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Libro Cuarto: Postales desde el Muro » Veintitrés

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VEINTITRÉS

En el mundo de la información, seis semanas es mucho tiempo, aun cuando no estás enfrascado en un gran proyecto. Cubrir una campaña electoral es un gran proyecto que puede llegar a monopolizar los recursos de todo un equipo de blogueros. Preparar a un nuevo jefe de división también es un gran proyecto. Los ficcionistas no suelen necesitar la figura del controlador, pues casi siempre se conforman con reunirse y contarse historias, y poner cara de sorpresa cuando algún desconocido muestra interés en leerlas; sin embargo, la persona responsable de que cumplan con su trabajo debe tener una capacidad de concentración superior a la del resto del grupo, pues debe firmar y revisar contratos, actualizar licencias, enviar archivos y ocuparse de un millón de pequeñas gestiones administrativas de las que nadie de nosotros quería hacerse cargo; no con el cadáver de Buffy todavía fresco en nuestra memoria.

Buffy causó su buena parte de problemas durante esas seis semanas. Si bien ya no estaba entre nosotros, seguía siendo un miembro destacado del equipo… que además no aportaba nada productivo. Becks invertía gran parte de su tiempo navegando por nuestros códigos y transmisiones en busca de micrófonos y puertas traseras. Yo nunca había sido realmente consciente de los niveles de paranoia que había alcanzado Buffy, pues el número de micrófonos instalados para espiarnos superaba las tres cifras, y Becks seguía encontrando nuevas fuentes de dispositivos de escucha ocultos en prácticamente la totalidad de los despachos, salas de reuniones y centros de conferencias en los que habíamos estado desde que nos embarcamos en la campaña.

—Si hubiera querido entrar en la CIA se habría adueñado de la agencia en dos días —masculló Shaun el día que Becks nos dio la noticia de que todavía había micrófonos activos en Eakly.

—¿Crees que habrían aguantado su fijación por la poesía pomposa y ñoña?

—Supongo que no.

Alaric y Dave seguían el camino de Becks por nuestros sistemas, reparando los líos que ésta montaba para sacar a la luz los gusanos informáticos de Buffy. El tándem que formaban cumplía la tarea de rehacer las cosas que Buffy había construido sola, si bien empezaban a verse superados por el trabajo; habían firmado un contrato como periodistas, no como técnicos informáticos. «Contratar a una persona nueva para que se encargue del mantenimiento de los sistemas», rozaba los primeros puestos de mi lista de cosas pendientes, justo por debajo de «destapar una conspiración política de ámbito nacional», «vengar la muerte de Buffy» y «no morir».

Además de todas estas tareas, teníamos un trabajo que hacer. Varios trabajos, en realidad. No sólo debíamos continuar con la cobertura de la campaña de Ryman y Tate, que seguía ganando fuerza, impulsada ya no por una ni dos, sino por tres tragedias atroces, lo que nos proporcionaba una presencia adicional en los medios de comunicación tradicionales y en los de la red; también debíamos estar pendientes de que nuestros blogueros beta se dedicaran a trabajar y a actualizar el resto de las secciones de la página. La información no te da un respiro, por muy hecho polvo que te encuentres. Ese es uno de sus atractivos, y también una de sus mayores fuentes de frustraciones.

Dos semanas en Houston. Dos semanas enviando a Rick a todas las misiones de las que podíamos librarnos enviándolo a él mientras mi hermano y yo nos quedábamos encerrados en la habitación del hotel, perfilando una estrategia para una guerra en la que no habíamos pedido participar y contra un adversario al que nunca nos habíamos ofrecido a enfrentarnos. ¿En qué bando estaba Ryman? Yo intuía que no formaba parte de la trama de Tate, pues ningún hombre en su sano juicio sería capaz de sacrificar de esa manera a su hija. Aunque hay que recordar que Shaun y yo fuimos adoptados para satisfacer el deseo de los Mason de demostrar que la guerra contra los zombies había tenido como vencedora a la raza humana; además nuestros padres nunca nos impidieron que rondáramos por los colmillos de la muerte… si acaso nos animaron a ello pensando en los índices de audiencia. Tras perder a Phil esos datos fueron lo único que les quedó. Así que, ¿quiénes somos nosotros para juzgar la salud mental de unos padres?

