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Libro Cuarto: Postales desde el Muro » Dieciocho

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Nunca he tenido una puntería comparable a la de Shaun, pero eso carece de importancia en las distancias cortas: acertar un disparo en la cabeza resulta más sencillo cuando se realiza a quemarropa. Aun así mantuve levantada la pistola varios minutos, esperando a sentir algo o a que ella se moviera. Buffy era un miembro de mi equipo, de mi círculo más próximo, y se había ido para siempre. ¿No debería haber sentido algo? Sin embargo, no sentí nada que fuera más allá de una vaga sensación de pérdida y de una avalancha mucho más intensa de pánico.

Las arcadas de Rick me trajeron de vuelta al mundo real. Me eché hacia atrás, dejando caer todo mi peso en el brazo de Shaun y me puse de nuevo las gafas de sol; noté la sensación familiar de las gafas sobre la nariz mientras bajaba la pistola y me volvía hacia los miembros supervivientes del equipo.

—Rick, infórmame de tu situación. —Rick prosiguió con sus arcadas. Hizo un gesto de asentimiento con la cabeza—. Justo lo que me imaginaba. Shaun, ve a la furgoneta y trae otras tres unidades de análisis de sangre.

—¿Y tú qué vas a hacer exactamente en mi ausencia, sola en medio de la nada, con la única compañía del par de cadáveres y el capitán Vómito?

Abrí la cremallera del bolsillo de la chaqueta y saqué la PDA.

—Me quedaré aquí —respondí, agitando el aparato en el aire—, vigilando al capitán Vómito y pidiendo ayuda. Nos exigirán los resultados negativos de los análisis antes de acercarse a nosotros con algo más que un puñado de balas. Vamos a necesitar un equipo entero de expertos en zonas de peligro biológico; tenemos dos cadáveres y un camión contaminado, y la sangre de Buffy está desparramada por el suelo…

Shaun se quedó paralizado, y su rostro fue palideciendo al contemplar los trozos de cristal que yo tenía incrustados desde las rodillas de los vaqueros hasta las heridas de la palma de las manos, que tenía rojas y en carne viva por la fuerza con que había tirado de la puerta del camión.

—Y necesitamos resultados negativos en los análisis —dijo en un tono cercano al balbuceo.

—Exacto —repuse. Mi hermano parecía asustado. Deseé vagamente sentir también ese miedo, pero me resultó imposible. No conseguía ir más allá de mi maldito aturdimiento—. ¡Ve!

—¡Ya voy! —respondió. Dio media vuelta y echó a correr en dirección a la furgoneta.

Rick seguía a cuatro patas; sus arcadas eran menos intensas y había dejado de vomitar. Me acerqué a él con la intención de que mi presencia lo reconfortara un poco mientras telefoneaba por la PDA. Utilicé un canal de emergencias de banda ancha ya que, encontrándome en una autopista estatal, mi mensaje sería captado por todos los radares policiales, los departamentos para casos de incidentes biológicos de los hospitales y la agencia federal de la zona. Si en los alrededores había alguien que pudiera ayudarnos se enteraría.

—Al habla Georgia Mason, número de licencia ABF-175893. Me encuentro entre los hitos de los kilómetros setenta y siete y setenta y ocho. En la interestatal 55, dirección sur. Con una ayuda de auxilio de prioridad A y un aumento del nivel de riesgo biológico de la zona. Nuestra situación es estable; estamos esperando los resultados de los análisis de sangre de los supervivientes. Solicito la confirmación de que el mensaje ha sido recibido.

La respuesta fue inmediata.

—Le habla la oficina del CDC de Memphis. Un equipo de expertos en riesgos biológicos ya se dirige hacia su posición. Por favor, explique el motivo de su presencia en la zona afectada.

Técnicamente no es ilegal circular por las autopistas federales (la gente todavía tiene la necesidad de trasladarse de un lugar a otro), pero no suele ser habitual fuera del gremio de los camioneros, quienes tienen la obligación de entregar un documento en el que especifiquen la ruta que van a seguir y señalar exactamente dónde esperan encontrarse en cada una de las etapas del viaje. Las caravanas están sometidas a las mismas restricciones. Cuando la ley que incorporaba las nuevas normas entró en vigor, hubo grupos que se quejaron de que el gobierno estaba coartando las libertades individuales, si bien rápidamente cerraron la boca cuando se vio que no se trataba tanto de mantener un registro de los movimientos de las personas como de disponer de un instrumento que permitiera anticiparse a los posibles movimientos de un brote. Prácticamente todo el mundo miró hacia otra parte en cuanto «sólo queremos saber adónde van a ir los zombies» entró en la ecuación de la ley.

