mujer a la que un hombre trató de violar. Algunas personas dirían incluso que la culpa habría sido mía. Ya me tocó sufrir una vez las consecuencias de lo sucedido. No creí que tuviera ningún sentido pagar dos veces la misma condena.

Madison sabía que Fern tenía razón. Incluso personas realmente buenas pensarían que ella debía de haber hecho algo para incitar a aquel hombre.

—¿Lo conocías?

Durante ocho años Fern había mantenido el recuerdo de aquella noche guardado en los oscuros recovecos de su mente. Cada vez que intentaba salir de manera clandestina, se las apañaba para levantar muros aún más altos. Se había sentido segura hasta que apareció Madison con aquella sonrisa seductora, los dulces besos y las caricias que la incitaban a desear más.

Ahora todas esas preguntas habían provocado que el muro cayera estrepitosamente y que liberara a su paso toda la fealdad que tan desesperadamente había intentado ocultar.

—Estaba demasiado oscuro para ver su cara —confesó ella sin darse cuenta realmente de que estaba permitiéndose recordar poco a poco—. Volvía a casa después de haber trabajado con el ganado. No prestaba mucha atención. Sabía que papá estaría enfadado porque llegaba muy tarde, así que trataba de pensar qué podría preparar para la cena que no me llevara demasiado tiempo.

—¿Qué pasó?

En aquel momento podía rememorar la escena como si todo estuviera sucediendo de nuevo. Temblaba. Habría querido tener el valor de pedir a Madison que la abrazara.

—Salió de un salto de un revolcadero de búfalos antes de que yo me percatara de lo que estaba sucediendo. Me bajó del caballo a la fuerza y me arrojó al suelo. Estaba tan oscuro que yo no podía ver muy bien, pero tampoco lo intentaba. Sólo trataba de huir.

Lo que podía recordar de él era tan sólo una siniestra sombra negra surgiendo de la noche y su voz, ese sonido suave y entrecortado que la hacía pensar en una serpiente sibilante.

—Era un hombre cruel. Disfrutaba haciéndome daño. Me desgarró la camisa. Me besó por todo el cuerpo mientras me sujetaba.

—¿Cómo te encontró Troy?

—Regresaba de jugar a las cartas. Si no hubiera estado tan borracho, probablemente lo habría atrapado. Pero eso no me importó. Lo único que contaba era que lo hubiera detenido.

—Y te guardaste todo eso dentro durante todos estos años.

—¿Qué otra cosa habría podido hacer? —le preguntó mientras se enfrentaba de nuevo a sus ojos.

—Supongo que nada, pero ahora puedes dejar que te ayude.

—¿Y tú qué podrías hacer?

Madison siempre se había enorgullecido de ser capaz de estudiar detenidamente un problema hasta encontrar una solución, pero éste no la tenía. Había ocurrido algo que no podía enmendarse. Fern tendría que vivir con ello el resto de su vida. Nada de lo que él hiciera cambiaría lo sucedido.

Pero podía hacerle saber que le importaba, que sus sentimientos no habían cambiado.

—No lo sé —reconoció él—, pero pensaré en algo. Entretanto, trata de responderme a una pregunta.

—¿Cuál? —preguntó ella. Parecía nerviosa, desconfiada.

—¿Ya has decidido qué vestido te pondrás para la fiesta? Tiene que ser algo realmente especial. Quiero que todo el mundo se quede atónito ante la belleza de esta mujer que han tenido delante de las narices todo el tiempo sin reparar en ella.

Fern se rió, probablemente de la incongruencia de semejante pregunta después de lo que acababan de hablar.

—Tengo unas cuantas preguntas que hacer antes de preocuparme por eso —respondió, pero dejaba traslucir que empezaba a relajarse.

Si no lo mataba al llegar a la granja y descubrir lo que él había hecho, quizá podría hacer acopio de valor para decirle que la amaba.

* * *

—Compró la casa de los Pruitt —explicó Pike—. Hizo que la dividieran en cuatro partes y la metieran en una carreta. No tardamos más de dos horas en armarla.

—¿Y ese establo? —preguntó Fern, observando detenidamente la construcción de madera recién cortada.

—Hice que lo trajeran de Kansas City —le explicó Madison—. Lo mandaron por tren. Sólo nos llevó un día levantarlo.

Ninguno de los dos edificios era muy grande, pero la casa tenía un suelo, una cocina de hierro y muebles. El establo tenía espacio más que suficiente para las gallinas, los cerdos y la única vaca que lo ocupaban.

—¿Por qué has hecho todo esto? —le preguntó ella.

—No quería que sintieras que no tenías un lugar donde vivir.

—Pero no has hecho más que convencerme de que me quede en casa de la señora Abbot.

—No quería que te sintieras obligada a hacerlo.

Fern se sonrojó ligeramente al mirar de reojo a Pike y a Reed.

—Harás que ellos piensen que lo que me sucedió fue realmente culpa tuya. Te agradecería que volvieras al pueblo y me dejaras hacer mi trabajo. —Miró alrededor mientras hablaba—. Al menos el poco trabajo que me has dejado por hacer.

—Primero quiero hablar contigo.

Fern estuvo tentada de negarse.

—Sólo unos minutos. A solas.

—Por favor, busquen algo que hacer —pidió ella a Pike y a Reed claramente molesta con Madison—. No tardaré más de cinco minutos.

