Feed

Feed


Libro Primero: El Levantamiento » Cuatro

Página 7 de 42

CUATRO

Las campañas presidenciales han sido cubiertas tradicionalmente por periodistas «domesticados», escogidos a dedo para seguir la campaña e informar ininterrumpidamente desde el esplendoroso inicio hasta el, en ocasiones, amargo final. El Levantamiento no había cambiado esa costumbre. Los candidatos anunciaban sus intenciones de optar a la jefatura del gobierno, elegían su camarilla de periodistas de televisiones, radio y prensa, y se lanzaban a la carretera.

Las elecciones de este año son distintas, en buena parte debido a que uno de los candidatos más populares, el senador Peter Ryman, nacido, criado y elegido en Wisconsin, es la primera persona que se presenta al cargo que aún era menor de edad en el verano de 2014. El senador conserva el recuerdo del sentimiento de traición que le produjeron los medios de comunicación, aún conserva en la retina las imágenes de la gente que moría porque confiaba en que los medios estaban contando la verdad. De modo que, cuando anunció su candidatura, dejó claro que no se limitaría a invitar a la prensa de siempre, sino que extendería su invitación a un grupo de blogueros para que lo acompañaran en el camino hacia la presidencia, desde antes de las elecciones primarias hasta la elección final, en el caso de que llegara a ella.

Se trataba de una decisión atrevida, y supuso un espaldarazo en la legitimación de las noticias difundidas a través de la red. Tal vez seamos periodistas con licencia, con todos los costes en seguros y las restricciones que eso implica, pero todavía sufrimos el desprecio de ciertas asociaciones y encontramos dificultades a la hora de obtener información de un buen número de agencias pertenecientes a la «corriente dominante». El reconocimiento de un candidato a la presidencia fue para nosotros un increíble paso adelante. Por supuesto, el número de blogueros sería reducido, sólo tres obtendrían el permiso para acompañarlo durante la campaña. Un requisito imprescindible para poder siquiera presentar la solicitud era contar con una licencia de clase A-15; si la petición de la licencia todavía se hallaba en trámite, la solicitud no se tenía en cuenta y se arrojaba directamente a la basura.

La mayoría de los blogueros que conocemos presentaron una solicitud, ya fuera individualmente o en grupo, y todos deseábamos tanto el trabajo que se nos hacía agua la boca sólo de pensar en él. Era nuestro billete hacia la primera fila del periodismo. Durante años, Buffy había trabajado con una licencia de clase B-20; como Accionista no necesitaba los permisos para el trabajo de campo, la información política o para entrar en zonas de peligro biológico, así que nunca había pensado que valiera la pena pagar por otra licencia o hacer los exámenes. Shaun y yo le hicimos pasar a tal velocidad los exámenes y las pruebas para las licencias de clase A que cuando le entregaron la nueva licencia todavía tenía cara de no haberse enterado de nada. Al día siguiente enviamos nuestra solicitud.

Shaun estaba seguro de que nos elegirían. Y yo de que no. Todavía con la mirada fija en el monitor, Shaun se dirigió a mí:

—¿George?

—¿Sí?

—Me debes veinte pavos.

—Sí —acepté antes de levantarme y echarle los brazos al cuello. Shaun se puso a gritar, me cogió por la cintura y me levantó del suelo para pasearme en volandas por toda la habitación.

—¡Hemos conseguido el trabajo! —exclamó.

—¡Hemos conseguido el trabajo! —repetí yo.

Y seguimos gritándolo a coro, con Shaun todavía zarandeándome en el aire, hasta que el interfono de la habitación crepitó y se oyó la voz de papá.

—¿Tenéis algún motivo para armar ese jaleo?

—¡Hemos conseguido el trabajo! —respondimos gritando al unísono.

—¿Qué trabajo?

—¡El supertrabajo! —respondió Shaun, mientras me dejaba en el suelo y se volvía hacia el interfono con una gran sonrisa, como si pensara que el aparato pudiera verlo—. ¡El supertrabajo más súper de todos los supertrabajos!

—La campaña —añadí yo, consciente de que la sonrisa dibujada en mi rostro seguramente era tan amplia y estúpida como la de Shaun—. Hemos conseguido la plaza para seguir la campaña presidencial.

El interfono tardó unos instantes en volver a crepitar.

—Vestíos, chicos, mientras yo voy a buscar a mamá. Salimos.

—¿Y la cena?

—La guardaremos en la nevera. Si vais a estar acosando a políticos por todo el país, antes tenemos que salir a cenar para celebrarlo. Llamad a Buffy y preguntadle si le apetece acompañarnos. Y es una orden.

—¡Sí, señor! —respondió Shaun, dedicando un saludo militar al interfono. Se oyó el clic del aparato al apagarse, y Shaun me tendió la mano derecha—. Págame.

—¡Largo de aquí! —le espeté señalándole la puerta—. Está a punto de aparecer un cuerpo desnudo, y tú sólo complicarías las cosas.

—¡Por fin un poco de contenido adulto! ¿Quieres que encienda la cámara web? Estaríamos en la página principal en menos que canta un… —Agarré mi grabadora de bolsillo y se la tiré a la cabeza. Él se agachó y, de nuevo con la sonrisita en los labios, concluyó—:… gallo. Voy a ponerme guapo. ¡Tú llamas a Buffy!

—¡Fuera! —rugí, con los labios temblorosos al tratar de contener una sonrisa.

Shaun enfiló hacia la puerta que comunicaba nuestras habitaciones y la cruzó.

—¡Si te pones falda te perdono la deuda! —gritó desde el otro lado.

Y se las arregló para cerrar la puerta antes de que yo tuviera tiempo de encontrar otro objeto arrojadizo.

Fui hacia el tocador sacudiendo la cabeza.

