Fern

Fern


Capítulo 21

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Madison mantuvo el caballo al paso. Iba a buscar a Fern en la calesa que había alquilado para la fiesta, pero durante la última hora había estado diciéndose que era un idiota al no querer reconocer que Fern Sproull no lo amaba.

De lo contrario, no renunciaría tan fácilmente a él.

Quizá ella pensara que no había superado lo sucedido hacía ya muchos años, pero él se estaba engañando a sí mismo si también creía esto. La manera en que su cuerpo se paralizaba cada vez que se le acercaba era la única prueba que necesitaba. Si ella lo amase siquiera la mitad de lo que él la amaba, ya habría olvidado aquel acontecimiento. Por lo que podía percibir, no había hecho ni el más mínimo intento.

«Entonces, ¿por qué no has superado todo lo que tu padre y los gemelos te hicieron?». Aún podía revivir cuando su padre lo encerraba en aquel pesebre oscuro. Estos recuerdos ya no tenían el poder de hacer renacer el miedo y el odio que había sentido, pero no olvidaba aquella ocasión en que una serpiente se le subió al cuerpo. Se contuvo de gritar diciéndose que no era ni una cascabel ni una víbora, sino sólo una serpiente negra que buscaba los ratones que iban allí a comer los granos que caían al suelo. Pero todavía podía recordar el terror ciego que sintió cuando el enorme reptil se deslizó sobre su cuerpo. Aún podía sentirlo sobre sus ropas. Aún podía oír el susurro de sus ásperas escamas al rozar las secas cascarillas de maíz mientras acechaba ratones entre los cajones de la comida.

Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Quizá no había logrado borrar el recuerdo de aquel día, como tampoco había conseguido olvidar la humillación de haber tenido que marcharse de la escuela para volver a casa. Pero ni siquiera la vergüenza de aquella experiencia podía compararse con la furia visceral que sintió cuando se enteró de que su padre se había negado a pagar la matrícula a propósito, porque pensaba que Madison era demasiado feliz lejos de casa.

No, suponía que había ciertas cosas que nunca perdonaría. Heridas que podrían tardar toda una vida en cicatrizar. Si se cumplía en su caso, también debía de ser así para Fern.

Cuando dobló la esquina, vio que Rose y George salían de la casa. De modo que Fern había decidido quedarse. No sabía por qué había pensado que iría a la fiesta. En realidad habría necesitado mucho valor para aparecer delante de la gente del pueblo con un vestido. Y esto también habría significado que estaba dispuesta a hacer algunos cambios en su vida.

Su negativa quería decir que se sentía a gusto tal y como estaban las cosas. Madison podía entenderlo, pero no aceptarlo. Ya no. Cuando llegó a Kansas, volvió la espalda a todo lo que se consideraba establecido. Y no tenía la intención de permitir que Fern se ocultara tras una vida erigida sobre el miedo y los malentendidos. Estaba en juego mucho más que su futuro. También estaba en juego la felicidad de él. Y no estaba dispuesto a renunciar a ella tan fácilmente.

—Llegas tarde —anunció Rose mientras Madison descendía de la calesa.

—Parece que tampoco había motivo para venir.

—Ah, no sé —dijo Rose, sonriendo de oreja a oreja—. Creo que te vas a llevar una gran sorpresa.

—Al menos eso ha pensado William Henry —señaló George—. Cree que tu pareja de esta noche está muy guapa.

—¿William Henry? —repitió Madison confundido—. ¿De qué estáis hablando?

—Quería dar un beso de buenas noches a Fern, pero no la ha reconocido. Espero que a ti te vaya mejor.

A Madison le dio un vuelco el corazón.

—¿Entonces piensa ir? Al veros solos…

—Te está esperando dentro de la casa —anunció George—. Nos veremos en la fiesta.

Cogió el brazo de su esposa y la ayudó a subir a una segunda calesa. Aunque la casa de los McCoy no se encontraba lejos, habría sido imposible caminar por las polvorientas calles y llegar en condiciones presentables.

Madison cubrió la distancia que lo separaba de Fern como empujado por alas. Había desaparecido toda duda, toda renuencia a poner el valor y el amor de Fern a prueba. Sabía que aún quedaban muchas cosas por resolver, pero ella ya había logrado llegar bastante lejos. Quizá, con su ayuda, podría recorrer el resto del camino.

