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Libro Primero: El Levantamiento » Tres

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TRES

En el barrio de Buffy no se permite la entrada de vehículos cuyos propietarios no sean residentes sin un análisis de sangre previo a todos sus ocupantes, así que dejamos a nuestra compañera en la entrada, desde donde podría llegar a su casa a pie después de someterse al control. No me gusta que me pinchen en los dedos, y ya contábamos con que tendríamos que soportar un segundo análisis cuando llegáramos a casa. Nosotros vivimos en un vecindario sin barreras, uno de los últimos que quedan en el condado de Alameda, sin embargo mis padres tienen que cumplir ciertos requisitos si quieren conservar su seguro de propietarios, y hasta que podamos permitirnos independizarnos, tenemos que seguirles el juego.

—Subiré las imágenes en cuanto acabe de limpiarlas —prometió Buffy—. Mandadme un mensaje cuando lleguéis a casa, para saber que habéis llegado sanos y salvos, ¿de acuerdo?

—Claro, Buffy —respondí—. Lo que tú quieras.

Buffy es un as de la informática y una amiga decente, pero sus ideas sobre la seguridad son un poco raras, probablemente porque se ha criado en una zona de alta seguridad. Se preocupa menos cuando está en territorio zombie que cuando se encuentra en las zonas urbanas, en principio, protegidas. Si bien a lo largo del año se producen más ataques en las ciudades que en las áreas rurales, también es cierto que se encuentran muchos más hombretones armados cuando te alejas de los riachuelos y los campos de maíz. Si tuviera que elegir, siempre me quedaría con la ciudad.

—¡Hasta mañana! —dijo Buffy, y se despidió de Shaun agitando la mano desde el otro lado del parabrisas; luego dio media vuelta y enfiló hacia el puesto de guardia, donde pasaría los siguientes cinco minutos realizando pruebas para descartar la contaminación. Shaun le devolvió el saludo, volvió a arrancar la furgoneta y se alejó de la entrada del barrio. Era mi señal. Levanté el pulgar para indicarle que estaba lista, tomé una curva a toda velocidad y encabecé el miniconvoy hasta la avenida del Telégrafo y después por el laberinto de calles sinuosas que rodeaba nuestra casa en las afueras.

Al igual que Santa Cruz, Berkeley es una ciudad universitaria, y durante el Levantamiento se convirtió en un infierno. El Kellis-Amberlee irrumpió en los colegios mayores, donde se incubó y se propagó como una plaga, que pilló prácticamente a todo el mundo por sorpresa. En este caso «prácticamente» es una matización importante, pues cuando la infección llegó a Berkeley ya habían aparecido en la red las primeras entradas que daban cuenta de la agitación que se vivía en las universidades de todo el país. Además gozamos de una ventaja que la mayoría de las ciudades universitarias no tuvieron: contábamos con nuestra buena ración de lunáticos.

Veréis, Berkeley siempre ha atraído a los bichos más raros y a los tipos más locos del mundillo académico. Es lo que ocurre cuando tienes una universidad que ofrece carreras tanto en informática como en parapsicología. Era una ciudad preparada para creer cualquier extravagancia, y cuando todos esos tipos presuntamente locos empezaron a oír rumores sobre que los muertos estaban levantándose de sus tumbas, no se los tomaron a broma, sino que empezaron a acumular armas y a patrullar las calles, atentos a cualquier comportamiento que se saliera de lo normal y a indicios de la enfermedad, y en general, comportándose como gente que había visto una película de George Romero. No todos creyeron lo que habían oído… pero algunos sí, y eso resultó ser suficiente.

Eso no significa que no sufriéramos los estragos de las primeras oleadas de la infección. Más de la mitad de la población de Berkeley murió en el transcurso de los primeros y eternos seis días con sus noches, incluido el hijo biológico de nuestros padres adoptivos, Phillip Mason, que apenas tenía seis años. No fue nada bonito ni agradable lo que ocurrió aquí, pero a diferencia de muchas otras ciudades con unas características similares (con una importante población sin techo, una universidad de primer nivel y montones de calles oscuras y estrechas), Berkeley sobrevivió.

Shaun y yo hemos crecido en una casa que había pertenecido a la universidad. Está ubicada en una zona que fue considerada «imposible de mantener segura» cuando los inspectores gubernamentales empezaron a organizarse, de modo que la vendieron para recaudar fondos para la reconstrucción del campus principal. Los Mason no querían vivir en la casa en la que había muerto su hijo, y el nivel de seguridad del barrio facilitó que pudieran adquirir la propiedad a precio de ganga. Nuestros trámites de adopción finalizaron el día anterior a que se mudaran, una falsa clasificación de «no pasa nada», que acabó dejándolos como propietarios de una casa enorme en medio de las temibles afueras, con dos hijos y sin la más mínima idea de qué hacer. Así que hicieron lo que era normal en ellos: concedieron más entrevistas, escribieron más artículos y subieron los índices de audiencia.