Shaun y yo nos quedábamos despiertos todas las noches hasta casi el amanecer, elucubrando en la oscuridad, haciendo planes, pensando alternativas a esos planes para el caso de que se torcieran, buscando una salida del laberinto en el que habíamos entrado sin saberlo y en cuyo interior, de pronto, nos encontrábamos perdidos.

Shaun hacía como si no supiera que yo no dormía, y yo hacía como si no oyera los puñetazos que daba contra las paredes del cuarto de baño. Pastillas de cafeína y esparadrapo: eso es lo primero que me viene a la cabeza siempre que pienso en Houston. Pastillas de cafeína y esparadrapo.

Dos veces intenté hablar con Ryman; él conmigo lo intentó en tres ocasiones. Pero ninguno de nuestros intentos coincidió en el tiempo. Yo no podía confiar en él mientras tuviera dudas sobre si estaba cooperando con Tate o no; él no entendía por qué nos habíamos distanciado ni por qué trabajábamos a destajo y siempre estábamos de mal humor por el agotamiento. Incluso Shaun se había aislado de manera clara; había dejado de salir con Steve y los chicos cuando no tenía que entregar reportajes y, si bien seguía cumpliendo con sus obligaciones contractuales, no lo hacía con la actitud ni el entusiasmo que Ryman se había acostumbrado a ver en él, a ver en todos nosotros. Pero no podíamos hacer nada para remediarlo. Hasta que averiguáramos si podíamos confiar en él, no podíamos contarle lo que estaba ocurriendo… ni lo que sospechábamos, ni lo que sabíamos, ni nada. Y hasta que le contáramos lo que estaba ocurriendo, no estaríamos seguros de si podíamos confiar en él. Era como la cinta de Möbius, volviéndose eternamente sobre sí misma, y no veía la manera de resolverlo. De modo que optamos por dejarlo al margen y rezar para que entendiera los motivos que nos habían llevado a tomar esa decisión cuando todo acabara.

Tras Houston llegó el momento de regresar a la carretera y recorrer el país como si nada hubiera pasado. Sin embargo, la realidad era muy distinta; Chuck nos había dejado y lo había sustituido un autómata de tez pálida que iba silenciosamente de un lado a otro absorto en su trabajo y eludiendo cualquier cosa parecida al trato social. Nuestra cuadrilla de agentes de seguridad triplicó sus efectivos para la gira; Shaun perdió su privilegio de salir a la calle sin escolta y empezó a coger la costumbre, con un deleite casi diabólico, de obligar a sus niñeras a seguirlo a los lugares más asquerosos y peligrosos que encontraba. Hay que reconocer que algunas de las imágenes que grabó en esas circunstancias fueron francamente impresionantes. Entre la comunidad de los irwins, circula el rumor de que quieren proponerlo para el premio Stevito de Oro de este año, y me llevaría una sorpresa si no acabara llevándoselo.

Nos pasamos un mes estrechando manos y cruzando la mitad occidental del país, mientras que el resto de los candidatos se limitaban a aparecer ante las cámaras y a visitar las grandes urbes, convencidos de que en las vastas áreas metropolitanas las medidas de protección contra la infección eran más seguras. Que se lo cuenten a los habitantes de San Diego. La actitud de «qué importa que haya zombies» de Ryman estaba proporcionándole buenos datos en la intención de voto, lo que se traducía en una presencia constante en los medios de comunicación a pesar de que ya había amainado el aluvión de información relacionada con él que, después de la última tragedia, había copado los medios. «El hombre del pueblo se mantiene fiel a las tradiciones»: el filón de la filantropía. Inevitablemente, unas pocas cadenas de televisión opinaron que la insistencia de Ryman en hacer una campaña electoral a la vieja usanza había sido la causa de que le persiguiera la tragedia desde el principio, pero la realidad de las muertes de Rebecca y de Buffy bastaba para cerrarles la boca. Como mucho se le podía culpar de lo ocurrido en Eakly, pero no de los actos terroristas ni de los asesinatos frustrados. Estados Unidos son la tierra de la libertad y el refugio de la paranoia, y sin embargo, por suerte, no hemos caído tan bajo. De momento.