Fern estaba sentada cuando él entró en la habitación. Se puso de pie con el alma en vilo. Su temor de que a él no le gustara lo que veía era tan evidente que él habría dicho que estaba guapa aunque pareciera una vaquilla.

Pero

estaba guapa, más guapa de lo que jamás habría soñado. A diferencia de William Henry, la reconoció de inmediato. Ni siquiera el vestido, las flores en el pelo o el hecho de que no llevase pantalones y un chaleco de piel de borrego podrían hacer que confundiera a Fern.

—Eres un cisne —afirmó Madison.

—¿Qué? —le preguntó Fern turbada.

—Es un cuento que nuestra madre solía contarnos acerca de un patito que pensaba que era feo, hasta el día en que creció y vio su reflejo en el agua. Entonces comprendió que era el ave más hermosa y grácil de todas.

Al terminar la frase comprobó que la tensión había desaparecido y que su expresión de recelo se convertía en una sonrisa tímida.

—¿No me ves ridícula? ¿No se reirá la gente de mí? No podría soportarlo. Me marcharé si una sola persona llega siquiera a sonreír.

—Nadie se va a reír de ti —le aseguró Madison—, pero sí que se van a quedar muy sorprendidos. Estás muy guapa, realmente bella.

—Me alegra no estar fea —dijo Fern sin poder creerle aún—. Sería una pena después de todas las molestias que te tomaste para conseguir este vestido.

Ahora era el turno de Madison de sentirse incómodo.

—No hace falta que salgas corriendo —prosiguió Fern—. No me he alegrado cuando Rose me lo ha contado, pero he cambiado de parecer cuando me ha dicho que le pediste que no me presionara para que me lo pusiera, que preferías no ir a la fiesta antes que hacerme enfadar y no querías obligarme a nada.

—Veo que Rose habla tanto como todos los demás miembros de esta familia.

—Ha estado bien que lo hiciera —le aseguró Fern—. No podía quedarme en casa después de eso, ¿o sí? Y si es verdad que no estoy fea…

—No tienes por qué confiar en mi palabra si no quieres —sugirió Madison—. Espera a ver qué pasa.

—¿Has visto a la señorita Bruce y a su hermano antes de salir del hotel?

—Los he acompañado a casa de los McCoy antes de venir aquí —se acercó un poco más a ella—. No le diría esto a nadie más, pero esta noche estás tan hermosa como ella.

Fern se sintió como si estuviera flotando entre nubes. Madison pensaba que ella era tan guapa como Samantha. No le creía en lo más mínimo, pero no importaba que no fuera verdad. Lo único que importaba era que lo hubiese dicho. Eso era tan significativo como si fuera verdad. No, era aún más significativo.

El camino era demasiado corto. A Fern no le preocupaba que no llegaran nunca a la fiesta. Estaba contenta de estar con Madison, de disfrutar de su admiración, de escuchar sus elogios, pero estaba muerta de miedo de tener que encontrarse con todos los demás.

—Todos los hombres de la fiesta van a querer bailar contigo —predijo Madison—. Pero recuerda que soy muy celoso.

—No te preocupes. Los rechazaré a todos. Incluso a ti. No sé bailar.

—Lo olvidaba. Se suponía que yo debía enseñarte.

«Pero siempre pasaba algo que te lo impedía», pensó Fern. Siempre pasaba algo.

—Ya pensaré qué podemos hacer al respecto —dijo Madison.

Docenas de carromatos y calesas rodeaban la casa de los McCoy. Salía luz de todas las ventanas, y los cadenciosos sonidos de la música que emitían los violines competían con los compases más estridentes provenientes de las tabernas situadas en la calle Tejas.

—Te dejaré frente a la puerta —anunció Madison—. No tardaré mucho en encontrar un lugar donde aparcar esta calesa.

La sola idea de tener que enfrentarse sola a todos los asistentes hizo que el corazón de Fern se paralizara. No entraría sola en casa de los McCoy. Prefería regresar andando a casa.

—Iré contigo —le dijo a Madison.

—Pero te ensuciarás el vestido.

—No me importa. Ya agoté todo el valor que tenía al dejar que Rose y la señora Abbot me pusieran este vestido. No entraré sola en esa casa.

—No tienes que entrar. Puedes esperar fuera hasta que yo regrese.

