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Libro Primero: El Levantamiento » Cinco

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—Si no me dejáis tan bien parado como me gustaría, entonces supongo que no debería convertirme en el presidente de los Estados Unidos de América. Si queréis hurgar en los escándalos, seguro que mis oponentes podrán proporcionaros un mapa para guiaros. Si queréis informar sobre esta campaña, informad de lo que veis y no os preocupéis de si va a gustarme o no, porque eso carece de importancia.

Nos habíamos quedado mirándolo atentamente, pensando en que contestara algo que, salido de la boca de un político, parecía tan real como un zombie recitando un soneto, cuando Emily Ryman se acercó y empezó a repartir platos por la mesa. Agradecí la interrupción. Por cómo estaba desarrollándose el día, me estaba quedando sin capacidad de asombro y me desplazaba rápidamente hacia la región de la «ligera sorpresa», de modo que la aparición de la esposa del senador me dio la oportunidad de ordenarme un poco las ideas.

Emily se sentó después de repartir todos los platos y cogió la mano del senador Ryman.

—Peter, ¿bendices tú la mesa?

—Claro. —Shaun y yo nos lanzamos una mirada fugaz antes de cogernos de las manos y formar con los Ryman y con Buffy un círculo de manos entrelazadas. El senador agachó la cabeza y cerró los ojos—. Nuestro Señor amado, te pedimos que bendigas esta mesa y a quienes se han congregado a su alrededor. Gracias por los dones que nos concedes, por la salud que nos regalas a nosotros y a nuestras familias, por la compañía y por la comida que estamos a punto de disfrutar, y por el futuro que has tenido a bien concedernos. Gracias, Señor, por tu generosidad y por las pruebas que habremos de superar para alcanzar un mayor conocimiento de ti.

Shaun y yo permanecíamos con los ojos abiertos, observando al senador mientras hablaba. Nosotros somos ateos; es difícil ser otra cosa en un mundo en el que los zombies pueden irrumpir en el festival de fin de curso de tu colegio. Buena parte del país ha dado la espalda a la fe; no obstante, los ciudadanos siguen comportándose influidos por la vaga creencia de que tener a Dios de tu lado no puede hacerte ningún daño. Eché una ojeada a Buffy, que asentía a las palabras del senador con los ojos apretados con fuerza. Ella es mucho más religiosa de lo que mucha gente imagina (su familia es de ascendencia francesa y católica), y lleva bendiciendo cualquier tipo de reunión multitudinaria desde que nació. Además, los domingos sigue asistiendo a una iglesia no virtual.

—Amén —concluyó el senador. Los demás lo repetimos a coro con distintos grados de sinceridad.

Emily Ryman sonrió.

—A comer todos. Hay más si os quedáis con hambre. Aunque yo también quiero comer, así que tendréis que levantaros y serviros vosotros si queréis repetir. —El senador recibió un beso en la mejilla para acompañar su taco de pescado. El resto de nosotros empezamos a comer sin más.

Por supuesto, Shaun no iba a dejar pasar la comida sin entablar una charla. De los tres, él es el sociable. Alguien tenía que serlo.

—¿Nos acompañará durante toda la campaña, señora? —preguntó, con una educación desacostumbrada, demostrando una vez más el sano respeto que profesaba hacia las mujeres que le daban de comer.

—No habría dinero suficiente en el mundo para pagar mi presencia en este circo ambulante —respondió Emily con sequedad—. En mi opinión, chicos, creo que estáis locos de atar. Adoro vuestra página, es tremendamente entretenida, pero estáis locos.

—Tomaré esa respuesta como un «no» —señalé.

—Ajá. De ningún modo metería a mis hijos en esta vorágine. Ni hablar. Los tutores que se contratan en estos casos no responden a mis exigencias. —Dirigió una sonrisa al senador, que le dio un golpecito en la rodilla de una manera inconscientemente cordial—. Además, estarían todo el día rodeados de periodistas y políticos, que no son la clase de personas con las que deben estar unos niños impresionables.

—Ya ve cómo hemos salido nosotros —dijo Shaun.

—Exacto —concordó sin inmutarse la esposa del senador—. Además, el rancho no funciona solo.

Hice un gesto de asentimiento con la cabeza.