Visto desde fuera, parecía que se dedicaran en cuerpo y alma en darnos el tipo de infancia «normal» que ellos recordaban haber tenido. Nunca se nos llevaron a un barrio cercado, nos dejaron tener animales domésticos que no alcanzaran el peso necesario para la reanimación, y cuando en las escuelas públicas se instauró la obligación de realizar análisis de sangre tres veces al día, antes de que acabara la semana ya nos habían inscrito en una escuela privada. Justo después de cambiarnos de colegio mi padre concedió una entrevista, que adquirió cierta notoriedad, en la que afirmaba que estaba haciendo todo lo que podía para que nos convirtiéramos en «ciudadanos del mundo en vez de en ciudadanos del miedo». Bonitas palabras, sobre todo viniendo de un hombre que consideraba a sus hijos un medio muy práctico de mantenerse en los primeros puestos de las entradas más leídas de los blogs de noticias. ¿Que la audiencia declina? Pues nos vamos de excursión al zoo. Esa misma noche vuelves a estar en el primer puesto.

Se establecieron algunos cambios que no pudieron evitar, gracias a la legislación gubernamental para la lucha contra la infección (los análisis de sangre, los exámenes psicológicos y todas esas bobadas), pero ellos hicieron todo lo que pudieron, y tengo que reconocerles algo: muchas de las cosas que hacían por nosotros no les salían nada baratas. Tuvieron que pagar por el derecho a criarnos como lo hacían. Los equipos de entretenimiento, la seguridad interna e incluso los centros médicos caseros se pueden comprar por una nadería. Cualquier cosa que nos permitiera salir, desde vehículos y gasolina, hasta cualquier tipo de equipo que no nos aislara totalmente del mundo natural… ahí es donde las cosas se vuelven caras de verdad. Los Mason lo habían dado todo menos su sangre para que siempre estuviéramos bajo el cielo azul y en espacios abiertos, y se lo agradezco, aunque siempre actuaran movidos por las audiencias y el recuerdo de un niño que mi hermano y yo nunca conocimos.

La puerta del garaje se abrió mientras avanzábamos por la rampa de entrada al leer los sensores que Shaun y yo llevábamos alrededor del cuello. En el caso de detectar una amplificación viral, el garaje se convierte en el equivalente para zombies de una trampa para cucarachas: los sensores nos dejan entrar, pero sólo un resultado negativo en el análisis de la sangre y una autentificación de voz nos permiten abandonarlo. Si alguna vez no superáramos una de esas pruebas, moriríamos incinerados por el sistema de seguridad de la casa antes de que tuviéramos tiempo de causar algún mal.

El monovolumen acorazado de mi madre y el viejo Jeep que mi padre se obceca en seguir utilizando para acudir a su trabajo en el campus estaban aparcados en sus lugares habituales. Detuve la moto y apagué el motor; me quité el casco mientras comenzaba la acostumbrada revisión superficial del vehículo a la vuelta de una visita a territorio zombie. Necesitaba un mecánico; la carrera por Santa Cruz había dañado seriamente los amortiguadores. Las cámaras de Buffy seguían sujetas al casco y a la parte trasera de la moto; las saqué y las metí en la alforja izquierda. Desabroché las alforjas y me las eché al hombro mientras mi hermano aparcaba a mi espalda.

Shaun se apeó de la furgoneta y llegó a la puerta trasera un par de segundos antes que yo.

—Sí que hemos ido rápido —dijo, colocándose delante de los sensores de la derecha.

—Ya lo creo —repuse yo, poniéndome frente a los de la izquierda.

—Identifíquese, por favor —dijo la voz insulsa del sistema de seguridad de la casa.

La mayoría de los sistemas de seguridad modernos tienen una voz aún más humana que la nuestra. Incluso bromean con los propietarios para mitigar su nerviosismo. Algunos estudios psicológicos han demostrado que estrechar los lazos entre el hombre y la máquina multiplica el sosiego y la aceptación y previene las crisis nerviosas producidas por la ansiedad que provoca el aislamiento. Resumiendo, que la gente no se agobia tanto si piensa que hay otras personas con las que puede mantener una conversación sin correr peligro. Para mí eso son tonterías. Si no quieres agobiarte por pasarte el día encerrado en casa, ¡sal a dar un paseo! Nosotros en casa seguimos teniendo máquinas que se comportan como máquinas, al menos hasta ahora.

—Georgia Carolyn Mason —respondió Shaun.

—Shaun Phillip Mason —dije yo con una sonrisita irónica en los labios.

La luz que había encima de la puerta parpadeó mientras comprobaba la entonación de nuestras voces. Nuestra treta debió de colar, porque la voz volvió a hablar.

—Reconocimiento de voz confirmado. Lea las frases que aparecen en pantalla, por favor.

En la pantalla que teníamos enfrente cada uno de nosotros aparecieron unas palabras. Entrecerré los ojos para verlas con nitidez a través de mis gafas de sol.

—Las yeguas comen avena —leí—, y las ciervas comen avena, y los corderitos comen hiedra. El niño también comerá hiedra, ¿no lo harías tú?