—Teléfono —dije en voz alta—. Llama a Buffy Meissonier. A casa. Insiste hasta que conteste.

Buffy tiene tendencia a dejar su móvil en el modo vibrador y no prestarle atención mientras ella «se deja llevar por las musas», lo que básicamente es una forma pomposa de decir que «hace el tonto en la red, escribe un poema o un relato corto terriblemente deprimente, lo cuelga y gana tres veces más de lo que saco yo, sólo por los ingresos por cliqueo de banners y la venta de camisetas». No soy una amargada ni nada de eso. «La verdad te hará libre», pero no te hará especialmente rica. Ya lo sabía cuando elegí mi profesión.

Juguetear con cosas muertas es un poco más lucrativo, pero Shaun no gana lo suficiente como para mantenernos a ambos —al menos de momento—, y él no quiere irse de casa sin mí. Toda una vida juntos y ser el uno la primera persona a la que recurre el otro nos ha hecho un poco dependientes. En una época anterior, sin zombies, se habría llamado «codependencia», y habría supuesto años de terapia, que habrían culminado con un atroz odio recíproco. Se supone que los hermanos adoptivos no deben tratarse como si fueran el centro del mundo.

Por suerte o por desgracia, dependiendo del punto de vista de cada uno, ésa era la actitud de otro mundo. En las actuales circunstancias, estar cerca de la gente que mejor te conoce es la mejor garantía para seguir vivo. Shaun no se marchará de casa hasta que no lo haga yo, y cuando nos vayamos, nos iremos juntos.

Para cuando Buffy respondió al teléfono, yo ya había conseguido encontrar una falda de tweed de un oscuro color gris que no sólo me cabía sino que estaba dispuesta a lucir en público. Estaba rebuscando un top entre la ropa cuando oí un clic seguido de la voz de Buffy.

—Estaba escribiendo —refunfuñó.

—Siempre estás escribiendo, a no ser que estés leyendo, toqueteando algún aparato mecánico o masturbándote —respondí—. ¿Estás vestida?

—Como de costumbre —respondió; la irritación inicial de su voz cedía paso a la confusión—. ¿Georgia? ¿Eres tú?

—No, soy Shaun. —Me puse una blusa blanca y me la metí por dentro de la falda—. Te pasaremos a recoger en quince minutos. El plural incluye a Shaun, a mí y a mis viejos. Nos llevan a toda la plantilla de cena. Quieren utilizarnos como reclamo publicitario para subir unos puntos en las mediciones de audiencia, pero ahora mismo no voy a dejar que eso me amargue la fiesta.

Buffy no es tan lenta pillando las cosas como pueda parecer a veces.

—¿Lo conseguimos? —preguntó con una voz repentinamente temblorosa.

—Lo conseguimos —aseveré. Me estremecí con su estridente grito de alegría, pese a que había sido amortiguado por los filtros de volumen del teléfono. Sonriente, saqué del cajón un blazer negro arrugado, me lo eché sobre los hombros y cogí un par de gafas de sol nuevas del montón del tocador—. Así que te recogemos en quince minutos, ¿trato hecho?

—¡Hecho! ¡Sí, sí, aleluya, sí! —balbuceó—. ¡Tengo que cambiarme! ¡Y que contárselo a mis compañeros de piso! ¡Y cambiarme! ¡Y, y…! ¡Hasta luego! ¡Adiós!

Sonó otro clic.

—Llamada finalizada —anunció mi teléfono—. ¿Desea realizar otra llamada?

—No, ya está.

—Llamada finalizada —repitió el teléfono—. ¿Desea realizar…? —Dejé escapar un suspiro.

—No, gracias. Apagar.

El teléfono emitió unos pitidos y se apagó. Con los avances que se han realizado en los programas de reconocimiento de voz, uno esperaría que por lo menos les hubieran enseñado a reconocer el lenguaje coloquial. Todo se andará, supongo.

Mamá, papá y Shaun ya estaban en el salón cuando bajé por la escalera mientras me colgaba la minigrabadora de mp3 del cinturón. La grabadora de emergencia de mi reloj sólo tiene una capacidad de almacenamiento de treinta megas, y con eso apenas llega para grabar una buena entrevista. La minigrabadora llega a los cinco teras de memoria. Si necesito más antes de poder llegar a un servidor donde descargar el contenido, significará que estoy detrás de algo que podría darme el Pulitzer.

Mamá se había puesto su mejor vestido, el verde con el que aparece en todas sus fotos publicitarias, mientras que papá vestía su habitual conjunto de trabajo: americana de tweed, camisa blanca y unos pantalones caqui. Puestos al lado de Shaun, con su camisa abotonada, sus sempiternos pantalones militares parecían salidos de la última foto publicitaria familiar, hasta en el bolso de asas de mamá, atiborrado de armas. Ella se aprovecha de su licencia de bloguera de clase A-5 de una manera pasmosa, pero es culpa del gobierno, que deja unas terribles lagunas en las leyes. Si les parece bien que cualquiera con una licencia de periodista de clase A-7 o superior tenga derecho a llevar armas ocultas cuando se encuentra en una zona en la que se haya detectado un foco de infección en los últimos diez años, que así sea. Por lo menos mamá lleva este asunto con responsabilidad, y siempre comprueba que las armas que piensa llevar a un restaurante tengan puesto el seguro.

—Buffy estará lista en quince minutos —anuncié, ajustándome las gafas a la nariz. Algunos modelos modernos tienen una especie de abrazaderas magnéticas en vez de patillas, y no se salen a no ser que se retiren intencionadamente. Me habría dejado tentar por la idea de invertir mi dinero en un par si no fueran tan caras como para obligarme a descontaminarlas y reutilizarlas.

