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Libro Quinto: Escritos funerarios » Veintinueve

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Los procedimientos que se llevan a cabo durante una situación de cuarentena afectan de diferente manera a los diversos estratos sociales y económicos, exactamente igual que ocurre en el caso de un brote. Cuando el Kellis-Amberlee irrumpe en un área urbana, la peor parte se la llevan el centro de las ciudades y los distritos financieros. En estas zonas, el movimiento de personas es mayor y propicia lo más parecido que hay hoy en día al contacto ocasional con extraños. Curiosamente, en los distritos financieros suelen darse más tragedias. Tal vez los barrios más pobres no cuenten con las mismas medidas de seguridad ni con el mismo equipamiento armamentístico, pero en su mayoría son sus propios vecinos quienes patrullan las calles, y de ellos, pocos son los que intentan esconder una herida, pues saben que la amplificación no se va a llevar por delante a sus compañeros de trabajo, sino a sus familias. El centro de las ciudades y los distritos financieros se convierten en ciudades fantasma cuando son decretadas zonas en cuarentena. Si se atraviesan entonces, se pueden sentir las miradas de sus residentes clavadas en ti, esperando a que te muevas.

Las áreas residenciales de clase media también suelen tender un cordón a su alrededor para impedir la entrada y salida de personas, pero en este caso, los vecinos no muestran su agresividad tan claramente, y pueden verse abiertas las ventanas demasiado pequeñas o situadas a demasiado altura para que nadie se cuele por ellas, y no todas las puertas de cristal están protegidas con planchas de acero. Se puede entrar en esas zonas y seguir sintiendo que en ellas vive gente, aunque en ese momento precisamente no estén colocando los felpudos de bienvenida delante de las puertas de las casas. Si intentas acercarte a ellos, no tardarán en matarte más que la gente de cualquier otro lugar, pero si mantienes las distancias no se meterán contigo.

El salón donde se celebraba el discurso inaugural y la cena estaba lo suficientemente lejos del Centro para que quedara fuera de la zona en cuarentena. El tráfico en las calles se había reducido hasta prácticamente desaparecer, pero no había barrotes telescópicos en las ventanas ni planchas de acero protegiendo las puertas. Las tiendas permanecían abiertas pese a la ausencia de clientes. Paseé la mirada por la ciudad mientras Steve se detenía en el primer punto de control y odié a toda esa gente por su capacidad para sentir indiferencia por lo que ocurría fuera de los límites de su ciudad. George estaba muerta. Rick y Mahir me habían dicho que todo el mundo participaba de mi tristeza, pero eso daba igual, porque el responsable de todo eso, el hombre al que yo pretendía inculpar, ni siquiera estaba sufriendo las molestias que habían causado sus actos.

Si al agente del control le extrañó que llegáramos en un todoterreno abollado y cubierto de polvo una hora después de que se precintara el Centro, no comentó nada. Nuestros análisis de sangre dieron negativo; eso era todo lo que se le exigía en su maldito trabajo, de modo que nos hizo una señal con la mano para que entráramos. Apreté tanto la mandíbula que casi me hice sangre.

«Tranquilízate —me aconsejó George—. No es culpa suya; él no escribió el artículo».

—Vamos por los escritores —farfullé.

Steve me lanzó una mirada fugaz.

—¿Qué?

—Nada.

Aparcamos junto a un autobús de la prensa, que sin duda había estado lleno de periodistas que en ese momento debían de estar agradeciendo su buena suerte, porque al estar destinados a cubrir a una pandilla de peces gordos del mundo de la política, no estaban disponibles para que los enviaran a informar desde la zona en cuarentena. Los irwins locales estarían congregándose alrededor del perímetro de seguridad, grabando imágenes de los hombres del CDC sellando y asegurando el lugar. No mucho antes, yo me habría encontrado entre ellos, y contento que habría estado. En ese momento, sin embargo… me conformaba con no volver a ver un brote. En algún lugar entre lo ocurrido en Eakly y lo de George habían dejado de gustarme.

Steve y yo entramos juntos en el ascensor. Lo miré de refilón mientras apretaba el botón de nuestra planta de destino.

—No tienes pase de prensa.

—No lo necesito —respondió—. El Centro está en cuarentena. Por contrato, estoy obligado a sortear cualquier obstáculo que se interponga entre el senador y yo.

—Listillo —dije en tono laudatorio.

—Exacto.