—El número de registro de nuestra ruta es 47-A; aparecemos bajo la denominación de caravana de servicio de Ryman/Tate. Los conductores registrados presentes en el escenario son: Georgia Carolyn Mason, licencia de clase M; Shaun Phillip Mason, licencia de clase A; Richard Cousins, licencia de clase C, y Charles Li Wong, licencia de clase A. Los pasajeros registrados son: Georgette Marie Meissonier, licencia de clase C. El motivo del viaje: traslado de carga pesada desde Parrish, Wisconsin, hasta Houston, Texas. La duración del viaje: cuatro días con el número razonable de paradas para descansar y para que los conductores duerman. Dos camiones que formaban parte de la caravana continúan en la carretera. No estoy muy segura de su situación. Si me facilitan la clave de su red podré enviarles nuestra ruta exacta.

Cuando mi interlocutor me respondió, su voz masculina me habló en un tono más afable; la información que le había proporcionado ya había sido introducida en su ordenador y había sido comprobada.

—No será necesario, señorita Mason. Dígame el motivo de su solicitud de un equipo de expertos en peligros biológicos.

—Nos han disparado en las ruedas de los tres vehículos en los que viajábamos. Uno de los coches se ha estrellado y es posible que el conductor haya sufrido daños. El camión que viajaba en la cola, cargado con el material, ha volcado. El conductor, Charles Wong ha muerto por el impacto del golpe y se ha reanimado antes de que los demás pudiéramos llegar a su vehículo, y ha infectado a su compañera de viaje, Georgette Meissonier. Los resultados de los análisis de la señorita Meissonier se encuentran registrados en una unidad de análisis de campo estándar del modelo V-15-11-A de la marca Sony, y han sido enviados por conexión inalámbrica al ordenador central del CDC en el momento de la confirmación. Dada la posibilidad de error en el resultado positivo obtenido con el modelo de unidad utilizado, no hemos emprendido acciones inmediatamente y nos hemos limitado a mantener una distancia de seguridad hasta que la señorita Meissonier ha empezado a mostrar los síntomas de la dilatación de las pupilas y de la pérdida de memoria. Una vez confirmada su infección, se ha puesto fin a su vida de una manera honrosa. —Por fin, mi dolor y mi indignación empezaban a asomar por los bordes de mi aturdimiento inicial—. Tenemos sangre fresca en la cabina del camión y en el suelo de alrededor, así como dos cadáveres que deben ser retirados y trasladados al crematorio.

—El equipo enviado no se aproximará a ustedes hasta que los resultados preliminares de los análisis de los supervivientes del grupo hayan sido remitidos. Tampoco prestará asistencia directa hasta que se obtengan los resultados de los análisis que deberán hacerse con las unidades que el CDC les suministrará a su llegada —anunció mi interlocutor. De su voz se había esfumado parte de la amabilidad anterior. Un par de cadáveres y un montón de sangre fresca en una carretera a las afueras de Memphis podían suponer un brote que acabaría con mucha más gente de la que formaba nuestro reducido equipo. Ambos lo sabíamos. Y teníamos que contener la propagación del virus.

—Entendido. —Mi PDA emitió unos pitidos que avisaban de una llamada entrante—. Señor, ¿me permite preguntarle cómo se llama?

—Joseph Wynne, señorita Mason. Esperen; nuestro equipo no tardará en llegar.

—Gracias, Joe.

—Que Dios la proteja —me deseó antes de colgar.

Me pasé la PDA a la otra mano y presioné el botón para contestar la llamada.

—Georgia. —Shaun corría hacia mí con las unidades de análisis de campo apretadas contra el pecho. Levanté la mano que tenía libre y mi hermano me lanzó uno de los dispositivos. Se trataba de algo más que un simple juego de lanzar y cazar objetos en el aire; hay un centenar de pequeños ejercicios y pruebas para detectar la infección, que no obedecen a la ciencia médica. Si él era capaz de arrojármelo y yo de cogerlo, había más posibilidades de que ambos estuviéramos limpios. Cuando cacé la unidad vi cómo se relajaba la expresión de mi hermano, pese a que no había aminorado el paso.

La voz del senador Ryman emergió por el auricular, seca y tensa por el pánico.