—El sol está poniéndose. Podrías ponerte las lentillas —me dijo papá en un tono jocoso. Tiene un tono jocoso muy logrado. Lleva hablando en un tono profesionalmente jocoso desde antes del Levantamiento, cuando se valía de sus emisiones por la red para captar la atención de los estudiantes de biología de la zona de Berkeley y lograr que hicieran sus tareas. Posteriormente, esas mismas emisiones le permitieron coordinar los focos de supervivientes y moverlos de un lugar a otro con la información que proporcionaba de los itinerarios de las hordas de zombies locales. Mucha gente debe la vida a su voz cálida y profesional. Tras la tormenta inicial podría haber conseguido un puesto de presentador en cualquier cadena de televisión del mundo. Sin embargo, prefirió quedarse en Berkeley y convertirse en uno de los pioneros de la comunidad de blogueros, por entonces incipiente.

—También podría clavarme un tenedor en los ojos, pero ¿qué gracia tendría eso? —Me acerqué a Shaun y le regalé una leve sonrisa. Él examinó mi falda y levantó los pulgares en señal de aceptación. El tribunal de la moda de mi hermano había aprobado mi gusto, el cual, pantalones militares aparte, nunca estará tan evolucionado como el de él.

—He llamado a Bronson’s. Nos han reservado una mesa en la terraza —dijo mamá con una sonrisa beatífica en los labios—. La noche es bonita; podremos contemplar la ciudad.

—Hemos dejado que mamá eligiera el restaurante —señaló Shaun entre dientes, lanzándome una mirada.

—Ya me he dado cuenta —respondí con una sonrisita.

Bronson’s es el último restaurante al aire libre que queda en todo Berkeley. Más aún, es el último de toda el área de la Bahía de San Francisco situado en la ladera de una colina en medio de un bosque. La idea que tengo de lo que debía de ser salir a cenar antes de que la amenaza permanente de los infectados alejara a la población de los bosques, es Bronson’s. Toda la zona tiene asignado el nivel 6 de riesgo biológico. Ni siquiera te dejan entrar si no tienes una licencia básica, y hay que someterse obligatoriamente a análisis de sangre antes de salir. No es que exista un peligro real, ya que está cercado por una alambrada electrificada demasiado alta para que los ciervos de la zona puedan saltarla; además, los focos reflectores se encienden en cuanto detectan en los bosques el movimiento de cualquier objeto de un tamaño mayor al de un conejo. La única amenaza seria radica en que un mapache de un tamaño anormalmente grande se convierta, consiga salvar la alambrada antes de perder la coordinación que le permite trepar árboles, se caiga y aterrice en la zona protegida. Pero no ha pasado nunca.

Sin embargo, eso no hace perder la esperanza a mamá de estar allí cuando por fin se produzca este hecho prácticamente inevitable. Ella fue una de las primeras irwins de verdad, y cuesta desprenderse de los viejos hábitos, si es que alguna vez se consigue.

Mamá se echó el bolso al hombro y me lanzó una mirada de reprobación.

—¿Podrías al menos hacer como que te peinas? —me preguntó—. Parece como si tuvieras una madriguera de puerco espines en la cabeza.

—Ese es el efecto que buscaba —repliqué. Mamá fue bendecida con un cabello lacio y brillante, nada rebelde y de un rubio ceniciento que empezó a encanecer de un modo atractivo cuando Shaun y yo teníamos diez años. A papá apenas si le queda pelo, pero en sus tiempos había lucido una cabellera pelirroja irlandesa. Yo, por el contrario, tengo un pelo duro y castaño oscuro que sólo admite dos estilos: o me lo dejo lo suficientemente largo para que se me enmarañe o me lo corto lo suficientemente coto para que parezca que no me lo he peinado en años. Prefiero la versión corta.

Shaun también tiene el pelo un poco más claro que el mío, pero sigue siendo castaño, y cuando se lo deja corto nadie diría que el suyo es tan liso como rizado el mío. Esto nos permite que cuele un simple «somos mellizos», sin tener que soltar toda la farragosa explicación.

Mamá suspiró.

—Sois conscientes de que quizá ya haya llegado a oídos de alguien lo de vuestra designación y que tal vez esta noche mucha gente se acerque a vosotros, ¿verdad?

—Mmm… —respondí. Probablemente ese «alguien» hubiera recibido una breve llamada telefónica de uno de nuestros padres, o quizá de ambos, y «alguien» ya estuviera esperando en el restaurante. Nos hemos criado con el jueguecito de las audiencias.

—Estoy deseándolo —señaló Shaun. A él se le da mejor jugar que a mí—. Por cada página que saque mi foto esta noche habrá cinco tías sexys repartidas por todo el país ansiosas por echarse a la carretera conmigo.

—Cerdo —le espeté, y le solté un puñetazo en el brazo.

—¡Oink! —gruñó—. Está bien, ya conocemos la historia. Una sonrisa bonita para la cámara, mostrar mis cicatrices, dejar que George y papá exploten su imagen de personas sensatas y dignas de confianza, posar para quienquiera que me lo pida y no intentar responder ninguna pregunta que tenga contenido.

—Mientras que yo sólo sonrío si me obligan, me dejo puestas las gafas de sol y hago hincapié en lo incisivo y duro que será todo artículo cuya publicación apruebe —dije con sequedad—. Dejaremos que Buffy charle a su antojo, cotorree sobre el potencial lírico de viajar por el país con una pandilla de patanes políticos que nos creen unos idiotas.

—Y saldremos en la página de inicio de todas las páginas alfa del país, y nuestro índice de audiencia subirá nueve puntos de un día para otro —añadió Shaun.