La puerta del ascensor se abrió y ante nosotros se desplegaba una fiesta que transcurría con un repugnante aspecto de normalidad. Los camareros en trajes almidonados pasaban entre los invitados con bandejas de bebidas y canapés. Políticos, sus cónyuges, periodistas y miembros de la elite californiana pululaban por todas partes, charlando sobre chorradas que no significaban nada comparadas con la sangre de Georgia secándose en las paredes de la furgoneta. Lo único que los delataba eran los ojos. Estaban al corriente de la cuarentena (la mitad de esas personas se hospedaba en el Centro, trabajaba allí o tenía intereses económicos en su desarrollo) y estaban aterrados. No obstante, había que mantener las apariencias, sobre todo cuando se está pensando en los millones de dólares perdidos en impuestos municipales a causa de un brote. Así pues, la fiesta continuaba.

—Poe tenía razón —mascullé. El hombre con las unidades de análisis de sangre estaba esperándonos para realizarnos el control. Introduje la mano, cada vez más dolorida, en el dispositivo que sostenía y observé las luces mientras realizaban su ciclo por el rojo y el amarillo, y finalmente se detenían en el verde. No estaba infectado. Si no me había infectado encerrado en la furgoneta con el cadáver de George, nada iba a infectarme. La infección era una escapatoria demasiado sencilla.

Saqué la mano del aparato en cuanto las luces se quedaron verdes, le mostré mi pase de prensa y me introduje en la multitud. Steve me seguía pisándome los talones. Sorteé camareros e invitados, y fui directo hacia la sala donde había visto al senador Ryman por última vez. Le habrían prohibido abandonar el lugar tras decretarse la cuarentena en el Centro, de modo que, si no podía salir, lo lógico era que se hubiera quedado en la sala donde se habían congregado los miembros supervivientes de su equipo y sus partidarios.

La gente retrocedía a mi paso y se me quedaba mirando con los ojos abiertos como platos y con el miedo contenido en el rostro. Me detuve un momento y me miré. Iba cubierto de barro y quemaduras de pólvora, llevaba un arma a la vista… todo menos sangre. Quién sabe cómo, pero me las había arreglado para no mancharme con la sangre de George. No era poca cosa, pues mi hermana había muerto infectada, y su sangre me habría convertido en una zona caliente ambulante; aun así casi me puse triste, ya que al menos entonces ella habría visto cómo se ponía el punto final a su noticia.

—¿Shaun?

La voz del senador Ryman era la de un hombre perplejo. Me volví un poco y lo vi paralizado en una postura a mitad de camino de levantarse. A su lado estaba Emily, con los ojos completamente abiertos y tapándose la boca con ambas manos. Al otro lado se encontraba Tate. A diferencia de los Ryman, el gobernador parecía lo opuesto a aliviado de verme. Podía sentir el odio que desprendía su mirada.

—Senador Ryman —dije, completando la vuelta. Fui hacia la mesa que parecía reunir a todos los supervivientes del equipo de la candidatura de Ryman. Menos de una docena de nosotros habíamos asistido al estúpido discurso, menos de una docena de un contingente que había ido creciendo hasta contar con más de sesenta personas. ¿Cuál sería el índice de supervivientes? ¿El cincuenta por ciento? ¿Menor? Casi seguro que era menor. Ese es el sino de un brote: matar lo que no puede conquistar—. Señora Ryman. —Esbocé una ligera sonrisa; un gesto que siempre había sido más propio de Georgia que de mí—. Gobernador.

—¡Dios mío, Shaun! —Emily Ryman se levantó con tanta precipitación que su silla se estrelló contra el suelo cuando extendió los brazos para abrazarme—. Hemos oído la noticia. Lo siento tanto.

—Yo le disparé —dije en un tono desenfadado, levantando la mirada por encima del hombro de Emily en dirección al senador Ryman y al gobernador Tate—. Apreté el gatillo cuando empezó a experimentar la amplificación; mantuvo la lucidez hasta el último momento. Se puede prolongar el estado de lucidez tras la infección con la inyección de una combinación de sedantes y leucocitos; las clases de primeros auxilios te enseñan a hacerlo cuando te encuentras en una misión. Así puedes leer los mensajes de condolencia que se envían a los familiares y a otros seres queridos.

—¿Shaun? —Emily aflojó su abrazo; parecía desconcertada. Lanzó una mirada por encima del hombro hacia el gobernador Tate y luego se volvió a mí—. ¿Qué está pasando?

—¿Cómo has salido de la zona en cuarentena? —preguntó Tate en un tono desapasionado, casi de indiferencia. Él estaba al corriente; lo había sabido desde que me había visto entrar por la puerta. Cabrón.