—Georgia, ¿qué es todo eso que estoy oyendo por la radio de los servicios de emergencia sobre un accidente? ¿Estáis bien?

—Senador. —Hice un gesto sacudiendo la cabeza hacia Shaun, que dejó la unidad de análisis en el suelo junto a Rick. Luego ambos, con una sincronización reconfortante, quitamos la tapa de nuestros respectivos dispositivos—. Me temo que debo responderle que no, señor. Sin embargo, el CDC ya ha enviado hacia nuestra posición un equipo de expertos en desastres biológicos. Cuando se compruebe que estamos limpios, necesitaremos un camión nuevo y un equipo para transportar todo el material. —Me lo pensé dos veces antes de añadir—: También necesitaremos un nuevo conductor. Rick no posee una licencia de clase A y no quiero abandonar mi moto.

Siguió un silencio prolongado que aproveché para ajustarme la PDA entre el hombro y la oreja y dejar libre la mano. Articulando para que Shaun me leyera los labios, dije: «Uno, dos». A la de dos ambos metimos el dedo índice en la unidad que sostenía el otro. El pinchazo de la aguja me provocó un estremecimiento que a punto estuvo de hacerme tirar la PDA.

—Georgia… ¿Chuck está…? —dijo el senador al fin, cuando las luces ya habían iniciado su alternancia entre el rojo y el verde.

Cerré los ojos para no ver aquellas luces siempre odiosas.

—Lo siento, senador.

—Georgia… —dijo, tras una nueva pausa.

—¿Sí, senador?

—¿No iba Buffy con…?

—Me temo que cuando el camión volcó perdimos toda posibilidad de rescatar a sus ocupantes.

—Oh, Dios mío, Georgia, lo lamento.

—Yo también, señor. Yo también. ¿Puede encargarse de enviar otro camión y otro conductor, y de avisar al resto del convoy de que hemos sufrido un contratiempo que nos obliga a retrasarnos? Estamos en los alrededores de Memphis. No debería haber ningún problema para localizarnos en el GPS del equipo.

—Tendré a alguien de camino en menos de diez minutos. —La tercera pausa se prolongó aún más que las dos anteriores, y cuando volvió a hablar, su voz revelaba un agotamiento que nunca había notado en él antes, ni siquiera tras enterarse de la muerte de Rebecca—. Georgia, ¿los demás estáis… estáis…?

—Todavía estamos esperando los resultados de los análisis. Si se produce algún cambio le llamaré.

—Gracias. Supongo que no debería seguir entreteniéndote.

—Sí, será lo mejor.

—Que Dios te proteja, Georgia Mason —dijo, y colgó antes de que yo pudiera despedirme.

Agarré la PDA y abrí los ojos. Miré directamente a Shaun, evitando por completo las luces.

—Va a enviar ayuda —dije.

—Genial. No estamos infectados.

Eché un vistazo a las unidades de análisis de campo, que emitían una luz verde constante. Respiré superficialmente una vez y a la siguiente respiré hondo e hice un gesto afirmativo con la cabeza.

—Mejor. —Me volví hacia Rick—. Rick, tienes que hacerte el análisis.

—¿Qué? —Levantó la cabeza con los ojos perdidos y abiertos como platos.

—El análisis de sangre. Tienes la unidad al lado. El equipo de peligros biológicos no se acercará hasta que demostremos que estamos limpios o muertos. —Saqué el dedo de mi unidad y sentí el cosquilleo del antiséptico en el orificio del pinchazo; sacudí enérgicamente la mano y apreté el botón de encendido de la señal en la base de la unidad. Con ello activaba el transmisor inalámbrico, que enviaría los resultados al ordenador central del CDC. La activación manual sólo es opcional en el caso de un resultado negativo; al CDC no les importa que, en circunstancias normales, alguien no esté a punto de transformarse en zombie. Los resultados de Buffy habían salido directos hacia el ordenador central de la institución en cuanto las luces rojas se quedaron encendidas de manera definitiva. Cuando el resultado es positivo en el Centro para el Control y la Prevención de las Enfermedades lo saben. Deshabilitar la función de transmisión inalámbrica de una unidad de análisis de sangre es un delito federal.

Shaun me acompañó en mis acciones. Me tendió la mano, y le di su unidad de análisis, que dejó caer en el interior en una bolsa de plástico que había sacado del cinturón. Mi unidad acabó en una bolsa diferente, que me entregó. De nuevo casi al unísono, apretamos los sellos de los precintos y dejamos nuestras respectivas huellas dactilares en las esquinas de los envases. Si alguien manipulaba las bolsas, los sellos se volverían de un color escarlata y las unidades contendidas adquirirían una categoría peor que la de inútiles: pasarían a ser sospechosas.

