Fern

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Capítulo 20

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20

—Llamaron a la puerta y Madison perdió la concentración. Farfullando una palabrota, apartó los papeles en los que estaba trabajando. Abrió la puerta para encontrar en el pasillo a Pinkerton, el detective al que había contratado.

—Entre —le sugirió.

La invitación no sonó sincera, pero el hombre entró tan de buena gana como si lo fuese.

—¿Cómo está la familia de Eddie? —le preguntó Madison.

—Todos están bien. Y aún mejor con el dinero que usted les envió. La esposa es una buena administradora.

—¿Y el rancho?

—Los empleados de su hermano han hecho más trabajo en una semana de lo que su marido hizo desde que compró ese lugar. No creo que a su esposa le importe mucho que usted no lo deje en libertad.

—Podrá disfrutar de su compañía tan pronto como finalice el juicio. ¿Ha logrado usted averiguar algo?

—Pero poco. Sólo hay un hombre que encaje con la descripción que usted dio, pero hasta ahora no he podido encontrar nada que lo relacione con el asesinato.

—¿Se le ocurre alguna idea?

—No. ¿A usted?

—Una.

—Dígame —pidió el detective mientras se sentaba.

* * *

El día de la fiesta Rose se levantó de la mesa diciendo con tono de eficiencia:

—Ya es hora de que te pruebes ese traje. Vamos a mi habitación.

Fern había pasado toda la noche pensando en el momento en que se pondría el vestido, pero no estaba preparada para su reacción al ver los dos trajes extendidos a lo ancho de la cama de Rose. Uno era un vestido de día compuesto de una falda azul y una blusa blanca adornada con delgadas rayas azules y diminutas flores del mismo color. Un vestido precioso, pero insignificante al ponerlo junto al otro: un traje de fiesta de color amarillo brillante. Fern se había negado a sí misma el deseo de ponerse un vestido durante tanto tiempo que había olvidado que lo hubiese sentido alguna vez, pero de inmediato supo que quería llevar aquel traje amarillo más que nada en el mundo.

—¿Qué piensas?

Pensaba que el vestido amarillo era absolutamente maravilloso. Habría entregado su poni favorito a cambio de la posibilidad de lucirlo para Madison, pero sabía que no le iba a quedar bien.

—No sé nada sobre vestidos —contestó Fern. Se sentía avergonzada, como si estuviera confesando un secreto indecoroso—. ¿Qué piensas tú?

—Pienso que son preciosos —dijo Rose—, especialmente el amarillo. Sería perfecto para mi tez y mi color de pelo. Probablemente el azul sea más de tu gusto. Es más sencillo, menos recargado.

Fern miró el vestido azul, pero enseguida se volvió hacia el amarillo.

—¿Cuál te pondrías tú para ir a la fiesta? —le preguntó Fern.

—El amarillo. El azul es para llevar en casa o para ir a visitar amigos.

—Entonces supongo que será mejor que me pruebe el amarillo primero.

Fern sabía que ponerse aquel vestido no solucionaría nada. Probablemente causaría más problemas de los que arreglaría, pero no le importaba. Quería ir a la fiesta y quería ir vestida con ese traje.

Pero no era tan sencillo. Si iba a la fiesta, dudaba de que pudiera retomar la vida que llevaba antes de que Madison se bajara de aquel tren. Fern decidió no pensar en las consecuencias. Si lo hacía, no tendría el valor de ir.

Toda su vida había vivido con miedo, permitiendo que éste le ordenara todo lo que debía hacer. Aquel día echaría toda precaución por la borda. Llevaría ese vestido y se pondría tan guapa como pudiera, iría a la fiesta y bailaría toda la noche aunque no tuviese ni idea de cómo hacerlo.

Madison se marcharía en muy poco tiempo y con él se irían todos sus sueños. No tenía más opción que aceptarlo, pero disfrutaría de este momento, de esta última oportunidad de desplegar las alas y volar hacia el sol con todas las demás mariposas. Sólo por una vez en la vida fingiría que era como cualquier mujer, que tenía la misma posibilidad de amar. Sólo por esta vez ignoraría la realidad, desafiaría la razón, se burlaría de la sensatez.

