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Libro Tercero: Estudio de casos cero » Catorce

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La incorporación a nuestro equipo de Rick suponía un acierto en más de un aspecto: disponía de vehículo propio y nunca salía de casa sin él. Había oído hablar de los Volkswagen Escarabajo con placas de blindaje (aparecen en muchos de los catálogos de artilugios antizombies que mamá suele dejar desperdigados por toda la casa), pero el de Rick era el primero que veía. Parecía un extraño cruce entre un armadillo y una cochinilla.

Un armadillo de color amarillo chillón.

Con faros.

Estaba aparcado frente a las puertas del rancho, y Rick esperaba apoyado contra él, escribiendo algo con el teclado plegable de su PDA. Levantó la cabeza cuando nos acercamos, cerró el teclado y se metió el aparato en el bolsillo.

Shaun bajó de la furgoneta todavía con el vehículo en marcha.

—¡Nunca bajes la mirada en territorio hostil! —espetó apuntando a Rick—. ¡Nunca desvíes la atención ni te concentres en tu equipo! ¡Y, sobre todo, nunca hagas todas esas cosas cuando estés solo en un lugar de encuentro fuera de las zonas controladas!

Rick se lo quedó mirando con los ojos entornados, más perplejo que otra cosa.

Detuve la furgoneta y me incliné para cerrar la puerta de Shaun antes de abrir la mía. Mucha gente no se cree que Shaun pueda tener un temperamento fuerte; es como si dieran por sentado que yo monopolizo la cuota completa de «malhumor» de la familia. De modo que él siempre aparece como el tipo dicharachero y dispuesto para cualquier desafío, mientras que yo escondo mi ceño fruncido detrás de mis gafas de sol y planeo un complot para destruir el mundo occidental. Pero se equivocan. Shaun tiene peor humor que yo, sólo que reserva sus accesos de ira para los momentos importantes, como encontrar a un miembro de nuestro equipo comportándose como un idiota en las proximidades del escenario de un brote reciente.

Rick empezaba a darse cuenta de que se había metido en un lío y levantó las manos en un gesto apaciguador.

—Han limpiado la zona y realizado una desinfección completa. Me informé antes de venir.

—¿Obtuvieron un cien por cien de seguridad al cruzar los datos de los mamíferos que se hallan en la barrera de amplificación del Kellis-Amberlee, las víctimas identificadas, los supervivientes registrados y los puntos vectoriales potenciales? —inquirió Shaun. Sabía que la respuesta era que no, porque jamás se ha obtenido un cien por cien de seguridad en una matriz de análisis Nguyen-Morrison, ni siquiera bajo las estrictas condiciones de un laboratorio. Siempre existe la posibilidad de que se escape algún organismo capaz de alojar el virus, tanto en su torrente sanguíneo como portándolo en sangre o en tejido que le haya salpicado.

—No —confesó Rick.

—No porque eso nunca sucede. ¿Qué pretendías? Básicamente estabas desnudo en medio de la carretera, agitando los brazos y gritando: «¡Venid por mí, muertitos, quiero ser vuestro siguiente tentempié!». —Le estampó la mochila con su equipo contra el pecho. Rick la agarró y se quedó como petrificado, parpadeando atónito mientras Shaun se volvía sobre los talones y se dirigía hecho una furia hacia las puertas. Le dejé ir; alguien tenía que iniciar el proceso de presentar nuestras credenciales a los vigilantes de guardia, y eso aplacaría su ira. La burocracia suele causarle ese efecto.

Rick se quedó con la mirada clavada en mi hermano, todavía anonadado.

—Sabes que tiene razón, ¿verdad? —dije. Los ojos me bizqueaban tras las gafas de sol. La claridad en el exterior de la furgoneta era tan intensa que deseé con todas mis fuerzas que la ingestión de analgésicos no supusiera un riesgo una vez que me encontrara en la zona cero. Pero no era así; no es una buena idea ingerir productos que merman la capacidad de percepción y el control sobre el cuerpo—. ¿Por qué has salido del coche?

—No creía que fuera peligroso —farfulló Rick.

Meneé la cabeza.

—Siempre es peligroso. Coge la mochila, activa las cámaras y pongámonos en marcha. —Seguí el mismo camino que Shaun hasta las puertas del rancho. Salir del coche era un error de novato, pero el currículum de Rick no destacaba especialmente en el apartado de trabajo de campo. Era bueno como redactor y sabía desenvolverse entre periodistas veteranos. El resto iría aprendiéndolo, si vivía lo suficiente.

