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Libro Quinto: Escritos funerarios » Veintiocho

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VEINTIOCHO

El brote seguía causando estragos. Los infectados no se habían dispersado en todas direcciones, pero lo parecía, y emergían tambaleándose de las sombras, siguiendo las señales de quién sabe qué tipo de radar que utilizara el virus para distinguir a los infectados de los que todavía son infectados en potencia, pues alojan el virus en su estado de letargo a la espera de que lo despierten. Los investigadores llevan veinte años intentando averiguar en qué consiste esa pequeña habilidad del virus y, por lo que yo sé, no han descubierto nada nuevo desde el día que las obras de Romero pasaron de ser películas de miedo cutres a manuales de supervivencia. Debería haber estado emocionado, no todos los días me paseo por el escenario de un brote, pero me hallaba tan absorto en mi ira que lo demás me importaba tres pimientos. Los zombies no habían matado a George; sus asesinos eran humanos vivos, sanos y que seguían respirando.

Reconocí un montón de rostros entre los infectados. Miembros del equipo de la candidatura de Ryman, unos cuantos agentes de seguridad y un tipo de cabeza alargada y cabellera pelirroja con entradas que había viajado con nosotros durante unas seis semanas, escribiendo discursos para el senador. «Se te acabaron los discursos, colega», dije para mis adentros, y le pegué un tiro entre ceja y ceja. El tipo se desplomó silenciosamente, totalmente inofensivo, y yo me di la vuelta asqueado.

—Si salgo de esta vivo, puede que tenga que buscarme otro tipo de trabajo.

—¿Qué es eso? —inquirió Steve entre dos apresuradas llamadas por radio a los supervivientes de su equipo. Estaba reuniéndolos en el aparcamiento. Algunos avanzaban despacio porque acompañaban a grupos de supervivientes menos armados, reaccionando como seres humanos, aunque contravinieran las estrategias de supervivencia recomendadas. ¿Queréis conservar la vida en medio de un enjambre de zombies? Pues bien, tenéis que ir solos o formando parte de un grupo reducido de personas de parecida condición física y destreza con las armas. Nunca os quedéis quietos, nunca dudéis y nunca sintáis pena por la gente que os ralentiza la marcha. Eso es lo que el ejército nos aconseja, y si alguna vez me topo con alguien que haga caso de esa retahíla de órdenes, yo mismo le pegaré un tiro en aras de mejorar el banco genético de nuestra raza. Cuando se puede ayudar a alguien hay que ayudarlo. Somos todo lo que tenemos.

—Nada —dije, meneando la cabeza—. ¿Quién queda?

Su boca se torció en un gesto entre una mueca de dolor y de una de rabia.

—Recibimos la última llamada de Andrés cuando me dirigía hacia tu furgoneta. Estaba acorralado contra un muro con media docena de asesores. No creo que volvamos a verlo. Carlos y Heidi están en el aparcamiento, que es una zona relativamente despejada de infectados. Mike… No he tenido noticias de Mike. Ni tampoco de Susan ni de Paolo. Todos los demás van de camino para reunirse con nosotros o se encuentran en una zona segura.

—Andrés… mierda, tío. Lo siento.

Steve hizo un gesto apesadumbrado con la cabeza.

—Nunca he tenido mucha suerte con los compañeros. —Se volvió y disparó a las sombras junto a una oficina móvil. Algo gorjeó y cayó. Le lancé una mirada por el rabillo del ojo y una sonrisa se le dibujó en los labios—. ¿Creías que llevábamos estas gafas de sol por una cuestión de salud?

—Tengo que conseguir unas de ésas.