Volaría tan alto y tan lejos como pudiera. No importaba si se le quemaban las alas y caía a tierra. Después de mañana, nadie volvería a verla. Mañana se mudaría al rancho. Mañana se borraría a Madison Randolph de la cabeza para siempre.

Pero lo guardaría en el corazón hasta el día de su muerte.

—Desnúdate —le ordenó Rose—. Voy a ver si encuentro una enagua que te quede bien.

—¿Para qué? —preguntó Fern—. Puedo ponerme el vestido sobre la ropa interior.

—No puedes probarte un vestido como si se tratara de un par de zapatos —le advirtió Rose—. Tienes que prepararte primero.

—¿Qué quieres decir?

—Ya lo verás.

Durante la media hora siguiente Fern permitió que tiraran de ella y la empujaran, que la pincharan y le dieran codazos, que discutieran acerca de ella y la riñeran. Rose y la señora Abbot deliberaban sobre estilos y cortes de pelo, lamentando que Fern hubiera permitido que sus esplendorosos rizos se hubieran vuelto tan secos y quebradizos. La señora Abbot prácticamente se puso a llorar de dolor al ver el estado en que se encontraba la piel de Fern.

—Un hombre tiene mejor la piel que tú —gimió—. ¿No te pones crema por la noche?

—Papá me habría apaleado si me hubiese pillado poniéndome grasa en la cara.

—Crema —la corrigió la señora Abbot—. La grasa es para las botas. Y mira tus hombros. No es que estén mucho mejor de lo que pensé. El problema es que los hombros y los brazos son tan blancos como el papel, mientras que el cuello y las manos están tan bronceados como la piel de un indio. ¿Dónde vamos a encontrar un vestido que la cubra de la punta de los pies a la cabeza?

La confianza de Fern en sí misma nunca había sido muy alta, pero las críticas de la señora Abbot la hicieron caer en picado.

—No es tan terrible —dijo Rose—, pero tendremos que hacerle un collar alto y mangas largas. Confiemos en que haga fresco esta noche.

—Nunca hace fresco en julio, ni siquiera de noche —le advirtió la señora Abbot.

—Bueno, pues no puedo hacer nada respecto al clima, pero sí respecto a su piel —dijo Rose. Cogió un tarro de la mesa, se untó la yema de los dedos y masajeó con delicadeza la piel de Fern con el contenido.

—¡Ya desapareció! —exclamó la señora Abbot—. Tiene la piel tan seca como un papel.

—Tengo un tarro grande de crema —dijo Rose, untándose de nuevo los dedos.

Fern las dejó frotar y masajear. Sabía que eso no cambiaría nada. Ni siquiera el maquillaje que se ponían las chicas de la taberna La Perla podría hacer que se viera guapa.

—Ahora tenemos que hacer algo con este pelo.

—¿Qué? —preguntó la señora Abbot—. Es como tratar de peinar un cepillo de cerdas.

—Primero tenemos que lavarlo —dijo Rose—. Probablemente encontremos media pradera de Kansas oculta ahí dentro.

—Me lavo el pelo con frecuencia —protestó Fern.

—Estaba bromeando —se defendió Rose—. Sólo es necesario pasar un día en el monte de Kansas para tener que lavar todo.

Esta tácita disculpa no aplacó a Fern; sin embargo, accedió dócilmente a que le lavaran el pelo. En algún momento, mientras se lo masajeaban con aceite, empezó a soñar despierta. Llevaba puesto el vestido amarillo y la rodeaban muchos hombres que le suplicaban que les diera la oportunidad de hablar con ella, de decirle que era guapa, de sacarla a bailar, de traerle algo de comer o de beber, de acompañarla a casa o de llevarla a dar un paseo a caballo. Antes de que pudiera decidir qué hacer, Madison se presentaba en el lugar. Haciendo a un lado a todo el mundo, la estrechaba entre los brazos y la envolvía con su cuerpo. Sordo a las exclamaciones de los escandalizados admiradores, la apretaba contra él hasta que ella pensaba que todo aquel calor la haría estallar en llamas. Y…

—Creo que no debemos hacer más que cortarle las puntas —estaba diciendo Rose.

—Pues yo pienso que deberíamos dejárselo corto y rizarlo.

