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Libro Tercero: Estudio de casos cero » Catorce

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Decidí que para entender lo que estaba sucediendo tenía que verlo con mis propios ojos. Preocupada por la luz, abrí primero un ojo y luego el otro. Shaun seguía rodeándome con un brazo, sujetándome como podía para mantenerme en pie. Mis ojos son la razón principal de mi recelo a la hora de emprender misiones de campo, y nadie entiende eso mejor que él. Rick estaba a unos pasos de nosotros, con una expresión en el rostro que era una mezcla de nerviosismo y confusión.

La mochila de Rick se movía.

Me erguí de golpe.

—¿Qué llevas ahí?

—Es la nueva amiguita de Rick —respondió Shaun en un tono burlón—, George, Rick posee un encanto irresistible, ya deberías haberte dado cuenta. Nada más salir de la cuadra, ella se lanzó sobre él. Había visto novias pegajosas en otras ocasiones, pero ésta se lleva el premio, el premio gordo.

Me volví al miembro júnior de mi equipo de reporteros.

—¿Rick?

—Tu hermano dice la verdad. Se agarró a mí en cuanto me vio entrar en la cuadra y se dio cuenta de que no la apuntara con una pistola de lejía ni pretendía hacerle daño. —Rick abrió la mochila y de su interior emergió una cabecita de color naranja con manchas blancas, que me miró con unos asustados ojos amarillos. Yo me quedé mirándola atónita, y la cabeza volvió a esconderse.

—Es una gatita.

—Los demás estaban muertos —explicó Rick, cerrando la mochila—. Debió de escarbar en la paja y refugiarse a mayor profundidad que los otros. O quizá se encontraba en el exterior cuando apareció la cuadrilla de limpieza y luego se quedó encerrada cuando se marchó tras acabar la faena.

—Es una gatita.

—Ha dado negativo en las pruebas, George —dijo Shaun.

Los mamíferos de menos de veinte kilos no se convierten, porque carecen de algún equilibrio básico entre el tamaño del cuerpo y la masa cerebral, pero en ocasiones pueden ser portadores del virus en su estado activo, al menos hasta que acaba matándolos. Aunque se dan poquísimos casos. La mayor parte de las veces simplemente siguen con su vida limpios de la infección. En las zonas donde se ha producido un brote, no se pueden pasar por alto esos «poquísimos casos».

—¿Cuántos análisis de sangre le habéis realizado? —pregunté con la mirada clavada en Shaun.

—Cuatro. Uno en cada pata. —Levantó los brazos anticipándose a mi siguiente pregunta—. No, no me ha arañado, y sí, estoy seguro de que la gatita está limpia.

—Y tu hermano ya me gritó por recogerla antes de realizarle los análisis —añadió Rick.

—No creas que eso te salva de que yo te grite. —Me solté de Shaun—. Simplemente estoy esperando a regresar dentro. Tenemos tres cuadras limpias y un gato vivo, caballeros. ¿Estamos listos para proceder?

—No tengo un plan mejor para esta tarde —dijo Shaun, aún en un tono dicharachero. Estábamos en territorio irwin y pocas cosas le hacen más feliz—. ¿Están grabando vuestras cámaras?

—Grabando. —Eché un vistazo a mi reloj—. Tenemos buenas tomas y memoria de sobra. ¿Vas a pavonearte un poco?

—¿Es que no lo hago siempre? —Shaun se echó hacia atrás hasta que consiguió el ángulo que buscaba delante de la cuadra que nos quedaba por investigar, con el sol de la tarde a la espalda. No tuve más remedio que admirarme de su don para la teatralidad. Nuestra intención era preparar dos reportajes de ese día: uno para su sección de la página, donde él se explayaría en los peligros de introducirse en una zona en la que se ha producido recientemente un brote, y otro para mi sección, donde yo hablaría del aspecto humano de la tragedia. Yo podía grabar la introducción más tarde, cuando tuviera una idea más clara de lo que había ocurrido. Los irwins venden intriga; los reporteros vendemos información.

—¿Qué está haciendo? —inquirió Rick, enarcando las cejas.

—¿Has visto alguna vez esos vídeos en los que los irwins se ponen a hablar de peligros fabulosos y de horribles monstruos merodeando por ahí?

—Ajá.

—Pues eso. ¡Ten cuidado, Shaun!

Era su momento. De repente se le había dibujado una sonrisa en los labios y estaba completamente relajado. Dirigió esa sonrisa, que vendía miles de camisetas, hacia la cámara y se apartó el flequillo empapado en sudor de los ojos con una mano enguantada.