Seguimos caminando. Lo que había sido en un principio un complejo perfectamente acondicionado para los políticos que visitaban la ciudad, se había convertido en un campo de exterminio plagado de calles cortadas y callejones sin salida en los que uno podía esperar encontrarse prácticamente cualquier cosa. Hacía tiempo que la autocomplacencia había acabado con la funcionalidad del diseño. No podía culpar a los responsables, hacía años que no se producía un brote en Sacramento, pero tampoco les daba mi bendición. La suerte estaba de nuestro lado: con el senador y el grueso de la plana mayor de su equipo ausente para acudir al discurso de apertura, teníamos menos cuerpos con los que lidiar. Nuestras posibilidades de supervivencia aumentaban por cada persona que no se encontraba en el recinto.

—Ojalá no hubiéramos regresado —mascullé.

—¿Qué es eso? —preguntó Steve.

Justo iba a responderle cuando noté un golpe en la espalda y el empujón me tiró al suelo mientras notaba cómo me manoseaban los hombros. Steve gritó. Yo estaba demasiado ocupado intentando desembarazarme del zombie para entender qué decía. El infectado estaba arañándome la espalda e intentaba atravesar con los dientes el chaleco de Kevlar; no tardaría en ir a por mi cabeza, que llevaba desprotegida, y la idea de que, literalmente, me devorara los sesos empezaba a cobrar visos de realidad.

—¡Shaun!

—¡Estoy ocupado! —Me tiré rodando por el suelo hacia la izquierda sin hacer caso de los gruñidos que me llegaban desde la espalda mientras forcejeaba con la pistola eléctrica para desengancharla del cinturón—. ¿No puedes dispararle?

—¡Está demasiado cerca!

—¡Pues quítamelo de encima antes de que descubra dónde morderme! —El arma eléctrica por fin se soltó del cinturón y a punto estuvo de caerme encima de la mano. Torcí el brazo hacia atrás todo lo que pude esperando que el infectado no me alcanzara en el antebrazo desnudo antes de que la electricidad hiciera su trabajo—. ¡Maldita sea, Steve, quítamelo!

La electricidad chisporroteó nada más entrar en contacto con el costado del zombie. Por suerte para mí, se trataba de un becario, no de un guardia de seguridad, de modo que no llevaba puesta ropa de protección. Empezó a gritar casi como un humano mientras los cuerpos virales que nutrían de energía sus movimientos se desorientaban al recibir una corriente eléctrica más potente. Le asesté otra descarga, y por fin Steve pasó a la acción, agarró al zombie y me lo quitó de encima. Me tumbé boca arriba, alargué el brazo hacia la 40 mm de Georgia y empecé a disparar en cuanto la empuñé. El primer tiro impactó en el hombro del zombie y lo empujó hacia atrás. El segundo le alcanzó en la frente y el infectado cayó desplomado.

El corazón me aporreaba el pecho y notaba las palpitaciones en los oídos, pero seguía teniendo las piernas firmes y me levanté. Steve parecía mucho más agitado. Tenía la frente poblada de sudor y su tez estaba varios grados más pálida que antes de mi caída. Eché un vistazo alrededor y tras comprobar que nada más amenazaba con abalanzarse sobre mí, me agaché, recogí la pistola eléctrica y los devolví a su sitio en el cinturón.

—¿Estás bien, Stevito?

—¿Te ha mordido? —preguntó.

Mi respuesta era predecible.

—¡Qué va! —Levanté las manos para mostrarle mi piel intacta—. Dejaré que me hagas otro análisis cuando lleguemos al aparcamiento, ¿de acuerdo? ¿Qué te parece si ahora, no sé, nos largamos de aquí? No ha sido de mis favoritos. —Hice una pausa y añadí, casi en un tono de culpabilidad—: Además no tenía ninguna cámara grabando. —George me habría echado la bronca por ello después de echarme la bronca por haberme acercado tanto a un infectado.

—No necesitas subir los índices de audiencia —repuso Steve. Me agarró del brazo y tiró de mí para seguir apresurándonos hacia el aparcamiento.