Las palabras parpadearon y desaparecieron. Eché un vistazo en dirección a Shaun, pero apenas pude leer la frase escrita en su pantalla antes de oírsela recitar:

—«Naranjas y limones», dicen las campanas de Saint Clemens. «Me debes un penique y un cuarto», dicen las campanas de Saint Martins. «¿Cuándo me pagarás?», dicen las campanas de Old Bailey.

La luz encima de la puerta cambió del rojo al amarillo.

—Coloque la mano derecha en la placa de identificación —ordenó el sistema de seguridad.

Shaun y yo obedecimos y apretamos la mano contra los paneles metálicos colocados en la pared. El metal bajó drásticamente de temperatura justo una décima de segundo antes de que yo sintiera el pinchazo en el dedo índice. La luz empezó a parpadear pasando alternativamente del amarillo al rojo.

—¿Crees que estamos limpios? —me preguntó Shaun.

—En el caso de que no sea así, ha sido un placer conocerte —respondí. Que entremos juntos significa que si uno de los dos da positivo ahí acaba todo también para el otro. El sistema de seguridad no permitirá que nadie salga del garaje hasta la llegada del equipo de limpieza, y las posibilidades del que esté limpio de llegar a la furgoneta antes de que algo suceda son nulas. Nuestro vecino de al lado solía llamar a los Servicios de Protección de Menores cada seis meses porque nuestros viejos nos permitían que entráramos juntos. Pero ¿qué sentido tiene la vida si de vez en cuando no corres algún riesgo, como el de entrar en tu maldita casa con tu hermano?

Una luz verde intermitente sustituyó a la roja y siguió alternándose con la amarilla durante unos segundos antes de que ésta desapareciera y sólo quedara parpadeando la verde. La cerradura de la puerta se abrió.

—Bienvenidos, Shaun y Georgia —dijo la voz insulsa del garaje.

—¡Ha de la casa! —exclamó Shaun, quitándose los zapatos y lanzándolos hacia la unidad de limpieza exterior antes de adentrarse en casa gritando—: ¡Eh, viejos! ¡Estamos en casa!

Mis padres odian que les llamemos «viejos». Estoy segurísima de que por eso precisamente lo hace Shaun.

—¡Y seguimos vivos! —añadí, secundando el lanzamiento de zapatos de mi hermano y siguiéndolo por la puerta del garaje, que volvió a cerrarse con llave a mi espalda. En la cocina flotaba un olor como a salsa para espaguetis y pan de ajo.

—Una muerte frustrada siempre es bien recibida —dijo mamá, entrando en la cocina y dejando la cesta para la colada vacía sobre la encimera—. Ya conocéis el protocolo, así que subid y desnudaos para la esterilización.

—Sí, mamá —respondí, y cogí la cesta—. Shaun, ven. La factura del seguro nos reclama.

—Sí, mi ama —dijo Shaun arrastrando las palabras, e ignorando por completo a nuestra madre, dio media vuelta y me siguió escalera arriba.

Cada una de las dos plantas de la casa había sido una vivienda independiente hasta que mamá y papá la reformaron para convertirla en una residencia unifamiliar. Nuestros dormitorios son contiguos, y están comunicados por una puerta. Eso nos facilita la vida cuando llega la hora de ponerse manos a la obra con la edición y todo el trabajo previo, y así ha sido durante toda nuestra existencia. En las pocas ocasiones que he tenido que intentar dormir sin Shaun en la habitación de al lado, bueno, sólo diré que puedo hacer grandes estragos en un pack de seis latas de Coca-Cola.

Solté la cesta de la colada en el pasillo, entre las puertas de nuestros cuartos, antes de entrar en mi habitación y darle al interruptor para encender la luz. En casa sólo utilizamos bombillas de bajo consumo, pero en mi espacio privado he desterrado toda luz blanca y prefiero el brillo de los monitores de los ordenadores y la relajante no luz de las lámparas de rayos ultravioleta de luz negra. Puede causar arrugas prematuras si se abusa de ella, sin embargo no dañan la córnea, y eso es algo que yo agradezco.

—¡Shaun! ¡Puerta interior!

—¡Oído! —respondió Shaun. La puerta que conectaba nuestras habitaciones se cerró de golpe, y el haz de luz que se colaba por debajo desapareció en cuanto colocó el protector que tapaba la rendija. Suspiré aliviada, me quité las gafas e hice un esfuerzo para abrir completamente los ojos. Había pasado demasiado tiempo al sol, e incluso las lámparas de rayos ultravioleta me provocaron un leve escozor hasta que los ojos se me ajustaron, y los objetos de la habitación adquirieron la nitidez que la mayoría de la gente sólo advierte cuando los alcanza la luz directa.

Popularmente se conoce mi enfermedad como Kellis-Amberlee de la retina, aunque su nombre correcto es «Afección crónica Kellis-Amberlee de neuropatía óptica adquirida». Nunca he oído a nadie llamarlo así fuera de los hospitales, e incluso en ellos normalmente se refieren a la enfermedad como KA de la retina. Nuestras viejas amigas las afecciones crónicas: otra manera que tiene el virus de añadir una pizca más de interés a nuestras vidas. Tengo las pupilas permanentemente dilatadas y no se contraen cuando les da la luz. No es posible realizar un escáner de la retina, y las pruebas que me realizan del humor vítreo y del acuoso siempre detectan una infección activa. Y mejor aún, mi afección está en un estado tan avanzado que los ojos ya ni siquiera segregan lágrimas. El virus produce una película protectora y evita que los ojos se sequen. Tengo los conductos lacrimales atrofiados. ¿El único punto a favor? Una vista absolutamente espectacular en condiciones de escasa iluminación.