—No —dijo Fern, temblando con sólo pensar en que cualquier hombre desconocido podría mirarla y que las mujeres que conocía cuchichearían sobre ella. Podría soportarlo si estaba con Madison, podía soportar cualquier cosa mientras estuviera con él, pero no sola.

Madison pidió a los conductores de un carromato y de una calesa que se movieran un poco para hacer sitio para su calesa cerca de la plataforma de madera que se encontraba frente a la casa de los McCoy.

—Te llevaré hasta la acera —sugirió Madison cuando Fern empezó a bajarse.

—Puedo caminar.

—Después de todo el tiempo que has empleado en arreglarte, no quiero que te ensucies.

—No puedes cargar conmigo como si fuera una chica de la taberna. La gente chismorrearía.

—¿Es eso lo que hacen con las chicas de las tabernas? —preguntó Madison con una sonrisa pícara—. Debería haber pasado menos tiempo en el hotel.

—Sabes lo que quiero decir.

—Lo sé, pero también sé que no puedes llegar a la fiesta tan sucia como si te hubieras arrastrado por el estiércol. Lo único que conseguirías es que hablaran todavía más.

Antes de que Fern pudiera poner más objeciones, Madison la levantó en brazos. Respiraba con dificultad, así que, por temor a perder el equilibrio, caer y mancharse, Fern abrazó a Madison. Sin embargo, este gesto no hizo más que aumentar la aprensión que ya sentía.

Nunca había sido llevada en brazos por un hombre mientras estaba consciente, ni siquiera aquella noche en que Troy la encontró casi desnuda, sucia y llorando de miedo y vergüenza. La histeria que se apoderaba de ella cada vez que un hombre la tocaba la había hecho evitar resueltamente todo tipo de abrazos. No obstante, en aquel momento se encontraba en los de Madison, que la estrechaba entre los suyos y que apretaba su cuerpo contra el de él.

Para su sorpresa, no sintió pánico. Otra sensación, casi igual de incómoda y totalmente inesperada, hizo que sus nervios se crisparan y sintiera una opresión en la boca del estómago. En lugar de miedo y repugnancia, sintió excitación ante la fuerza de sus brazos y su manera de llevarla como si fuera un tesoro delicado e inestimable. Descubrió que la necesidad de apoyarse contra él no era ni una obligación ni una experiencia aterradora. Era algo desconcertante, pero también vivificante. Cuando Madison la bajó, Fern estaba sonrojada, sin aliento y con los sentidos completamente confundidos.

Igual que su corazón. Madison había hecho mucho más que tocarla. La había sostenido con fuerza entre los brazos. No pudo resistirse ni escapar, tampoco se dejó llevar por el pánico. Cierto, el temor de siempre había empezado a asomar su horrorosa cabeza en el momento en que los pies tocaron de nuevo el suelo, pero la sensación de excitación, de expectativa, era aún más fuerte.

De pronto, la noche le pareció demasiado calurosa. Y demasiado llena de gente. Necesitaba tiempo para explorar estos nuevos sentimientos, pero no lo tenía. Mientras sentía que sus mejillas se ponían rojas por el calor y que su corazón latía con inusitada rapidez, Madison la asió con firmeza del brazo y dirigió sus pasos hacia la casa, hacia la luz y hacia toda aquella aglomeración de gente.

—No quiero que actúes como si ocurriera algo inusual esta noche —le sugirió Madison—. Si te comportas como si todo fuera perfectamente normal, todos los demás harán lo mismo.

—Pero no

me siento normal —apuntó Fern—. Me siento como un fenómeno de circo.

—Pues yo no —afirmó Madison, estrechando la mano con mayor firmeza—. Yo me siento como un hombre muy afortunado al poder acompañar a la mujer más guapa del pueblo a una fiesta. Sé que todos los demás intentarán robármela, pero pienso defender mi premio y mi regalo.

—Haces que suene como si se tratara de perros peleando por un hueso —afirmó Fern.

Sabía que Madison sólo decía esas cosas para fortalecer su confianza, pero lo cierto era que sus elogios la reconfortaban. Debía de amarla. Si podía decir que era guapa después de ver a Samantha, no cabía duda de que estaba ciego.

