Feed

Feed


Epílogo: Por ti muero » Treinta

Página 40 de 42

TREINTA

Me llevó tres meses conseguir que el CDC me entregara las cenizas de George. Lo normal habría sido que hubieran tardado más, dadas las circunstancias que rodearon su muerte, pero, por suerte para mí, mi hermana murió siendo una celebridad y eso granjea amistades en las altas esferas, incluso en el seno del mismísimo CDC, que ha estado ocupado con investigaciones internas para tratar de encontrar la fuente de las «donaciones» anónimas a Tate. Cuando el doctor Wynne acudió a sus superiores con una petición reclamando nuestro derecho a disponer de las cenizas de Georgia, éstos lo escucharon. Supongo que no querían correr el riesgo de convertirse en nuestro reportaje de la semana. Hoy en día todo el mundo quiere evitarlo. Con el tiempo eso pasará (Mahir dice que estamos perdiendo lectores todos los días, ya que la gente tiende a interesarse por las novedades), pero siempre mantendremos cierto caché gracias a todo lo ocurrido. «Tras el Final de los Tiempos: tan entregados a contaros lo que tenéis que saber que morirán en el empeño». Yo estaría mucho más disgustado de no ser porque eso nos ha permitido recuperar a George y llevarla a casa.

El doctor Wynne me trajo personalmente la caja con sus cenizas, acompañado de una joven doctora rubísima que ya había visto en Memphis, Kelly Connolly. Ella me entregó el montón de tarjetas escritas a mano por los empleados de las sedes del CDC repartidas por todo el país, y me dijo que todavía tenía tres montones igual llegados del Instituto para la Investigación Médica de Enfermedades Infecciosas del Ejército de los Estados Unidos de América y de la Organización Mundial de la Salud. Tenía los ojos rojos, como de haber llorado. Tras la muerte de Buffy, nos acusaron de intentar engañar al mundo. Tras la muerte de George, ese mismo mundo lloraba su ausencia conmigo. Tal vez yo debía encontrar consuelo en ello, pero no era así. No quería que el mundo llorara su ausencia, simplemente quería que George volviera a casa.

De hacerlo habría necesitado una dirección para encontrarme. Regresé de la campaña electoral molido, a punto de un colapso debido al agotamiento y descubrí que mi hogar ya no era mi hogar. Mi habitación estaba conectada a la de George, y ella no estaba allí. A menudo me despertaba como de un sueño y estaba de pie en su habitación, sin saber cómo había llegado allí, esperando a que empezara a gritarme y a decirme que llamara a la puerta antes de entrar. Pero nunca pasó. Así que hice las maletas. Necesitaba escapar de los fantasmas. Necesitaba escapar de los Mason.

George murió y el mundo lloraba su ausencia conmigo, sí. Todo el mundo menos mis padres. Oh, sí, en público se comportaban como era de esperar, decían lo que era de esperar y hacían los gestos que eran de esperar. Papá escribió una serie de artículos en los que enfrentaba la responsabilidad individual a la pública y siguió invocando al «sacrificio heroico» de su querida hija adoptada, como si eso, de algún modo, realzara el valor de sus trilladas palabras. Supongo que conseguía su propósito, pues la serie le proporcionó los mejores datos de audiencia en años. George murió siendo una celebridad. No puedo culpar a mi padre por sacar provecho de ello. Aunque sí que puedo. ¡Oh, creedme! Sí puedo.

George y yo hemos tenido redactado el documento con nuestra última voluntad y testamento desde antes de que nos lo exigieran, y aunque ambos siempre dimos por sentado que yo abandonaría este mundo en primer lugar, siempre incluimos cláusulas de premoriencia. Si yo desaparecía antes que ella, se quedaría con todas mis pertenencias, incluidos los derechos de autor de mi obra, tanto la publicada como la inédita. Y a la inversa en el caso de que ella muriera primero. Antes de que nadie pusiera la mano en nuestro patrimonio ambos teníamos que morir, y ni siquiera entonces dejábamos nada a los Mason. Todo era para Buffy; y en el caso de que ella tampoco hubiera sobrevivido a lo que fuera que nos hubiera matado a ambos —(pues George y yo siempre pensamos que de la única manera que podíamos morir juntos era en una catástrofe del tipo «la furgoneta no arranca» en medio de un brote)— todo iba a parar a Mahir.

