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Libro Segundo: Bailando con muertos » Diez

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—Lo sé. Carl Boucher era un fanfarrón y un cabrón cabeza cuadrada, pero no merecía morir. Ninguno de ellos merecía morir. Por muy buena o mala persona que se sea, nadie merece una muerte así. —Se separó de la mesa con el vaso de café en la mano—. Bueno, tengo que reunirme con mi equipo de fotógrafos. Entrevistamos a Wagman dentro de media hora y le gusta que la prensa sea puntual. Cuídese, señorita Mason, ¿de acuerdo?

—Haré lo que pueda —respondí, asintiendo con la cabeza—. Ya tiene mi dirección de correo electrónico.

—Seguiremos en contacto —me aseguró. Dio media vuelta y se metió con paso firme entre la multitud, que fue cerrándose tras él hasta engullirlo.

Yo me quedé un rato más, bebiendo traguitos de agua y meditando sobre el ambiente que se respiraba en el centro de convenciones. En cierta manera era como un cruce entre el carnaval y una fiesta de fraternidad universitaria, en la que se entremezclaba gente de todas las edades, ideas y credos, con ganas de pasarlo bien hasta el último segundo antes de tener que regresar a lugares menos seguros. Del techo colgaban carteles que indicaban a los votantes de los distintos distritos adonde debían dirigirse si querían votar a la manera tradicional, es decir, depositando la papeleta con su voto en una urna, en vez de hacerlo por el moderno método electrónico, que contabilizaba los votos en tiempo real. Por el poco caso que les hacía la mayoría de los asistentes, deduje que casi todos habían votado por la red antes de salir hacia el centro de convenciones. Hoy en día, las urnas son poco más que una curiosidad, que se mantiene porque la ley insiste en que todo aquel que no desee utilizar medios electrónicos debe poder depositar una papeleta con su voto. En realidad, esto significa que no se conocen los resultados definitivos de unas elecciones hasta que las papeletas se han contabilizado, pese a que el noventa y cinco por ciento de los votos hayan sido enviados por medios electrónicos.

Las compañías tabaqueras no eran las únicas que recurrían al consabido poder de las féminas semidesnudas para promocionar sus productos. Unas jóvenes sonrientes y cubiertas únicamente por lo que a duras penas podía llegar a definirse como un bikini correteaban entre la multitud, regalando chapas y banderines con eslóganes políticos. Más de la mitad de esos obsequios acababan en las papeleras o directamente en el suelo. Me di cuenta de que la mayoría de las chapas que llevaba la gente apoyaban al senador Ryman o al gobernador Tate, quien definitivamente se postulaba como el contrincante más peligroso del senador dentro del partido. La congresista Wagman había sacado partido de la única bala en su recámara, pero todos los rumores decían que ya no le serviría para llegar más lejos. Uno puede utilizar la plataforma de «soy una estrella del porno» para darse a conocer, y luego exhibirse por las calles todo lo que quiera, pero esa actitud nunca le conducirá hasta la Casa Blanca. Todo indicaba que el candidato del Partido Republicano a la presidencia saldría de la pareja Ryman y Tate.

Probablemente, los resultados de la votación de ese día fortalecerán la posición de uno de ellos y convertiría la convención en una simple formalidad. Yo había tenido la esperanza de que apareciera un tercer candidato para animar un poco las cosas, pero durante la campaña electoral no se había dado ninguna sorpresa. Los votantes republicanos, e incluso los demócratas y los independientes, veían el asunto como una elección entre el estilo sosegado y tranquilo del «todos hemos de llevarnos bien mientras convivamos en este mundo» de Ryman y el estilo de fuego del infierno y condenación de Tate, que tanta atención estaba captando, y por lo tanto, posibles votos, de casi todo el mundo.

Di unos golpecitos en mi reloj para activar la función de grabación, levanté la muñeca y susurré: «Nota: Intentar conseguir una entrevista con algún miembro del equipo de Tate tras las primarias, sean cuales sean los resultados».

