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Libro Segundo: Bailando con muertos » Diez

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DIEZ

Se acercaban las votaciones del supermartes, y el desaliento reinaba en el equipo del senador. La gente debería de haber rebosado inquietud y euforia, tener los nervios a flor de piel, después de todo sólo faltaban unas pocas horas para averiguar si ese tren que sólo pasa una vez en la vida despegaba como un cohete o se detenía chirriando en la siguiente estación; y sin embargo, entre los hombres del senador reinaba una atmósfera fúnebre. Los responsables de la seguridad controlaban por triplicado todos los protocolos y pasos, y nadie estaba dispuesto a salir al exterior sin el compañero que le había sido asignado. Incluso los becarios intercambiables empezaban a sufrir de ansiedad y no se enteraban de nada que no tuviera que ver estrictamente con su función. Era horrible.

La expedición se instaló a tres manzanas del centro de convenciones, en lo que había sido el campo de fútbol de un instituto, antes de que el Levantamiento convirtiera los deportes al aire libre en actividades de alto riesgo. El sitio era el idóneo para nosotros, pues nos ofrecía suministro eléctrico, agua corriente y un área abierta lo suficientemente amplia para instalar la valla de seguridad que rodeaba el convoy sin que nada entorpeciera la labor de las cámaras, ya fuera de un modo físico o visual. La cantidad de personas que llenaban Oklahoma City para las celebraciones hacía imprescindible que un autobús seguro cubriera el trayecto hasta el centro de convenciones cada treinta minutos. Cada vehículo contaba con lo último en unidades de análisis de sangre y vigilantes armados.

Recibimos la confirmación definitiva de que Tracy McNally había recibido un disparo en la rótula de la pierna derecha durante el ataque de los zombies dos días después de que Shaun y yo lo descubriéramos en las imágenes que habíamos grabado e informáramos al cuerpo de seguridad del senador. Este hecho, sumado a los cables cortados de los chivatos de la valla de seguridad, confirmó de manera taxativa que el ataque había sido un chapucero intento de asesinato. Para entonces, el convoy estaba inmerso en los preparativos para abandonar Eakly, y todos tuvimos la sensación de que estábamos dejando atrás nuestros últimos restos de buen humor.

Shaun fue quien primero calificó el intento de asesinato de chapucero. Cuando el senador le pidió que argumentara su opinión, él simplemente se encogió de hombros y respondió: «Usted está vivo, ¿no?». La explicación no resultaba reconfortante, pero era válida. Una manada de zombies inicial más numerosa o unos cuantos guardias más abatidos como Tracy, habrían bastado para que la expedición entera hubiera sido arrasada en vez de sufrir un puñado de bajas. Una de dos, o sólo habían pretendido darles un susto, o había sido una chapuza total. Y lo primero parecía improbable, pues se había utilizado a humanos infectados.

La tentación de tratar de utilizar a los infectados como «armas» se ha reducido exponencialmente desde el juicio Raskin-Watts, en 2026, cuando se declaró oficialmente que cualquier individuo que utilizara el virus Kellis-Amberlee en su estado activo como arma sería procesado por terrorismo.

¿Qué sentido tiene utilizar un arma viscosa y tan difícil de controlar si incluso un fracaso significa que vas a formar parte del reducido grupo de afortunados que todavía cumple los requisitos para la pena de muerte?

Los chivatos parecían ser el único elemento del equipamiento del convoy que había sido saboteado. Revisando las imágenes de las cámaras que grababan la puerta, se pudo confirmar que los saltos en las grabaciones se debían a un pulso electromagnético estratégicamente ubicado para que afectara únicamente a las cámaras en un radio concreto y no fuera detectado por los sensores de Buffy. Se puede conseguir esa clase de tecnología en un RadioShack. Es un artefacto fácil de llevar, económico y que no deja rastro, a menos que se consiga el nombre del fabricante y el modelo de la unidad, lo que no había ocurrido en nuestro caso. Los hombres del senador habían examinado cada milímetro de las pruebas recuperadas del incidente y todavía andaban lejos de encontrar respuestas a los interrogantes. Más bien al contrario, cada vez parecía más remoto que llegara a averiguarse algo, pues el rastro había tenido tiempo para desvanecerse.

¿Quién querría matar al senador Ryman? «Prácticamente todo el mundo» sería un buen punto de partida. El senador Peter Ryman había empezado como un candidato improbable y, de algún modo, se había situado a la cabeza de la carrera presidencial. Todo podía cambiar antes de la convención oficial del partido, pero era innegable que le había ido bien en las encuestas, aparecía como un candidato sólido para un espectro muy amplio de votantes y sus opiniones atraían a las mayorías. Haber sido el primer candidato en abrir las puertas de su campaña al mundo de los blog no le había hecho ningún daño; al contrario, le había proporcionado un importante aumento de popularidad entre los votantes menores de treinta y cinco años. El resto de los candidatos tardaron demasiado tiempo en darse cuenta de que quizá se habían precipitado despreciando esa baza, y rápidamente intentaron enmendar el error. Durante la semana siguiente al suceso de Eakly, dos de nuestros betas recibieron sendas invitaciones para cubrir la campaña de los contrincantes políticos del senador Ryman. Ambos adujeron un conflicto de intereses para rechazar la oferta. Cuando tienes algo bueno entre manos no lo sueltas antes de tiempo.

Más allá de su madera de líder, el senador Ryman tenía a su favor que era fotogénico, muy querido, estaba bien situado en el Partido Republicano y que no tenía un pasado sembrado de escándalos importantes. Nadie llega tan lejos en política con un pasado inmaculado, pero en su caso estaba lo más cerca posible a ese ideal. El suceso más escandaloso que yo he podido averiguar estaba relacionado con su hija mayor, Rebecca, que, o bien fue un bebé tres meses prematuro, o bien fue engendrada fuera del matrimonio. Eso es todo. Ryman es como un Boy Scout grandullón y afable, que una mañana se hubiera despertado decidido a convertirse en el presidente de los Estados Unidos de América.