—¿Qué tal, amigos? Esto ha estado bastante aburrido últimamente. Lleno de politiqueo y de intrigas de despachos, que sólo interesan a los obsesos de la información. Hoy, sin embargo, tenemos algo grande. Porque hoy por hoy somos el único equipo de periodistas que ha conseguido permiso para entrar en el rancho de los Ryman antes de que finalicen las tareas de descontaminación. Vais a ver sangre, gente. Vais a ver manchurrones. ¡Podréis oler la formalina que flota en el aire…! —Mi hermano estaba lanzado y nada lo detendría.

He de admitirlo: dejé de escucharlo en cuanto empezó su introducción; prefiero observarlo que escucharlo. Shaun ha convertido en ciencia las técnicas para exaltar a la audiencia, y cuando acaba con ella, la deja en un estado de entusiasmo desbordado por el descubrimiento alucinante de la pelusa de los bolsillos. Es impresionante, aunque yo prefiero observar sus gestos. Hay algo maravilloso en su manera de dejarse llevar, en la energía y en el entusiasmo que desprende mientras presenta lo que está a punto de mostrar. Quizá pueda sonar raro que una chica de mi edad todavía reconozca que quiere a su hermano, pero me da igual. Lo quiero, y llegará un día en que tenga que enterrarlo, así que hasta que llegue ese momento, agradezco cada segundo que puedo disfrutar contemplándolo mientras habla.

—… así que acompañadme y veamos juntos lo que en realidad ocurrió esa fría tarde de marzo. —La sonrisa reapareció en los labios de Shaun, guiñó un ojo a la cámara, dio media vuelta y enfiló hacia las puertas de la caballeriza. Cuando estuvo frente a ellas gritó—: ¡Corta! —Se volvió. Toda su jovialidad se había esfumado—. ¿Listos?

—Listos —respondí.

Después de dejar atrás cualquier posibilidad de decir: «¿Sabéis qué? Esta labor corresponde a las autoridades… a la gente a la que pagamos para que se juegue la vida investigando», Rick y yo seguimos a Shaun entre los comederos hasta las entrañas de la cuarta caballeriza del rancho de los Ryman.

Lo primero que nos asaltó fue el olor. En los lugares donde ha habido un brote, uno se topa con un hedor que no se encuentra en ningún otro lugar. Los investigadores llevan años intentando dilucidar por qué seguimos percibiendo el olor de la infección aun cuando el virus ha sido declarado eliminado, y no han tenido más remedio que aceptar la conclusión de que se debe a que compartimos el mismo sentido viral que permite a los zombies reconocerse entre sí, sólo que en nosotros actúa, por así decirlo, en una escala olfativa menor. Gracias a él, los zombies no intentan matar a los zombies que tienen a su alrededor, a no ser que lleven semanas sin comer, mientras que los vivos podemos determinar el origen de un brote. Probablemente se trate de otra función práctica del virus que dormita plácidamente dentro de nuestros cuerpos, si bien nadie puede asegurarlo a ciencia cierta. Todavía no se ha podido explicar el olor, al menos en toda su extensión. Es un olor a muerte, y al percibirlo hasta el último centímetro del cuerpo está diciéndote: «sal corriendo». Y nosotros, como una panda de estúpidos, no le hacemos caso.

Cuando la puerta de la zona de comederos se cerró, el resto de la cuadra quedó sumida en la misma penumbra que me había rodeado en la caballeriza anterior.

—George, Rick, encended las luces —indicó Shaun.

Tuve tiempo de protegerme los ojos con el brazo antes de que se encendieran las luces del techo. Me llegó un débil ruido de arcadas procedente de Rick, y a continuación lo oí vomitando en un lugar indeterminado detrás de mí. No me sorprendió en absoluto; en estos paseos, todo el mundo acaba sacando la primera papilla, al menos una vez…, yo misma lo había hecho. Cuando hubo pasado el tiempo necesario para que los ojos se ajustaran al límite de su capacidad, bajé el brazo. Lo que vi ante mí era puro caos. La cuadra de partos ya me había parecido un lugar macabro, pero comparada con ésa no era más que un puñado de manchas extrañas y un montón de gatos muertos; aquí también había cadáveres de gatos tirados por el suelo. En cuanto a lo demás…

Lo primero que pensé fue que habían empapado de sangre toda la caballeriza; no sólo como si la hubieran manchado unos chorros, sino como si literalmente la hubieran embadurnado, como si alguien hubiera cogido un cubo de sangre y se hubiese dedicado a pintar las paredes con ella. Esa primera impresión desapareció en cuanto me fijé en que la mayor parte de la sangre se hallaba repartida en dos lugares: pintando una franja en las paredes a más o menos un metro del suelo o empapando el propio suelo, que había adquirido una docena de tonos marrones y negros, resultantes de la mezcla irregular de lejía, sangre y excrementos secos. Me quedé mirando atónita, sin pestañear, hasta que me entraron las ganas de vomitar. Hacerlo una vez estaba bien. Dos no, sobre todo delante de otra gente.