—No sé… No sé si seré capaz —dijo Rick, tragando saliva—. Buffy…

—Buffy está muerta, y también Chuck. Tenemos que saber si estamos limpios. —Devolví la bolsa a Shaun, me acerqué a Rick y me agaché junto a él, recogí su unidad de análisis del suelo y le quité la tapa de plástico para dejar al descubierto la almohadilla de presión y la aguja que se escondían en su interior—. Vamos, ya sabes de qué va. Sólo es un pinchazo.

—¿Y si las luces se quedan rojas?

—Entonces esperaremos sentados contigo hasta que el equipo del CDC llegue; ellos disponen de unidades de análisis más avanzadas que las nuestras y ya están de camino —respondí, manteniendo el tono de voz lo más neutro que pude. Sentía ganas de gritarle, pero no me atreví. Rick tenía aspecto de ir a desmoronarse en cualquier momento, y si yo empezaba a chillarle podría provocarle un ataque de nervios—. No llevaremos a cabo ninguna acción contra ti a menos que empieces a sufrir la conversión.

—Si las luces se quedan en rojo, emprended acciones inmediatamente —replicó con una frialdad repentina, sin un atisbo de vacilación en la voz—. Quiero que me metáis una bala en la cabeza antes de que me entere de lo que está pasando.

—Rick…

Rick se inclinó hacia delante y metió el dedo en el compartimiento con la aguja.

—No estoy así porque le hayas disparado, Georgia. Estoy así porque Buffy tuviera que llegar tan lejos antes de que pudieras hacerlo. —Levantó el rostro y miró a Shaun antes de posar los ojos en mí—. Mi hijo se convirtió antes de morir. Por favor, tened la amabilidad de dejarme morir antes de que olvide cómo me llamo.

—Por supuesto —dije. Me enderecé y retrocedí hasta mi posición habitual al lado de Shaun. Mi hermano me apoyó la mano derecha en la espalda y colocó lentamente la izquierda en la funda de su pistola. Si hoy perdíamos a un segundo miembro del equipo, ése no caería por una bala mía. A veces hay que permitir que la culpa se reparta.

—No sabía que habías tenido un hijo, Ricky —dijo Shaun en un tono casi despreocupado—. ¿Qué más no nos has contado?

—Me gusta ponerme ropa interior femenina —respondió Rick. Entonces sonrió de una manera casi imperceptible—. Algún día te enseñaré una foto suya. Por él… por él dejé de trabajar en la prensa tradicional. Muchos compañeros lo recordaban, y muchos otros habían conocido a su madre. Demasiada gente empezó a mirarme de otro modo cuando los perdí. Todavía amaba el periodismo, pero no quería ser la noticia; de modo que busqué otra manera de continuar con mi carrera.

Las luces iban alternándose entre el rojo y el verde.

—¿Cómo se llamaba tu hijo, Rick? —le pregunté.

—Ethan —respondió Rick. Su sonrisa fue haciéndose más amplia y triste—. Ethan Patrick Cousins en recuerdo de mi padre y del abuelo de su madre. Se llamaba Lisa… Me refiero a su madre. Lisa Cousins. Era bellísima. —Cerró los ojos—. Ethan había heredado su sonrisa.

Las luces dejaron de parpadear.

—Recordaremos sus nombres cuando tú faltes, si algún día se da el caso —repuse—. De momento tendremos que esperar. Estás limpio, Rick.

—¿Limpio? —Abrió los ojos y los clavó en la unidad de análisis como si fuera un objeto extraterrestre que viera por primera vez. A continuación extrajo el dedo de la aguja y apretó el botón de transmisión—. Limpio.

—Una noticia cojonuda ya que de ningún modo iba a encargarme de tu gato sarnoso —señaló Shaun.

—Mi hermano tiene razón —dije; me acerqué a Rick y le ofrecí una mano para ayudarlo a levantarse del suelo—. Shaun habría lanzado por la ventana a la gatita en el primer bar de carretera que nos hubiéramos cruzado.

—George, no digas tonterías —me reprendió Shaun—. Habría esperado a pasar por uno con uno de esos carteles de «Cuidado con el perro». No habría estado bien impedir a

Lois tener un amiguito.