Ni siquiera parece pertenecer a ninguno de los grandes grupos de presión. A pesar del rancho de caballos de su esposa, defiende el cumplimiento de la Ley Mason, lo que significa que no está en el bolsillo de las organizaciones para la defensa de los derechos de los animales; aun así se opone a la caza indiscriminada y a la deforestación, por lo tanto no es un títere de los grupos que piden la destrucción de la naturaleza. El senador tampoco predica la teoría de la condena divina ni mantiene que el humanismo secular sea la única respuesta tras el Levantamiento. No he sido capaz de encontrar pruebas de que su candidatura reciba fondos de las compañías tabaqueras, cuando absolutamente todo el mundo recibe sus donaciones para las campañas. Una vez que el cáncer de pulmón dejó de matar a los fumadores, las compañías tabaqueras se apresuraron a contribuir económicamente en la mayoría de las campañas políticas. Se saca mucho dinero con cigarrillos que no provocan cáncer.

Mucha gente saldría beneficiada con la muerte de Peter Ryman. De modo que no era extraño que el ambiente de la expedición fuera cada vez más deprimente a medida que se acercaban las primarias. El ambiente de buen humor que había imperado durante las seis primeras semanas de campaña había desaparecido, y en su lugar había rostros serios, estrictos guardias de seguridad que a veces parecían pensar que debían someterte a un análisis de sangre sólo por haber usado un aseo público. Buffy lo llevaba bastante bien, en buena medida porque pasaba todo el tiempo metida en la furgoneta, o con Chuck y su equipo revisando las torres de seguridad del vallado que rodeaba el convoy. Sin embargo, Shaun y yo estábamos volviéndonos locos.

Ambos tenemos nuestros propios métodos para sobrellevar los momentos de desquiciamiento. Por eso cuando llegó el supermartes, Shaun había salido, con todos los irwins que habían llegado para cubrir el evento, en busca de muertos vivientes a los que irritar, mientras que yo me hallaba encajonada en un autobús con seis docenas de periodistas más, todos ellos con una expresión de profunda incomodidad grabada en el rostro, de camino al centro de convenciones. Desconocía el motivo de su inquietud; yo había tenido que pasar tres veces mi pase por un escáner y someterme a dos análisis de sangre para poder subir al vehículo. De la única manera que alguien podía convertirse antes de que llegáramos al centro de convenciones, era sufriendo una parada cardiorrespiratoria causada por el agobio de estar rodeado por otros seres humanos.

Un hombre con el semblante tenso y la camisa con unas arrugas que parecían estar diciendo «no llevo bien puesto el chaleco de Kevlar», subió al autobús.

—Vehículo lleno —anunció el conductor—. Este autobús parte hacia el centro de convenciones.

El anuncio levantó algunos aplausos entre los viajeros, la mayoría de los cuales parecían estar planteándose un cambio de profesión. ¡Nadie les había dicho jamás que ser periodista implicaba que hubiera que hablar con gente!

Si da la impresión de que no tengo ningún respeto a mis colegas de profesión, se debe a que la mayoría de las veces así es. Por cada Dennis Stahl dispuesta a salir ahí fuera en busca de la noticia, hay tres o cuatro reporterillos que prefieren editar las imágenes tomadas a distancia con sus cámaras, entrevistar a la gente por teléfono y nunca salir de su casa. Hay una página en la red bastante popular, Bajo la Lente, que hacen de eso una de sus señas de identidad. Sostienen que son realmente objetivos porque sus reporteros nunca se internan en las zonas donde suceden los incidentes. Ninguno de ellos posee una licencia de clase A, y encima alardean de ello, como si mantenerse alejado de la noticia fuera una virtud. En el caso de que las nubes de paparazzi sirvan a una causa, ésta es la de evitar que esa actitud prolifere.

El miedo idiotiza a la gente, y el Kellis-Amberlee ha sido una fuente de terror durante los últimos veinte años. Llega un momento en el que hay que superar el miedo y seguir con la vida, y mucha gente no parece capaz de hacerlo. Desde los análisis de sangre hasta los vecindarios vallados, nos hemos abrazado al culto del miedo, y da la impresión de que ya no tenemos ni idea de cómo devolverlo al lugar al que pertenece.

El viaje hasta el centro de convenciones transcurrió en un silencio casi absoluto, sólo roto por los pitidos y los zumbidos que emitían los equipos de los pasajeros cada vez que se recalibraban tras atravesar los diversos puestos de seguridad y zonas de servicio. La tecnología inalámbrica ha alcanzado tal desarrollo que casi hay que estar en medio de la selva o sobre un iceberg en aguas inexploradas para encontrarte con un «fuera de servicio»; aun así, los ámbitos de la privacidad y de la encriptación han progresado al mismo ritmo, lo que con frecuencia provoca que el servicio esté disponible y, sin embargo, no sea posible utilizarlo a menos que se conozcan las claves de seguridad de las redes.

Se supone que nadie tiene por qué interferir en el servicio telefónico normal. No obstante, eso no evita que equipos de seguridad entusiastas corten de vez en cuando todo salvo las frecuencias de emergencia. Resultaba divertidamente sencillo identificar a los periodistas freelance: eran los que tecleaban con sus PDA apoyadas en la palma de la mano, como si de alguna manera así fueran a aparecerles las claves de seguridad de los puntos de acceso al centro de convenciones. Por suerte para los técnicos en seguridad del mundo, ese sistema nunca le ha funcionado a nadie, y los periodistas freelance seguían machacando en silencio sus artilugios cuando llegamos al centro.