Tal vez se debiera a que Carlos y Heidi tenían acceso a toda una armería y a que el aparcamiento no era un lugar muy frecuentado por los vivos, pero el número de infectados que nos salían al paso disminuía según nos acercábamos allí, de modo que cruzamos los últimos tres metros que nos separaban de la valla sin incidentes. Mejor; apenas si me quedaban balas y no me apetecía nada confiar mi vida a la pistola eléctrica. La puerta de la verja estaba cerrada y la cerradura bloqueada. Steve me soltó el brazo y llevó la mano al panel con los números. Un disparo, que claramente tenía una intención de advertencia y no de herir, tronó encima de nuestras cabezas. Todo un detalle.

—¡Quietos donde estáis! —gritó Carlos. Desvié la mirada hacia el origen de la voz, y los vi a él y a Heidi apareciendo de detrás del cobertizo que alojaba la armería, ambos armados hasta los dientes. Chasqueé la lengua como muestra de desaprobación. Claro que daban miedo, y mucho, pero la intimidación no funciona con un zombie, y llevaban tantas cosas superpuestas que se las verían y se las desearían para echar mano de otra arma cuando se les acabara la munición que empuñaban.

—Exagerados —mascullé—. Aficionados.

—Bajad las armas —espetó Steve—. Somos Mason y yo. Ha dado negativo en el análisis que le realicé cuando lo recogí.

—Discúlpeme, señor, pero ¿cómo sabemos que ahora están limpios? —inquirió Heidi.

Una chica lista. Tal vez sobreviviera.

—No lo sabéis —respondí—, pero si nos dejáis pasar al otro lado de la valla y nos mantenéis pegados a ella mientras nos realizáis los análisis de sangre siempre podréis dispararnos antes de que alguno de nosotros llegue a vosotros.

Carlos y ella se miraron, y Carlos asintió con la cabeza.

—Está bien —dijo el agente—. Alejaos un momento de la puerta.

Seguimos las instrucciones. Steve me miró con el gesto pensativo mientras la puerta corredera se abría.

—Se te dan bien estas cosas.

—Soy el mejor en lo mío —repliqué, y lo seguí al interior del aparcamiento.

Carlos nos tiró las unidades de análisis de sangre mientras Heidi informaba de la situación de los demás agentes, guardando en todo momento una distancia de seguridad. Se había confirmado la infección de Susan; la había sorprendido un analista político mientras ayudaba a Mike a evacuar a un grupo de supervivientes al techo de un remolque. La chica se había mantenido firme tras recibir la mordedura, y había disparado contra todo lo que veía antes de retirar la escalera y pegarse un tiro. Ese era el mejor final que uno podía desear si se infectaba en el campo de batalla. Mike estaba bien. También, sorprendentemente, Paolo. Todavía no había noticias de Andrés, y se esperaba la llegada de un momento a otro al aparcamiento de tres grupos formados por agentes de seguridad y supervivientes. Steve recibió la información sin inmutarse; ni siquiera cambió el gesto cuando las agujas de la unidad de análisis le perforaron la mano. Yo, en cambio, hice una mueca de dolor. Después de todos los análisis que me había hecho en las últimas horas ya estaba realmente harto de que me pincharan.

Heidi y Carlos se tranquilizaron cuando las pruebas demostraron que estábamos limpios.

—Lo siento, señor —se disculpó Carlos, acercándose a nosotros con las bolsas para residuos biológicos—. Teníamos que asegurarnos.

—Es el protocolo estándar en caso de brote —señaló Steve, sacudiendo la mano para quitar hierro al asunto—. Seguid vigilando la posición…

—… mientras nosotros quebrantamos la cuarentena —me anticipé, en un tono casi alegre. George gruñó divertida en mi cabeza. Todo por ti, George—. Stevito y yo tenemos que salir un momento. Prestadnos un coche, dejadnos algo de munición y abridnos la puerta, ¿de acuerdo?

—¿Señor? —Heidi parecía desconcertada. La idea de abandonar una zona en cuarentena sin el permiso del ejército o del CDC es casi impensable para la mayoría de la gente. Simplemente es algo que nadie ha hecho. Nunca—. ¿De qué está hablando?