Técnicamente, Shaun, Buffy y yo somos «periodistas rivales», ya que nos dedicamos a seguir la campaña de Ryman. Sin embargo, al mismo tiempo, hemos hecho votos públicos de integridad periodística, lo que significa que (por lo menos en teoría) se puede confiar en que nuestros artículos serán imparciales y justos, a menos, claro está, de que se trate de un editorial claramente de opinión. Acercarme a Tate para averiguar cómo es el hombre que se esconde detrás del político podría hacer que me cuestionara mis objeciones cada vez mayores a sus ideas políticas. O tal vez no, y en ese caso se reafirmarían mis razones para apoyar a Ryman. De cualquier modo conseguiría material para un buen artículo.

Casi me había acabado el agua y no había ido al centro de convenciones para observar a la gente y conseguir que un periodista local me pagara las consumiciones, por mucho que eso significara una mejora sustancial de la vida que había llevado últimamente como integrante del convoy del senador. Di unos golpecitos a mi anilla de la oreja.

—Llamar a Buffy.

Un silencio precedió a la conexión, y a continuación sonó la voz de Buffy en mi oído.

—¿Qué extraordinario servicio puede prestar esta humilde sierva a su majestad en esta tarde gloriosa?

—¿Interrumpo tu partida de póquer?

—En realidad estábamos viendo una película.

Risitas Chuck y tú estáis intimando demasiado, ¿no te parece?

—No te metas en mis asuntos y yo no me meteré en los tuyos. Además, estoy en mis horas libres —respondió Buffy en tono mojigato—. No hay nada que editar y toda mi parte del material para el resto de la semana está subida al servidor programable.

—Me parece genial —respondí. Contrariamente a mis temores iniciales, los analgésicos habían evitado que mi incipiente dolor de cabeza se convirtiera en algo más que unas molestas punzadas en las sienes—. ¿Puedes decirme dónde se halla exactamente el senador? Estoy en el centro de convenciones, y este lugar es una locura. Si me pongo a buscarlo por mi cuenta, es probable que nunca más vuelva a saberse nada de mí.

—Y podré rastrear el paradero de un funcionario del gobierno porque…

—Sé que por lo menos le has colocado un micrófono, y siempre sigues el rastro de tus juguetitos con un dispositivo de rastreo.

Buffy guardó silencio unos instantes.

—¿Tienes cerca un puerto de datos? Miré alrededor.

—Hay una entrada de conexión pública a unos diez metros.

—Genial. Se ha bloqueado el acceso inalámbrico público a los mapas del centro de convenciones para «preservar la seguridad del centro» o algo por el estilo. Acércate a la entrada, conéctate y podré enviarte la situación actual del senador Ryman, siempre y cuando no se encuentre a menos de diez metros de un emisor de interferencias.

—¿Te he dicho últimamente lo mucho que te quiero? —Me puse en pie, lancé la botella de agua a una papelera de reciclaje y fui hacia el dispositivo de entrada—. Así que Chuck, ¿eh? Supongo que es mono, si es que te gustan los frikis esmirriados. Personalmente, los prefiero un poco más altos, pero para gustos, colores. Sólo asegúrate de averiguar de qué va.

—Sí, mamá —respondió Buffy—. ¿Sigues ahí?

—Estoy conectándome. —Enchufar mi dispositivo portátil a la entrada en la pared fue cuestión de segundos. La estandarización de los puertos de datos ha sido una auténtica bendición para los usuarios ineptos de ordenadores del mundo. Mi equipo tardó unos segundos en tramitar la conexión con los servidores del centro, y buena parte de ese tiempo la empleó en verificar la compatibilidad de los programas antivirus y antispam que tenía instalados. Enseguida emitió unos pitidos, que informaban de que ya estaba operativo—. Estoy conectada.