—Lo que nos permitirá anunciar la creación de nuestra propia página a principios de la semana que viene, justo antes de partir para la campaña electoral. —Me bajé un poco las gafas, sin preocuparme de que la luz se me clavara en los ojos, y esbocé una sonrisa fugaz—. Hemos pensado en esto como vosotros.

—Tal vez más —apuntó Shaun.

Papá se echó a reír.

—Acéptalo, Stacy, se han preparado bien. Chicos, por si acaso no tengo otra oportunidad de deciros esto, vuestra madre y yo estamos muy orgullosos de vosotros. Muy orgullosos de verdad.

Mentiroso.

—Nosotros también estamos orgullosos de nosotros mismos —repliqué.

—Muy bien, entonces —dijo Shaun, dando una palmada—. Esto es muy conmovedor y todo lo que queráis, pero vamos a cenar de una vez.

Salir de casa acompañados por nuestros padres es más sencillo, sobre todo porque el monovolumen de mamá siempre está a punto. Comida, agua, una unidad contenedora para medicamentos sensibles a los cambios de temperatura con el certificado biológico de los CDC, una cafetera, ventanas reforzadas con acero…, podríamos quedar atrapados dentro de esa cosa durante una semana y no nos pasaría nada; salvo por la parte en la que nos volveríamos locos por la tensión y el encierro, y nos mataríamos unos a otros antes de que llegaran las unidades de rescate. Cuando Shaun y yo nos internamos en territorio infectado, tenemos que comprobar nuestro equipo, incluso dos veces, para asegurarnos de que no nos va a dejar tirados. Mamá simplemente coge las llaves.

Buffy ya estaba esperándonos en el puesto de guardia de su barrio, ataviada con un alucinante conjunto: unos leggins teñidos a capas, una túnica brillante que le llegaba hasta las rodillas y el pelo recogido con unos clips con hologramas de la luna y las estrellas. Quien no la conociera habría pensado que esa chica estaba totalmente desprovista tanto del sentido estético como del común. Esa era precisamente su intención. Buffy viaja con más cámaras ocultas que Shaun y yo juntos. La gente se queda embobada mirándole el pelo, y no se plantea por qué le apunta tan cuidadosamente con las diminutas joyas que lleva pegadas a las uñas.

Saludó con la mano y agarró su bolso de lona cuando el monovolumen se detuvo. Y corrió a subirse detrás con Shaun y conmigo. Esa escena estaría colgada en internet en menos de una hora.

—Hola, Georgia. Hola, Shaun. Buenas noches, señores Mason —dijo alegremente, abrochándose el cinturón de seguridad mientras mi hermano cerraba la puerta—. Acabo de ver los vídeos de su viaje a Colma, señora Mason. Un material fantástico. A mí nunca se me habría ocurrido escapar de un grupo de zombies subiendo a una plataforma de saltos de una piscina.

—¡Ah! Gracias, Georgette —dijo mamá.

—Encantado de ver cómo Buffy besa el culo —repuso Shaun, en un tono indescifrable. Buffy lo fulminó con la mirada, y él se limitó a reír.

Satisfecha de que todo iba bien, me hundí en el asiento, crucé los brazos y cerré los ojos, dejando que la conversación que se desarrollaba en el interior del vehículo siguiera su curso sin prestarle atención. Había sido un día largo, y ni mucho menos había acabado.

Cuando la publicación de blogs se convirtió en una moda generalizada, la labor informativa se transformó en una actividad anónima. Lejos de creerse una noticia sólo porque Dan Rather salía guapo en cámara, había que creer lo que sonaba a verdad. Lo mismo ocurrió con los artículos que explicaban experiencias personales, o con la gente que escribía poemas, o con cualquier cosa que a la gente le apeteciera colgar para que el resto del mundo se enterase. Se desconocía el contexto de la persona que había creado ese material, de modo que había que juzgar su trabajo por lo que era en sí. Eso cambió cuando aparecieron los zombies, al menos para la gente que se hizo bloguero profesional. Actualmente, los blogueros no sólo informan de las noticias, también las crean, y a veces son la noticia. ¿Conseguir un puesto de bloguero oficial de la campaña presidencial del senador Ryman es convertirse en noticia? Un sí tajante.

En parte es por eso que Shaun y Buffy siguen conmigo. Mi integridad como periodista está fuera de cuestión entre nuestros colegas, y cuando demos el salto a los alfa, el repentinamente factible salto a los alfa, eso consolidará nuestra credibilidad. Shaun y Buffy atraerán a los lectores; yo me ganaré su confianza. Buffy y mi hermano tendrán que encargarse de mis deprimentes índices de audiencia personales, porque uno de los motivos de mi credibilidad radica en el hecho de que presento las noticias sin apasionamientos, sin opinión y con imparcialidad. También escribo artículos de opinión, pero de mí principalmente se obtiene la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.

Lo juro.

Shaun me dio un codazo cuando llegamos a Bronson’s. Me ajusté las gafas y abrí los ojos.

—¿Situación? —inquirí.

—Por lo menos cuatro cámaras a la vista. Probablemente haya en total de doce a quince.

—¿Filtraciones?

—Por el número de cámaras, diría que al menos seis páginas ya lo saben.

—¿Lista, Buffy?

—Estoy en ello —respondió. Se incorporó en el asiento y preparó su mejor sonrisa para las cámaras.

Mis padres se intercambiaron una mirada de satisfacción en los asientos delanteros.

—A partir de aquí todo es cuesta arriba —dije.

Shaun se inclinó hacia delante y abrió la puerta del vehículo.