—Tienen una inscripción con el nombre de los caballos —dijo Shaun desde el otro extremo de la cuadra, donde inspeccionaba uno de los boxes—. Este se llamaba

Tristeza del Martes. ¿Qué clase de nombre es ése para un caballo?

—Les gustaba ponerles nombres relacionados con el tiempo. Piensa si no en

Buen Tiempo para la Fiebre del Oro y en

Cielo Rojo Matinal. Si en este lugar ocurrió algo extraño, encontraremos las pruebas en los boxes.

—Debajo de dos mil litros de sangre —masculló Rick.

—¡Espero que hayáis traído palas! —gritó Shaun con una jovialidad infame.

—Tu hermano es un extraterrestre —repuso Rick, con la mirada clavada en Shaun.

—Sí, pero uno de los monos —respondí—. Empieza a revisar los boxes.

Yo ya había recorrido la mitad de los boxes que se abrían a mi lado, y justo me encontraba entre

Vendaval de Dorothy y

Alerta de Huracanes cuando Rick gritó:

—¡Venid aquí! —Shaun y yo nos volvimos hacia él. Estaba señalando un box en un rincón—. He encontrado el box de

Fiebre.

—¡Genial! —exclamó Shaun. Nos acercamos a él—. ¿Has tocado algo?

—No —respondió Rick—. He preferido esperaros.

—Bien hecho.

La puerta del box colgaba de los goznes retorcidos, que habían sido arrancados desde dentro, y la madera estaba astillada y marcada con las lunas crecientes de las herraduras del caballo. Shaun silbó entre dientes.

Fiebre tenía unas ganas locas de salir de la cuadra.

—No lo culpo —dije, inclinándome hacia la puerta para examinar la madera destrozada—. ¿Shaun, llevas puestos los guantes? ¿Puedes abrirla?

—A ti te daría el mundo entero… o al menos te abriría la puerta de una cuadra nauseabunda.

Shaun abrió la puerta de un empujón y la sujetó a un pequeño gancho para que se mantuviera abierta. Me asomé para grabar con la cámara hasta el último centímetro del cubículo. Shaun, por su parte, se metió directamente en el box, y algo crujió bajo sus pies.

Rick y yo nos volvimos a él y de pronto me quedé rígida. En una zona de riesgo, los crujidos casi nunca son el presagio de algo bueno. En el mejor de los casos puede tratarse de una advertencia; en el peor…

—¡Shaun! ¡Informa!

Con el rostro lívido, Shaun levantó primero un pie y luego el otro. Tenía un trozo de plástico con el borde afilado incrustado en la suela de la bota izquierda.

—Sólo es basura —respondió. Su rostro adquirió una expresión de alivio—. Nada grave. —Se agachó para quitárselo.

—¡Espera!

Shaun se quedó paralizado. Me volví sorprendida a Rick.

—Explícate.

—Está afilado. —La mirada de Rick iba de mí a mi hermano—. Es un trozo de plástico afilado, ¡en una cuadra!, ¡en un rancho de cría de caballos! ¿Veis alguna ventana rota cerca? ¿Algún aparato roto? Porque yo no lo veo. ¿Qué hace un trozo afilado de algo en un box? Los caballos tienen cascos duros, pero la parte central es blanda y resulta relativamente fácil que se corten.

Unos cuidadores competentes nunca permitirían que hubiera objetos punzantes cerca de las cuadras.

Shaun bajó el pie haciendo equilibrio para apoyarlo únicamente sobre la punta y no apretar el plástico contra el suelo.

—Maldito cabrón…

—Shaun, sal de ahí. Rick, busca un rastrillo o algo. Tenemos que remover esa paja.

—Entendido. —Rick dio media vuelta y se dirigió al rincón opuesto del establo, donde supuse que habría visto antes algún material de limpieza. Shaun salió a la pata coja del box, todavía con el rostro lívido. Le di un golpe en el hombro con la palma de la mano derecha en cuanto lo tuve cerca.

—Idiota —le solté.

—Seguramente —convino conmigo, recuperando cierta calma. Si yo estaba insultándole, eso significaba que tampoco había ocurrido nada grave—. ¿Crees que hemos encontrado una pista?

—Me parece probable, pero ahora mismo tu principal preocupación no debería ser ésa. Busca unos alicates, sácate esa maldita cosa de la bota y métela en una bolsa. Como la toques te mato.

—Ya lo he pillado.

Rick regresó con un rastrillo en las manos. Se lo cogí y empecé a rastrillar la paja.

—Rick, vigila al estúpido de mi hermano.

—Sí, señora.

Con el rastrillo, removí la paja que había pisado Shaun, y aparecieron más trozos de plástico y una pieza en concreto, larga y torcida, que me resultó familiar. A mi espalda, Shaun contuvo la respiración de repente.