—Supongo que será mejor que hable rápido. No me gustaría hacer esperar a los cerdos. Y a tus gallinas podría darles un ataque de nervios. ¿A las gallinas les dan ataques? —preguntó.

—Lo siento si he parecido algo brusca —se disculpó Fern, riéndose de sus tonterías a pesar de que se sentía avergonzada de sí misma—, pero hacerme recordar aquella noche me ha puesto los nervios de punta. Además, sólo Dios sabe qué clase de líos me esperan, y tú quieres hablar. No hemos hecho otra cosa en los últimos días. ¿Qué podrías tener que decirme?

—Que te amo.

Fern se quedó paralizada. Sabía que amaba a Madison, lo había sabido durante algún tiempo, pero nunca habría sospechado que él la correspondiera. Había atribuido la constante atención que le prestaba al aburrimiento, o probablemente a que ella le gustaba un poco.

De hecho, durante los últimos días había estado pensando qué haría con su vida cuando él regresara a Boston. Sus reservas al hablarle del intento de violación eran en parte producto de no querer crear más lazos en una relación que no tenía futuro alguno.

Ahora Madison le decía que la amaba, y toda su vida se precipitaba por un abismo sin fondo.

—Pensé que te sorprenderías —dijo Madison al fin. Sonaba herido—. Incluso que te quedarías sin habla, pero nunca pensé verte tan desalentada.

—Nn… no estoy de… desalentada —tartamudeó Fern—. Sólo estoy asombrada.

Aturdida. Recelosa. Incrédula. Ninguna de estas palabras podría describir cómo se sentía.

Abatida era quizá la más exacta. Madison no la amaba en realidad. Había confundido la compasión —por la muerte de su padre, la pérdida de la granja, el intento de violación— con el amor. Pero no habría importado que de verdad la amara. No podía casarse con él. Lo sabía. Ya lo había aceptado.

—¿No vas a decir nada? —le preguntó Madison.

—No sé qué decir.

—La respuesta acostumbrada es: «Yo también te amo», pero deduzco por tu expresión que en este caso no es la correcta.

—No…, quiero decir, no… Verás… Es sólo que estoy completamente desconcertada.

No podía decirle que sabía que él no la amaba, así como tampoco que ella lo amaba con todo su corazón pero que no podía casarse con él.

—No he estado seguro hasta hoy.

—No he tenido mucho tiempo para pensar en eso.

Eso era mentira. En realidad no había pensado en mucho más.

—¿Crees que podrías dedicar unos segundos ahora a pensarlo?

Fern nunca se había sentido tan abatida en toda su vida. Lo que quería más que nada en el mundo era que Madison la amara. Ahora le había declarado su amor, y ella no podía decirle que sentía lo mismo por él, que hacía semanas que lo amaba.

Sabía que no podía casarse con Madison. No cuando cualquier demostración de afecto que fuera más allá de un abrazo fortuito le evocaba recuerdos insufribles de aquella noche. No cuando ella nunca podría ser su esposa en todo el sentido de la palabra.

—No puedo pensar contigo aquí —dijo Fern—. Nunca puedo hacerlo cuando estás cerca.

—Se supone que eso pasa cuando dos personas están enamoradas.

—A lo mejor, pero preferiría que volvieras al pueblo. Podemos seguir hablando esta noche.

Se odió a sí misma porque entrevió la pena en sus ojos. Le dolía, pero no podía hacer otra cosa. Necesitaba tiempo para pensar en algo que decirle.

—¿No podemos hablar ahora?

—Madison, nunca pensé que yo te gustara. Honestamente, no lo pensé. Somos personas muy diferentes. Realmente no tenemos nada en común.

—Pero…

—Hay muchas cosas de las que nunca hemos hablado. Tú familia, la clase de esposa que quieres, mi ropa…

—Eso no tiene importancia.

—Sí la tiene. Y si ahora no es importante, lo será después. Dame un poco de tiempo para pensar y…

—¿Me amas? —preguntó Madison—. Si la respuesta es sí, nada más importa. Si no, bueno, supongo que entonces ya tampoco importa.

Fern no podía enfrentarse a su mirada. No confiaba en que sus ojos no la delataran.

Por fin se habían cumplido sus sueños. Se encontraba a las puertas de todo lo que quería en la vida, pero sabía que no podía tenerlo. Después de haber estado sola durante tantos años, de no haber encontrado a nadie que pudiera entenderla o al menos que quisiera intentarlo, era cruel tener que renunciar a Madison. Pero debía hacerlo por el bien de los dos.

—Necesito tiempo para pensar —logró decir—. Te lo diré esta noche.

Madison le alzó la barbilla hasta que se vio obligada a mirarlo a los ojos.

—Hay algo que no me quieres decir.

—No se trata de eso —dijo Fern, apartándole la mano y bajando la mirada—. Por favor, Madison, no puedo pensar ahora, no contigo analizándome con la mirada y exigiéndome una respuesta.

—No estoy exigiendo…

—Sí, sí estás haciéndolo —lo contradijo ella, alzando la vista—. Eres el hombre más impaciente que he conocido. Quieres que todo se haga a tu manera y de inmediato. No puedo darte una respuesta apresurada sobre algo así.

—Está bien, regresaré al pueblo, pero vendré a buscarte esta tarde.

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