Antes del Levantamiento, las hordas de paparazzi se situaban casi exclusivamente en los lugares favoritos de los famosos del mundo del espectáculo y de la política: gente cuyos rostros ayudaban a vender un puñado más de revistas. La proliferación de la telerrealidad y de los medios que operaban en la red cambió todo eso, y de repente cualquiera podía convertirse en una estrella si se prestaba a ser convenientemente ridiculizado. Hubo gente que se hizo famosa por querer echar un polvo, una proeza que el sexo masculino perseguía desde el día que descubría la pubertad. Otras personas se hicieron famosas por poseer talentos inútiles, memorizar banalidades o simplemente por dejar que los filmaran las veinticuatro horas del día compartiendo casa con un grupo de desconocidos. El mundo era un lugar extraño antes del Levantamiento.

Después del Levantamiento, con un ochenta y siete por ciento de la población aterrorizada por la posibilidad de infectarse y reticente a salir de casa, nació una nueva especie de estrella mediática: el periodista de blog. Si bien se puede ser un agregador o un stewart sin arriesgar la vida en el mundo real, es difícil ser un irwin, un reportero o, incluso, un buen Accionista, si no se corre algún peligro de vez en cuando. De modo que somos nosotros los que comemos en los restaurantes y acudimos a los parques temáticos, los que visitamos los parques nacionales aunque preferiríamos no hacerlo, los que corremos unos riesgos que el resto del país ha preferido evitar. Y cuando nosotros no estamos jugándonos la vida, informamos sobre la gente que sí lo está. Somos como un pez que se muerde la cola, una y otra vez, por siempre.

Shaun y yo hemos trabajado como paparazzi cuando había escasez de buenas historias en el terreno y necesitábamos dinero rápido. Preferiría volver a tomar imágenes a Santa Cruz antes que repetir la experiencia. Hacer de buitre me pone enferma.

Buffy fue la primera en lanzarse a la multitud. Parecía una pelotita resplandeciente de felicidad antes de que cerraran filas alrededor de ella, y los flashes de las cámaras destellaran por todas partes. Su risita habría cortado el acero, y yo todavía la oía cuando Buffy ya había recorrido la mitad del camino hasta la puerta del restaurante, arrastrando con ella a buena parte de los paparazzi. Buffy es mona, fotogénica, muchísimo más simpática que yo y, lo mejor de todo, tiene fama de dejar escapar algún detalle de su vida privada que puede convertirse en un puñado valiosísimo de puntos en los índices de audiencia. Una vez incluso mencionó un novio. No estuvieron juntos mucho tiempo, pero mientras la relación duró Shaun y yo prácticamente podíamos bailar desnudos en la furgoneta sin que nadie nos molestara. Fueron buenos tiempos.

Shaun ya salió del vehículo con la sonrisa en los labios. Esa misma sonrisa le había procurado un buen puñado de amistades entre los miembros del sexo femenino de la blogosfera; tenía algo que parecía decir que le hacía tan feliz explorar los peligrosos e ignotos rincones del dormitorio como explorar los misterios de las cosas que quieren matarlo. Dada su escasa vida social en ámbitos que no incluyen a los infectados, las chicas ya deberían haberse dado cuenta de que no es más que un ardid; sin embargo continúan suspirando por él. La mitad de las cámaras se volvieron hacia él y varias reporteras menuditas y pizpiretas (porque hoy en día cualquier idiota que sabe colgar el vídeo de una entrevista en la red ya se cree una reportera; preguntadles a ellas si no me creéis) le plantaron los micrófonos en la cara. Inmediatamente, Shaun les dio lo que querían y se puso a charlar animadamente sobre nuestros últimos reportajes, salpicando su discurso con sonrisitas tímidas e insinuaciones sin sentido, y tocando todos los temas salvo el de nuestro reciente logro.

La cortina de humo de Shaun me ofreció la oportunidad que necesitaba para escabullirme del coche y recorrer sigilosamente el camino que me separaba de la puerta del restaurante. Las aglomeraciones de paparazzi son una de las pocas ocasiones en que puede verse una multitud congregada en público. Divisé varios inquietos agentes de la policía de Berkeley, con el equipo de antidisturbios, alrededor de la muchedumbre, mientras me encaminaba hacia una masa menos densa de personas. Los policías aguardaban a que ocurriera algo malo. Tendrían que seguir esperando. Únicamente se conoce un caso en el que se haya producido un brote de infección debido a la multitud de periodistas reunidos. Ocurrió cuando a una famosa con los nervios de punta (una celebridad de las de verdad, una estrella de una telecomedia, no una de esas que aprovechan el aburrimiento general para hacerse famosas) se le fue la olla, sacó una pistola del bolso y empezó a disparar. El jurado encontró a la estrella de televisión, y no a los paparazzi, culpable del brote de infección que se desencadenó.

Un reportero que esperaba junto a la policía me saludó disimuladamente con un gesto de la cabeza, sin hacer ningún aspaviento que desviara la atención hacia mí. Le devolví el gesto, aliviada por su discreción. Había sido todo un detalle, y me quedé con su cara; si su medio me pedía una entrevista se la concedería.

Los irwins se sienten cómodos entre las multitudes: cuando uno vive con la esperanza de estar en el momento justo en el lugar preciso cuando se produce un brote de infección, no se molesta en evitar las multitudes como podría hacerlo una persona sensata. En cuanto a los Accionistas, los hay de dos tipos: los que evitan las aglomeraciones como el resto de los mortales, y los que creen que si ellos mismos no lo han puesto en el guión no pueden infectarse y van alegremente de aquí para allí y sin darse cuenta del peligro que corren. Los reporteros solemos ser más prudentes, porque sabemos lo que ocurriría si no lo fuéramos. Desgraciadamente, las exigencias de nuestro trabajo no nos permiten ser unos completos ermitaños, e incluso aquellos que no necesitan un dinero extra ni la publicidad que les proporcionan las hordas de paparazzi se suman a ellas de vez en cuando y acaban acostumbrándose a la sensación de estar rodeado por otros cuerpos. Las hordas de paparazzi son nuestra versión de una carrera de obstáculos; si uno aguanta en medio sin perder la cabeza, es probable que esté preparado para hacer trabajo de campo.