—Genial. —Buffy se quedó callada. Yo oía de fondo el ruido de las teclas bajo sus manos—. Lo tengo. Tú estás en la zona de expositores de la primera planta, ¿verdad?

—Correcto. Cerca del Starbucks.

—Especifica; hay ocho

stands de Starbucks sólo en esa planta. Por cierto, cuando vuelvas tráeme un moca de vainilla y frambuesa sin azúcar. El senador se encuentra en la planta de conferencias, tres pisos por debajo de ti. Te envío un mapa. —Mi dispositivo portátil emitió unos pitidos informando de que había recibido el archivo—. Con eso no deberías necesitar nada más, siempre y cuando el senador no se mueva.

—Gracias, Buffy. Pasadlo bien. —Me desconecté de la entrada de la pared.

—No vuelvas a llamar hasta dentro de una hora por lo menos. —La comunicación se cortó.

Sacudí la cabeza y me concentré en el mapa que ocupaba mi pantalla. Era bastante simple; el centro de convenciones estaba representado con unas líneas nada complicadas que no dejaban lugar a la confusión. El último paradero conocido del senador estaba marcado en rojo, y una delgada línea amarilla lo unía al punto blanco que representaba el puerto de datos que yo había utilizado para descargar la información. Buen trabajo. Me ajusté las gafas de sol y me abrí paso por la sala de expositores.

La densidad de gente había aumentado durante el descanso que me había tomado para beberme el agua. Pero eso no era ningún problema, pues el programa de orientación de Buffy proporcionaba una información completa de las rutas habilitadas para el tránsito de los asistentes por todo el centro de convenciones; además había sido programado para sugerir la ruta más rápida, que no era necesariamente la más corta, entre dos puntos. Después de realizar una estimación de los niveles de congestión, el programa me ofreció una ruta que atravesaba pasillos poco frecuentados, atajos semiescondidos y un montón de escaleras. Como la gente prefiere usar escaleras mecánicas siempre que es posible, optar por las escaleras normales siempre es la mejor elección para evitar perderse entre la multitud.

La tendencia humana hacia los ilusorios aparatos que supuestamente ahorran tiempo ha sido objeto de multitud de estudios desde el Levantamiento. Durante una crisis viral en un enorme centro comercial del Medio Oeste, se estimó que habían muerto seiscientas personas por no querer utilizar las escaleras normales. Las escaleras mecánicas se bloquean si se sobrecargan. La gente se queda encerrada en los ascensores o es acorralada por los zombies que se las han ingeniado para mezclarse con la marabunta que trata de abrirse paso a empellones por las escaleras mecánicas. Así son las cosas. Uno pensaría que después de un suceso así, la gente empezaría a ver con buenos ojos hacer un pequeño esfuerzo y utilizar las escaleras; sin embargo, se equivocaría. A veces, la costumbre más difícil de romper es la de no hacer nada más que lo imprescindible.

Me llevó casi un cuarto de hora descender tres plantas y pasar el sencillo control establecido entre las plantas de los expositores y el piso de conferencias, de acceso exclusivo de los candidatos, los familiares cercanos, los funcionarios y la prensa. El control se limitó a escanear mi pase de prensa para comprobar que no fuera falso, cachearme en busca de armas para las que no tuviera licencia y someterme a un análisis de sangre básico con una unidad portátil barata de una marca de la que sé a ciencia cierta que tiene una tasa de error del treinta por ciento. Supongo que una vez que pasas las puertas de sitios como ése, ya no se preocupan tanto por tu salud. El silencio que reinaba en el piso de conferencias supuso un cambio brusco del ajetreo de las plantas superiores. Ahí abajo, el negocio de esperar los resultados era exactamente eso: negocios. Siempre hay un par de candidatos que no se marchan pese a que los sondeos no daban un duro por ellos. Sin embargo, el hecho es que los candidatos de los partidos casi siempre acaban siendo los tipos que salen vencedores del supermartes, y sin el apoyo del partido las posibilidades de hacerse con la presidencia del país son nulas. Se recibe de buen grado a todos los aspirantes, pero probablemente nunca ganarán. Nueve de cada diez tipos que llevaban estos últimos meses pateándose las calles, estarían de camino a casa después de las primarias. Hasta dentro de cuatro años hasta que volvieran a tener otra oportunidad de saltar al estrellato, y algunos de ellos no pueden esperar tanto tiempo. Muchos de los candidatos que se jugaban ese día su futuro nunca volverían a presentarse. En días como ése se cumplen y se rompen los sueños.