—Con un poco de fortuna, un poco de habilidad y otro poco de periodismo aplicado. —Emily me soltó del todo y retrocedió un paso que la acercó a su marido. Yo no aparté los ojos del gobernador—. Resulta que a la mayoría del personal de seguridad le caía mejor mi hermana que usted. Tal vez fuera porque Georgia intentó ayudarlos en vez de utilizarlos para fomentar sus ambiciones políticas, y cuando se enteraron de todo, se mostraron encantados de ayudarme.

—Shaun, ¿de qué estás hablando?

La confusión que revelaba la voz del senador Ryman bastó para hacerme desviar la mirada hacia Tate. Me volví sorprendido al hombre que nos había metido en todo esto.

—¿No ha leído el último artículo de Georgia?

—No, hijo. —Los músculos de su cara estaban tensos de la preocupación—. Hemos estado un poco ajetreados por aquí. No he accedido a ninguna página de la red desde que se dio la alarma del brote.

—Entonces, ¿cómo es que…?

—El CDC emite un comunicado que se difunde rápidamente. —El senador Ryman cerró los ojos y torció el gesto apesadumbrado—. Era tan joven, Dios mío.

—Georgia fue asesinada, senador. Le dispararon un dardo de plástico cargado con una dosis de Kellis-Amberlee en estado activo que le alcanzó en el brazo. No tuvo ninguna oportunidad. Y todo porque descubrimos lo que estaba ocurriendo. —Devolví mi atención a Tate y, más calmado, pregunté—: ¿Por qué lo de Eakly, gobernador? ¿Por qué lo del rancho? ¿Y por qué, hijo de perra, por qué lo de Buffy? Puedo entender que después de todo eso quisiera matarnos a mi hermana y a mí, pero ¿por qué?

—¿Dave? —dijo el senador Ryman.

—Este país necesitaba a alguien capaz de actuar para cambiar las cosas. Alguien dispuesto a hacer todo lo que fuera necesario. No otro presidente pregonando sus ideas de cambio y manteniendo el

statu quo. —Tate me miró a los ojos sin pestañear, casi en un estado de calma absoluta—. Dimos varios pasos hacia Dios y la seguridad inmediatamente después del Levantamiento, pero en estos últimos años todo se ha ralentizado. La gente tiene miedo de hacer lo correcto. Esa es la clave. El miedo real es la motivación que necesitan para superar otros miedos que carecen de importancia. Había que recordárselo. Había que recordarles qué significan los Estados Unidos de América.

—Dudo que yo llamara al uso para fines terroristas del Kellis-Amberlee un «recordatorio». Personalmente yo llamaría a eso, bueno, ya sabe, terrorismo; o tal vez crímenes contra la humanidad. O quizá ambas cosas. Supongo que esa decisión corresponde tomarla al tribunal. —Saqué la 40 mm de Georgia y apunté a Tate. La multitud enmudeció; una reacción de sus afilados instintos políticos a lo que parecía un intento de asesinato en directo—. Activación por voz del canal de seguridad. Shaun Phillip Mason, ABF-17894. Contraseña: Caramba. ¿Mahir, estás ahí?

Mi auricular emitió un pitido.

—Aquí estoy, Shaun —respondió la voz de Mahir, distorsionada por los algoritmos de encriptación que protegían la comunicación. Los canales de seguridad sólo son válidos una vez, pero ¡caray!, no hay nada mejor—. ¿Situación?

—Estoy con Tate. Empieza a subir todo lo que recibas y descarga el último artículo de Georgia directamente al senador Ryman. Tiene que echarle una ojeada. —El gobernador echaba chispas por los ojos. Le regalé una sonrisa—. Lo he grabado todo, pero ya lo sabía, ¿no? Un tipo listo como usted… Lo suficientemente listo para engatusar a las fuerzas de seguridad y para engatusar a nuestros amigos.

—La señorita Meissonier era una persona realista y una patriota de los pies a la cabeza, que comprendió los males que estaban asolando nuestra nación —apuntó el gobernador en un tono tan tenso como lo estaban sus hombros—. Recibió con orgullo la oportunidad que le brindamos de servir a su país.

—La señorita Meissonier era una periodista de veinticuatro años que se ganaba la vida escribiendo poemas —espeté—. La señorita Meissonier era nuestra socia, y usted la mató cuando dejó de necesitarla.

—David, ¿es cierto eso? —preguntó Emily, con la voz quebrada por el horror. El senador Ryman había sacado su PDA y parecía envejecer años por cada segundo que pasaba con la mirada clavada en la pantalla—. ¿Tú… Eakly? ¿El rancho? —La ira le desencajó el rostro, y antes de que su marido o yo pudiéramos reaccionar, se había abalanzado sobre el gobernador Tate—. ¡Mi hija! ¡Era mi hija, cabrón! ¡Eran mis padres! ¡Ojalá te pudras en el infierno, maldito…!