—¡No! —exclamó Fern, horrorizada ante la idea de tener que salir con rizos—. Nunca me han cortado el pelo.

—¿Qué te parece si te hacemos un elegante moño en la nuca? —le preguntó Rose—. O podría ser sobre la cabeza.

—Sería la persona más alta de la fiesta —objetó la señora Abbot.

A Fern no le importaba lo que hicieran con tal de que no le cortaran el pelo. Quería seguir llevándolo largo a pesar de todos los problemas que le causaba. Su madre tenía el cabello largo y Fern siempre había querido parecerse a ella.

—Es una pena que no podamos enseñar tus hombros —comentó Rose—, pero la piel mejorará si procuras evitar el sol.

—No para esta noche —dijo la señora Abbot.

—No, no para esta noche —repitió Rose con un suspiro—. Pero creo que tengo una chaquetilla corta que te puedes poner.

Fern comió en su habitación mientras se le secaba el pelo. Rose fue a charlar con George y William Henry mientras tanto.

Fern concluyó que, si convertirse en una beldad significaba lavarse el cabello todo el tiempo, untarse aceites en el cuerpo hasta sentirse como un cerdo grasoso y ponerse docenas de vestidos, chaquetas y enaguas, las mujeres como Samantha Bruce le producían mucha pena. La espera era terrible, y muy aburrida. Estaba acostumbrada a ser muy activa, a estar siempre fuera y a dar órdenes; sin embargo, había pasado toda la mañana sentada en una silla sin salir de su cuarto ni un segundo y aceptando todo lo que dijera Rose.

—¿Qué es eso? —preguntó Fern cuando Rose y la señora Abbot regresaron después de la comida.

—Un corsé —señaló Rose, refiriéndose a la prenda que llevaba en las manos—. Tienes que ponértelo bajo el vestido.

—No dejaré que me pongas esa cosa —dijo Fern, alejándose de semejante torturador. Había oído hablar de los corsés, y había visto los que llevaban las chicas de La Perla. A veces era lo único que se ponían.

—No hará falta apretarlo mucho —advirtió Rose—. Eres una mujer muy delgada.

—No pienso ponérmelo —protestó Fern.

—No puedes ponerte el vestido sin el corsé.

—¡No!

Fern miraba aquella prenda como si fuera una bestia maligna. Pensaba que era un armatoste brutal, la clase de cosas de las que Madison habría dicho que seguramente habían sido inventadas en Kansas.

—Yo la sujetaré mientras usted se lo pone a la fuerza —propuso la señora Abbot.

—No —la defendió Rose—. Sólo se lo pondrá si quiere. No lo haremos de ninguna otra manera.

—¿Tú vas a ponerte una de esas cosas? —preguntó Fern a Rose.

—¿En su estado? —exclamó la señora Abbot—. Yo diría que no.

—Lo haría si sirviera para no verme tan voluminosa, como si realmente se alojaran dos mujeres dentro de mi vestido —argumentó Rose.

—¿Pero lo harás después de que nazca el bebé?

—Todas las mujeres se ponen corsés —le contestó Rose con un suspiro de resignación—. Hay que hacerlo si se quiere salir bien vestida.

«Si piensas ir a esa fiesta, no puedes hacer las cosas a medias. Sin duda Samantha Bruce se pondrá un corsé. Tú también tienes que ponerte uno».

No era tan terrible como Fern había temido. No le molestaba lo ajustado de la prenda, sino la sensación de no poder doblarse. Dudaba de que pudiera montar a caballo con aquel atuendo. Sabía que así nunca sería capaz de marcar una vaca. Ni siquiera estaba segura de poder respirar profundamente.

—Yo diría que ya es hora de arreglarte el pelo —propuso Rose—. Vamos a tardar bastante en recogerlo todo con horquillas.

—Cuando hayamos terminado, querrá cortárselo un poco —afirmó la señora Abbot.

Fern no creía que pudiera soportar quedarse quieta todo el tiempo que se requería para que le arreglaran el pelo, pero sabía que no dejaría que nadie se lo cortara.

—No está nada mal —dijo la señora Abbot cuando terminaron de ponerle lo que Fern habría asegurado que eran por lo menos cien horquillas.