El senador y su equipo se encontraban en una lujosa sala de juntas a la que se accedía por una puerta situada más o menos en el centro del pasillo. En una placa en la pared junto a la puerta se leía: «Senador Ryman, Rep., WI». Aun así llamé a la puerta por si acaso se encontraban en mitad de algo en lo que yo no tenía por qué inmiscuirme.

—Adelante —respondió una voz en un tono enérgico, irritado.

Contenta de no estar interrumpiendo nada, entré.

Cuando me presentaron a Robert Channing, el jefe de asesores del senador, mi primera impresión de él fue que se trataba de un ególatra maniático que no soportaba que algo se interpusiera en su camino. Tras varios meses de relación nada me había hecho cambiar esa primera impresión, pero tenía que reconocer que era muy bueno en su trabajo. No viajaba con el resto de la expedición. Habitualmente permanecía en la oficina del senador Ryman en Wisconsin, organizando los viajes, buscando los salones donde el senador ofrecía sus mítines y coordinando la cobertura de los medios de comunicación que no viajan con el senador, pues «tres periodistas aficionados con una página de la red llena de comentarios subjetivos no proporcionan una proyección pública a gran escala». Por extraño que pueda parecer, buena parte del respeto que le tengo es por ser capaz de decirme cosas como ésas en la cara. Siempre ha sido muy franco en todo lo que tiene que ver con las opciones del senador de llegar a la Casa Blanca, y si eso implica poner alguna zancadilla, no se corta. No es un tipo simpático, pero sí alguien que vale la pena tener de tu lado.

Y en ese momento estaba mirándome con los ojos entornados, y estuviera del lado que estuviera, era evidente que no era del mío. Channing llevaba el nudo de la corbata torcido, y su americana estaba tirada de cualquier manera en una silla cercana a él. Eso, más que la americana desabotonada y la desaparecida corbata del senador, me indicaba que habían tenido un día duro. Al senador Ryman no le cuesta dejar de lado la etiqueta. Sin embargo, Channing sólo se quita la americana cuando la tensión es tan alta que ya no se puede sobrellevar vestido con una americana de

tweed.

—Venía a ver cómo van las cosas en el fuerte —dije, cerrando la puerta a mi espalda—. Tal vez consiga unas declaraciones decentes según van conociéndose los resultados.

—Señorita Mason —me saludó Channing con frialdad. Algunos de los becarios intercambiables estaban atareados en el fondo del salón, tomando nota en sus PDA de los datos que iban apareciendo en los monitores—. Por favor, intente evitar molestar.

—Haré lo que pueda. —Me senté en la primera silla que encontré libre y entrelacé las manos tras la nuca con la mirada fija en su dirección. Channing es una de esas personas que no soporta que mis gafas le impidan ver si estoy mirándolo.

Nuestros ojos se cruzaron, y me dedicó una mirada fulminante. Luego agarró su americana y se dirigió con grandes zancadas hacia la puerta.

—Voy por un café —dijo, y salió dando un portazo.

El senador Ryman no se molestó en disimular que la escena le había divertido. Todo lo contrario, rompió a reír a carcajadas, como si el hecho de que yo hubiera echado de la sala al jefe de sus asesores fuera lo más divertido que había visto en años.