Tiré las gafas de sol al bote marcado con la señal de peligro biológico y atravesé la habitación, que comparte muchas características con la furgoneta, incluida la parte en la que Buffy se encarga del mantenimiento del noventa por ciento de un equipo del que yo no entiendo ni la mitad. Monitores de pantalla plana ocupan buena parte de las paredes, y el año pasado trasladamos los servidores de grupo a mi armario porque Shaun decidió que necesitaba más espacio para sus armas. No me importó; después de todo no lo usaba. Nunca me pongo ropa que necesite guardarse colgada de una percha; sigo la moda de la Escuela Hunter S. Thompson de periodismo: si tengo que pensar qué ponerme es que no tengo que ponérmelo.

Si te fijas, la única semejanza entre mi habitación y la de cualquier otra veinteañera es el espejo de cuerpo entero que tengo junto a la cama. Junto a él hay un dispensador de pared. De ahí corté una especie de sábana de plástico y la extendí en el suelo, me coloqué encima y me volví para contemplar mi reflejo.

«Hola, Georgia. Me alegro de ver que sigues viva».

Me aparté del rostro los mechones de pelo negro empapado en sudor y me examiné la ropa en busca del brillo fluorescente que delataría restos de sangre bajo la luz negra.

Shaun y yo trabajamos con licencias para la publicación de blogs de clase A-15. Se nos permite informar sobre sucesos ocurridos tanto dentro como fuera de los límites de la ciudad, si bien aún tenemos prohibida la entrada en zonas con un riesgo de nivel 3 o superior. La escala empieza en el nivel 10, que indica una zona con una población de mamíferos con el peso suficiente para sufrir la amplificación del Kellis-Amberlee y la reanimación. Incluidos los humanos. El nivel 9 se asigna cuando esos mamíferos no viven permanentemente confinados. El barrio de Buffy se considera una zona de nivel 10, lo que significa que puedes dejar que tus hijos jueguen en la calle sin peligro, aunque entonces automáticamente se convertiría en una zona de nivel 9. Nuestra casa se encuentra en una zona de nivel 7, pues en ella residen mamíferos de granja con el peso suficiente para una amplificación viral completa, una fauna local con la capacidad de introducir sangre u otros residuos corporales en los límites de la propiedad, que tiene seguridad insuficiente, y con ventanas cuyo diámetro supera el medio metro. Actualmente está preparándose una ley que establece como delito federal criar a un niño en una zona con un riesgo superior al nivel 8. No creo que salga adelante. El solo hecho de que exista ya me espanta.

Para entrar en una zona de nivel 3 se necesita una licencia para la publicación de blogs del tipo A-10 y rezar para que te dejen salir. No se puede conseguir una de esas licencias hasta cumplir los veinticinco años; además hay que superar una serie de pruebas impuestas por las autoridades, la mayoría centradas en la habilidad para acertar en la cabeza del blanco con diferentes armas de fuego. Eso significa que ya puedo olvidarme del parque de Yosemite durante al menos dos años. Pero lo llevo bien. Hay un montón de noticias esperándome en zonas con mayor densidad de población.

Shaun no lo lleva tan bien, pero es un irwin, y los irwins disfrutan adentrándose a ciegas en el peligro. Yo soy lo que siempre he querido ser en la vida: una reportera. Así soy feliz. El peligro es un elemento colateral de lo que hago, no el motivo subyacente. Eso no significa que el peligro levante rápidamente las manos delante de mí y me diga: «Oh, lo siento, Georgia, no te molestaré». La contaminación siempre es un riesgo cuando uno se mezcla con los zombies, sobre todo si se trata de infectados recientes. Los que llevan largo tiempo infectados suelen estar demasiado ocupados tratando de evitar deshacerse para perder el tiempo intentando embadurnarte con sus preciados fluidos corporales. Los más recientes, por el contrario, tienen fluidos de sobra y te salpicarán con ellos si nada se lo impide. Entonces ya puedes contar con que los agentes víricos de su torrente sanguíneo les harán el trabajo sucio. No es la táctica de caza más extraordinaria del mundo, pero como método para propagar la infección funciona mejor de lo que desearíamos los que aún no estamos infectados.

No toda la gente que queda en el mundo está libre de la infección; eso es parte del problema. A los que han sucumbido a la amplificación viral los llamamos «los infectados». Sin embargo, todos llevamos el virus en nuestro interior, donde aguarda a que se le invite a hacerse con el poder. El Kellis-Amberlee puede permanecer en su estado latente durante décadas o incluso durante toda la vida del ser que lo aloja. A diferencia de la gente que sufre su infección, el virus sabe esperar. Un día te sientes como una rosa y al día siguiente tu ración de virus despierta y emprende el proceso de amplificación; tu parte de ser humano racional y emocional muere y comienza tu futuro como zombie. Llamar «infectados» a los zombies proporciona una sensación artificial de seguridad, como si de algún modo pudiéramos evitar convertirnos en ellos. Bueno, ¿pues sabes qué? Que no podemos.