La parada del autobús se encontraba en un garaje subterráneo, en una zona despejada y bien iluminada, equidistante de la entrada y la salida. Al aproximarse el vehículo, la puerta se levantó, y cuando el autobús entró, la puerta descendió. Suponiendo que fuera un sistema de seguridad estándar, habría unos cortacircuitos instalados para evitar que la puerta de entrada y la de salida estuvieran abiertas al mismo tiempo, y en el caso de que la alarma interna se disparara, ambas puertas se cerrarían y quedarían bloqueadas. En el concepto moderno de la seguridad, la expresión «trampa mortal» nunca se usa. La idea es minimizar las bajas, no evitar que se produzcan.

Unos serios guardias de seguridad, cada uno con un equipo de análisis de sangre, se acercaron al autobús según se abrían las puertas. Contuve un gruñido cuando bajé, y fui hacia el primer guardia que vi libre. Me ajusté las correas de la mochila y extendí la mano. El guardia de seguridad me colocó la unidad de análisis y me aprisionó la mano con ella como si fuera un cepo.

—Pase de prensa.

—Georgia Mason, Tras el Final de los Tiempos. —Desenganché el pase de mi blusa y se lo tendí—. Estoy en el grupo del senador Ryman.

El guardia introdujo la tarjeta por un escáner que llevaba prendido a la cintura. El artefacto emitió un pitido y escupió el pase. El guardia me lo devolvió y echó un vistazo a la unidad de análisis, en el que parpadeaba una luz verde. Frunció el ceño.

—Quítese las gafas, por favor, señorita Mason.

Genial. Algunas unidades extremadamente sensibles pueden confundirse por el elevado nivel de partículas de virus inactivo causado por el Kellis-Amberlee de la retina. Exponer mis ojos a las luces lacerantes del garaje no era exactamente lo que más me apetecía en ese momento, pero tampoco lo era que me pegaran un tiro como medida de precaución. Me quité las gafas de sol y reprimí el impulso de cerrar los ojos.

El vigilante se inclinó hacia mí, examinándome los ojos.

—Kellis-Amberlee de la retina —dijo—. ¿Lleva la tarjeta médica?

—Sí. —Nadie con una alta concentración natural de virus sale de casa sin la tarjeta médica si quiere seguir disfrutando de la vida. Saqué la cartera, extraje la tarjeta de su interior y se la entregué. La introdujo por una ranura en la parte posterior de la unidad de análisis y la luz verde dejó de parpadear, se volvió amarilla y finalmente quedó fija en el verde; el aparato parecía satisfecho tras comprobar que mis niveles de virus estaban dentro de los parámetros normales y no había nada de lo que preocuparse.

—Gracias por su cooperación. —Me devolvió la tarjeta. Volví a guardarla en la cartera y me puse las gafas—. ¿Sus socios también vienen?

—Hoy no. —El escaneo de mi pase de prensa debía de haberle proporcionado toda la información necesaria sobre nuestra organización: nuestro currículum, nuestros índices de audiencia, todas las citaciones judiciales que hubiéramos recibido por publicar información errónea o difamatoria y, por supuesto, cuántos viajábamos con el senador y su equipo—. ¿Dónde puedo encontrar…?

—Los puntos de información se encuentran en el interior. Suba la escalera y tuerza a la izquierda —respondió, mientras ya se volvía hacia el periodista que aguardaba turno.

Hospitalidad en serie. Quizá no es muy calurosa, pero cumple su misión. Fui hacia las puertas de cristal del centro de convenciones propiamente dicho, donde tenía la esperanza de encontrar rápidamente un cuarto de baño. Los ojos me hacían chiribitas por la luz, y la única manera de hacerlas desaparecer era engullendo un puñado de analgésicos antes de que la migraña tuviera tiempo de instalarse. La esperanza era mínima, pero como no me hacía ni pizca de gracia la idea de pasar el día mezclada con políticos y periodistas soportando un dolor de cabeza, era lo único a lo que podía agarrarme.

El aire acondicionado estaba al máximo, aunque estábamos en febrero en Oklahoma. El motivo para ese frío ártico era evidente: el lugar era un enjambre de gente. A pesar de la xenofobia que se ha apoderado del mundo desde el Levantamiento, todavía hay actividades que exigen el cara a cara, entre ellas los mítines. Los mítines han ido aumentando en público mientras que eventos más pequeños han ido perdiendo participantes. Siempre existe la posibilidad de un incidente cuando se reúnen una o dos decenas de personas en un lugar, pero el hombre es, por naturaleza, un ser social, y de vez en cuando necesita este tipo de excusas.

Antes del Levantamiento, el supermartes había sido algo grande. Hoy en día es como un circo. Más allá de las esperadas facciones políticas y de los grupos de presión, el centro de convenciones ofrece varias salas de exposiciones y hasta un centro comercial en miniatura, con puestos de comida y venta de artículos. ¡Deposite su voto para el próximo candidato presidencial y compre un par de zapatillas para hacer footing! ¡Usted sabe que todas las personas dentro de este centro han pasado el control, así que páselo en grande!

La combinación del frío repentino con el agobio de tantos cuerpos bastó para empeorarme el dolor de cabeza. Me abrí paso en diagonal a través de la multitud, con los hombros encogidos, en dirección a la escalera mecánica. Supuse que en información podría indicarme dónde estaban los servicios y lo que fuera que se hubiera habilitado para la prensa en medio de aquel zoo.