Si bien salir del vehículo era un error de novato, internarse en el rancho a pie era una estupidez suprema, pero tampoco teníamos otra elección. No sólo porque nuestros vehículos nunca cabrían en las construcciones que quedaban en pie, sino también porque no habríamos podido evitar quedarnos atrapados en los baches y los surcos que había abierto en el suelo la maquinaria de limpieza de las autoridades competentes. Era mejor ir a pie con los ojos bien abiertos que entregarnos a una falsa sensación de seguridad y quedarnos tirados por culpa de las malas condiciones de los caminos.

Shaun estaba junto a la garita de los guardias, donde dos tipos inquietos y bien afeitados vigilaban desde detrás de unos gruesos cristales blindados. Ambos vestían unos monos militares lisos. Por la expresión de sus rostros se deducía que era la primera vez que participaban en las labores de control de un brote, y nosotros no encajábamos en el perfil que esperaban en unos individuos interesados en internarse en una zona de acceso restringido, aunque en este caso se tratara de una zona que se abriría al público en las siguientes setenta y dos horas y que había sido objeto de una prueba completa de Nguyen-Morrison, de un bombardeo de lejía y de una descontaminación intensiva. Si se hubiera tratado de una granja agrícola en vez de un rancho de cría de caballos, las autoridades se habrían visto obligadas a clausurarla durante al menos cinco años, para dar tiempo a los agentes químicos a filtrarse por el suelo. En este caso, se importaría pienso y agua durante dieciocho meses, hasta que las aguas subterráneas estuvieran completamente limpias.

A veces estamos dispuestos a hacer cosas realmente impresionantes para eliminar las posibilidades de una exposición al virus en su estado activo.

—¿Algún problema? —pregunté, deteniéndome junto a Shaun y regalando una tensa sonrisa a los muchachos armados—. No parecen alegrarse demasiado de vernos.

—Estaban más alegres antes de que les dijera que tenemos el permiso del senador Ryman para estar aquí y vía libre para entrar en la propiedad. Aunque creo que se sintieron ligeramente aliviados cuando comprobaron que nuestro salvoconducto no les obliga a acompañarnos. —Shaun sonrió de una manera casi maliciosa cuando nos entregó a Rick y a mí los chivatos que nos daban derecho a acceder a la zona. Los chivatos portaban unas placas con nuestra identidad inscrita, que nos abrirían cualquier parte sellada en todas las zonas restringidas por peligro biológico—. En cierta manera, creo que los muchachos no tienen ningunas ganas de toparse personalmente con un infectado. Es increíble que superaran la fase de adiestramiento básico.

—No te burles de ellos —le recriminé, apretando el chivato contra la correa de mi mochila. La lámina metálica quedó fuertemente adherida a la tela, se activó y empezó a emitir una tranquilizadora luz verde—. ¿Cuánto tiempo tenemos?

—Las doce horas de costumbre. Si aún estamos dentro de los límites de la zona cuando los chivatos se apaguen, tendremos que pedir auxilio y rezar para que nos hagan caso. —Shaun se pegó el chivato al cuello de la cota de malla; emitió un destello intermitente que fue debilitándose hasta adquirir su habitual gris metálico.

—¿Se ha detectado últimamente algún movimiento en la zona? —preguntó Rick. Su chivato colgaba del auricular de su teléfono inalámbrico, y los destellos verdes contrastaban con la parpadeante luz amarilla del LED del aparato.

—Nada de nada. —Shaun señaló a los guardias—. ¿Nos ponemos en marcha antes de que nos detengan por merodear fuera de una zona de peligro biológico?

—¿Pueden hacer eso? —inquirió Rick.

—Estamos a menos de cien metros del escenario de un brote reciente —respondí—. Pueden hacer lo que quieran.

Fui hacia las puertas. El chivato adherido a la mochila parpadeó y las puertas se abrieron para dejarme entrar en el rancho. En ese lado de la zona restringida no se realizaban análisis de sangre. Si yo, una vez infectada, decidía entrar en un lugar infectado, mi proceso de amplificación se daría en un lugar cercado y no sería lo que la mayor parte de la gente consideraría una pérdida.