Seis semanas después de nuestra estancia en Memphis, el trabajo se nos acumulaba, el agotamiento se cebaba en nosotros y estábamos a punto de comparecer ante las multitudes de uno de los mercados más duros e importantes del país: Sacramento, California.

Se podría pensar que a Shaun y a mí nos gustaba la idea de pasar un tiempo en la capital de nuestro estado, pues habíamos crecido y nos habíamos criado en California, pero no era así. California es, en esencia, un cúmulo de pequeños estados que se mantienen unidos por una serie de vínculos políticos, intereses en los derechos de las aguas y la negativa terca de todos esos pequeños estados de ceder a los demás las ganancias que genera la explotación de la marca «California». El movimiento secesionista californiano ya existía antes del Levantamiento; no es una secesión en el sentido de que el estado quiera independizarse del país, sino que las distintas localidades que conforman el estado se separasen unas de otras. Sacramento no siente ningún afecto por la zona de la Bahía de San Francisco. ¿Que nosotros nos llevamos el buen tiempo, la buena prensa y el buen montón de dólares de los turistas? Pues ellos se quedan con la capitalidad del estado y un montón de tierras plagadas de granjas dificilísimas de defender. Decir que sienten un ligero resentimiento hacia nosotros es subestimar la fragilidad de la situación. Cualquiera que fuera la camaradería que Sacramento mantuviera por el resto del estado, se esfumó en cuanto dejó de albergar la feria anual del estado y en su lugar empezó a albergar la maratón anual de «todos escondidos en casa rezando para que no nos maten».

El aire tórrido y seco pareció secarme toda la saliva de la boca y de la garganta en cuanto salí del aeropuerto de Sacramento y entré en la zona restringida de carga donde debíamos reunimos con el convoy del senador. Ya era entrada la tarde, y el resplandor del sol todavía me hería los ojos a través de los vidrios tintados de las gafas de sol. Me tambaleé y me agarré al hombro de Rick, que me lanzó una mirada inquisidora. Sin decir nada, meneé la cabeza. Todos notamos la tensión, Shaun más que nadie, y si Rick decía algo, Shaun se pasaría el resto del día preocupado y mimándome; teníamos mucho trabajo por delante y no podía permitirlo.

El senador Ryman había llegado el día anterior junto con el gobernador Tate y el grueso de sus asesores jefes. En un principio, nosotros debíamos viajar inmediatamente después en un vuelo comercial en vez de en un jet privado, pero desgraciadamente una urgencia médica obligó a nuestro avión a aterrizar en Denver y tuvimos que esperar en la pista de aterrizaje junto con un centenar de pasajeros aterrorizados hasta que se decidiera si se declaraba en cuarentena el aparato en el que viajábamos. Debo admitir que, durante unos momentos de los que no me enorgullezco, llegué a desear que fuera así. Al menos de ese modo podríamos haber dormido unas horas antes de reanudar el viaje a nuestro estado natal. Shaun empezaba a preocuparme seriamente; habíamos llegado al punto de que sólo se acostaba cuando yo lo metía literalmente en la cama.

Un coche negro que me resultó familiar se detuvo junto al bordillo y al otro lado de la puerta que se abrió apareció Steve, más grande y con el gesto más implacable que nunca.

—Señorita Mason —dijo, inclinando ligeramente la cabeza en mi dirección. Una comisura de mis labios se arqueó hacia arriba.

—Yo también me alegro de verte, Steve. ¿Qué planes tenemos para esta tarde?

—Os escoltaré hasta el Centro de la Asamblea. El convoy sale hacia el salón dentro de noventa minutos.