Mi técnica de «elude a la multitud y mantén los ojos clavados en la puerta» parecía funcionar. Shaun y Buffy habían proporcionado a los paparazzi unos objetivos atractivos y visibles, y nadie reparaba en mí. Además tengo la reputación indiscutible, y merecida, de persona que, después de la entrevista, no ha dejado ninguna declaración aprovechable para incorporar a la página inicial, ni un solo byte de audio vendible. Es difícil entrevistar a alguien que se niega a hablar.

Tres metros me separaban de la puerta. Dos metros y medio. Dos metros. Un metro y medio…

—¡Y ésta es mi preciosa hija Georgia, que va a ser la jefa del equipo de blogueros que el senador Ryman ha elegido personalmente! —Mamá me cogió por el codo justo cuando su voz, en un tono excesivamente efusivo y entusiasmado, me llegaba a los oídos. Atrapada. Clavándome los dedos en el brazo, me hizo darme la vuelta y ponerme frente a la horda de paparazzi—. Me lo debes —me susurró entre dientes.

—Captado —respondí sin apenas mover los labios, y me dejé arrastrar por mamá.

Shaun y yo no habíamos tardado en darnos cuenta de cuál era nuestra función en la vida de nuestros padres. Cuando a tus compañeros de clase no les dejan ir al cine por el temor a que se hallen cerca de desconocidos, y tus padres, en cambio, te proponen continuamente emprender aventuras arriesgadas en el mundo exterior, empiezas a comprender que hay gato encerrado. Shaun descubrió antes que yo cómo nos utilizaban; es lo único en lo que se me ha adelantado. Yo averigüé lo de Papá Noel. Él averiguó lo de nuestros padres.

Mi madre me aferraba el brazo mientras sobreactuaba y se colocaba, recreando la versión número quinientos once de su favorita pose para las cámaras: la exuberante irwin posa con su estoica hija; polos opuestos unidos por la pasión por las noticias. Una vez me senté ante los agregadores de noticias y comparé las imágenes que encontré en la red mediante el buscador con la colección de fotos de la base de datos privada de nuestra familia. El ochenta y dos por ciento de las muestras de cariño físicas que he recibido de mi madre han sido en público, premeditadamente al alcance de un objetivo, cuando no de más. Si eso os parece de un cinismo supremo, respondedme a esta pregunta: ¿por qué durante toda su vida ha esperado para tocarme a que hubiera una cámara a la vista que pudiera capturar la imagen?

La gente se pregunta por qué no utilizo el contacto físico como demostración de cariño. La cantidad de veces que mis padres me han utilizado para subir sus índices de audiencia tendría que ser una respuesta satisfactoria. La única persona que me ha abrazado sin pensar en el ángulo de la toma ni en la saturación de la luz, es mi hermano, y sus abrazos son los únicos que me importan de verdad.

Las gafas me filtraban el resplandor de los flashes, aun así enseguida tuve que cerrar los ojos. Algunos modelos nuevos de cámaras traen unos potentes flashes, que permiten tomar fotografías en situaciones de oscuridad total como si luciera el sol del mediodía, y nadie se ha molestado en demostrar que exista algún tipo de relación entre la inteligencia y quien decide comprar un equipo de ese tipo. Uno de esos imbéciles te dispara el flash en la cara y sabes que te han tomado una fotografía. Gracias al posado de mamá, tendría una migraña que me duraría días. No podría haberlo evitado de ninguna de las maneras; se trataba de ceder antes de cenar o pasar toda la velada soportando una diatriba sobre mis obligaciones como buena hija, que desembocaría en una sesión fotográfica mucho más larga al término de la cena. Antes preferiría besar a un mapache zombie.

Buffy acudió en mi rescate. Se escabulló entre la multitud con una gracia que sólo se adquiere con una práctica que la mayor parte de nuestra generación ha evitado, y me cogió del otro brazo.

—¡Señora Mason, Georgia, el señor Mason dice que nuestra mesa ya está preparada! —anunció con una alegría y un entusiasmo desbordantes—. Pero si no vienen ya, se la darán a otros clientes y tendremos que esperar por lo menos media hora más hasta que otra quede libre. —Hizo una pausa antes de dar el golpe de gracia—. Que sería en el interior del establecimiento.

Había dado en el clavo. Sentarnos fuera acrecentaba la mística de la familia, pues nos daría una imagen de «valientes y aventureros», según palabras de mis padres, no mías. Personalmente pienso que cenar al aire libre porque sí, te da la imagen de un idiota suicida que se muere de ganas de ser devorado por un ciervo zombie. Shaun es de la misma opinión que la mayoría de los mortales en esta cuestión, por eso prefiere comer fuera cuando tenemos que hacerlo con nuestros padres en público, pues así hay alguna posibilidad de que aparezca un ciervo zombie y lo rescate. Simplemente está de acuerdo conmigo en que es una estupidez. Mamá no le ve la estupidez por ningún lado. Si tuviera que elegir entre una mesa fuera, donde los fotógrafos podrían tomar unas cuantas fotos decentes, y una mesa en el interior, donde la gente comentaría entre cuchicheos que la intrépida Stacy Mason ha perdido el valor, bueno… creo que su respuesta sería obvia.

Mamá mostró al gentío su premiada (literalmente) sonrisa y se fundió conmigo en un abrazo «impulsivo».