—En realidad, está muy bien —confirmó Rose—. Mucho mejor de lo que esperaba.

—Quiero verme en un espejo —pidió Fern.

—No hasta que te hayamos puesto el traje —señaló Rose—. No quiero que te veas hasta que no hayamos terminado por completo.

Las últimas horas parecieron largas, tediosas y, en general, carentes de emoción. Fern tuvo que recordarse todo el tiempo que aquel suplicio era necesario para prepararse para ir a una fiesta, que era necesario por Madison. Quería estar deslumbrante para él y quería hacer este pequeño sacrificio por él.

Ponerse el vestido era la parte más fácil. Todo el drama del día quedaría condensado en estos pocos minutos. En cualquier momento se consumaría la transformación.

Ya nada le aburría. Podía sentir la misma expectante emoción que imaginaba que sentían todas las mujeres cuando se vestían para una fiesta, cuando estaban a punto de verse a sí mismas convertidas en algo más espléndido de lo que habrían supuesto.

Soportó en silencio el crucial momento en que le probaron el vestido, los tirones y los empujones para ajustado del modo conveniente. Le quedó tan perfecto que parecía que lo hubieran comprado especialmente para ella. También sobrellevó el momento en que tuvieron que decidir si debía ponerse una chaqueta o un chal para ocultar los hombros. Resolvieron que lo mejor sería una chaqueta. Logró incluso tolerar la discusión acerca de las joyas que debía llevar, y a Rose y a la señora Abbot probando diversas combinaciones antes de quedar completamente satisfechas.

Pero, cuando empezaron a discutir acerca de si debía llevar flores en el pelo y, de ser así, de qué clase, no pudo soportarlo más.

—Tengo que verme en un espejo —pidió, moviéndose con impaciencia.

—Yo sigo pensando que las flores le darían el toque perfecto —insistió la señora Abbot—. Además, ayudarían a que el cutis no parezca tan áspero.

—Poco puede hacer una flor para ayudar a mejorar mi cara —afirmó Fern—. Siempre ha parecido un cuero viejo, y eso no cambiará de un día para otro. Ahora quiero mirarme en un espejo, por favor.

—Supongo que ya te hemos hecho esperar demasiado —dijo Rose resignada. Cogió un espejo y lo sostuvo frente a Fern para que pudiera contemplarse.

Fern casi no podía creer que estuviera viéndose a sí misma. No era guapa, nunca lo sería, pero no había un solo cachorro de bulldog en todo Kansas que estuviera tan hermoso como ella en aquel momento.

Pero el impacto más grande era que la mujer en el espejo no se parecía a ella. Esa no era Fern Sproull. Podría estar mirando a una desconocida, a alguien que nadie en Abilene había visto antes.

—¿Te gusta? —le preguntó la señora Abbot más impaciente que Rose ante el silencio de Fern.

—No parezco yo.

—Habría pensado que eso te haría feliz —dijo la señora Abbot, por lo que Rose la miró con el ceño fruncido.

—Supongo que sí —afirmó Fern—, pero es extraño mirarse en el espejo y ver a otra persona. Es casi como si yo hubiese dejado de existir.

—Es otra parte de ti —señaló Rose—. Siempre ha estado ahí, sólo que tú siempre la has ocultado.

—Menos mal —dijo Fern casi sin saber qué decir—. ¿Qué haría con ella en la granja? —preguntó, señalando a la mujer en el espejo.

Hablaba como si fueran dos mujeres distintas.

Se sentía como si fuese dos personas. Seguramente aquella mujer no se le parecería en nada; no sentiría ni actuaría como ella. Esto la inquietaba. Ya Madison le había provocado unas cuantas incertidumbres en su vida, así que no estaba segura de poder soportar una más.

—Te acostumbrarás —dijo Rose—. No siempre es fácil, pero todas nos acostumbramos.

Fern no estaba segura de querer acostumbrarse a otra cosa. Había tardado muchos años en lograr sentirse a gusto consigo misma. Ya sabía qué se esperaba de ella y todo el mundo sabía qué esperaba ella de los demás. Pero no tenía ni idea de qué hacer con la mujer en el espejo. Y lo que era aún peor, tenía miedo de lo que los demás pudieran esperar de ella. Tenía miedo sobre todo de lo que pudiera esperar de ella misma.