Tate la agarró por las muñecas, la hizo volverse y le rodeó el cuello con el brazo. Levantó la mano izquierda, que había mantenido oculta debajo de la mesa desde mi llegada, y en ella sostenía una de las jeringas de plástico. Sin haberse percatado de este hecho, Emily Ryman siguió forcejeando.

El senador se puso lívido.

—Escucha, David, no nos precipitemos…

—Intenté mandarlos a casa, Peter —dijo Tate—. Intenté sacarlos de la campaña; no quería hacerles daño. Sólo quería quitármelos de encima. Ahora ¡mira lo que han conseguido! Aquí me tienes, sujetando a tu hermosa mujercita, y sólo un brote nos separa de un final feliz. Yo te habría alzado a la presidencia. Te habría convertido en el mejor presidente de nuestra nación de los últimos cien años, porque juntos habríamos transformado el país.

—No hay victoria que valga esto —replicó Ryman—. Emily, no te muevas, cariño. —Confusa y furiosa por la traición, Emily dejó de forcejear. Ryman levantó las manos para dejarlas a la vista, con las palmas hacia arriba—. ¿Qué quieres a cambio de soltarla? Mi mujer no forma parte de todo esto.

—Me temo que ahora todos formáis parte de esto —señaló Tate, haciendo un leve gesto de negación con la cabeza—. Nadie saldrá de aquí. Ya es demasiado tarde. Tal vez si te hubieras deshecho de esos pseudoperiodistas. —Escupió la palabra—, todo habría sido diferente. Pero ya está hecho, ¿no?

—Tire la jeringa, gobernador —dije, sin bajar la pistola—. Suelte a la señora Ryman.

—Shaun, el CDC está interviniendo nuestra emisión —me comunicó Mahir—. No la han cortado, pero sin duda están escuchándola. Dave y Alaric mantienen bien la conexión, pero no sé si podremos hacer algo si el CDC decide interrumpirla.

—¡Oh! No te preocupes, no lo harán, ¿verdad, doctor Wynne? —Empezaba a sentirme mareado. Todo estaba sucediendo condenadamente rápido.

«Concéntrate, idiota —me susurró George—. ¿Crees que me apetece ser hija única?».

—Como tú digas, George —farfullé.

—¿Has dicho algo? —inquirió Mahir.

—No, nada. ¿Doctor Wynne? ¿Está ahí? —Si la persona al otro lado de la línea era él, significaba que teníamos al CDC de nuestro lado. En el caso de que fuera otra…

Se produjo un ruido de interferencias que indicaba que el CDC irrumpía en nuestro canal.

—Aquí estoy, Shaun —respondió con su familiar acento sureño el doctor Joseph Wynne. De fondo, oí las maldiciones de Mahir—. ¿Estás en peligro?

—Bueno, el gobernador Tate está amenazando con una jeringa a la esposa del senador Ryman, y dado que las dos últimas jeringas que hemos visto contenían dosis de Kellis-Amberlee, apuesto a que ésta no será muy diferente. Estoy apuntándolo con una pistola, pero no creo que pueda dispararle antes de que clave la jeringa en la señora Ryman.

—Estamos de camino. ¿Puedes entretenerlo?

—Haré lo que pueda. —Concentré toda mi atención en el gobernador Tate, que me miraba impasible—. Vamos, gobernador, ya sabe que todo ha terminado. ¿Por qué no baja eso y queda como un hombre en vez de como un asesino? Es decir, como más asesino de lo que ya es.

—No estás siendo exactamente diplomático, Shaun —me reprendió el doctor Wynne en el oído.

—Hago lo que puedo —respondí.

—Shaun, ¿con quién estás hablando? —inquirió el senador Ryman. Parecía tener los nervios a flor de piel. Probablemente que un chiflado estuviera amenazando a su mujer con una jeringa llena de virus en estado activo tendría algo que ver.

—Con el doctor Joseph Wynne, del CDC —contesté—. Están viniendo hacia aquí.

—Gracias a Dios —masculló el senador.

—¿Quiere tirar la jeringa, gobernador? —insistí—. Usted sabe que todo ha terminado ya.

El gobernador Tate vaciló un momento. Su mirada saltó de mí al senador y finalmente se posó en la multitud horrorizada, cada vez más alejada de nosotros.