Rick y yo nos miramos perplejos antes de romper a reír. Yo me eché a llorar al mismo tiempo y ayudé a Rick a ponerse en pie; le pasé el brazo por los hombros y me apoyé en él para no perder el equilibrio. Shaun se acercó, nos abrazó y se sumó a las carcajadas, hundiendo el rostro en mi pelo para ocultar las lágrimas que le brotaban de los ojos. Yo sabía que estaba llorando, pero Rick no tenía por qué enterarse. Hay secretos que no es necesario compartir.

Permanecimos así hasta que el ruido de neumáticos nos alertó de la llegada del equipo especializado en desastres biológicos. Nos separamos precipitadamente y cada uno por su cuenta intentó recobrar algo cercano a la compostura; Rick se limpió la cara con la mano mientras Shaun se enjugaba las lágrimas de las mejillas y yo me pasaba la mano por el pelo y me subía las gafas de sol. Me volví a mi hermano, le hice un gesto con la cabeza y me dirigí hacia el estruendo de los vehículos que se acercaban, sujetando en una mano la bolsa que contenía mi unidad de análisis y en la otra, mi licencia.

El convoy se detuvo a unos veinte metros de nuestro vehículo más avanzado: mi desdichada moto, abandonada fuera de la carretera. El CDC de Memphis no se andaba con jueguecitos. Habían enviado una unidad completa: dos vehículos de transporte de tropas con sus habituales bastidores estilo Jeep envueltos por un blindaje transparente de plástico reforzado con acero, una furgoneta médica blanca dos veces más grande que la nuestra y, lo que resultaba más inquietante, dos unidades de los enormes vehículos blindados que la prensa especializada denomina «camiones de bomberos». Eran descomunales, del color naranja de las señales de peligro y con los símbolos de advertencia de riesgo biológico pintados en rojo en ambos costados. Sus mangueras no arrojaban agua, sino una asquerosa variedad de napalm de alto octanaje mezclado con un insecticida muy concentrado. Cuando un «camión de bomberos» rocía un lugar con el contenido de sus depósitos lo deja estéril; el suelo se mantiene yermo durante décadas, y todo aquello que estaba vivo en la zona antes de la llegada de los camiones ha dejado de respirar tras su partida. Sin embargo, la zona quedaba limpia.

Uno de los hombres del primer vehículo para transporte de tropas se llevó un micrófono a la boca según nos acercábamos y el altavoz colocado en la parte frontal del carro rugió:

—Depositen en el suelo sus unidades de análisis de sangre y retrocedan. Las recogeremos y en su lugar dejaremos unas unidades nuevas. No se acerquen a nuestro personal. Si no obedecen las instrucciones serán eliminados.

Los faros de los vehículos que componían el convoy emitían una luz que me resultaba cegadora, a pesar de que llevaba puestas las gafas de sol. Me llevé la mano con la que sostenía mi licencia a los ojos para protegérmelos.

—¿Joe? ¿Eres tú? —pregunté, parpadeando, dirigiéndome al vehículo para el transporte de tropas.

—Será rápido, cariño —respondió la voz en un tono menos formal—. Si sois tan amables, acercaos un poco y dejad las unidades en el suelo.

—Dejaré mi licencia junto con mi unidad —grité—. Contiene información médica importante. —Si estos tipos me obligaban a quitarme las gafas de sol, el resplandor de sus faros me dejaría ciega.

Una voz nueva, femenina y perteneciente a una persona notablemente más versada en temas médicos, surgió del altavoz.

—Tenemos conocimiento de su afección de retina, señorita Mason. Por favor obedezca las instrucciones que les hemos transmitido.

—¡Ya estamos obedeciéndolas, caramba! —exclamó Shaun, dejando caer la bolsa con su unidad de análisis y depositando encima de ella su licencia. Me agaché para hacer lo mismo, aunque de un modo más solícito. Rick me imitó. Los tres empezamos a retroceder.

Habíamos recorrido unos seis metros cuando la voz de Joe volvió a rugir por el altavoz.

—Es suficiente, cariño. Quedaos donde estáis. —La puerta de la furgoneta médica se abrió, y tres técnicos en trajes de protección biológica emergieron del vehículo. Desde donde yo estaba podía oír los resoplidos de sus unidades de presión positiva, que renovaban el aire evitando que las partículas externas penetraran en el área esterilizada.

Los técnicos avanzaron con la extraña ligereza que sólo se adquiere después de cientos, si no miles, de horas enfundados en esos aparatosos trajes, recogieron nuestras unidades y licencias, y dejaron en su lugar tres nuevas unidades precintadas. Una vez cumplido su cometido, retrocedieron.