Estaba muerta de miedo. A pesar de las pruebas que le otorgaban sus propios ojos, así como de las palabras de Rose y de la señora Abbot asegurándole que estaba preciosa, le asustaba lo que Madison pudiera pensar. Nunca la había visto con un vestido. Si le estaba diciendo la verdad y no amaba a Samantha, era posible que no le gustara ahora que ni se parecía a sí misma ni era la mitad de guapa que ella.

—Deja de comerte las uñas —le pidió Rose—. Estás guapísima.

—No me estoy comiendo las uñas. Ni siquiera las encuentro.

Fern llevaba mitones, lo que también le hacía sentirse incómoda.

—Bueno, pero te estás mordiendo los labios. Si no dejas de hacerlo, se te hincharán tanto que estarán el doble de grandes cuando Madison llegue aquí.

—Pensaba que a los hombres les gustaba que las mujeres tuvieran labios carnosos.

—A lo mejor, pero no creo que les guste que sepan a sangre.

George entró en la habitación.

—Dile que está hermosa —indicó Rose a su esposo.

Fern se obligó a sonreír a George, pero lo que él pensara no tenía importancia. Sólo le importaba gustarle a Madison. No podría ir a la fiesta si él se sentía avergonzado de ella. Tampoco podría quedarse en casa después de todo el trabajo que Rose y la señora Abbot habían hecho.

—Estás preciosa —le aseguró George—. Tengo que confesar que no esperaba que fueras tan guapa. Has cometido una grave injusticia contigo misma y con los hombres de Abilene al ponerte pantalones durante todos estos años.

—¿Ves? Te lo dije —apuntó Rose sonriendo. Sólo necesitaba la aprobación de su marido para quedar satisfecha—. Tan pronto como encuentre a William Henry para despedirme de él, podremos marcharnos.

La señora Abbot entró con William Henry en pijama. Besó a sus padres de manera obediente.

—¿Dónde está Fern? —preguntó el niño cuando se soltó de los brazos de su madre—. También quiero darle un beso de buenas noches.

—Ésta es Fern —señaló Rose.

—No me engañes —dijo, riendo alegremente porque pensaba que sus padres intentaban tomarle el pelo sin éxito—. Fern lleva pantalones como yo y como papa.

—No la reconoces porque tiene puesto un vestido —le dijo Rose.

Fern se arrodilló hasta quedar a la altura del niño.

—Me he puesto elegante para poder ir a una fiesta. ¿Me ves muy distinta?

William Henry no pareció convencido. Fern sintió pánico. Si el chiquillo no la reconocía, ¿qué pensaría Madison? Creería que se encontraba junto a una desconocida, y él tardaba un tiempo en sentirse a gusto con los desconocidos. Aún peor, aborrecía las sorpresas.

—No te pareces a Fern —sentenció William Henry.

—Pero soy Fern —le aseguró ella. Las lágrimas empezaban a acumulársele en los ojos—. Sólo me he puesto elegante para poder ir a una fiesta con tu tío Madison.

—De verdad es Fern —repitió Rose—. Dale un beso rápido. Tienes que irte a la cama.

William Henry pareció dispuesto a creer a su madre.

—Estás tan guapa como esa otra dama a la que el tío Madison trajo aquí y casi tanto como mamá.

Fern dio al niño un beso y un fuerte abrazo.

—Eres un desvergonzado adulador. Espero que tu esposa sea tan hermosa como una princesa y todos tus hijos sean unos angelitos. Ahora corre a la cama. Prometo contarte mañana todo lo que suceda en la fiesta.

—A los niños no les gustan las fiestas —le anunció William Henry con aire de gravedad—, pero te escucharé si así lo quieres.

—¡Largo de aquí! —le ordenó George—. No puede negarse que es un Randolph —explicó el orgulloso padre a Fern—. Parece que no podemos negar nuestros genes.

—No dejen que cambie en nada —dijo Fern—. Tal vez vuelva loca a su esposa, pero eso hará que ella lo ame aún más.