La amplificación viral se da fundamentalmente si se cumple una de las siguientes condiciones: si la primera muerte del cuerpo del huésped provoca un trastorno del sistema nervioso que activa el virus latente en él, o si se entra en contacto con el virus, ya ha pasado de «latente» a «activo». De ahí el auténtico peligro de liarse con zombies, pues cualquier tipo de lucha cuerpo a cuerpo con ellos se salda con la baja del no infectado en no menos del sesenta por ciento de los casos. Tal vez el treinta por ciento de esas bajas, sobre todo si se trata de gente que sabe lo que hace, se produzcan durante la refriega. He visto vídeos de clubs de artes marciales y de idiotas armados de espadas enfrentándose a los zombies durante el Levantamiento, y siempre seré de las primeras en admitir que son unas imágenes condenadamente impresionantes. En ellas se percibe el sorprendente contraste entre la agilidad y la velocidad de una persona sana y la lentitud desmañada de un zombie que acaba de… Es como contemplar un poema visual. Es desgarrador, y también triste, y puñeteramente hermoso.

Y luego los supervivientes regresan a casa entre risas, eufóricos y lamentando las muertes de sus compañeros. Se quitan la armadura y limpian las armas, y quizá uno de ellos se corta en el dedo pulgar con el protector del brazo o se frota los ojos con una mano que ha estado demasiado cerca de un zombie empapado en sus fluidos. Entonces las partículas del virus vivo se introducen en su torrente sanguíneo y se desencadena el proceso de amplificación. En un humano adulto de tamaño corriente la conversión es total en menos de una hora, y entonces todo vuelve a empezar, sin avisar, sin posibilidad de aplazamiento. La pregunta «¿Johnny, eres tú?» pasó de un cliché de las películas de terror a una realidad en un maldito abrir y cerrar de ojos cuando la gente empezó a enfrentarse a los infectados cuerpo a cuerpo.

Lo peor que me ha pasado fue cuando un zombie se las ingenió para escupirme un chorro de sangre en el rostro. Si no hubiera llevado puestas las gafas protectoras encima de las de sol ahora estaría muerta. Shaun ha estado más cerca de la muerte que yo, pero ya he dejado de insistirle para que me cuente qué ocurrió. Realmente no quiero saberlo.

La armadura y los pantalones estaban limpios; me los quité y los dejé caer sobre la sábana de plástico extendida en el suelo y sometí al mismo examen a la sudadera y a los pantalones térmicos antes de quitármelos y añadirlos al montón de ropa. Una rápida exploración de los brazos y las piernas no reveló la presencia inesperada de fluidos o restos de sangre. Ya sabía que no tenía heridas; había superado dos análisis de sangre tras abandonar el territorio zombie. Si hubiera sufrido un simple rasguño, la amplificación viral en mi organismo habría empezado antes de que llegáramos a Watsonville. Los calcetines, el sujetador y las bragas se sumaron al resto de ropa amontonada en el suelo. No habían estado expuestos al aire, pero eso no importaba; venían de una zona de peligro biológico y había que esterilizarlos. Mucha gente aboga por que la esterilización se lleve a cabo en el exterior de la vivienda, pero les callan a gritos de los que quieren mantenerlo como está, pues la esterilización in situ en territorio infectado, o incluso la «lluvia química en el jardín de casa», no elimina el riesgo de recontaminación antes de alcanzar una zona segura. De momento, las facciones enfrentadas han sido capaces de dejar el debate en un punto muerto y hemos podido continuar realizando nuestras revisiones personales en una relativa paz. Salí de la sábana de plástico y la plegué envolviendo la ropa que acababa de quitarme; levanté el fardo, cargué con él por la habitación y abrí la puerta de mi dormitorio lo imprescindible para arrojar el bulto al interior de la cesta. La ropa pasaría por un lavado con lejía para uso industrial que garantizaba el exterminio de cualquier agente vírico presente en el tejido y que la dejaría lista para volver a ser utilizada a la mañana siguiente.

Incluso el fugaz destello de luz blanca que se coló por la rendija de la puerta bastó para que me ardieran los ojos. Me los froté con el dorso de la mano mientras enfilaba hacia el baño. La puerta de Shaun seguía cerrada.

—¡Entro ya en la ducha! —grité.

Recibí un golpetazo en la pared como respuesta.

Shaun y yo compartimos un baño propio en el que hay instalado un sistema de ducha hermético de última generación; una exigencia más del seguro de hogar. Como nuestro trabajo nos obliga a abandonar continuamente las zonas «seguras», estamos obligados a demostrar que estamos correctamente esterilizados, lo que significa que se lleva un registro informático de nuestras esterilizaciones. En un principio, en el espacio que ocupa el cuarto de baño estaban los armarios empotrados de nuestras respectivas habitaciones. Personalmente considero éste un uso mucho más provechoso del espacio. Las luces del baño cambiaron a ultravioleta al abrirse mi puerta; me adentré y apreté la mano contra la placa de la ducha.