—Eso apenas nos deja tiempo. —Torcí el gesto y cogí una maleta con cada mano mientras Steve salía del coche y se disponía a guardar nuestro equipaje. El senador Ryman iba a dar el discurso inaugural que establecería la tónica de los republicanos de California, y el acto prometía ser uno de esos que dan como resultado un montón de citas para los titulares, declaraciones sorprendentes y artículos competentes. Todos debíamos estar en nuestros puestos. A mí me hubiera gustado cubrir ese evento con el cuerpo más descansado y con menos cafeína, pero no siempre se consigue lo que se quiere—. Gracias por venir a recogernos.

—No podía ser de otra manera. —Otro coche se detuvo detrás del primero. Carlos se bajó de él y se unió a la recogida de maletas… Nuestros cuidadores durante el viaje (el desdichado Andrés y una mujer inexpresiva llamada Heidi, que yo sospechaba que sólo nos la habían asignado porque, como mis ojos me habían obligado a una revisión de seguridad privada, no querían que «privada» significara «sin guardaespaldas») se unieron a él para ayudarle con el equipaje y luego se subieron con él en su coche. Supongo que habían tenido más que suficiente de nosotros tres después de pasar en nuestra compañía una noche entera en el aeropuerto.

—¿Todo?

—Todo —respondió Shaun, y nos subimos al coche, que nos recibió con el bendito aire acondicionado. Steve echó un vistazo por el espejo retrovisor para comprobar que nos habíamos puesto el cinturón de seguridad antes de encender el intermitente y despegar el coche del bordillo de la acera.

Levanté una ceja y acto seguido Shaun, captando la señal como un profesional, preguntó:

—¿Se esperan problemas, amigo?

—Hay un montón de políticos en la ciudad —respondió Steve.

Yo sabía qué significaba eso: que al senador Ryman le preocupaba que los responsables de los ataques que había sufrido su campaña estuvieran en la ciudad con la intención de acabar el asunto que habían dejado quedado pendiente. Después de todo, en la primera intentona sólo habían eliminado a Buffy. Hice un esfuerzo para que el ataque de furia que estaba gestándose en mi interior no progresara; me negaba a dar rienda suelta a mi irritación. El senador no sabía que tenía al traidor en su equipo de campaña; no sabía que Tate era la persona que debía ser vigilada. ¿Por qué demonios nos había permitido viajar en un vuelo comercial?

Shaun me puso una mano en el brazo al percatarse de la repentina tensión de mis músculos.

—Tranquilízate —me susurró mi hermano.

—Resulta difícil —repliqué, más calmada.

En el transportín que llevaba Rick, Lois maulló. Yo sabía exactamente cómo se sentía.

Nuestro diminuto convoy evitó el tráfico en la salida del aeropuerto en la burbuja de espacio despejado que los intermitentes creaban a nuestro alrededor, y se dirigió hacia las afueras de la ciudad. En otro tiempo, Sacramento había sido conocida por albergar la feria estatal y toda variedad de rodeos, espectáculos ecuestres y festejos multitudinarios al aire libre. Tras el Levantamiento, cuando esas celebraciones se volvieron impracticables, la ciudad se encontró con el grifo de unos ingresos vitales cerrado y empezó a buscar alternativas para hacer caja. Después de varios impuestos locales nuevos, donaciones privadas y contratos astronómicos con empresas de seguridad, el complejo ferial reabrió sus puestas y volvió a la vida como el Centro Seguro de la Asamblea de Sacramento. Edificios permanentes al aire libre, puntos de conexión para los convoyes de paso, un hotel de cuatro estrellas, un centro de conferencias… y el espacio abierto más vasto del país con un certificado de seguridad para la celebración de actos multitudinarios. Para ver a un candidato dirigiéndose al pueblo al aire libre, elevado a la categoría de héroe típicamente americano bajo el cielo azul, había que ir a Sacramento. La presidencia se conseguía en esa plaza; daba igual las ideas políticas o la limpieza de la campaña del candidato hasta ese momento, todo dependía de la reacción de la gente cuando la silueta del aspirante a presidente se recortara contra el cielo de Sacramento.