Llegar a la escalera mecánica no era tan fácil como parecía, pero después de nadar contracorriente por el mar de delegados, comerciantes, votantes y turistas que creían que valía la pena aguantar los controles de seguridad para pasar un buen rato, lo conseguí y me agarré al pasamano con todas mis fuerzas. Considero que la tendencia del norteamericano medio de esconderse en casa mientras la vida corre fuera es una reacción desproporcionada a una realidad inevitable. Sin embargo, yo sigo siendo hija de mi generación, y para mí, quince personas ya forman una multitud. La expresión nostálgica que a veces aparece en el rostro de la gente mayor cuando habla sobre reuniones con seiscientas y setecientas personas, es algo totalmente ajeno a mí. Yo no me he criado con eso, y meter tantos cuerpos en un espacio cerrado, aunque sea tan amplio como el Centro de Convenciones de Oklahoma City, simplemente me parece un error.

A juzgar por la composición de la multitud, no era la única con esa opinión. A excepción de los empleados uniformados de las empresas que vendían algo, no vi a nadie más joven que yo. Se me da mejor estar entre gente que a la mayoría de los nacidos tras el Levantamiento, porque me he obligado a que así sea; además de la experiencia con los enjambres de paparazzi, he asistido a convenciones sobre tecnología y a congresos académicos. Así he conseguido hacerme a la idea de que la gente se reúne. De no ser porque me he pasado estos últimos años trabajando para conseguir eso, habría huido chillando nada más poner un pie en el vestíbulo, lo que probablemente habría llevado a pensar a los guardias de seguridad que se había producido un brote vírico y nos habrían confinado a todos en el recinto. Así soy yo: siempre optimista.

Vi el punto de información en cuanto salí de la escalera mecánica. Se trataba de un quiosco de forma octagonal y colores vivos, flanqueado por unas muchachas ligeritas de ropa, que ofrecían cajetillas de cigarrillos. Me abrí paso entre ellas, rechazando hasta tres veces sus obsequios, me detuve frente al mapa del centro de convenciones y lo estudié atentamente.

—Está usted aquí —mascullé—. Genial. Ya me he encontrado. ¿Y dónde estará la fuente?

—¿No fuma? —me interrogó una voz a mi lado. Me volví y me encontré cara a cara con Dennis Stahl, del Eakly Times. Me miraba sonriente, con su pase de prensa prendido en la solapa de su chaqueta ligeramente arrugada—. Me pareció reconocerla.

—Señor Stahl —dije, enarcando las cejas—. No esperaba verlo aquí.

—¿Porque trabajo en un periódico?

—No, porque esta sala acoge prácticamente a toda la población del país, y ya creía que no podría encontrar ni a mi hermano sin un dispositivo de rastreo.

El señor Stahl rompió a reír.

—Sí, tiene razón. —Una de las jovencitas ligeritas de ropa aprovechó que estaba distraído para enchufarle un paquete de cigarrillos en la mano. El veterano periodista se la quedó mirando desconcertado, y al final me tendió ofreció el paquete—. ¿Un cigarrillo?

—Gracias. No fumo.

—¿Por qué no? —inquirió, con la cabeza ladeada—. Imaginaba que un cigarrillo sería el complemento perfecto para su «miradme, soy la tía dura de la integridad periodística» —me soltó. Alcé un poco más las cejas. Él volvió a reír—. Vamos, señorita Mason. Siempre va vestida de negro, con una grabadora portátil de mp3, un aparato que no he visto utilizar a nadie en años, y nunca se quita las gafas de sol. ¿De verdad cree que no reconozco a alguien que quiere crearse una imagen determinada en cuanto lo veo?

—En primer lugar, padezco Kellis-Amberlee de la retina. Las gafas de sol son una necesidad médica. En segundo lugar… —Hice una pausa y se me escapó una sonrisa—. Me ha pillado. Es todo imagen. Aun así no fumo. ¿Sabe dónde están los servicios en este lugar?

—Llevo aquí tres horas y todavía no he visto ni uno —respondió—. Pero hay un Starbucks astutamente escondido al final de una de las hileras de stands. ¿Le importa que la acompañe?

—Si así voy a conseguir un poco de agua, encantada —dije, rechazando con la mano otro paquete de cigarrillos.

El señor Stahl asintió con la cabeza y extendió el brazo para abrir un camino entre la multitud y conducirme hasta el Starbucks.

—Agua o un sustituto adecuado —repuso—. A cambio tengo una pregunta para usted… ¿Por qué no fuma? Insisto en que sería el complemento perfecto para fortalecer su imagen. ¿Razones personales?

—Me gusta disponer de la capacidad pulmonar suficiente para escapar corriendo de los muertos vivientes —respondí, inexpresiva.

El señor Stahl enarcó una ceja y se encogió de hombros. Estaba siéndole sincera. El tabaco no provoca cáncer, pero sigue causando enfisemas, y no me apetece nada morir devorada por un zombie sólo por parecer más guay. Además, el humo puede provocar interferencias en algunos aparatos electrónicos delicados, y ya es bastante difícil mantener todos los dispositivos operativos durante una incursión. No hay ninguna necesidad de añadir otro elemento contaminante a la porquería que ya tienen que soportar.

—¡Ja! Y yo que pensaba que si sacábamos el cáncer de la ecuación volveríamos a un mundo donde todo periodista agresivo se fumaría ocho paquetes al día.

La fila de stands estaba atestada de gente vendiendo productos de todos los tamaños y formas, desde comida liofilizada de la que se garantizaba que conservaría todas sus propiedades hasta armas de la edad media con protectores para salpicaduras incorporados. Si lo que se buscaba era un tipo de entretenimiento más frívolo, también se podía encontrar la habitual exposición de nuevos modelos de coches, accesorios para el cuidado del cabello y juguetes para los niños. He de admitir que sentí cierta simpatía por el puesto de Mattel, que promocionaba la Barbie Superviviente Urbana, con un machete y una unidad de análisis de sangre.

—Eso, si suponemos que todos los «periodistas agresivos» vienen de fábrica con unos padres a los que no les importa que sus cortinas apesten por culpa de sus hijos —repliqué—. ¿Y usted qué? No le veo encendérselo.