El sonido de la música se hizo más fuerte, las voces se convirtieron en una sola carcajada y la imagen de las personas moviéndose contra la luz les hizo caer en la cuenta de que muy pronto se haría de noche. Fern se acercó a Madison y se aferró con más fuerza a su brazo.

El pánico se había desvanecido. La excitación y el ansia de estar cerca de él le hicieron olvidar su miedo. Por primera vez podía tocar a un hombre, podía dejar que un hombre la tocara sin temblar por dentro. Quizá si Madison la amaba de verdad…

—Buenas noches, Madison —saludó Doug McCoy cuando Fern y Madison se acercaban a las escaleras—. La señorita Bruce ha paralizado el tráfico. No hay manera de acercarse a ella —McCoy escrutó la penumbra—. Parece que has traído a otra preciosidad. ¿Dónde la has encontrado?

—Delante de tus narices —dijo Madison mientras instaba a Fern a acercarse al haz de luz que salía de la puerta abierta—. ¿No reconoces a Fern Sproull?

Fern sabía que Madison estaba disfrutando de la situación, pero ella sentía ganas de correr a ocultarse bajo una piedra. Toda la vida la gente se había quedado mirándola boquiabierta cuando la veían en la calle, pero nadie la había mirado jamás con la expresión de estupefacción que reflejaba el rostro de Doug McCoy.

—No puede ser Fern —exclamó McCoy—. ¡Menuda sorpresa, es ella, es verdad…! —volvió a mirarla fijamente. Luego, cogiéndola del brazo, la acercó aún más a la luz—. ¡Dios bendito! ¡Edna! —gritó—. Edna, ven aquí ahora mismo. No vas a creer lo que vas a ver.

Fern intentó soltarse. Pero Doug McCoy la tenía agarrada fuertemente del brazo, Madison estaba a su lado y mucha gente subía las escaleras tras ella. Estaba atrapada. Instintivamente extendió la mano en busca de Madison. Se tranquilizó un poco cuando aquellos fuertes dedos estrecharon los suyos y le sirvieron de apoyo tanto físico como moral.

—¡Anímate! —le susurró—. Éste es tu gran momento. Disfrútalo.

Fern intentó sentirse como una princesa escoltada a su trono, pero más bien se sentía como una prisionera a la que llevaban ante un juez que la iba a criticar duramente por atreverse a pensar siquiera que podía ser guapa. Los invitados eran el jurado que esperaba para condenarla.

Entró en aquel salón y se encontró con una multitud de ojos que se había vuelto para mirarla. Le entraron unas ganas enormes de salir corriendo, pero se sintió a salvo al notar la mano de Madison en la parte baja de su espalda instándola a seguir adelante, dejándole saber que él estaba ahí, que no la iba a dejar sola. También vio a Rose sonriéndole en señal de apoyo. Con la seguridad que ambos le transmitían Fern entró en el círculo de luz.

Varios hombres la miraban boquiabiertos. Otro par la miraba con curiosidad, obviamente sin poder adivinar quién era. Pero en todos vio el reconocimiento que demostraba todo hombre ante la presencia de una mujer hermosa.

Sin embargo, en los ojos de las mujeres vio algo muy distinto. Se encontró cara a cara con Betty Lewis, y los recuerdos de aquella lejana fiesta de la infancia se hicieron a un lado para abrir paso a la mirada de rabia absoluta que ahora veía en ella; rabia que también se reflejaba en los ojos de otras chicas, quienes la miraban como si hubiera hecho algo malo.

Fern comprendió que era la rabia propia de las mujeres que temían ser eclipsadas, que temían ser olvidadas. Lo entendió, pero no sintió compasión alguna. Todas ellas le habían hecho sentirse de aquella misma manera innumerables veces.

El resentimiento empezó a apoderarse de ella, pero inmediatamente se vio contrarrestado por el efecto de los dedos de Madison estrechando sus manos con fuerza; vio a Rose mirando alrededor indignada ante la frialdad de las mujeres. Luego, para su mayor sorpresa, vio a Samantha Bruce abriéndose paso entre la multitud para acercarse a ella.

Al ver a Samantha, Fern no pudo entender cómo alguien podía pensar que ella era guapa. Aquella mujer era imponente. A Fern le sorprendía que todas aquellas personas se hubieran percatado siquiera de su llegada. ¿Cómo podría alguien pensar que ella era una amenaza teniendo a una criatura tan preciosa entre ellos?