—Por favor, acercaos, abrid las unidades de análisis y no os mováis hasta que se compruebe que el resultado obtenido es negativo —ordenó Joe.

—Esto es como jugar a Simón dice —masculló Shaun cuando echamos a andar.

—En mi pueblo, Simón no te apuntaba con un camión lleno de napalm —comentó Rick.

—Mariquita —farfulló Shaun.

Las unidades dejadas por los técnicos del CDC eran unas Apple XH-229, sólo una pizca menos avanzadas que sus hermanas del modelo más reciente. Shaun silbó entre dientes al verlas.

—¡Guau! ¡Representamos una verdadera amenaza!

—Algo así —dije. Cogí la primera unidad de análisis, rasgué el precinto con la uña del pulgar y le quité la tapa de plástico. El dispositivo estaba diseñado para que se introdujera en su interior toda la mano hasta la muñeca. A primera vista, se apreciaban no menos de quince puntos de contacto. Hice una mueca, me arremangué y metí la mano.

El líquido antiséptico que me recorrió la palma tenía, al parecer, una función balsámica, una sensación que sólo se esfumó en el instante previo a que las agujas se me clavaran en la mano maltrecha y empezaran a analizar mi sangre en busca de partículas virales en estado activo. Las luces de la unidad iniciaron su ciclo de intermitencias saltando del rojo al amarillo y al verde, tal como exigían los procedimientos médicos más modernos.

Yo estaba tan concentrada en las luces y en lo que pudieran determinar respecto a mi futuro que no distinguí las pisadas que se acercaban por mi espalda del ruido de las unidades de presión positiva, ni sentí la inyección hipodérmica hasta que ya tenía la aguja hundida en el cuello. Una intensa sensación de frío me recorrió el cuerpo y caí desplomada al suelo.

Lo último que vi fue la hilera de luces detenidas en un refulgente verde permanente. Luego mis ojos se cerraron y ya no vi nada más.

… la pregunta que me han hecho con más frecuencia desde mi paso de los medios de comunicación tradicionales al mundo de la red es: «¿Por qué?». ¿Qué me había llevado a abandonar una carrera estable para lanzarme a la aventura de un medio desconocido para mí hasta el momento, donde mi experiencia no sólo sería motivo de burla, sino que se volvería contra mí? ¿Cómo era posible que un hombre en su sano juicio (y la mayoría de la gente así me considera) quisiera hacer algo así?

A menudo he respondido con las típicas mentiras que siempre quedan bien: necesitaba un nuevo reto, quería poner a prueba mis capacidades y creo en la necesidad de contar la verdad y de informar. Sólo esta última parte es cierta, pues creo en la necesidad de contar la verdad. Y eso es a lo que me dedico actualmente.

Me casé joven. Mi esposa se llamaba Lisa. Era una mujer inteligente, hermosa y, por encima de todo, estaba tan perdidamente enamorada de mí como yo de ella. Yo iba a convertirme en periodista, y ella en profesora… unos planes que quedaron en suspenso cuando, tres días después de acabar la carrera, la prueba de embarazo dio positivo. Superamos esa prueba y lo hicimos con alegría. Fue la única prueba que superamos.

Nuestro hijo, Ethan Patrick Cousins, nació el 5 de abril de 2028 con un peso de tres kilos y ochocientos gramos. Un examen rutinario de sus fluidos corporales y de sus constantes vitales reveló un sistema invadido por el virus de Kellis-Amberlee. Su madre lo había condenado sin siquiera enterarse; pruebas posteriores demostraron que el virus se había instalado en sus ovarios, donde había estado reproduciéndose sin llegar a infectarla ni a provocar un cambio mínimo en su calidad de vida. Nuestro hijo no había sido tan afortunado.

Tuve suerte. Disfruté de mi hijo durante nueve años pese a las precauciones y a las cuarentenas que conllevaban su afección. Le encantaba el béisbol. En sus últimas Navidades escribió a Papá Noel para pedirle una cura para que «mamá y papá dejen de estar tristes». Sufrió una amplificación viral espontánea dos meses y seis días después de su noveno cumpleaños. Su cadáver pesaba veintiocho kilos y trescientos dieciséis gramos. Lisa se quitó la vida. ¿Y yo? Pues emprendí una nueva carrera.

Una carrera en la que todavía se me permite contar la verdad.

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