—Georgia, eso no ha estado bien —dijo al final, entre risas.

Me encogí de hombros.

—Sólo me he sentado —respondí.

—Eres una mujer perversa, perversa. Supongo que has venido para averiguar si mantienes tu puesto de trabajo.

—Yo tengo trabajo tanto si usted avanza en la campaña como si no, senador, y puedo seguir el recuento de votos desde el convoy igual que desde aquí. Quería hacerme una idea del ambiente que se respiraba en el equipo. —Paseé la mirada por el salón. La mayoría de la gente se había sacado la americana y algunos también los zapatos. Había vasos de café vacíos y bocadillos mordisqueados por todas partes, y la pizarra estaba cubierta casi en su totalidad por unas tablas parecidas a las del tres en raya—. Me quedo con «un optimismo cauto».

—Vamos en cabeza con una ventaja del veintitrés por ciento —dijo el senador, haciendo un breve gesto de asentimiento con la cabeza—. «Optimismo cauto» es una valoración bastante acertada.

—¿Cómo se siente?

Me miró arrugando la frente.

—¿A qué te refieres?

—Bueno, senador, en algún momento en las próximas… —hice la comedia de mirar el reloj—… seis horas, sabrá si tiene alguna oportunidad como candidato del partido y, por tanto, como aspirante a la presidencia del país, o si, por el contrario, se queda con el premio de consolación de un papel de actor secundario, o peor aún, sin nada. Hoy da comienzo todo el proceso de ganar o perder las elecciones. De modo que, teniendo todo eso en cuenta, ¿cómo se siente?

—Aterrado —admitió el senador—. Ya queda muy lejano aquel día en que volvía a casa con mi mujer y le dije: «Bueno, cariño, creo que éste es el momento de que me presente como candidato a la presidencia». Esto está ocurriendo de verdad. Quizá esté anticipándome un poco a los acontecimientos, pero no demasiado. Sean cuales sean los resultados, la gente habrá hablado, y a mí sólo me queda acatar su decisión.

—Pero espera que hablen a su favor…

Me clavó una mirada severa.

—Georgia, ¿se ha convertido esto en una entrevista?

—Tal vez.

—Gracias por avisarme.

—Avisar no forma parte de mi trabajo. ¿Quiere que le repita la pregunta?

—No me había percatado de que fuera una pregunta —replicó en un tono repentinamente irónico—. Sí, espero que hablen a mi favor, porque nadie llega tan lejos como he llegado yo que le crezca el ego por el camino. Además, soy de la opinión de que el estadounidense medio es una persona inteligente que sabe qué es lo mejor para su país. No me presentaría a las elecciones para la presidencia si no pensara que soy el candidato idóneo para el puesto. ¿Me decepcionaría no salir elegido? Un poco. Es natural sentirse decepcionado si a uno no lo escogen para este tipo de cosas. Sin embargo, quiero pensar que el pueblo norteamericano es lo suficientemente listo para elegir a su presidente y, por tanto, lo suficientemente listo para saber lo que quiere. De modo que si no me eligen, habré de hacer una profunda reflexión para averiguar en qué me he equivocado.

—¿Ha dedicado algún momento a pensar cuál será su siguiente paso, teniendo en cuenta su convicción de que las primarias de hoy le permitirán continuar en la carrera?

—Seguiremos transmitiendo nuestro mensaje al pueblo. Seguiremos saliendo a la calle y conociendo a la gente, haciéndoles saber que no seré la clase de presidente que se sienta en una cámara herméticamente sellada e ignora los problemas que asolan este país. —La alusión al presidente Wertz era sutil y muy atinada. Nadie ha vuelto a ver a nuestro actual presidente poner un pie fuera de las zonas urbanas ultraseguras desde que fue elegido para el cargo. La mayor parte de las críticas que recibe tienen que ver con el hecho de que no parece darse cuenta de que no todo el mundo puede permitirse que el aire le llegue filtrado antes de respirarlo. Escuchándole hablar, una pensaría que los ataques zombies sólo los sufren los descuidados y los estúpidos, en vez de tratarse de un problema con el que debe convivir el noventa por ciento de la población del planeta, según los últimos datos.