Las puertas se cerraron a mi espalda, aunque rápidamente volvieron a abrirse cuando Shaun se acercó a ellas. Lo mismo ocurrió con Rick. Sólo se podía pasar de uno en uno. Si habían seguido el protocolo estándar, las puertas estarían electrificadas con un dispositivo que aumentaba la potencia de la descarga exponencialmente en el caso de que algo se aferrara a ellas. Era una medida que nunca detendría a una horda de zombies decididos a atravesarla, pero siempre era mejor que nada.

—Instalando la primera cámara fija y enviando la señal por el canal ocho. Activando chivatos —dijo Shaun, plantando un pequeño trípode del que emergió una antena que emitió unos destellos amarillos al conectarse con la red inalámbrica local. La cámara enviaría las imágenes a las bases de datos de la furgoneta. No sacaríamos nada de provecho a no ser que se produjera un brote durante nuestra estancia en el rancho, pero nunca va mal cubrirse las espaldas. Más importante aún, la cámara haría sonar la alarma en el caso de que detectara algún movimiento que no se correspondiera con las señales distintivas que recibía de cada uno de los miembros del equipo—, George, ¿tenemos algún mapa?

—Tenemos un mapa —respondí, sacando mi PDA y extendiendo completamente la pantalla—. Buffy lo copió antes de irse. —Dios bendiga a Buffy. Un equipo nunca está completo sin un buen técnico informático, y el sinónimo de un equipo incompleto es «muertos»—. Mantengámonos juntos. —Y lo hicimos.

El rancho de la familia Ryman era del estilo pre-Levantamiento, con algunos ajustes requeridos por la carrera política del senador y la posibilidad de una invasión de muertos vivientes. La mayoría de los edificios no estaban conectados entre sí; había cuatro caballerizas: una para los partos, otro para los potros de uno a dos años, otro para los caballos de más de dos años, y uno más, aislado y construido de acuerdo con los protocolos modernos para los periodos de cuarentena, destinado a los caballos enfermos. La vivienda principal tenía más ventanas de las que podría tolerar una persona en su sano juicio, pero, al parecer, para los Ryman, eso no había supuesto un problema.

—¿Tenemos las coordenadas del brote? —preguntó Shaun tras estudiar el mapa.

—Sí. —Empecé a teclear en mi PDA—. ¿Alguno de vosotros quiere apostar a cuál fue el lugar donde se originó el brote?

—En un almacén aislado —respondió Rick.

—En la cuadra para los partos —señaló Shaun.

—Incorrecto. —Presioné la tecla de Intro. El mapa de la pantalla quedó dividido por una serie de cuadrículas rojas. La zona con mayor concentración de cuadrículas rojas correspondía a la caballeriza para los potros de menos de dos años; toda la construcción estaba teñida de rojo y las líneas partían de él en todas direcciones—. El brote inicial se dio en la cuadra para potros de uno a dos años. Donde se albergaba a los caballos más fuertes, sanos y resistentes.

—No sé mucho sobre caballos —dijo Shaun, frunciendo el ceño—, pero me parece curioso. ¿Se ha identificado al paciente cero?

—Hay un animal que ha dado un noventa y siete por ciento en la prueba Nguyen-Morrison —respondí, y saqué una foto de un caballo de un pálido color dorado con una veta blanca en el hocico—. El caballo

Tiempo para la Fiebre del Oro. Un macho de menos de dos años, sin castrar; se le realizaban revisiones veterinarias cada tres meses desde que nació y siempre las había pasado, además todas las semanas se le sometía a un análisis de sangre. No constan niveles elevados de virus en su historial médico. Si hubiéramos estado buscando el caballo más sano del planeta, hablando en términos epidemiológicos, no nos habríamos equivocado eligiendo éste.

—¿Y es nuestro paciente cero? —inquirió Rick—. Eso sí que es raro. Quizá le mordió algo.

—Se registran todos los movimientos que realizan estos caballos durante todo el día, todos los días. —Cerré los archivos de los informes, plegué la PDA y me la guardé en la mochila—.

Fiebre salió de paseo la noche anterior al brote, lo cepillaron y lo devolvieron limpio a la cuadra, sin heridas ni arañazos. Ya no abandonó la caballeriza hasta el momento de la tragedia.

—¿Y los demás caballos no dieron positivo en el Nguyen-Morrison? —Shaun hurgó en su mochila y sacó una barra metálica telescópica que fue extendiendo mientras avanzábamos, sin que nadie lo hubiera propuesto en voz alta, hacia la parte del rancho en la que se encontraban las caballerizas. Si todavía quedaban pruebas, las encontraríamos allí.