Había que mantener la página en funcionamiento. Había que dejar la información en las manos adecuadas. Los Mason han estado ausentes de nuestros testamentos desde que teníamos dieciséis años. Ellos no parecían haberse enterado, porque no llevaba ni tres días en casa cuando empezaron a amenazarme con poner a su nombre los archivos inéditos de George.

—Es lo que ella habría querido —me había dicho papá, haciendo todo lo posible para emplear el tono solemne de quien habla con conocimiento de causa—. Nosotros podemos encargarnos de todo, y tú estarás libre para labrarte una carrera en solitario. Ella no habría querido que hipotecaras tu vida para ocuparte de su legado.

—Eres uno de los irwins más importantes del mundo en este momento —había añadido mamá—. Tienes la sartén por el mango. Puedes hacer lo que quieras. Apuesto a que incluso puedes conseguir un permiso para entrar en Yosemite…

—Yo sé lo que quería mi hermana —les había replicado y los había dejado sentados a la mesa de la cocina, sin saber muy bien qué habían hecho mal.

A la mañana siguiente me había marchado. Pasé dos semanas durmiendo en los sofás de colegas blogueros de la ciudad que estaban al corriente de la situación, hasta que finalmente me pillé un apartamento. Sólo tenía un dormitorio, y los sistemas de seguridad estaban tan desfasados que el lugar hacía tiempo que habría sido historia de no ser porque se encontraba en una zona con un certificado de seguridad de primera; además yo no tenía que lidiar con fantasmas ni con unos padres oportunistas que me tendían emboscadas en los pasillos. George se trasladó conmigo, claro; su recuerdo estaba presente en todas sus cosas, empaquetadas en ordenadas cajas de cartón por los tipos que contraté para la mudanza… Pero nunca había estado viva en mi apartamento, y, a veces, yo conseguía olvidar que ya no estaba conmigo. A veces, incluso durante varios minutos, el mundo parecía ser como se suponía que debía ser.

Los doctores Wynne y Connolly aparecieron con las cenizas en el último momento, justo el día anterior al funeral. Si hubiese podido elegir, no lo habría organizado hasta tener en mi poder las cenizas y después de tener algún tiempo para aceptar su pérdida, pero las circunstancias no me dejaban demasiado margen de maniobra, pues el día programado para el funeral era el único en el que el senador Ryman podía asistir, y me había pedido expresamente que celebráramos la ceremonia un día que pudiera acudir. Siempre podría haberlo pospuesto, pero entonces nuestro equipo no habría podido venir, ya que tenían que seguir al senador, quien estaba librando, y al parecer ganando, una batalla cada vez más virulenta por su posición política. Magdalene, Becks y Alaric merecían disfrutar también de la oportunidad de despedirse de George; sobre todo porque habían seguido el camino que mi hermana, Buffy y yo habíamos tenido que abandonar.

Becks se ha puesto al mando de los irwins; yo hablaba en serio cuando dije que no tenía el estómago para continuar. La administración de la página me proporciona toda la acción que necesito, al menos por el momento. Mahir y Magdalene lo están haciendo bien al frente de sus respectivos departamentos. De hecho, los índices de audiencia de la sección de ficción han subido. Magdalene tiene una mayor capacidad para mantenerse centrada que Buffy, aunque carece de la facilidad de ésta para los asuntos tecnológicos y el espionaje. Tal vez eso sea incluso una ventaja; ya sabemos adónde lleva ese camino.

El vuelo que traía a Mahir desde Londres aterrizaba a las once de la mañana del día del funeral. Conduje hasta la zona de recogida de pasajeros, que se encuentra en el límite de la zona en cuarentena, con la esperanza de dar con él en medio de la multitud. Pero no tenía motivo para preocuparme, ya que su vuelo llegaba casi vacío y lo habría reconocido en cualquier lugar aunque no me hubiera pasado años viendo su rostro en las pantallas de los ordenadores. Distinguí en sus ojos la misma mirada hueca y confusa que yo veía en el espejo todas las mañanas, esa extraña especie de negación que sólo parece asomar cuando el mundo decide descarrilar sin avisarte.

—Shaun —me saludó, estrechándome la mano—. Me alegro de conocerte por fin. Sólo lamento que no sea en mejores circunstancias.