—Uno de los todoterreno blindados servirá —dijo Steve—. Buscad el más rápido. —Carlos y Heidi se quedaron mirando a Steve como si acabara de experimentar una amplificación espontánea—. ¡Vamos! —bramó éste, y los agentes se pusieron en movimiento y corrieron hacia la cabina donde se guardaban las llaves de todos los vehículos. Steve no prestó atención a su repentina explosión de actividad, me llevó hasta la armería y abrió la puerta—. El bote de las chucherías está abierto.

—Entonces, ¿para quebrantar la cuarentena sólo tienes que gritar «¡vamos!»? —pregunté mientras me llenaba los bolsillos de munición. Me planteé la posibilidad de coger otra pistola, pero deseché la idea; sólo la 40 mm de George tenía sentido en mi mano—. ¡Guau! Yo normalmente necesito unos alicates corta alambre y unas gafas de visión nocturna.

—Haré como que nunca me has dicho eso.

—Quizá sea lo mejor.

Carlos salió de la cabina y lanzó un juego de llaves a Steve, que las cazó con un giro de muñeca sin apenas levantar la mano.

—Podemos abrir la puerta trasera, pero cuando el ordenador central detecte que se ha roto el precinto…

—¿De cuánto tiempo dispondremos?

—De treinta segundos.

—Suficiente. Vosotros dos quedaos aquí y cuidad de la gente que vaya llegando. Mason, sígueme.

—¡Sí, señor! —exclamé, imitando el saludo militar. Steve meneó la cabeza y apretó el botón del llavero. Se encendieron las luces de un todoterreno. Empezaba el espectáculo.

Una vez en el interior del vehículo, con los cinturones de seguridad abrochados y las armas cargadas, Steve arrancó y condujo el coche hacia la puerta. Carlos ya estaba allí, esperando junto al mecanismo de apertura manual. Este dispositivo se instala con el fin de proporcionar una vía de escape alternativa a los no infectados en el caso de que el aislamiento en el espacio cerrado sea fortuito o resulte inefectivo. Su apertura requiere un análisis de sangre y un escáner de la retina; además, quebrantar una cuarentena declarada sin un motivo de jodido peso es una rápida manera de conseguir unas largas vacaciones en la cárcel. Carlos estaba corriendo un riesgo enorme acatando la orden de Steve.

—Esto es lo que yo llamo una cadena de mando —dije para mis adentros, mientras la puerta corredera se abría.

—¿Qué? —preguntó Steve.

—Nada. Tira.

Las calles del exterior del Centro estaban despejadas. Es lo habitual inmediatamente después de la confirmación de un brote en una zona con una escasa densidad de población. La supervivencia de las personas atrapadas en la zona de cuarentena era un asunto que debían resolver por sí mismas; en cuanto la verja se cerraba, todo dependía de ellos. Las grandes organizaciones de la salud y los equipos de intervención del ejército dejan que la hecatombe inicial pierda fuerza y luego entran. Esperan a que la infección alcance su punto crítico. Por irónico que pueda parecer, así es más seguro, porque la mayoría de las bajas se producen cuando se intenta rescatar a los supervivientes; cuando tienes la certeza de que todo el mundo alrededor está muerto es más sencillo disparar sin preguntar.

—¿Cuánto hace que se declaró la zona en cuarentena?

—Treinta y siete minutos.

El protocolo estándar del CDC determina que se debe esperar cuarenta y cinco minutos desde que se declara la cuarentena antes de intervenir, para dar tiempo a que la situación se tranquilice. Dada nuestra proximidad a la ciudad, el CDC no se limitaría a una acción aérea; enviaría un equipo de apoyo por tierra para asegurarse de que nadie quebrantaba la cuarentena antes de levantarla y declarar segura la zona.

—Mierda. —Sólo teníamos ocho minutos para desaparecer—. ¿Qué tal los amortiguadores de este cacharro?

—Bastante buenos. ¿Por qué?