—El siguiente es el caballo del box contiguo al anterior,

Cielo Rojo Matutino, que dio un resultado del noventa y uno por ciento y mostraba marcas de mordiscos. Una diferencia del seis por ciento no deja lugar a dudas de que

Fiebre es nuestro paciente cero.

—La única explicación de un caso como éste es la amplificación espontánea —señaló Shaun, con el ceño completamente fruncido. Extendió el último tramo de su barra y apretó un botón en el mango para electrificarla—. ¿Se descarta un ataque al corazón o cualquier otra causa de muerte natural?

—Totalmente, en un lugar como éste —repuso Rick. Shaun y yo nos volvimos a él. Rick meneó la cabeza y continuó—: Escribí un artículo sobre el funcionamiento de los ranchos modernos hace unos años. Es tan estricta la monitorización de los animales que si un caballo de repente muere, ya sea por una parada cardiaca, porque se atragante con el pienso o por lo que sea, se sabe inmediatamente.

—¿Quieres decir que los cuidadores de los caballos deberían haber recibido algún tipo de aviso de que el caballo había muerto y deberían haber llegado allí antes de que se levantara y empezara a morder a los otros caballos? —inquirí pronunciando las palabras muy lentamente—. ¿Y por qué no fue así?

—Porque cuando en vez de la reanimación se produce una conversión no hay una interrupción de los signos vitales —explicó Shaun. Su voz empezaba a adquirir un tono casi de entusiasmo—. Un minuto antes estás perfecto y un minuto después, ¡bang!, eres una masa de carne que se arrastra por el suelo propagando el virus. Los monitores no registran una conversión espontánea porque en esos casos no son capaces de detectar ninguna anomalía.

—Y la gente sigue afirmando que la tecnología moderna no nos protege —observé con desdén—. De acuerdo, entonces si el caballo regresó limpio a la caballeriza a las siete en punto, lo cepillaron y experimentó una amplificación espontánea durante la noche, los monitores no lo detectaron. Eso todavía no explica por qué sucedió lo que sucedió.

La amplificación espontánea es una realidad. A veces, el virus en su estado latente decide que ha llegado la hora de despertar, y ya nada puede detenerlo. Aproximadamente, el dos por ciento de los brotes registrados durante el Levantamiento se atribuyeron a una amplificación espontánea. Normalmente afecta a la población anciana y a la más joven, porque el virus reacciona con sus propios cambios a los cambios bruscos del peso del individuo. Nunca había oído hablar de un caso de amplificación espontánea en ganado ni en caballos, pero tampoco se ha demostrado nunca que no fuera posible… y no era descabellado imaginarse que podía ocurrir. ¿Y resulta que el paciente cero de la amplificación espontánea en caballos sufrió la conversión en la cuadra del senador Ryman justo el día en que era elegido candidato a la presidencia por el Partido Republicano? Coincidencias así sólo se dan en las tragedias de Dickens; no suelen ir ocurriendo por ahí en el mundo real.

—No me lo trago —dijo Rick, expresando en voz alta lo que yo pensaba—. Es demasiado rebuscado. Tenemos un caballo, un caballo sano, que de pronto se convierte en zombie y mata a un montón de personas. ¿No es una auténtica tragedia? Eso es lo que yo escribiría si me encargarais un artículo de interés humano sobre algo inverosímil para la primera página.

—Entonces, ¿por qué nadie está investigando a fondo el caso? —Shaun se detuvo en mitad del campo, entre las cuatro caballerizas. Miró primero a Rick y luego a mí—. No quiero parecer maleducado, Rick, pero eres nuevo en estos asuntos, y tú, George, eres algo así como una paranoica profesional. ¿Por qué no hay nadie más escarbando en toda esta mierda?

—Porque nadie mira dos veces un brote —respondí—. ¿Has olvidado cómo te pusiste cuando tuvimos que leer todos aquellos libros sobre el Levantamiento en sexto curso? Llegué a pensar que, por tu culpa, nos expulsarían a los dos. Dijiste que las cosas sólo podían haber ido tan mal como fueron porque la gente se conformaba con la primera explicación que le daban y se aferraba a ella con uñas y dientes, en vez de dedicarse a algo tan complicado como pensar.

—Y tú me contestaste que eso formaba parte de la naturaleza humana y que debíamos estar agradecidos por ser más listos que el resto —replicó Shaun—. Y luego me pegaste.

—Ahí tienes tu respuesta: la naturaleza humana.