—Estoy tan contenta de que estés aquí —dijo Samantha mientras se acercaba y le pasaba el brazo por la cintura—. Es tan agradable ver otra cara conocida. Freddy y yo contamos contigo para que nos presentes a tus amigos.

—Estoy segura de que ellos lo harán mejor que yo —contestó Fern, pues se veía en apuros para reconocer a la mayoría de aquellos hombres vestidos de gala.

Se preguntó por qué tantas chicas querrían que les presentaran a Samantha. La mayoría de las jóvenes de su edad ya estaban casadas y se agarraban con fuerza de sus maridos como si éstos pudieran salir volando si no los sujetaban.

—Estoy segura de que así es —afirmó Samantha—, pero ayuda mucho contar con la orientación de alguien en quien se puede confiar.

Fern decidió que, si alguien se merecía un lugar en el cielo, ésa era Samantha Bruce. Juró que nunca volvería a tener celos de ella, que nunca pensaría mal de ella; nunca envidiaría su belleza ni sus riquezas ni nada de lo que ella tenía en esta vida.

Excepto a Madison. Su gratitud no se extendía hasta ese punto.

—Es un vestido precioso, querida —dijo Rose al acercarse para manifestarle su apoyo—. Va muy bien con tu tez y tu color de pelo.

—Sin ninguna duda —confirmó Freddy, que también se acercó al grupo—. Espero que des a Samantha el nombre de la tienda donde lo compraste. Ella no cuenta con la ventaja de tu color de piel. Tiene que ser muy cuidadosa de no caer en lo insípido.

Mientras avanzaban hacia el salón principal, Fern se sintió envuelta en un capullo de afecto protector y cubierta de un caparazón tan grueso que nada podría hacerle daño. Con Rose y Samantha a su lado, y Madison, George y Freddy caminando detrás,

se sentía realmente como una princesa entrando en la corte.

Este sentimiento se hizo más fuerte a medida que avanzaba la noche. Todo el mundo quería conocer a los hermanos Bruce y las señoras querían conocer a Rose. Para esto se veían obligados a acercarse a Fern, que era la persona que todos conocían. Esta situación era aterradora para Fern y muy molesta para ellos. Y, por supuesto, las chicas querían conocer a Madison. Todas lo habían visto o habían oído hablar de él. Sabían que era un rico abogado de Boston que estaba a punto de probar que su hermano no había matado a Troy Sproull.

Pero el reconocimiento final llegó cuando Hen Randolph entró en el salón y fue a situarse directamente junto a Fern. Quizá ella había sido el marimacho de la región, el blanco de las bromas y las habladurías de los habitantes del lugar, quizá ellos la habían ignorado e injuriado, pero cualquier persona que se relacionara con una mujer de la alta sociedad de Boston y su hermano, con su asombrosamente guapo acompañante, con un poderoso ranchero tejano y su esposa, y con un célebre pistolero,

todo en una misma noche, era alguien a quien debía tenerse en cuenta. Decidió olvidar el pasado. Había dejado de ser una paria para convertirse en un personaje respetado de la sociedad en una sola noche.

Pero Fern no estaba segura de querer ser un personaje respetado. Tenía la certeza de que no quería serlo si esto significaba que no podría pasar tiempo con Madison. Parecía que todas las demás personas que se encontraban en el salón podían estar con él más tiempo que ella. Cada vez que se volvía hacia él, alguien se acercaba con la intención de hablar con él, para recordar alguna experiencia ya olvidada o para que le presentara a sus amigos.

Fern le lanzó más de una mirada suplicante. Después de una particularmente desesperada, él interrumpió una conversación con un hombre al que Fern no conocía y se acercó al puñado de personas que la rodeaba. Luego, se abrió paso entre todos ellos hasta llegar junto a Fern.

—Señoras, van a tener que quedarse solas —dijo, cogiéndola de la mano—. Fern ha venido conmigo y no he podido cruzar una sola palabra con ella en toda la noche.

Madison se dirigió hacia la puerta.

—No se alejen mucho, señor Randolph —le advirtió la señora McCoy—. Estamos a punto de dar comienzo al baile.

—No nos lo perderíamos por nada del mundo —confirmó Madison sin aflojar el paso.