—¿Qué opina la señora Ryman de todo esto?

El semblante del senador se relajó.

—Emily está encantadísima de cómo van las cosas. Me mantengo en esta campaña electoral con el apoyo y la comprensión incondicionales de mi familia. Sin ella, no habría llegado ni a la mitad del camino que llevo recorrido.

—Senador, en las últimas semanas el gobernador Tate, a quien muchos ven como su principal oponente en el seno del partido, ha hablado de endurecer los protocolos de las revisiones médicas de los niños y los ancianos, y de aumentar los fondos destinados a los centros de educación privados con el argumento de que la saturación de alumnos en las escuelas públicas sólo multiplica los riesgos de una incubación y de un brote del virus a gran escala. ¿Cuál es su posición en este asunto?

—Bueno, señorita Mason, como bien sabe, mis tres hijas se han educado en unas excelentes escuelas públicas de nuestra ciudad de origen. La mayor…

—¿Se refiere a Rebecca Ryman, de dieciocho años?

—Exacto. La mayor acabará el instituto este mes de junio y espera ir a la Universidad Brown el próximo otoño para estudiar ciencias políticas, como su padre. El apoyo al sistema público de enseñanza es una de las obligaciones del gobierno. Lo que significa que habrá que aumentar los análisis sanguíneos de los alumnos menores de catorce años y el presupuesto de la seguridad de los centros. Sin embargo, creo que quitar dinero a la enseñanza pública porque podría ser una amenaza en un futuro indeterminado es como quemar el granero para evitar que el heno se eche a perder.

—¿Qué diría a los que critican que en su programa se confía demasiado en el laicismo como solución a los desafíos que debe afrontar la nación y se deja de lado la espiritualidad?

Los labios del senador esbozaron una sonrisa.

—Les diría que cuando Dios baje aquí y me ayude a limpiar mi casa, yo estaré encantado de ayudarle a limpiar la suya. Hasta entonces, sólo me preocuparé de la supervivencia de mi pueblo y de darle de comer, y dejaré que él se encargue de los aspectos en los que yo no puedo hacer nada.

La puerta se abrió y apareció Channing tratando de que no se le volcara una bandeja llena de vasos de Starbucks. Los becarios intercambiables se lanzaron sobre él como moscas. De algún modo, una lata abierta de Coca-Cola acabó frente a mí durante el caos que se originó. Le agradecí el detalle con un gesto de cabeza, cogí la lata y le di un sorbo.

—Si su campaña acaba hoy, senador, si ésta fuera la culminación de todo el trabajo que ha realizado hasta ahora… ¿sentiría que ha valido la pena?

—No —respondió. Se hizo el silencio en el salón y casi pude oír cómo todas las cabezas se volvían hacia él—. Como sin duda sabrán sus lectores, señorita Mason, un acto de sabotaje perpetrado en mi convoy a principios de este mes se cobró la vida de cuatro buenas personas que cooperaban con dedicación en esta campaña. Se sumaron a nosotros para tener un sueldo a final de mes, pero tal vez, de paso, ayudar también a que un ideal encontrara su realización en el mundo moderno. Y sin embargo, pasaron al otro mundo para recoger cualquiera que sea la recompensa que nos esté reservada a nosotros, en especial a los héroes. Si esos hombres y mujeres siguieran vivos, entonces sí podría irme convencido de que había hecho lo correcto, que lo había dado todo de mí y que la próxima vez llegaría hasta el final; eso sí, algo triste y un poco más sabio. Pero ¿en este momento?