—Asma. Podría fumar si quisiera. Y también podría desplomarme en mitad de la calle agarrándome el pecho, y no sé por qué esa posibilidad le quita algo de diversión al fumar. —Señaló hacia el final de la fila de stands—. Allí está el Starbucks. ¿Qué la ha traído aquí?

—Lo de siempre. Sigo al senador como un perrito obediente. ¿Y a usted?

—Más o menos lo mismo, aunque en mi caso quizá sea por un motivo más general.

—No había cola en el Starbucks, sólo tres empleados con cara de aburrimiento inclinados sobre la barra, tratando de parecer muy ocupados. El señor Stahl se acercó a ellos—. Un café sólo grande, por favor, para llevar.

Los empleados se miraron, pero era obvio que ya habían alcanzado el cupo de discusiones con tipos con pases de prensa en la solapa. Uno de ellos se movió para preparar el pedido.

El señor Stahl se volvió a mí.

—¿Quiere algo?

—Sólo un botellín de agua, gracias.

—Vale. —Cogió su café y me pasó el agua. Luego entregó la tarjeta de crédito al empleado de la caja.

—¿Qué le debo? —pregunté dirigiéndome al señor Stahl mientras rebuscaba en el bolsillo.

—Olvídelo. —Cogió la tarjeta que le devolvía el empleado y dio media vuelta para ir hacia una mesa casi en el extremo de la hilera de stands—. Considérelo un regalo por el número de ejemplares del periódico que vendimos gracias al pequeño incidente que sufrió su convoy tras el mitin hace unas semanas. ¿Lo recuerda?

—¿Cómo podría olvidarlo? —Saqué un bote de analgésicos fuertes, de los que sólo se consiguen con receta médica, de la mochila que llevaba colgada del hombro y levanté la tapa con el dedo pulgar—. Ese «pequeño incidente» ha marcado mi vida estas últimas semanas.

—No tendrá algún detalle jugoso para un viejo amigo, ¿verdad?

Había resultado imposible evitar que se filtrara la noticia del sabotaje del chivato. Y aunque hubiésemos querido arruinar nuestros índices de audiencia de esa manera, las familias de las víctimas podrían habernos demandado por interferir en un caso federal si hubiéramos intentado ocultar ciertos detalles.

—Nada que no haya aparecido ya en los medios.

—Los peligros de bombardear las fuentes —señaló Stahl—. Ahora en serio, ¿cómo están las cosas en el campo del senador? ¿Todo tranquilo?

—Relativamente —respondí, haciendo bailar cuatro pastillas en la palma de la mano; me las metí en la boca y las tragué ayudada por un trago de agua helada—. Hay tensión, aunque contenida. No se han hallado pistas claras sobre la identidad de los saboteadores. Eso provoca algunos conflictos internos; ya sabe a qué me refiero, ¿no?

—Sí, por desgracia lo sé. —El señor Stahl meneó la cabeza—. Quienquiera que haya sido, ha tenido cuidado de no dejar pistas.

—Por un buen motivo: murieron personas en el ataque. Eso lo convierte en un homicidio, de modo que podría utilizarse el precedente Raskin-Watts contra él. La mayoría de la gente no comete actos terroristas pensando que la van a pillar. —Di otro trago al botellín de agua mientras esperaba que los analgésicos hicieran efecto.

El señor Stahl asintió con la cabeza, apretando los labios.

—Lo sé. Carl Boucher era un fanfarrón y un cabrón cabeza cuadrada, pero no merecía morir. Ninguno de ellos merecía morir. Por muy buena o mala persona que se sea, nadie merece una muerte así. —Se separó de la mesa con el vaso de café en la mano—. Bueno, tengo que reunirme con mi equipo de fotógrafos. Entrevistamos a Wagman dentro de media hora y le gusta que la prensa sea puntual. Cuídese, señorita Mason, ¿de acuerdo?

—Haré lo que pueda —respondí, asintiendo con la cabeza—. Ya tiene mi dirección de correo electrónico.

—Seguiremos en contacto —me aseguró. Dio media vuelta y se metió con paso firme entre la multitud, que fue cerrándose tras él hasta engullirlo.

Yo me quedé un rato más, bebiendo traguitos de agua y meditando sobre el ambiente que se respiraba en el centro de convenciones. En cierta manera era como un cruce entre el carnaval y una fiesta de fraternidad universitaria, en la que se entremezclaba gente de todas las edades, ideas y credos, con ganas de pasarlo bien hasta el último segundo antes de tener que regresar a lugares menos seguros. Del techo colgaban carteles que indicaban a los votantes de los distintos distritos adonde debían dirigirse si querían votar a la manera tradicional, es decir, depositando la papeleta con su voto en una urna, en vez de hacerlo por el moderno método electrónico, que contabilizaba los votos en tiempo real. Por el poco caso que les hacía la mayoría de los asistentes, deduje que casi todos habían votado por la red antes de salir hacia el centro de convenciones. Hoy en día, las urnas son poco más que una curiosidad, que se mantiene porque la ley insiste en que todo aquel que no desee utilizar medios electrónicos debe poder depositar una papeleta con su voto. En realidad, esto significa que no se conocen los resultados definitivos de unas elecciones hasta que las papeletas se han contabilizado, pese a que el noventa y cinco por ciento de los votos hayan sido enviados por medios electrónicos.