—George…

—Ya lo veo. —Continué rastrillando la paja.

—Eso es una aguja.

—Lo sé.

—Si no hay razón para que encontremos trozos de plástico en la caballeriza, ¿qué pinta aquí una aguja?

—Nada —respondió Rick—. Georgia, prueba un poco más a tu derecha.

Me lo quedé mirando.

—¿Por qué?

—Porque ahí la paja está menos aplastada. Si hay algo más a tu derecha, es probable que siga intacto.

—Bien visto. —Me concentré en el sector derecho del compartimiento. Las tres primeras rastrilladas no dieron resultado. Ya había decidido que el cuarto sería el último en esa zona cuando los dientes dejaron a la vista una jeringa en perfectas condiciones; no sólo eso, sino que estaba cargada. El émbolo no había llegado hasta el fondo y todavía se veía una pequeña cantidad de líquido lechoso a través del vidrio manchado de barro. Los tres nos la quedamos mirándola fijamente.

—¿George? —dijo Shaun al cabo.

—¿Mmm?

—Ya nunca volveré a pensar que eres una friki paranoica.

—Bien. —Con sumo cuidado acerqué la jeringa con el rastrillo—. Id a los contenedores de residuos y mirad si se han dejado alguna bolsa aislante. Hay que sellar al vacío la jeringa para llevárnosla, y no me fío de nuestras bolsas para residuos biológicos.

—¿Por qué? —preguntó Rick—. Han pasado las pruebas Nguyen-Morrison.

—Porque sólo se me ocurre una cosa que alguien haya podido inyectar a un animal sano como un roble, y que lo haya transformado completamente y convertido en el paciente cero de un brote viral —respondí. La sola visión de la jeringa me provocaba náuseas. Shaun podría haberla pisado. Un paso un poquito más allá y…

«Piensa en otra cosa, Georgia. Piensa en otra cosa».

—Las jeringas son herméticas —señaló Shaun, dando media vuelta y enfilando hacia los contenedores de residuos médicos—. La lejía no puede penetrar en ellas.

—¿Estás diciendo que…?

—Si mi suposición es correcta, tenemos delante de nosotros la cantidad suficiente de Kellis-Amberlee para transformar a la población de todo Wisconsin. —Esbocé una sonrisa sarcástica—. ¿Qué os parece el siguiente titular para nuestra página principal: «Rebecca Ryman murió asesinada»?

El virus Kellis-Amberlee puede sobrevivir durante un tiempo indefinido en un huésped apropiado, lo que es lo mismo que decir «en el interior de cualquier mamífero de sangre caliente». No se ha encontrado una cura y, si bien se pueden purgar de agentes víricos pequeñas cantidades de sangre, el virus no se puede extraer ni de los tejidos blandos del cuerpo, ni de la médula ósea, ni de la médula espinal, ni del cerebro. Gracias a la inventiva humana que lo creó, está con nosotros todos los días, desde el momento que somos concebidos hasta que morimos.

A lo largo de nuestra vida sufriremos multitud de «infecciones» de la cepa original del Kellis. Se manifiesta atacando rinovirus que tratan de atacar nuestro cuerpo y actúa apoyando al sistema inmunitario. Algunos individuos también presentarán manifestaciones poco importantes del Marburg-Amberlee, que despierta de su letargo cuando aparecen tumores cancerígenos que han de destruirse. La síntesis de esos virus tan dispares no los ha desviado de su propósito original, lo que en el fondo nos resulta beneficioso. Ya que si vamos a tener que aceptar el hecho de que los muertos se levanten de sus tumbas con la intención de devorar a los vivos, más vale que saquemos alguna ventaja de todo eso.

Los problemas surgen únicamente cuando la forma conjunta de estos virus pasa al estado activo. Diez micras de Kellis-Amberlee en estado activo son suficientes para desencadenar una cascada viral imparable, que inevitablemente desemboca en la muerte del organismo que lo hospeda. Una vez activo el virus, uno deja de ser «uno mismo» en todos los aspectos y se convierte en una reserva andante del virus, en un medio para propagarlo; el virus siempre está hambriento y al acecho. Un zombie es una criatura con dos objetivos: alimentar el virus y propagarlo en otros seres vivos.

Se puede infectar a un elefante con la misma cantidad de virus que a un humano. Diez micras. Para que os hagáis una idea, en el punto de esta frase caben más de diez micras del virus. El caballo que desencadenó la infección que acabó matando a Rebecca Ryman recibió una inyección con más de novecientos millones de micras del Kellis-Amberlee en estado activo.

Ahora miradme a los ojos y decidme que no se trata de una acción terrorista.

—Extraído de

Las imágenes pueden herir tu sensibilidad,

blog de Georgia Mason, 25 marzo de 2040

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