Según la agenda, el senador Ryman y el gobernador Tate iban a pasar los siguientes siete días en la ciudad, pronunciando discursos, reuniéndose con la prensa y recibiendo el apoyo de los líderes políticos californianos. Y en este caso, no sólo de los republicanos; mis notas indicaban que varias figuras prominentes del Partido Demócrata e independientes acudirían a los actos para sacarse una foto con el hombre que muchos ya empezaban a sospechar que se convertiría en el próximo presidente de la nación. Eso suponiendo que el escándalo que estallaría cuando desenmascaráramos a Tate no arruinara su carrera, por supuesto.

—¡Dios mío! —exclamó Rick, y soltó un silbido cuando la verja que rodeaba el Centro apareció ante nuestros ojos—. Aquí todo lo hacéis a lo grande, ¿no?

—Bienvenido a California —dije, arremangándome. Shaun hacía lo mismo. Rick se volvió hacia nosotros, hizo una mueca de dolor y nos sonrió—. No sufras. Saldrás vivo.

Después de cuatro análisis de sangre y una llamada al CDC para confirmar que mi Kellis-Amberlee de la retina constaba en mi historial médico y no se trataba de una dolencia adquirida recientemente, nos permitieron la entrada en el recinto. Desde ese momento sólo se nos realizaría un nuevo análisis si pretendíamos entrar en un edificio permanente o abandonar el lugar; también deberíamos someternos a un análisis si así nos lo solicitaba el personal del Centro que se encargaba de llevar a cabo análisis de sangre a asistentes elegidos al azar; la frecuencia de esos análisis podía variar desde las dos veces en una hora hasta una vez en toda una semana. Shaun se divirtió señalando las cámaras de seguridad y los detectores de movimiento, mientras nos dirigíamos al lugar asignado a nuestra expedición.

—Si alguien empieza a moverse como un zombie tendrá a los guardias encima en menos de un minuto —comentó Shaun con una ligera satisfacción.

—Por favor, dime que no sabes eso por experiencia —replicó Rick.

—No soy tan tonto. —Shaun intentó sonar ofendido, pero fracasó.

—Conocemos a alguien que sí lo fue —dije—. ¿Cuánto tiempo pasó entre rejas?

—Dos años, pero lo hizo por el bien de la ciencia.

—Ya… —Habría insistido en el tema, pero el coche torcía en ese momento hacia un angosto callejón con un poste a la entrada donde ponía «Aparcamiento para convoy n.º 11». Me enderecé y me subí las gafas—. Hemos llegado.

—Gracias a Dios —masculló Rick.

El sol en el cielo de Sacramento no se había suavizado durante el tiempo que habíamos pasado en el coche. Me quité la chaqueta y cogí el maletín de mi ordenador portátil. Examiné los vehículos y los remolques reunidos en el aparcamiento hasta que localicé mi objetivo. Sonreí un poco.

—Furgoneta, dulce furgoneta —dijo Shaun entre dientes.

—Exacto. —Eché a andar en dirección a nuestra furgoneta con la confianza de que el personal de seguridad que nos acompañaba se ocuparía del resto del equipaje. Nuestros vehículos y la mayor parte de nuestro equipo ya estaban allí.

—¿Y esas prisas? —preguntó Rick, saliendo al trote detrás de mí. Shaun se lo quedó mirando, pero Rick no le prestó atención.

—Quiero ver si los chicos han hecho algún progreso —respondí, apretando la palma de la mano contra la almohadilla de presión colocada en la puerta de la furgoneta. Las agujas me perforaron la piel y la puerta se desbloqueó pocos segundos después. Eché un vistazo atrás por encima del hombro y pregunté—: Steve, ¿en qué caravana nos alojamos?

—Está al fondo a la izquierda, y tiene vuestro nombre escrito en la puerta. El señor Cousins se hospeda en la de al lado —respondió Steve—. Entiendo que estáis ansiosos por poneros a trabajar, ¿me equivoco?

—No, de hecho… mierda. —Me quedé callada, consternada—. El discurso inaugural…

—Yo me encargo —repuso Shaun. Debí de poner una cara de absoluta perplejidad, porque mi hermano se encogió de hombros y añadió—: Puedo ponerme un traje de etiqueta y tomar notas como un reportero. Nunca notarán la diferencia, y apuesto a que en la invitación sólo pone «Mason», ¿no, Steve?