—Esto es de parte de George —repliqué, y lo abracé. Mahir no vaciló y también me abrazó, y así permanecimos, llorando el uno sobre el hombro del otro hasta que los agentes de seguridad del aeropuerto nos ordenaron movernos si no queríamos ser detenidos por contravenir las normas de una zona en cuarentena. Nos marchamos.

—¿Hay noticias? —preguntó Mahir cuando nos incorporamos a la autopista—. Llevo horas incomunicado. Maldito vuelo.

—Mensaje de Rick: el avión del senador Ryman ha aterrizado sobre la misma hora que el tuyo. Se reunirán con nosotros en el tanatorio. Emily no ha podido venir; nos manda recuerdos. —Meneé la cabeza—. Me mandó un pastel la semana pasada. Un pastel de verdad. Esa mujer es rarísima.

—¿Qué tal lleva Rick la transición?

—Bastante bien. Es decir, nos dejó cuando el senador le pidió que lo acompañara en su candidatura como futuro vicepresidente y no parece estar volviéndose loco. ¿Quién sabe? Tal vez ganen. Son el pan y circo ideal para el pueblo.

—Estos políticos americanos… —Mahir meneó la cabeza—. Sois condenadamente raros.

—Hacemos lo que podemos con lo que tenemos.

—Supongo que así funciona el mundo. —Se me quedó mirando y vaciló un momento mientras yo sacaba el coche de la autopista para entrar en la ciudad—. Lo siento mucho, Shaun. Yo… No hay palabras para expresar lo mucho que lo siento. Lo sabes, ¿verdad?

—Sé que te importaba mucho mi hermana —repuse, encogiéndome de hombros—. Erais amigos. Tú eras uno de sus mejores amigos.

—¿Eso te lo dijo ella? —inquirió sorprendido.

—La verdad es que sí. Solía decirlo.

Mahir se pasó el dorso de la mano por los ojos.

—Ni siquiera nos conocimos en persona, Shaun. Es tan… es tan injusto, ¡joder!

—Lo sé. —Yo no me molesté en enjugarme las lágrimas. Hacía semanas que había dejado de preocuparme de ellas. Quizá si las dejaba caer libremente acabarían por cansarse, y ellas mismas decidirían dejar de llenarme los ojos—. Hay que aceptarlo. ¿No funcionan así estas cosas? No hay vuelta de hoja. Tenemos que aprender a sobrellevarlo.

—Supongo que sí.

—Al menos mi hermana consiguió su noticia. —El aparcamiento del tanatorio estaba atiborrado de coches. Era lo que tenía meter en una misma casa a los redactores de numerosos blogs y a los miembros de una candidatura presidencial, junto con amigos y familiares. El equipo de seguridad del tanatorio debía de haber alucinado. Este pensamiento bastó para casi hacerme sonreír e hizo soltar una risita apagada a la George que habitaba en mi cabeza.

Mahir me lanzó una mirada de refilón mientras yo aparcaba el coche en la última plaza libre del aparcamiento reservado para la familia.

—Perdona, ¿me he perdido algo? Estás sonriendo.

—No —respondí, desbloqueando la puerta. Habría hombres con unidades de análisis de sangre en las puertas del tanatorio y gente apesadumbrada esperándome para transmitirme sus condolencias y compartir sus lágrimas, como si yo pudiera entenderla cuando apenas si me entendía a mí mismo—. No te has perdido nada, supongo. Estás como yo. —Me apeé del coche. Mahir siguió mirándome con extrañeza y me detuve a esperarlo—. Vamos. Hay un montón de gente esperándonos.

—Shaun.

—¿Sí?

—¿Ha valido la pena?

«No», me susurró George.

—No —respondí—. Pero ¿qué vale la pena realmente cuando llegas al final?

Mi hermana había contado la verdad tal como la veía, y por ello había muerto. Yo la secundé y sigo vivo. No ha valido la pena. Pero se trataba de la verdad, y éste era el único desenlace posible. Intenté aferrarme a ello mientras caminaba hacia al tanatorio, donde agotaríamos nuestras palabras de despedida. Sin embargo, no las pronunciaríamos todas; nunca es posible pronunciarlas todas. Aun así debíamos conformarnos, tanto yo, como George, como todo el mundo, porque eso era todo lo que habría.

—Eh, George —musité.

«¿Qué?».

—Mira esto.

Y cruzamos la puerta.

Ir a la siguiente página

Report Page