—Georgia Carolyn Mason —dije.

—Accediendo al registro de lugares visitados —respondió la voz de la ducha.

Con la ducha no bromeamos como lo hacemos con el sistema de la casa. La seguridad de la casa se mantiene al mínimo posible, pero la ducha es una exigencia del gobierno para los periodistas, y podríamos tener serios problemas si los registros no cuadran. Lo que ganaría en seis años como periodista independiente no me llegaría para pagar la multa que acarrearía falsear un riesgo de contaminación.

La puerta de la ducha se desbloqueó.

—Ha estado expuesta a una zona de riesgo biológico de nivel 4. Por favor, acceda al cubículo para proceder a la descontaminación y la esterilización.

—Será un placer —respondí, y entré. La puerta se cerró a mi espalda y oí cómo se sellaba herméticamente con un sonoro silbido.

Un chorro de un compuesto de antiséptico y de lejía salió por la boca de un caño situada en la parte inferior de la pared y sentí el escozor del líquido helado pulverizado por todo mi cuerpo. Contuve la respiración, cerré los ojos y conté los segundos que restaban. La ley sólo permite que se te rocíe con lejía durante medio minuto a menos que hayas estado en una zona de nivel 2, cuando pueden tenerte en remojo hasta estar seguros de que estás limpio de todos los agentes virales. Todo el mundo sabe que esa ducha no sirve de nada pasados los primeros treinta segundos, pero eso no impide que la gente tenga miedo.

Una visita a una zona de nivel 1 implica que las autoridades no están obligadas a hacer otra cosa que dispararte.

La lluvia de lejía cesó, y llegó el turno del caño superior, del que empezó a caer agua lo suficientemente caliente como para escaldarle a uno vivo. Me encogí, pero levanté la cara hacia el chorro y alargué la mano para coger el jabón.

—Limpia —dije cuando me aclaré el champú del pelo. Lo llevo corto por una variedad de motivos; la mayor parte de ellos relacionados con hacer más difícil que me puedan agarrar; sin embargo que así se acorte el tiempo de la ducha también es una motivación de peso. Si me lo dejara crecer tendría que empezar a usar acondicionador y toda una serie de productos químicos para reparar el daño que le causaría la ducha diaria con lejía. Mi única concesión a la vanidad es teñírmelo una o dos veces al mes para recuperar el color original que la naturaleza le concedió. De rubia estoy horrible.

—Completado —dijo la ducha. El agua se cortó y en su lugar recibí chorros de aire por los cuatro costados. Esto es lo mejor de nuestra ducha; en cuestión de segundos sólo el pelo estaba ligeramente húmedo. La puerta se abrió, salí del cubículo y cogí el bote de loción corporal.

La lejía y la piel humana no hacen muy buenas migas. El remedio: loción corporal ácida, normalmente formulada con el extracto de algún tipo de cítrico para mitigar el deterioro que produce la lejía. Los nadadores profesionales ya las utilizaban en los tiempos anteriores al Levantamiento y hoy en día lo hace todo el mundo. También aporta una especie de rastro estandarizado que permite identificar a la gente que se ha esterilizado recientemente. Mi loción era la menos perfumada que podía conseguir, y aun así despedía un leve e irritante aroma a limón, como de producto para fregar suelos.

Me apliqué la loción por todo el cuerpo y me retiré de nuevo a mi habitación.

—¡Shaun! ¡Toda tuya! —grité, cerrando mi puerta justo cuando él abría la suya y la luz blanca de su dormitorio se desparramaba por el cuarto de baño. Es algo que ocurre con frecuencia; nuestra coordinación es extraordinaria.

Cogí la bata de detrás de la puerta y me la eché encima de camino al escritorio principal. El monitor detectó mi presencia, se encendió y en la pantalla apareció el menú por defecto. Nuestro sistema central siempre está conectado. A él llega todo el correo electrónico del grupo, clasificado según el autor del artículo y la categoría: para mí son las noticias, la acción para Shaun y la ficción para Buffy, a quien le llegan los mensajes directamente. El sistema central reparte todo el correo a los buzones correspondientes. Yo además me quedo con toda la porquería relacionada con la labor administrativa que el memo de mi hermano y el bicho raro de Buffy son incapaces de llevar. Técnicamente somos un colectivo, pero a la hora de la verdad yo tengo que encargarme de todo.

Salvo los días que tengo el buzón de entrada lleno de mensajes, hasta el punto de que por la noche tengo pesadillas con ellos, no me molesta cargar con la responsabilidad. Es agradable saber que las facturas de nuestras licencias están pagadas, que las relaciones con la red que nos aglutina y que nos acredita son buenas, y que nadie nos ha demandado por difamación. Conseguimos unos índices de audiencia estables, y Shaun y Buffy se cuelan en el grupo de los diez más leídos de la zona de la Bahía de San Francisco por lo menos dos veces al mes, mientras que yo me mantengo siempre entre los puestos decimotercero y decimoséptimo, lo que no está nada mal para alguien que se dedica exclusivamente a la información. Podría mejorar mis números si incluyera material multimedia y presentara las noticias desnuda, pero a diferencia de otras personas, todavía sigo en esto por la información pura y dura.