—Así es… —dijo Steve, atónito.

—Pues decidido. Vamos, Rick, dejemos tranquila a George para que trabaje un poco. —Mi hermano agarró del brazo al pasmado reportero y se lo llevó prácticamente a rastras. Yo me quedé como una estatua frente a la puerta de la furgoneta, preguntándome qué acababa de pasar. Entonces, no siendo alguien que ponga reparos a que le regalen un poco de tiempo para trabajar, entré en el vehículo.

Habíamos sacado algunos componentes fundamentales del sistema informático antes de dejar la furgoneta en manos de las personas encargadas de trasladarla. Entre ellos, varios discos duros de seguridad, los archivos y, sobre todo, las unidades extraíbles de datos que desbloqueaban los servidores. En el interior del vehículo, me tomé mi tiempo para encender uno a uno los dispositivos y conectarlos a la red y dejé para el final las cámaras exteriores. Me sentí como si hubiera vuelto a casa cuando las pantallas a las que Buffy había dedicado tantas horas de trabajo parpadearon y empezaron a mostrar las imágenes que captaban las cámaras giratorias instaladas en el exterior. Todo estaba tranquilo. Como me gusta a mí. Cuando todo estuvo listo, puse en marcha los sistemas de seguridad, que generarían las interferencias suficientes para deshabilitar cualquier sistema de vigilancia menos sofisticado que el de la CIA, y en el caso de que la CIA estuviera detrás de nosotros, ya estaríamos muertos. Me senté frente a mi consola y abrí una ventana de chat.

Buena parte del trabajo en red se realiza a través de un foro —siempre de texto y no del todo en tiempo real— y hoy en día también por videoconferencia. Poca gente recuerda ya los viejos IRC que antes dominaban. Eso es bueno. Si la charla es a través de un servidor controlado por uno de los interlocutores se puede eludir los sistemas de control hasta resultar prácticamente invisible.

Tenía la suerte de mi parte. Dave estaba esperándome cuando me conecté.

«¿Qué cuentas?», escribí. Mis palabras aparecieron blancas en el fondo negro de la pantalla.

«¿Georgia? Solicito confirmación».

«Contraseña: tintinabulación».

«Contraseña confirmada. ¿Has mirado el correo electrónico?».

«Todavía no. Acabamos de llegar».

«Sal del chat y entra en tu cuenta de correo. No quiero que pierdas el tiempo en unos planes que vas a tener que desechar».

Me quedé mirando un buen rato esas palabras de un blanco luminoso sobre el fondo negro.

«¿Malas noticias?».

«Bastante malas».

Entré en mi cuenta de correo electrónico.

Tardé casi una hora en leer los documentos que Dave y Alaric me habían enviado. Dejar de hiperventilar me llevó otros veinte minutos. Cuando mis pulmones se relajaron y supe que volvía a controlar mi cuerpo cerré el ordenador portátil, lo guardé de nuevo en el maletín y me levanté. Tenía que vestirme; había llegado el momento de aguar una fiesta.

Siempre supe que quería ser periodista. Cuando era niña pensaba que sólo los superhéroes estaban por encima de los periodistas. Estos contaban la verdad. Ayudaban a la gente. No descubriría otras cosas que hacen los periodistas —las mentiras y el espionaje, las puñaladas por la espalda y los sobornos— hasta muchos años después, y para entonces ya era demasiado tarde. Yo llevaba el periodismo en la sangre. Como cualquier yonqui, la urgencia por la siguiente dosis me empujaba a continuar.

Desde que era una niña no he deseado otra cosa que ser periodista, contar la verdad y hacer del mundo un lugar mejor, y no me he arrepentido de ello una sola vez. Hasta ahora. Porque todo esto me sobrepasa, y sobrepasa a Shaun. Dios mío, estoy aterrorizada. Y sigo siendo una yonqui. Todavía no puedo dejarlo.

—Extraído de Postales desde el Muro,

archivos inéditos de Georgia Mason, 19 de junio de 2040

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