—Sí —asintió Rose en voz baja, mirando con ojos luminosos a su marido y a su hijo mientras salían de la habitación.

—Es difícil imaginar que Madison fuera alguna vez así de pequeño —susurró Fern casi para sí misma.

—Lo mismo podría decir de George —asintió Rose.

Como si de repente se hubiera acordado de algo, salió de la habitación para regresar momentos después con una foto.

—A lo mejor quieres ver esto —y pasó a Fern la fotografía de la familia Randolph—. ¿Reconoces a Madison?

Casi como si la guiara un dedo invisible, la mirada de Fern se posó de inmediato en el chico alto y delgado que se encontraba a la izquierda de George.

—Tenía 16 años —le indicó Rose.

—Está tan joven aquí —dijo Fern—. Pareciera que nada desagradable o cruel lo hubiera tocado aún.

—Pero no es así —le explicó Rose—. Su padre no hizo más que amargarle la vida. Madison no te lo dirá, pero yo sí —y señaló a William Henry Randolph—. Míralo. Debió de ser el hombre más guapo del mundo, la clase de hombre con el que sueñan todas las mujeres.

—¡Con razón George y Madison son tan apuestos! —exclamó Fern—, pero ni siquiera ellos son tan guapos como su padre.

—No sabría cómo empezar a contarte todo lo que hizo a esos chicos —dijo Rose—. Debió de ser el hombre más cruel y despiadado que jamás existiera. ¿Sabías que Madison nació el día de san Valentín?

Fern negó con la cabeza.

—Según George, su padre se burlaba de Madison por esta razón. Lo fastidiaba tanto que él se negaba a celebrar su cumpleaños. Cuando fue a la escuela, su padre lo hizo volver a casa porque sabía que estaba contento allí.

—¿Cómo pudo ser tan cruel?

—Sin embargo, lo que hizo con Madison no fue nada peor de lo que les hizo a los demás chicos. Pero no te cuento esto para que te compadezcas de ellos u odies a su padre. Sólo quiero que sepas por qué Madison puede llegar a tener algunas dificultades para expresar su afecto, incluso para creer en tu amor.

—Yo…, nosotros…

—No te estoy pidiendo que me cuentes nada —le aseguró Rose—, pero no puedo evitar fijarme en que las cosas han estado tensas entre vosotros, especialmente desde que la señorita Bruce y su hermano llegaron al pueblo.

—No es…

—Estoy segura de que no. Pero Madison aún tiene algunos asuntos que resolver, y uno de ellos es decidir si quiere volver a formar parte de la familia.

—Pero yo pensé que… George y él…

—George no es toda la familia. Hen aún no lo ha perdonado. Y también están Monty y Jeff.

—¿Y los demás?

—Tyler y Zac eran demasiado pequeños para acordarse de algo.

—¿Y qué tengo yo que ver con todo esto?

—Tú has sido tan dura con Madison como todos los demás, tal vez incluso más dura. No te estoy culpando por ello —dijo Rose cuando Fern se puso roja de vergüenza—. Las circunstancias no fueron nada favorables, sino más bien parece que conspiraron para enfrentaros, pero todo eso ya terminó. Madison está en una encrucijada. Las decisiones que tome ahora determinarán cómo vivirá el resto de su vida. Necesita que alguien lo acepte como es sin ninguna reserva. Creo que nunca antes se ha encontrado en una situación similar.

—Estoy segura de que la señorita Bruce lo acepta sin reservas —Fern se avergonzó de sí misma por decir esto. Sonó mezquino y ruin.

—A lo mejor, pero él no está buscando que la señorita Bruce lo acepte. Si fuera así, probablemente no se habría marchado de Boston.

Fern nunca lo había pensado de esa manera. Siempre había supuesto que había dejado Boston contra su voluntad, que deseaba regresar allí y olvidarse de que Kansas existía.

—No sé si debería decirte esto aún —prosiguió Rose—, pero Madison compró ese vestido para ti. También compró el azul. Pensó que a lo mejor no tenías nada que ponerte para la fiesta y que por ello no querrías ir.

Fern sintió un estremecimiento de rabia, una esquirla de traición. Había sido engañada de nuevo. Éste era un ejemplo más de la determinación de Madison de salirse con la suya.

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