»No puedo hacer nada para traerlos de vuelta, y si hubiera alguna manera de evitar lo que sucedió en Eakly, lo habría hecho diez veces. En mi posición actual sólo hay una cosa que puedo hacer: ganar. Por los ideales por los que dieron su vida y por honrar su memoria. De modo que si pierdo, si tengo que volver a casa con las manos vacías, si la próxima vez que hable con sus familias es para decirles: “Lo siento, pero al final no lo he conseguido”… Entonces no, no habrá valido la pena aunque haya hecho todo lo que sabía hacer.

El salón guardó un prolongado silencio atónito, que se rompió con una salva de aplausos, la mayoría procedentes de los becarios intercambiables, aunque también los miembros del equipo técnico aplaudían, y hasta Channing, con las manos ya libres de los vasos de café. Contemplé la escena con un interés sincero, y luego me volví al senador y le hice un gesto de asentimiento con la cabeza.

—Gracias por su tiempo, senador Ryman, y le deseo toda la suerte del mundo hoy en las primarias.

—No es suerte lo que necesito, sino esperar a que todo termine —repuso el senador con una sonrisa mil veces practicada.

—Y yo necesito utilizar uno de sus puertos de datos para editar esto y enviarlo para que lo suban a la red —dije, sacando mi grabadora de mp3 y alzándola en el aire para mostrarla a los presentes—. Tardaré un cuarto de hora en editarlo un poco por encima.

—¿Será posible revisarlo antes de que lo publique? —preguntó Channing.

—Tranquilo, muchacho —dijo el senador—. No veo por qué tendríamos que hacerlo. Georgia ha sido franca con nosotros hasta el momento y no veo por qué iba a cambiar ahora, ¿no, Georgia?

—Puede revisarlo si lo desea, pero eso sólo haría que tardara más en publicarse. Déjeme hacer mi trabajo y lo tendré en mi página principal antes de la hora del cierre de las votaciones.

—Ponte con ello —dijo el senador, señalando un hueco en la pared—. Tienes a tu disposición todos los puertos de datos que necesites.

—Gracias —respondí. Cogí mi lata de Coca-Cola y me dirigí hacia la pared para ponerme a trabajar.

Editar un artículo me resulta al mismo tiempo más fácil y más difícil que a Shaun y a Buffy. Mi material rara vez depende de cuestiones gráficas. No tengo que preocuparme del ángulo de las cámaras, de la iluminación, ni devanarme los sesos a la hora de decidir qué imágenes voy a utilizar. Sin embargo, suele decirse que una imagen vale más que mil palabras, y en el mundo actual en el que prima la satisfacción instantánea y la inmediatez de las respuestas, a la gente, a veces, no le apetece perder el tiempo leyendo una parrafada con palabras difíciles cuando se supone que un puñado de imágenes consiguen el mismo objetivo. Es más difícil convencer a alguien para que lea un artículo donde la noticia se presenta sin fotografías ni clips de vídeo. Yo tengo que encontrar la esencia del tema rápidamente, intentar definirla en la página y luego ir desarrollándola para presentarla a los lectores.

Tal vez «Supermartes: Punto de partida hacia la presidencia» no me haría ganar ningún premio, pero cuando editara la entrevista con el senador Ryman e intercalara el texto con unas cuantas fotos del candidato, tenía la certeza de que iba a atraer audiencia y a ganarme su fidelidad, e iba a ser un claro reflejo de la verdad tal como yo la veía. Querer saber que ocurriría más allá de eso, era algo que no me correspondía preguntarme.

Con mi artículo ya publicado y disponible en la red, me senté a hacer lo que mejor he aprendido a hacer en toda una vida como informadora de la verdad: esperar. Observé el ir y venir de los becarios intercambiables, el deambular de Channing, y al senador dirigiéndolos de forma tranquila e implacable, consciente de que su destino ya estaba escrito. Aunque simplemente desconocía cuál era ese destino.

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