—Su familia sigue explotando un rancho de caballos, ¿verdad?

—Ya conoces la respuesta a esa pregunta, Georgia —intervino el senador—. Ha pertenecido a la familia de Emily desde finales del siglo XIX.

—Si piensas que el riesgo de que mis caballos palominos se conviertan en zombies es suficiente motivo para que renuncie a ellos, es que nunca has conocido a un verdadero amante de los caballos —respondió ella, sonriendo—. No te sulfures, conozco tu posición respecto a la restricción de la posesión masiva de animales. Apoyas fervientemente la Ley Mason, ¿verdad?

—Si no es con fines esenciales y simplemente como afición, sí —apunté.

Gracias al hijo biológico de los Mason, cuando Shaun y yo tratábamos con gente que trabajaba con animales, nos encontrábamos con que sabían quiénes éramos sin conocernos. Antes de Phillip, nadie se había dado cuenta de que todos los mamíferos con un peso superior a los veinte kilos podían convertirse en portadores del virus en estado activo o que el Kellis-Amberlee no tenía problema para pasar de una especie a otra, animal a hombre y de vuelta al animal. Mamá disparó entre ceja y ceja a su único hijo en una época en que todavía eso era demasiado novedoso para no marcarte de por vida, cuando uno aún sentía que estaba cometiendo un asesinato, no un acto de piedad. Así que sí, podría decirse que apoyo la Ley Mason.

—Si yo estuviera en tu lugar también la defendería —dijo Emily. El tono de su voz no contenía ninguna de las acusaciones a las que estoy acostumbrada a oír de los activistas por los derechos de los animales; hablaba con sinceridad, y yo podía elegir con libertad cómo tomármelo—. ¡Ahora, comamos! Estamos en el principio de un largo día… y de un largo mes.

—¡Vamos, comed antes de que se enfríe! —añadió el senador, mientras cogía su bebida. Shaun y yo nos miramos, nos encogimos de hombros casi a la vez y echamos mano de nuestros tenedores.

En una dirección u otra, habíamos iniciado un viaje.

Mi hermana padece el síndrome del Kellis-Amberlee de retina. Consiste en que el filovirus se replica de forma masiva en el fluido ocular. Existe un término técnico acuñado recientemente, pero a mí, personalmente, me gusta llamarlo el «síndrome del ojo pringado», porque a George le fastidia. Las pupilas se dilatan al máximo y ya nunca más vuelven a contraerse, como ocurriría en las personas normales. Es casi exclusivo de las chicas, lo que es un alivio, ya que yo con gafas de sol parezco tonto. Se supone que ella tiene los ojos marrones, pero todo el mundo piensa que son negros, porque sólo tiene pupilas.

Le diagnosticaron la enfermedad cuando teníamos cinco años, así que prácticamente no tengo un recuerdo de ella sin gafas de sol. Cuando teníamos nueve años tuvimos a esta niñera, boba como ella sola, que le dijo que no necesitaba las gafas de sol, se las quitó y las lanzó al patio, convencida de que éramos unos mocosos pijos con demasiado miedo al mundo exterior para salir a buscarlas. Lo que, por otra parte, deja bastante claro que tenía una mente tan brillante como la de una manada de zombies.

Un momento después, George y yo estábamos hurgando entre la hierba alta buscando sus gafas de sol cuando de pronto ella se queda paralizada con los ojos abiertos como platos y me dice: «Shaun». Y yo le digo: «¿Qué?». Y ella: «Hay alguien más en el patio». Yo me doy la vuelta y ¡zas!, un zombie, ¡justo delante de nosotros! Yo no lo había visto porque mi vista no es tan buena como la suya cuando hay poca luz. Así que tiene sus ventajas tener las pupilas permanentemente dilatadas; excepto por que sin un análisis de sangre no pueden saber en el colegio si vas colocado o no.

Bueno, da igual. Teníamos un zombie en el patio. ¡FUE TAN GUAY!

Sí, ya lo sé, ha pasado más de una década desde aquella noche. Aun así sigue siendo el mejor regalo que nunca me ha hecho mi hermana.

—Extraído de

¡Viva el rey!,

blog de Shaun Mason, 7 de abril de 2039

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