Las compañías tabaqueras no eran las únicas que recurrían al consabido poder de las féminas semidesnudas para promocionar sus productos. Unas jóvenes sonrientes y cubiertas únicamente por lo que a duras penas podía llegar a definirse como un bikini correteaban entre la multitud, regalando chapas y banderines con eslóganes políticos. Más de la mitad de esos obsequios acababan en las papeleras o directamente en el suelo. Me di cuenta de que la mayoría de las chapas que llevaba la gente apoyaban al senador Ryman o al gobernador Tate, quien definitivamente se postulaba como el contrincante más peligroso del senador dentro del partido. La congresista Wagman había sacado partido de la única bala en su recámara, pero todos los rumores decían que ya no le serviría para llegar más lejos. Uno puede utilizar la plataforma de «soy una estrella del porno» para darse a conocer, y luego exhibirse por las calles todo lo que quiera, pero esa actitud nunca le conducirá hasta la Casa Blanca. Todo indicaba que el candidato del Partido Republicano a la presidencia saldría de la pareja Ryman y Tate.

Probablemente, los resultados de la votación de ese día fortalecerán la posición de uno de ellos y convertiría la convención en una simple formalidad. Yo había tenido la esperanza de que apareciera un tercer candidato para animar un poco las cosas, pero durante la campaña electoral no se había dado ninguna sorpresa. Los votantes republicanos, e incluso los demócratas y los independientes, veían el asunto como una elección entre el estilo sosegado y tranquilo del «todos hemos de llevarnos bien mientras convivamos en este mundo» de Ryman y el estilo de fuego del infierno y condenación de Tate, que tanta atención estaba captando, y por lo tanto, posibles votos, de casi todo el mundo.

Di unos golpecitos en mi reloj para activar la función de grabación, levanté la muñeca y susurré: «Nota: Intentar conseguir una entrevista con algún miembro del equipo de Tate tras las primarias, sean cuales sean los resultados».

Técnicamente, Shaun, Buffy y yo somos «periodistas rivales», ya que nos dedicamos a seguir la campaña de Ryman. Sin embargo, al mismo tiempo, hemos hecho votos públicos de integridad periodística, lo que significa que (por lo menos en teoría) se puede confiar en que nuestros artículos serán imparciales y justos, a menos, claro está, de que se trate de un editorial claramente de opinión. Acercarme a Tate para averiguar cómo es el hombre que se esconde detrás del político podría hacer que me cuestionara mis objeciones cada vez mayores a sus ideas políticas. O tal vez no, y en ese caso se reafirmarían mis razones para apoyar a Ryman. De cualquier modo conseguiría material para un buen artículo.

Casi me había acabado el agua y no había ido al centro de convenciones para observar a la gente y conseguir que un periodista local me pagara las consumiciones, por mucho que eso significara una mejora sustancial de la vida que había llevado últimamente como integrante del convoy del senador. Di unos golpecitos a mi anilla de la oreja.

—Llamar a Buffy.

Un silencio precedió a la conexión, y a continuación sonó la voz de Buffy en mi oído.

—¿Qué extraordinario servicio puede prestar esta humilde sierva a su majestad en esta tarde gloriosa?

—¿Interrumpo tu partida de póquer?

—En realidad estábamos viendo una película.

Risitas Chuck y tú estáis intimando demasiado, ¿no te parece?

—No te metas en mis asuntos y yo no me meteré en los tuyos. Además, estoy en mis horas libres —respondió Buffy en tono mojigato—. No hay nada que editar y toda mi parte del material para el resto de la semana está subida al servidor programable.

—Me parece genial —respondí. Contrariamente a mis temores iniciales, los analgésicos habían evitado que mi incipiente dolor de cabeza se convirtiera en algo más que unas molestas punzadas en las sienes—. ¿Puedes decirme dónde se halla exactamente el senador? Estoy en el centro de convenciones, y este lugar es una locura. Si me pongo a buscarlo por mi cuenta, es probable que nunca más vuelva a saberse nada de mí.

—Y podré rastrear el paradero de un funcionario del gobierno porque…

—Sé que por lo menos le has colocado un micrófono, y siempre sigues el rastro de tus juguetitos con un dispositivo de rastreo.

Buffy guardó silencio unos instantes.

—¿Tienes cerca un puerto de datos? Miré alrededor.

—Hay una entrada de conexión pública a unos diez metros.

—Genial. Se ha bloqueado el acceso inalámbrico público a los mapas del centro de convenciones para «preservar la seguridad del centro» o algo por el estilo. Acércate a la entrada, conéctate y podré enviarte la situación actual del senador Ryman, siempre y cuando no se encuentre a menos de diez metros de un emisor de interferencias.

—¿Te he dicho últimamente lo mucho que te quiero? —Me puse en pie, lancé la botella de agua a una papelera de reciclaje y fui hacia el dispositivo de entrada—. Así que Chuck, ¿eh? Supongo que es mono, si es que te gustan los frikis esmirriados. Personalmente, los prefiero un poco más altos, pero para gustos, colores. Sólo asegúrate de averiguar de qué va.

—Sí, mamá —respondió Buffy—. ¿Sigues ahí?

—Estoy conectándome. —Enchufar mi dispositivo portátil a la entrada en la pared fue cuestión de segundos. La estandarización de los puertos de datos ha sido una auténtica bendición para los usuarios ineptos de ordenadores del mundo. Mi equipo tardó unos segundos en tramitar la conexión con los servidores del centro, y buena parte de ese tiempo la empleó en verificar la compatibilidad de los programas antivirus y antispam que tenía instalados. Enseguida emitió unos pitidos, que informaban de que ya estaba operativo—. Estoy conectada.

—Genial. —Buffy se quedó callada. Yo oía de fondo el ruido de las teclas bajo sus manos—. Lo tengo. Tú estás en la zona de expositores de la primera planta, ¿verdad?

—Correcto. Cerca del Starbucks.

—Especifica; hay ocho stands de Starbucks sólo en esa planta. Por cierto, cuando vuelvas tráeme un moca de vainilla y frambuesa sin azúcar. El senador se encuentra en la planta de conferencias, tres pisos por debajo de ti. Te envío un mapa. —Mi dispositivo portátil emitió unos pitidos informando de que había recibido el archivo—. Con eso no deberías necesitar nada más, siempre y cuando el senador no se mueva.