—Bueno, chicos, nuestra mesa está lista —anunció, y sus palabras fueron recibidas con abucheos. Su sonrisa se ensanchó—. Pero volveremos después de cenar, así que, muchachos, a lo mejor os apetece ir a por una hamburguesa. Quizá convenzamos a mi hija para que haga algunos de sus sabios comentarios. —Me apretó brevemente contra ella y luego me soltó. Estalló una salva de aplausos.

A veces me pregunto cómo es posible que ninguna de estas páginas de noticias, que son como bombas de racimo, capte jamás el cómo su sonrisa se desvanece en cuanto da la espalda a las cámaras. De vez en cuando publican alguna foto suya con gesto solemne, pero son fruto de una pose, como el resto; la muestran con el semblante apenado en parques de columpios abandonados o ante las puertas cerradas a cal y canto de los cementerios; una vez, cuando sus índices de audiencia cayeron bajo mínimos durante el verano en que Shaun y yo cumplimos los trece y nos encerramos en nuestras habitaciones, incluso posó en el colegio al que había asistido Phillip. Esa es mamá, vendiendo la muerte de su hijo biológico por un puñado de puntos en el juego de los índices de audiencia.

Shaun me dice que no debería juzgarla con tanta severidad, ya que nosotros nos ganamos la vida de la misma manera. Yo respondo que lo nuestro es distinto. Nosotros no tenemos hijos; lo único que vendemos es a nosotros mismos. Y creo que tenemos todo el derecho a hacerlo.

Papá y Shaun estaban esperando junto a la puerta del restaurante, tan lejos que ninguno de esos micrófonos capaces de soportar el alboroto de la multitud sin fundirse podía captar lo que decían. Según me acercaba, oí que Shaun le estaba contestando en un tono de lo más agradable.

—… la verdad es que no me importa nada lo que a ti te parezca «razonable» —le decía—. No eres parte de nuestro equipo; no vas a conseguir ninguna exclusiva.

—Shaun…

—Hora de cenar —dije; y cogí del brazo a Shaun al pasar junto a él. Mi hermano se dejó arrastrar, tan agradecido conmigo como yo lo había estado con Buffy instantes antes. Él, Buffy y yo entramos en el restaurante cogidos del brazo, con nuestros padres detrás, esforzándose por disimular su irritación. Mala suerte. Si no querían que los avergonzásemos en público, no deberían habernos sacado de casa.

La mesa que nos dieron cumplía la idea que mamá tenía de lo apropiado; estaba en el rincón más alejado del jardín, cerca tanto de la verja que nos separaba del bosque como de la que lo hacía de la calle. Varios paparazzi ingeniosos se habían trasladado hasta ese tramo de la acera y tomaban fotos indiscretas desde el otro lado de los barrotes. Mamá les dedicó una sonrisa que le marcó los hoyuelos en las mejillas. Papá ponía gesto de persona enterada y sabia. Tuve que reprimir las arcadas.

Mi PDA vibró avisándome de la llegada de un mensaje de texto. Desenganché el aparato del cinturón, y lo incliné para levantarle la tapa y acceder a la pantalla.

«¿Crees que esto se calmará cuando estemos en la carretera? S.».

Esbocé una sonrisita mientras escribía: «¿Te refieres a cuando dejemos aquí al monstruo mediático (también conocida como “mamá”)? Sin duda. Seremos como las patatas fritas que acompañan al plato principal».

«Me encanta cuando comparas a la gente con la comida», me respondió mi hermano.

«Me preparo para lo inevitable».

Shaun soltó una carcajada, y a punto estuvo de caérsele el teléfono en el cestito de los colines. Papá le lanzó una mirada fulminante, y mi hermano depositó el móvil junto a sus cubiertos.

—Estaba comprobando mis índices de audiencia —se disculpó en un tono angelical.

El gesto ceñudo de papá desapareció al instante.

—¿Y cómo van?

—No van mal. El vídeo que Superbuffy limpió antes de que la arrancáramos de la pantalla está consiguiendo buenos índices de descarga. —Shaun se volvió sonriente a Buffy, que no cabía en sí de orgullo. Si quieres caer bien a Buffy, halaga su poesía. Si quieres que te adore, halaga su habilidad con la tecnología—. Imagino que cuando redacte los artículos que lo acompañan y grabe mi comentario, mis índices de audiencia subirán otros ocho puntos. Tal vez este mes rompa mi récord.

—Presuntuoso —le espeté, y le di un golpecito en el brazo con el tenedor.

—¡Vaga! —me contestó.

—Niños —intervino mamá, pero no había ni rastro de cariño en su voz. Le encantaba que hiciéramos gansadas; nos hacía parecer una familia de verdad.

—Tomaré la hamburguesa de soja con salsa de teriyaky —dijo Buffy. Se inclinó hacia delante con gesto conspirador—. Me ha dicho un chico que conoce a una chica que tiene un novio cuyo mejor amigo se dedica a la biotecnología, que éste, el mejor amigo, me refiero, una vez comió carne de ternera clonada en un espacio limpio de colonias víricas y que sabía exactamente igual que la soja con salsa de teriyaki.

—Ojalá fuera cierto —repuso papá, con ese extraño tono apesadumbrado reservado para la gente que se crio antes del Levantamiento cuando se menciona algo que se ha perdido para siempre. Como la carne roja.

Este es otro efecto secundario de la infección por el Kellis-Amberlee y en el que nadie había pensado hasta que se vieron obligados a vivirlo en sus propias carnes: todos los mamíferos albergan una colonia del virus, y la muerte del animal provoca que el virus transmute a su estado activo. Los perritos calientes, las hamburguesas, los filetes y las costillas de cerdo son cosa del pasado. Quien coma algo de todo eso, estará comiendo partículas víricas en estado activo, y ¿estáis seguros de que no tenéis llagas en la boca? ¿Ni en el esófago? ¿Estáis seguros al cien por cien de que ningún órgano de vuestro aparato sufre algún tipo de daño? Lo único que necesita el virus es una minúscula fisura en tus defensas para despertar la infección aletargada en tu organismo. Cocinar la carne hasta el punto que exige exterminar la infección también aniquila el sabor, y aun así sigue siendo una especie de ruleta rusa.