—Da a la gente algo en lo que poder creer, sobre todo algo como una tragedia personal y una adolescente que, en un acto heroico, salva a su familia, y no sólo te creerá todo el mundo, sino que querrá creerte con todas sus fuerzas. —Rick meneó la cabeza—. Es una buena noticia, y a la gente le gusta creer en las buenas noticias.

—A veces es genial vivir en un mundo donde «buenas» y «noticias» no siempre se unen para referirse a «información positiva». —Me volví a Shaun—. ¿Por dónde empezamos?

En el estudio de edición y en la oficina soy la persona al cargo; sin embargo, en las salidas de campo, la cosa cambia. Shaun lleva la voz cantante, a menos que yo exija una evacuación inmediata. Ambos somos lo suficientemente listos para conocer nuestros puntos fuertes. El suyo consiste en apalear bichos muertos y sobrevivir para contarlo en un blog.

—¿Vamos todos armados? —inquirió mi hermano. La pregunta iba dirigida más a Rick que a mí. Sabe que antes metería la mano en la boca de un zombie por pura diversión que entrar en una zona peligrosa desarmada.

—Armada —respondí, sacando mi 40 mm.

—Sí —dijo Rick. Su arma era más larga que la mía, pero la sostenía con una soltura que me hizo pensar que se debía más a una cuestión de preferencia que de machismo puro y duro. Se la guardó en la funda del chaleco—. Me ofrecería para demostraros mi puntería, pero no me parece el lugar idóneo para ello.

—Después —dijo Shaun. Rick parecía divertido. Yo reprimí una risotada. El pobre debía de pensar que mi hermano estaba bromeando—. Ahora nos separaremos. George, te encargarás de la cuadra para partos. Rick, tú de las caballerizas para los caballos adultos. Yo me acercaré a la enfermería. Nos reuniremos aquí mismo para ir juntos a la cuadra de los potros más jóvenes. Nos mantendremos en contacto permanente por radio. Si veis algo, gritad con todas vuestras fuerzas.

—¿Para que vengáis a ayudarme? —preguntó Rick.

—Para que tengamos tiempo de huir —respondí—. Encended las cámaras y comportaos como los vivos; esto no es ningún simulacro. Esto es periodismo de verdad.

Tenía sentido que nos separáramos, pues las cuatro caballerizas se habían visto involucradas en el brote, aunque se hubiera originado concretamente en una de ellas. Inspeccionaríamos individualmente las demás y tomaríamos algunas imágenes de ambientación, y cuando nos reuniéramos, nos pondríamos en serio a buscar alguna prueba. Sin embargo, eso no evitó que se me acelerara el corazón cuando abrí la puerta de la sala donde se daba de comer a los potrillos recién nacidos y entré. La caballeriza estaba en una oscuridad total. Me quité las gafas de sol y casi inmediatamente me despareció el escozor de los ojos; las pupilas abandonaron su inútil esfuerzo para contraerse y se dilataron libremente mientras me adentraba por el recinto. La penumbra invariable que reinaba en el interior de la cuadra era la idónea para mis ojos. Veía como veían los infectados, y al igual que ellos, lo veía todo.

Enseguida me percaté de que el rancho contaba con las últimas novedades en equipamiento para la cría de animales. Los boxes eran amplios, diseñados para proporcionar la mayor comodidad a todos los implicados.

Era imposible pasar por alto los trajes de protección de peligro biológico, obligados por un mandamiento federal, que colgaban de una pared y los cuatro cubos amarillos y rojos, que se hallaban en los cuatro rincones de la caballeriza. Más difícil de ignorar, sin embargo, era el fuerte olor a lejía, y en cuanto lo reconocí, entendí lo demás. Las manchas en las paredes no eran de pintura ni de salpicaduras de pienso; la manera en la que la paja permanecía apelmazada en los boxes con los restos de un líquido espeso y pegajoso… Todavía no habían finalizado la limpieza de la cuadra. El procedimiento estándar consta de varias fases: en primer lugar se retiran todos los cuerpos infectados y los… trozos de carne… que queden; luego se sella el recinto como se pueda y se riega con lejía; finalmente se aplican los desinfectantes con un aerosol y se hacen estallar las bombas de formalina. La formalina es un formaldehido que lo mata casi todo, incluidos los infectados que deambulan por ahí, y los procesos estándar de descontaminación comprenden cinco detonaciones del compuesto, que se van sucediendo una tras otra a medida que la anterior va siendo absorbida por los materiales orgánicos de alrededor. Sólo cuando se ha echado tanta lejía que cualquier cosa viva haya quedado bien quemada y haya pasado el tiempo suficiente para que se le sequen todos los fluidos, se considera seguro empezar a vaciar la zona y a incinerar el material potencialmente infectado, como la paja de la cuadra.