—Gracias, Buffy. Pasadlo bien. —Me desconecté de la entrada de la pared.

—No vuelvas a llamar hasta dentro de una hora por lo menos. —La comunicación se cortó.

Sacudí la cabeza y me concentré en el mapa que ocupaba mi pantalla. Era bastante simple; el centro de convenciones estaba representado con unas líneas nada complicadas que no dejaban lugar a la confusión. El último paradero conocido del senador estaba marcado en rojo, y una delgada línea amarilla lo unía al punto blanco que representaba el puerto de datos que yo había utilizado para descargar la información. Buen trabajo. Me ajusté las gafas de sol y me abrí paso por la sala de expositores.

La densidad de gente había aumentado durante el descanso que me había tomado para beberme el agua. Pero eso no era ningún problema, pues el programa de orientación de Buffy proporcionaba una información completa de las rutas habilitadas para el tránsito de los asistentes por todo el centro de convenciones; además había sido programado para sugerir la ruta más rápida, que no era necesariamente la más corta, entre dos puntos. Después de realizar una estimación de los niveles de congestión, el programa me ofreció una ruta que atravesaba pasillos poco frecuentados, atajos semiescondidos y un montón de escaleras. Como la gente prefiere usar escaleras mecánicas siempre que es posible, optar por las escaleras normales siempre es la mejor elección para evitar perderse entre la multitud.

La tendencia humana hacia los ilusorios aparatos que supuestamente ahorran tiempo ha sido objeto de multitud de estudios desde el Levantamiento. Durante una crisis viral en un enorme centro comercial del Medio Oeste, se estimó que habían muerto seiscientas personas por no querer utilizar las escaleras normales. Las escaleras mecánicas se bloquean si se sobrecargan. La gente se queda encerrada en los ascensores o es acorralada por los zombies que se las han ingeniado para mezclarse con la marabunta que trata de abrirse paso a empellones por las escaleras mecánicas. Así son las cosas. Uno pensaría que después de un suceso así, la gente empezaría a ver con buenos ojos hacer un pequeño esfuerzo y utilizar las escaleras; sin embargo, se equivocaría. A veces, la costumbre más difícil de romper es la de no hacer nada más que lo imprescindible.

Me llevó casi un cuarto de hora descender tres plantas y pasar el sencillo control establecido entre las plantas de los expositores y el piso de conferencias, de acceso exclusivo de los candidatos, los familiares cercanos, los funcionarios y la prensa. El control se limitó a escanear mi pase de prensa para comprobar que no fuera falso, cachearme en busca de armas para las que no tuviera licencia y someterme a un análisis de sangre básico con una unidad portátil barata de una marca de la que sé a ciencia cierta que tiene una tasa de error del treinta por ciento. Supongo que una vez que pasas las puertas de sitios como ése, ya no se preocupan tanto por tu salud. El silencio que reinaba en el piso de conferencias supuso un cambio brusco del ajetreo de las plantas superiores. Ahí abajo, el negocio de esperar los resultados era exactamente eso: negocios. Siempre hay un par de candidatos que no se marchan pese a que los sondeos no daban un duro por ellos. Sin embargo, el hecho es que los candidatos de los partidos casi siempre acaban siendo los tipos que salen vencedores del supermartes, y sin el apoyo del partido las posibilidades de hacerse con la presidencia del país son nulas. Se recibe de buen grado a todos los aspirantes, pero probablemente nunca ganarán. Nueve de cada diez tipos que llevaban estos últimos meses pateándose las calles, estarían de camino a casa después de las primarias. Hasta dentro de cuatro años hasta que volvieran a tener otra oportunidad de saltar al estrellato, y algunos de ellos no pueden esperar tanto tiempo. Muchos de los candidatos que se jugaban ese día su futuro nunca volverían a presentarse. En días como ése se cumplen y se rompen los sueños.

El senador y su equipo se encontraban en una lujosa sala de juntas a la que se accedía por una puerta situada más o menos en el centro del pasillo. En una placa en la pared junto a la puerta se leía: «Senador Ryman, Rep., WI». Aun así llamé a la puerta por si acaso se encontraban en mitad de algo en lo que yo no tenía por qué inmiscuirme.

—Adelante —respondió una voz en un tono enérgico, irritado.

Contenta de no estar interrumpiendo nada, entré.

Cuando me presentaron a Robert Channing, el jefe de asesores del senador, mi primera impresión de él fue que se trataba de un ególatra maniático que no soportaba que algo se interpusiera en su camino. Tras varios meses de relación nada me había hecho cambiar esa primera impresión, pero tenía que reconocer que era muy bueno en su trabajo. No viajaba con el resto de la expedición. Habitualmente permanecía en la oficina del senador Ryman en Wisconsin, organizando los viajes, buscando los salones donde el senador ofrecía sus mítines y coordinando la cobertura de los medios de comunicación que no viajan con el senador, pues «tres periodistas aficionados con una página de la red llena de comentarios subjetivos no proporcionan una proyección pública a gran escala». Por extraño que pueda parecer, buena parte del respeto que le tengo es por ser capaz de decirme cosas como ésas en la cara. Siempre ha sido muy franco en todo lo que tiene que ver con las opciones del senador de llegar a la Casa Blanca, y si eso implica poner alguna zancadilla, no se corta. No es un tipo simpático, pero sí alguien que vale la pena tener de tu lado.

Y en ese momento estaba mirándome con los ojos entornados, y estuviera del lado que estuviera, era evidente que no era del mío. Channing llevaba el nudo de la corbata torcido, y su americana estaba tirada de cualquier manera en una silla cercana a él. Eso, más que la americana desabotonada y la desaparecida corbata del senador, me indicaba que habían tenido un día duro. Al senador Ryman no le cuesta dejar de lado la etiqueta. Sin embargo, Channing sólo se quita la americana cuando la tensión es tan alta que ya no se puede sobrellevar vestido con una americana de tweed.