Hasta el filete más hecho del mundo podría conservar un miligramo de carne contaminada en su interior, y eso es suficiente. Mi hermano pelea con infectados, suelta discursos encaramado al techo de coches abandonados en zonas declaradas catastróficas, nunca se protege con la armadura que le convendría y, en general, va por la vida dando la impresión de que es un suicida temerario. Sin embargo, nunca come carne roja.

Las aves de corral y el pescado son seguros; aun así mucha gente evita comerlos. Hay algo en comer carne que los desasosiega. Quizá sólo sea el hecho de que, de repente, después de varios siglos dominando con mano de hierro el corral, la humanidad ha encontrado un motivo para establecer lazos de empatía con los pollos. Nosotros siempre teníamos en la mesa un pavo en Acción de Gracias y ganso en Navidad. No era más que otro montaje de nuestros padres, en su gran sabiduría en el manejo de los medios, para subir los índices de audiencia, aunque al menos, en este caso tuvo unos efectos secundarios de agradecer. Shaun y yo somos de las pocas personas que conozco de nuestra generación que no tiene manías con su dieta, más allá de lo razonable.

—Yo tomaré la ensalada de pollo y la sopa del día —dije.

—Y una lata de Coca-Cola —añadió Shaun.

—Una jarra —le corregí.

Shaun todavía estaba burlándose de mi adicción a la cafeína cuando apareció el camarero acompañado por el sonriente gerente del restaurante. No nos sorprendió. Nuestra familia ha sido una excelente clienta del local desde que tengo memoria. Siempre que un brote de infección obligaba a clausurar los espacios de reunión al aire libre, mamá estaba en Bronson’s, comiendo en la terraza cercada, para asegurarse de que era la primera persona que salía en cuanto le permitía volver a abrir. Serían estúpidos si no valoraran lo que hemos hecho por su negocio.

El camarero venía cargado con una bandeja con nuestras bebidas habituales: café para mamá y papá, un daiquiri sin alcohol para Buffy, una botella de sidra burbujeante (que a cierta distancia tiene aspecto de cerveza) para Shaun y una jarra de Coca-Cola para mí.

—Gentileza de la casa —indicó el gerente, y nos miró sonriente a mí y a mi hermano—. Estamos muy orgullosos de vosotros. ¡De camino hacia el estrellato del periodismo! Debe de venir de familia.

—Sin duda —repuso mamá haciendo todo lo posible por parecer una tímida niñita coqueta. Lo único que lograba parecer era una imbécil, pero no iba a decírselo. Ya casi estábamos metidos en la campaña electoral, y no valía la pena empezar una discusión.

—No olvidéis autografiarnos una carta antes de marcharos —pidió el gerente—. La colgaremos en la pared. Cuando seáis demasiado importantes como para frecuentar sitios como éste, podremos decir: «Comieron aquí, comieron patatas fritas justo aquí, en esta mesa, mientras hacían sus deberes de matemáticas».

—Eran de física —le corrigió Shaun entre risas.

—Lo que tú digas —repuso el gerente.

El camarero repartió las bebidas mientras iban tomando nota de lo que pedíamos, y acabó de colmar mi primer vaso de Coca-Cola con una floritura de muñeca. Le sonreí y él me guiñó el ojo, evidentemente complacido. Borré la sonrisa de mis labios y enarqué una ceja. Las horas de práctica frente al espejo me han servido para descubrir que hay algunas expresiones ideales para transmitir desdén. Y éste es uno de los pocos gestos en los que las gafas de sol son más una ayuda que una molestia. La complacencia del camarero desapareció al instante y siguió sirviéndonos sin dirigirme la mirada.

Shaun me miró a los ojos.

—Eso ha sido feo —leí en los labios de Shaun.

Me encogí de hombros.

—Ya debería saberlo —le contesté de la misma manera—. Yo no flirteo; ni con camareros, ni con reporteros, ni con nadie.

Al fin, los camareros se retiraron y mamá levantó la taza, sin duda animándonos a brindar. Los demás elegimos el camino más fácil, y la secundamos.

—¡Por los índices de audiencia!

—¡Por los índices de audiencia! —repetimos en coro y chocamos nuestros vasos y tazas, participando resignados del ritual.

Ya habíamos iniciado la carrera hacia esos índices de audiencia. Lo único que teníamos que hacer era esperar a que fuéramos lo suficientemente buenos para mantenerlos. A cualquier precio.

A mi amiga Buffy le gusta decir que el amor es lo que nos mantiene unidos. Las viejas canciones pop tenían razón, y el amor lo es todo, sin excepción, no ha lugar a discusión. Mahir, por su parte, afirma que lo que cuenta es la lealtad: da igual el tipo de persona que seas, siempre y cuando seas leal. George, sin embargo, sostiene que lo importante es la verdad: vivimos y morimos por la oportunidad de quizá llegar a contar un poco de la verdad, de quizá poder avergonzar al diablo un poco antes de morir.

En cuanto a mí, creo que todos esos son grandes motivos por los que vivir, son los que consiguen mantener el barco a flote, pero cuando cae la noche, tiene que haber alguien por quien merezca la pena vivir, una persona que se te aparece en la cabeza siempre que has de tomar una decisión, siempre que dices la verdad, o mientes, o lo que sea.

Yo tengo la mía. ¿Y vosotros?

—Extraído de ¡Viva el rey!,

blog de Shaun Mason, 19 de septiembre de 2039

Ir a la siguiente página

Report Page