La cámara que llevaba en el hombro ya estaba grabando; activé otras tres cámaras, una instalada en la mochila, otra sobre la cadera y otra oculta en un broche, y empecé a volverme muy lentamente paseando la mirada por la cuadra.

Bajo el pajar había una pila de gatos muertos, con los cuerpos multicolor retorcidos de la brutal hemorragia abdominal que los había matado. Habían sobrevivido al brote y al caos que lo había seguido, pero no habían podido escapar de la formalina. Me detuve a contemplarlos unos segundos. Eran tan pequeños y parecían tan inofensivos… y lo eran. Los gatos no llegan al umbral Mason: pesan menos de veinte kilos. Al Kellis-Amberlee no le interesan los gatos, y éstos no se reaniman. Para ellos, la muerte sigue siendo la muerte.

Ya había llegado prácticamente a la pared opuesta cuando vomité.

Todo resultó más sencillo después de expulsar de mi organismo la sensación inicial de asco. La primera exploración de la cuadra no arrojó resultados; no encontré indicios de que hubiera ocurrido nada fuera de lo normal, y todo parecía indicar que simplemente había sido el escenario de un brote del virus, trágico y horrible, pero en absoluto especial. En esa cuadra había entrado desbocado uno de los caballos infectados, arrancando la puerta corredera de los rieles. Debía de haber arremetido con el mismo ímpetu contra las yeguas preñadas instaladas en los tres primeros boxes, y seguramente, los humanos que estaban trabajando en ese momento se vieron sorprendidos y no pudieron defenderse. No debieron de enterarse de que algo marchaba mal hasta que fue demasiado tarde. Si tuvieron suerte, habrían tenido una muerte rápida, ya fuera desangrados o despedazados antes de que el virus se activara en su organismo y empezara a transformarlos. Pero esa posibilidad era tristemente remota, ya que los organismos recién infectados persiguen propagar la infección, no devorar otros seres.

No costaba ningún esfuerzo imaginarse a los caballos arrasando el lugar a su paso, mordiendo todo lo que se cruzaba en su camino y buscando más víctimas a las que morder. Era una escena de pesadilla; así habíamos estado a punto de perder el control del mundo a principios de siglo y no debía de ser muy diferente de lo que habría ocurrido en realidad. Sabemos cómo se desarrollan este tipo de episodios, aunque preferiríamos que no fuera así. El virus no es creativo, sino previsible.

Tardé veinte minutos en inspeccionar a conciencia la caballeriza. En cuanto acabé, con las prisas por marcharme de allí, olvidé ponerme las gafas de sol antes de salir a la claridad del exterior. La repentina luz del sol fue demasiado para mí; me tambaleé y tuve que agarrarme a la puerta de la cuadra, cerrando los ojos con fuerza.

—Esto nos sirve para comprobar que no se ha convertido —comentó Shaun a mi izquierda—. La luz no deslumbra a los zombies cuando olvidan ponerse las gafas de sol.

—¡Que te jodan! —farfullé, mientras Shaun me rodeaba con un brazo y me conducía lejos de la caballeriza.

—¿Besas a mamá con esa boquita?

—A mamá y a ti, imbécil. Dame las gafas de sol.

—Que están…

—En el bolsillo izquierdo del chaleco.

—Ya las tengo. —Era la voz de Rick, y fue él quien me las puso en la mano.

—Gracias. —Todavía apoyada en Shaun, abrí las gafas y me las puse. Las cámaras de ambos estaban grabando toda la secuencia, pero la verdad era que me daba igual—. ¿Habéis encontrado algo?

—Yo no —respondió Shaun. Por alguna razón me dio la impresión de que estaba… ¿riéndose? La caballeriza que le había tocado inspeccionar no tenía por qué haber estado en mejores condiciones que la que había explorado yo; en todo caso en mucho peores, pues buena parte del equipo médico había estado de servicio durante la noche—. Al parecer Rick es el único que ha tenido suerte.

—Siempre he tenido éxito con las mujeres —repuso Rick, quien, a diferencia de Shaun y de su evidente regocijo, hablaba en un tono casi avergonzado.

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