—Venía a ver cómo van las cosas en el fuerte —dije, cerrando la puerta a mi espalda—. Tal vez consiga unas declaraciones decentes según van conociéndose los resultados.

—Señorita Mason —me saludó Channing con frialdad. Algunos de los becarios intercambiables estaban atareados en el fondo del salón, tomando nota en sus PDA de los datos que iban apareciendo en los monitores—. Por favor, intente evitar molestar.

—Haré lo que pueda. —Me senté en la primera silla que encontré libre y entrelacé las manos tras la nuca con la mirada fija en su dirección. Channing es una de esas personas que no soporta que mis gafas le impidan ver si estoy mirándolo.

Nuestros ojos se cruzaron, y me dedicó una mirada fulminante. Luego agarró su americana y se dirigió con grandes zancadas hacia la puerta.

—Voy por un café —dijo, y salió dando un portazo.

El senador Ryman no se molestó en disimular que la escena le había divertido. Todo lo contrario, rompió a reír a carcajadas, como si el hecho de que yo hubiera echado de la sala al jefe de sus asesores fuera lo más divertido que había visto en años.

—Georgia, eso no ha estado bien —dijo al final, entre risas.

Me encogí de hombros.

—Sólo me he sentado —respondí.

—Eres una mujer perversa, perversa. Supongo que has venido para averiguar si mantienes tu puesto de trabajo.

—Yo tengo trabajo tanto si usted avanza en la campaña como si no, senador, y puedo seguir el recuento de votos desde el convoy igual que desde aquí. Quería hacerme una idea del ambiente que se respiraba en el equipo. —Paseé la mirada por el salón. La mayoría de la gente se había sacado la americana y algunos también los zapatos. Había vasos de café vacíos y bocadillos mordisqueados por todas partes, y la pizarra estaba cubierta casi en su totalidad por unas tablas parecidas a las del tres en raya—. Me quedo con «un optimismo cauto».

—Vamos en cabeza con una ventaja del veintitrés por ciento —dijo el senador, haciendo un breve gesto de asentimiento con la cabeza—. «Optimismo cauto» es una valoración bastante acertada.

—¿Cómo se siente?

Me miró arrugando la frente.

—¿A qué te refieres?

—Bueno, senador, en algún momento en las próximas… —hice la comedia de mirar el reloj—… seis horas, sabrá si tiene alguna oportunidad como candidato del partido y, por tanto, como aspirante a la presidencia del país, o si, por el contrario, se queda con el premio de consolación de un papel de actor secundario, o peor aún, sin nada. Hoy da comienzo todo el proceso de ganar o perder las elecciones. De modo que, teniendo todo eso en cuenta, ¿cómo se siente?

—Aterrado —admitió el senador—. Ya queda muy lejano aquel día en que volvía a casa con mi mujer y le dije: «Bueno, cariño, creo que éste es el momento de que me presente como candidato a la presidencia». Esto está ocurriendo de verdad. Quizá esté anticipándome un poco a los acontecimientos, pero no demasiado. Sean cuales sean los resultados, la gente habrá hablado, y a mí sólo me queda acatar su decisión.

—Pero espera que hablen a su favor…

Me clavó una mirada severa.

—Georgia, ¿se ha convertido esto en una entrevista?

—Tal vez.

—Gracias por avisarme.

—Avisar no forma parte de mi trabajo. ¿Quiere que le repita la pregunta?

—No me había percatado de que fuera una pregunta —replicó en un tono repentinamente irónico—. Sí, espero que hablen a mi favor, porque nadie llega tan lejos como he llegado yo que le crezca el ego por el camino. Además, soy de la opinión de que el estadounidense medio es una persona inteligente que sabe qué es lo mejor para su país. No me presentaría a las elecciones para la presidencia si no pensara que soy el candidato idóneo para el puesto. ¿Me decepcionaría no salir elegido? Un poco. Es natural sentirse decepcionado si a uno no lo escogen para este tipo de cosas. Sin embargo, quiero pensar que el pueblo norteamericano es lo suficientemente listo para elegir a su presidente y, por tanto, lo suficientemente listo para saber lo que quiere. De modo que si no me eligen, habré de hacer una profunda reflexión para averiguar en qué me he equivocado.

—¿Ha dedicado algún momento a pensar cuál será su siguiente paso, teniendo en cuenta su convicción de que las primarias de hoy le permitirán continuar en la carrera?

—Seguiremos transmitiendo nuestro mensaje al pueblo. Seguiremos saliendo a la calle y conociendo a la gente, haciéndoles saber que no seré la clase de presidente que se sienta en una cámara herméticamente sellada e ignora los problemas que asolan este país. —La alusión al presidente Wertz era sutil y muy atinada. Nadie ha vuelto a ver a nuestro actual presidente poner un pie fuera de las zonas urbanas ultraseguras desde que fue elegido para el cargo. La mayor parte de las críticas que recibe tienen que ver con el hecho de que no parece darse cuenta de que no todo el mundo puede permitirse que el aire le llegue filtrado antes de respirarlo. Escuchándole hablar, una pensaría que los ataques zombies sólo los sufren los descuidados y los estúpidos, en vez de tratarse de un problema con el que debe convivir el noventa por ciento de la población del planeta, según los últimos datos.

—¿Qué opina la señora Ryman de todo esto?

El semblante del senador se relajó.

—Emily está encantadísima de cómo van las cosas. Me mantengo en esta campaña electoral con el apoyo y la comprensión incondicionales de mi familia. Sin ella, no habría llegado ni a la mitad del camino que llevo recorrido.

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