—¡Sois unos idiotas! ¡Todos! —espetó, repentinamente irritado y meneando la cabeza—. ¡Podríais haber salvado este país! ¡Podríais haber ayudado a devolver la moral a nuestra nación! —Aflojó el brazo con el que apresaba a Emily, y ésta se soltó y se lanzó hacia los brazos abiertos de su marido. El senador Ryman la estrechó con fuerza, la levantó y se la llevó en volandas. El gobernador Tate no les prestó atención—. Tu hermana era una periodista de pacotilla y una zorra que se habría follado al mismísimo Kellis si eso le hubiera proporcionado una buena noticia. Nadie se acordará de ella dentro de una semana, cuando los gorrones de vuestros caprichosos lectores os abandonen por algo más novedoso. ¡Pero a mí siempre me recordarán, Mason! ¡Siempre se recuerda a los mártires!

—Ya veremos —repliqué.

—No —dijo—. No lo veremos. —Y en un único y fluido movimiento se clavó la jeringa en el muslo y apretó el émbolo hasta el fondo.

Emily Ryman empezó a chillar. El senador gritaba a pleno pulmón a la gente que saliera, que fuera hacia a los ascensores, al otro lado de las puertas de seguridad, a cualquier sitio lejos del hombre que acababa de convertirse en un brote andante. Todavía con la mirada clavada en mí, el gobernador Tate rompió a reír.

—Eh, George —dije, tomándome unos segundos para asegurar el blanco. En el interior de la sala no soplaba el viento, lo que suponía un buen cambio. Menos elementos a tener en cuenta en la compensación—, mira esto.

El estallido de la 40 mm casi quedó sepultado bajo el griterío general. El gobernador Tate dejó de reír, y por un breve momento su rostro adquirió un cómico gesto de sorpresa justo antes de caer desplomado sobre la mesa y dejar a la vista el destrozo que la bala le había provocado en la parte trasera de la cabeza. Seguí apuntándole con la pistola a la espera de algún indicio de movimiento de su cuerpo. Pese a que después de algunos segundos seguía inmóvil, le disparé otras tres veces, sólo para asegurarme. Nunca está de más asegurarse.

La gente seguía gritando, abriéndose paso a empellones en dirección a las puertas. Mahir y el doctor Wynne intentaban imponer sus gritos por el canal abierto, ambos exigiendo un informe de la situación y preguntándome si me encontraba bien y si el brote estaba controlado. Estaban dándome dolor de cabeza. Me saqué el auricular del oído y lo dejé sobre la mesa. Qué gritaran todo lo que quisieran. Yo ya me había cansado de escucharlos; no tenía por qué seguir haciéndolo.

—¿Has visto, George? —musité. No sé cuando empecé a llorar; eso daba igual. La sangre de Tate era idéntica a la de George: roja y brillante. Pero muy pronto empezaría a secarse y se volvería marrón, se volvería inútil, se volvería algo que el mundo puede olvidar—. Lo he matado. Lo he matado por ti.

«Bien hecho», me respondió mi hermana.

El senador Ryman gritaba mi nombre, pero estaba demasiado lejos como para importarme. Steve y Emily nunca lo dejarían acercarse tanto a un cadáver todavía caliente. Hasta que aparecieran los del CDC yo podía disfrutar de un poco de soledad. Me gustó la idea: soledad.

Retrocedí un par de pasos, cogí una silla y me senté a una mesa que me permitía tener vigilado a Tate. Por si acaso. En el centro de la mesa había una cestita con colines, abandonada por los caprichosos comensales cuando la cosa se había puesto fea. Cogí uno con la mano que tenía libre y lo mordisqueé distraídamente mientras con la otra sostenía la pistola de George, apuntando directamente a Tate. El gobernador no se movió. Yo tampoco. Quince minutos después, cuando el equipo del CDC llegó para hacerse cargo de la situación, Tate y yo todavía estábamos esperando; él con la cabeza sumergida en su charco de sangre en proceso de secado, yo, con mi cestita de colines. Los hombres del CDC examinaron el lugar, lo precintaron y nos hicieron salir para poner la zona en cuarentena y realizarnos análisis. Yo mantuve la mirada clavada en él hasta el último momento, atento a cualquier señal que indicara que todavía no había terminado, que la noticia todavía no había llegado a su final. Pero Tate no se movió, y George no abrió la boca, y me dejó solo en las tinieblas resonantes de mi cabeza.

¿Ha valido la pena, George? Dime, ¿ha valido la pena? Respóndeme si puedes, porque te juro por Dios que yo no lo sé.

Yo ya no sé nada.

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