Al salir de aquel salón donde hacía tanto calor, el frescor de la noche era como darse un baño en un riachuelo frío. Fern no puso ninguna objeción cuando Madison se acercó a ella. Su calor la confortaba al tiempo que la excitaba.

—¿Te sientes mejor ahora? —le preguntó.

—No. Estoy aterrorizada. Todos estaban furiosos cuando me vieron, pero ahora actúan como si hubiéramos sido buenos amigos toda la vida.

—No creo que estuvieran furiosos, sólo sorprendidos.

—Estaré agradecida a Samantha para siempre. Rose y ella me han ayudado mucho.

—Samantha es una mujer maravillosa —afirmó Madison con un brillo en los ojos—. Aprenderás a quererla tanto como yo.

Fern se había prometido que no se repetiría la escena, así que se dijo que tenía que ser firme en su intención de eliminar todo rastro de celos.

—¿Qué sientes al ser la mujer más guapa de toda la fiesta? ¿A que vale la pena prescindir de los pantalones?

—Eres muy amable al decirlo, pero sé que no soy la mujer más guapa de la fiesta.

—¿Qué hará falta para convencerte de que eres una mujer hermosa?

—Al menos dos botellas de whisky —dijo ella riéndose—. Y ni siquiera así estoy segura de que me sentiría lo suficientemente borracha para creerlo.

Madison la abrazó.

—Ése ha sido tu problema siempre. Nunca has podido creer en ti misma.

—Eso no es verdad —se defendió Fern mientras se acomodaba un poco más entre sus brazos—. Y te probé que podía hacer todo lo que quisiera.

—Conseguiste que aceptaran a la persona que creaste, pero mantuviste tu verdadero ser oculto porque no creías en él. Igual que ahora. No puedes creer que eres guapa. No crees en ti misma como mujer, como tampoco que puedas ser una buena esposa, así que estás decidida a negarte el derecho a ser feliz.

—Madison…

—También estoy hablando de mi felicidad, y no voy a dejar que te des por vencida tan fácilmente. Entiendo tu temor, al menos eso creo…

—Yo…

—… pero puedes vencerlo. He estado hablando con Samantha y ella conoce un doctor que…

Fern sintió que se le helaba la sangre en las venas tan rápido que se le paralizó la expresión de la cara. Se soltó de sus brazos.

—¿Le has contado a Samantha Bruce lo que me pasó?

—No —dijo Madison—. No le he dicho una sola palabra a nadie respecto a eso.

Fern sintió que la tensión dentro de ella se aliviaba un poco.

—¿Entonces de qué estás hablando?

—Una persona que conocemos está viendo a un nuevo tipo de médico que ayuda a la gente a superar sus ansiedades. Ella me decía que este amigo ha mejorado muchísimo. Pensé que tal vez tú considerarías… —su voz se fue apagando.

Fern se acercó a Madison y él volvió a estrecharla entre los brazos.

—¿No te has dado cuenta de lo que ha sucedido hace apenas un minuto? —le preguntó ella.

—Sí. No me has rechazado.

—No he tenido miedo de dejar que me abrazaras porque sabía que no me harías daño. A lo mejor, si puedes ser paciente…

—Puedo ser el hombre más paciente del mundo —le aseguró Madison, apretándola con fuerza en señal de satisfacción—. Puedo esperar todo el tiempo que sea necesario. Nos podemos casar tan pronto como termine el juicio de Hen. Luego, apenas lleguemos a Boston, me pondré en contacto con ese doctor.

Madison estaba yendo demasiado rápido. De nuevo sintió el miedo que ya empezaba a apoderarse de ella. No sabía si se debía a aquella idea de mudarse a Boston, a tener que desnudar su alma frente a un doctor desconocido o al hecho de que Madison había apretado su cuerpo contra ella. Pero se dijo que nada de eso importaba, no en aquel momento. Confiaba en Madison. Él nunca le haría daño. Mientras recordara esto y pudiera creer que era así, había una posibilidad de que tuvieran en un futuro juntos.

Y esto era lo que ella quería. Fue consciente de hasta qué punto cuando Samantha llegó a Abilene y pensó que podría perderlo. Pero Madison la amaba. Prefería estar con ella antes que con aquella mujer guapa, rica y distinguida que podía ayudarlo a conseguir todo lo que se había propuesto. No lo entendía, pero seguiría convenciéndose de que era verdad. Tenía que creerlo.

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