Shaun, Buffy y yo tenemos nuestros propios blogs independientes y firmamos las entradas con nuestros nombres; por eso mismo yo recibo tanto correo. Sin embargo, los blogs se publican en el colectivo Los Defensores del Puente, que es el segundo agregador de noticias más importante del norte de California. Conseguimos lectores y aumentamos la proporción de clics en nuestros blogs gracias a que aparecemos en su página inicial. A cambio, ellos sacan una tajada de nuestros ingresos a través del mercado secundario y de la comercialización de productos de promoción. Llevamos un tiempo intentando establecernos por nuestra cuenta, pasar de ser unos blogueros beta en un mundo alfa a ser pequeños alfas con un dominio propio que defender. Pero no es fácil. Se necesita una noticia o un reportaje lo suficientemente atractivo y exclusivo para garantizar que arrastrarás contigo a todos tus lectores, y nuestros números no se han mantenido en la cumbre con la consistencia necesaria para atraer el interés de los patrocinadores.

Mi buzón acabó de cargarse y fui seleccionando los mensajes con una celeridad fruto mitad de la práctica y mitad del deseo de bajar a cenar. Correo basura; una crítica del último poema del ciclo de Buffy, Descomposición del alma humana: I a XII; uno que nos amenazaba con demandarnos si manteníamos colgada la foto del tío infectado y tambaleante de no sé quién… La misma mierda de siempre. Busqué el ratón con la intención de minimizar la ventana del programa y levantarme, cuando un mensaje en la parte inferior de la pantalla atrajo mi atención.

«RESPONDER CON URGENCIA, POR FAVOR. HA SIDO SELECCIONADO».

Lo habría desechado como correo basura de buenas a primeras de no ser por la palabra «Urgencia». Tras el Levantamiento, la gente dejó de soltar a diestro y siniestro esa palabra como si se tratara de confeti. En cierta manera, la posibilidad de pasar por alto un correo electrónico informándote de que los zombies se acababan de comer a tu madre restaba importancia a las ofertas para alargarte el pene. Intrigada, hice clic en el mensaje.

Cuando cinco minutos después, cuando Shaun abrió la puerta de mi habitación y entró como Pedro por su casa, yo seguía con la mirada clavada en la pantalla. Shaun vino acompañado por un foco de luz blanca que me abrasó los ojos, pero yo apenas si me estremecí.

—George, dice mamá que como no bajes te… ¿George? —Su voz adquirió un tono de verdadera preocupación cuando reparó en mi aspecto, sin las gafas de sol y todavía sin vestir—. ¿Va todo bien? Buffy está bien, ¿verdad?

Sin decir palabra, señalé la pantalla. Él se acercó, se detuvo a mi espalda y leyó en silencio por encima de mi hombro. Pasaron cinco minutos más hasta que hablara.

—Georgia, ¿es lo que creo que es? —dijo en un tono apagado y precavido.

—Ajá.

—¿De verdad…? ¿No es una broma?

—El sello de la agencia federal. La carta certificada debería llegar por la mañana. —Me volví a él, con una sonrisa tan amplia en los labios que temí que se me desgarrara algún músculo—. Hemos sido los seleccionados. ¡Nos han seleccionado a nosotros! ¡A nosotros!

—¡Vamos a cubrir la campaña presidencial!

Mi profesión tiene una deuda impagable con el doctor Alexander Kellis, inventor de la llamada (de manera inapropiada) «gripe Kellis», y con Amanda Amberlee, el primer sujeto infectado con éxito con el filovirus modificado que los investigadores bautizaron con el nombre de Marburg Amberlee. Antes de ellos, los blogs eran algo que la gente creía exclusivo de adolescentes aburridos que contaban lo deprimidos que estaban. Algunos tipos los utilizaban para comentar temas políticos y de información general, pero el medio se veía, en general, como un espacio reservado para conspiradores chalados y personas con unas opiniones demasiado virulentas para los medios de la corriente dominante. La blogosfera no suponía una amenaza para los medios de comunicación tradicionales, ni siquiera cuando se hizo un hueco real en el escenario mundial. Nos veían como unos «raritos». Entonces aparecieron los zombies y todo cambió.

Los medios de comunicación «reales» estaban constreñidos por normativas y regulaciones, mientras que los blogueros no tenían otra cortapisa que su velocidad de tecleo. Fuimos los primeros en informar que una persona que había sido declarada muerta estaba levantándose y dándose una comilona con los cuerpos de sus parientes. Fuimos quienes se levantaron y dijeron «sí, hay zombies, y sí, están matando a gente», mientras por el resto del mundo seguía difundiéndose el rumor del sorprendente acto de ecoterrorismo que había liberado a la atmósfera una «cura para el resfriado común» apenas experimentada. Nosotros dábamos consejos de autodefensa cuando los demás a duras penas empezaban a admitir que podía haber un problema.