—Por la cuarentena. Dentro de nada se cumplirán cuarenta y cinco minutos desde que se decretó. Eso significa que no tardaremos en tener compañía. Escucha, tengo una idea para que no nos vean, pero tienes que confiar en mí. De lo contrario es más que probable que acabemos explicando a una pandilla de tipos encantadores qué hacemos fuera de la zona en cuarentena. Eso si no les da por dispararnos de buenas a primeras.

—Chaval, ya me he metido hasta el cuello en esto, así que tú dirás.

—Gira la próxima a la izquierda.

La calidad de un irwin depende, en parte, de la cantidad de maneras que conoce para acceder a un lugar. Ese conocimiento incluye la ubicación de elementos prácticos como, por ejemplo, los antiguos puentes de caballete del tren sobre el río Americano. Veréis, por ellos circulaban los trenes que cruzaban Sacramento en el pasado, cuando la gente todavía viajaba en ellos. Ahora sólo los utilizan los trenes de mercancías conducidos a distancia, pero siguen unos horarios de paso fijos. Hace años que memoricé esos horarios.

Steve empezó a maldecir en cuanto comprendió adonde nos dirigíamos y siguió maldiciendo cuando encaramó el todoterreno a las vías y pisó el acelerador, confiando en que la velocidad y la estructura del puente de caballete bastaran para no acabar zambulléndonos en el río. Me aferré con una mano al asidero sobre la ventanilla del coche y solté un grito, extendiendo la otra mano para apoyarla sobre el salpicadero. Yo estaba completamente descontrolado. Todo era una mierda, George estaba muerta y yo iba de camino a cometer un acto de traición o suicida, pero ¿a quién diablos le importaba eso? Estaba atravesando un río por un puente ferroviario en un todoterreno del gobierno. A veces no queda más remedio que respirar hondo y disfrutar de lo que te ofrece la vida.

Habíamos cruzado la mitad del río cuando el primer helicóptero del CDC apareció en el cielo y pasó zumbando en dirección al Centro. Otros tres aparatos lo seguían de cerca en formación flecha. Fascinado, me incliné hacia delante, encendí la radio y sintonicé la frecuencia de emergencias.

—… repito, no se trata de un simulacro. Permanezcan en sus casas. Si se encuentran en la carretera no abandonen sus vehículos hasta que lleguen a una zona segura. Si han avistado sujetos infectados o han mantenido algún tipo de contacto con ellos, debe llamar a las autoridades locales inmediatamente. Repito, no se trata de un simulacro. Permanezcan en…

Steve apagó la radio.

—Quebrantar la cuarentena es un delito federal, ¿verdad?

—Sólo si nos pillan. —Me hundí en el asiento—. No me preocupa demasiado. Además no están mirando abajo.

—Pues vale. —Pisó el acelerador a fondo, y el todoterreno salió disparado, dejó atrás la otra entrada del puente y siguió directo hacia la ciudad. Steve me lanzó una mirada mientras conducía y dijo—: Siento lo de tu hermana. Era una buena mujer. Se notará su ausencia.

—Gracias, Steve, eres muy amable. —La sola idea de mirarle a la cara, que a juzgar por sus palabras debía de tener una expresión de extrema seriedad y comprensión, volvió a sumirme en la apatía. Yo ya no podía hacer nada, nada hasta que llegáramos al salón donde se celebraba la cena y me encontrara con el hombre que había matado a mi hermana. De modo que me quedé con la mirada fija en las manos mientras limpiaba y recargaba la pistola de Georgia, y permanecí en silencio durante el resto del viaje.

… pero éramos nosotros, nuestros hijos, nosotros mismos,

Esas sombras que deambulan por la oscuridad enclaustrada

Con los ojos vacíos y las manos entrecerradas

Y vagan, aisladas, solitarias, por el espacio que media

Entre el perdón y la tumba del penitente.

—Extraído de Eakly, Oklahoma,

publicado originalmente en Junto al proceloso mar,

blog de Buffy Meissonier, 11 de febrero de 2040

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