En la red se conservan los vídeos de los noticiarios de las cadenas de televisión tradicionales emitidos durante los inicios del Levantamiento. Pese a las protestas de los grandes grupos de medios de comunicación, que de vez en cuando ganan alguna demanda y logran que se retiren, siempre hay alguien que vuelve a subirlos. Nunca olvidaremos la sarta de mentiras que nos contaron. La gente moría en las calles mientras los presentadores de los noticiarios hacían chistes sobre la gente que se tomaba demasiado en serio las películas de zombies y mostraban imágenes que describían como de «alborotadores» adolescentes con disfraces de látex y maquillaje cutre.

Según la fecha de esos reportajes, el primero salió en antena el mismo día en que el doctor Matras, investigador del Centro de Control y Prevención de las Enfermedades, el CDC, violó los protocolos de la seguridad nacional para publicar detalles sobre la infección en el blog de su hija de once años. Veinticinco años después, sus palabras, sencillas, crudas e implacables, sobre un fondo de ositos de peluche sonrientes, todavía me producen escalofríos. Había estallado una guerra, y quienes tenían la responsabilidad de informarnos ni siquiera querían admitir que estábamos luchando en ella.

Aun así, había gente que lo sabía y que se lanzó a vociferarlo a los cuatro vientos a través de la red. Sí, los muertos estaban levantándose de sus tumbas, decían los blogueros; sí, estaban atacando a la gente; sí, se trataba de un virus, y sí, existía la posibilidad de que nos derrotaran, porque para cuando entendiéramos lo que estaba sucediendo, todo el maldito mundo estaría infectado. En cuanto la cura del doctor Kellis se propagó por el aire, ya no tuvimos más opción que luchar.

Luchamos con todas nuestras fuerzas. Entonces nació el Muro. Todos los blogueros muertos durante el verano de 2014 tienen su hueco en él, desde los políticos hasta las mamás de clase media-alta de las zonas residenciales. Hemos recopilado las últimas entradas de sus blogs en uno colectivo, para honrarlos y para que nunca se olvide el precio que tuvieron que pagar por contar la verdad. Probablemente, algún día tenga que añadir el nombre de Shaun junto con alguna de sus desenfadadas entradas que terminan con un «hasta luego».

Todos los métodos para matar zombies se han probado en algún lugar. Casi siempre, la gente que los probaba acababa muerta poco después, pero antes publicaban una entrada con los resultados. Aprendimos qué era lo que funcionaba, cómo actuar y en qué fijarnos de la gente que nos rodeaba. Se trató de una revolución desde las bases a partir de dos simples preceptos: emplear cualquier medio para la supervivencia e informar de todo lo que se había aprendido, ya que eso podría salvar la vida de otras personas. Se dice que todo lo que uno necesita saber se aprende en la guardería. Durante ese verano, el mundo aprendió a «compartir».

Las cosas cambiaron cuando amainó la tormenta. Habrá quien considere una nimiedad decir que «sobre todo en lo que respecta a la manera de difundir la información», pero, si queréis saber mi opinión, ése fue el verdadero cambio. La gente dejó de creer en lo que decían los medios de información tradicionales; estaba confundida y asustada y volvió la vista hacia los blogs, que tal vez no pasaban ningún filtro y podían estar llenos de basura, pero que eran rápidos, prolíficos y ofrecían diferentes puntos de vista de la realidad. Si uno contrasta la información de seis o nueve fuentes distintas, normalmente no tendrá problema en discernir qué son tonterías y qué es verdad. Y si eso os supone un trabajo farragoso siempre encontraréis a algún bloguero que lo haga por vosotros. No hay razón para preocuparse de que otra invasión zombie pase desapercibida, porque siempre habrá alguien en algún lugar informando de ella en la red.

Como reacción a la proliferación de blogs y a los cambios que se operaban en la sociedad, durante los primeros años del Levantamiento, la comunidad de blogueros se dividió en una serie de secciones que continúan vigentes en la actualidad. Por un lado estamos los reporteros, que informamos de los hechos de una manera tan despojada de opinión como nos es posible, y nuestros primos, los stewarts, que ofrecen la parte de opinión sobre los hechos. Por otro lado están los irwins, que se lanzan a la aventura y corren riesgos en aras de proporcionar un poco de emoción a la gran parte de la población que vive recluida en casa, y sus homólogas más reposadas, las abuelitas, que comparten experiencias vitales, recetas y todo tipo de contenidos para mantener a la gente feliz y relajada. Y por supuesto están los ficcionistas, que llenan la red de poemas, cuentos y fantasía; estos se dividen a su vez en miles de grupos, cada uno con un nombre y un estilo propio, que no significa nada para cualquiera fuera de su mundo.

Somos el inevitable opio del nuevo milenio. Damos información, protagonizamos la información y proporcionamos una vía de escape cuando alguien se ve superado por la dureza de la información.

—Extraído de Las imágenes pueden herir tu sensibilidad,

blog de Georgia Mason, 6 de agosto de 2039

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