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Libro Cuarto: Postales desde el Muro » Veinte

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El senador y su equipo de seguridad viajaron de Houston a Memphis en el avión privado del CDC de Houston. Todas las delegaciones de la institución tienen un avión con el depósito lleno y listo para despegar en cualquier momento. No se utiliza para una evacuación, en cualquier brote de las dimensiones que exigiera la evacuación de toda una instalación del CDC dejaría ésta sin personas no infectadas a las que evacuar; los aviones son para trasladar a especialistas, pacientes y, sí, políticos y otros personajes por el estilo, de un lugar a otro de una manera rápida, eficaz y, sobre todo, discreta. No había por qué sembrar el pánico en las calles porque alguien viera a, digamos, el mayor especialista en propagación del Kellis-Amberlee desplazándose en un vuelo comercial a una zona con gran densidad de población. La nación vive al borde de una revuelta, y el CDC es muy consciente de lo sencillo que resultaría encender la cerilla que prendiera el fuego.

La última vez que estuve a bordo de un avión del CDC consciente de dónde estaba, tenía nueve años y me dirigía a visitar al doctor William Crowell. El doctor Crowell era ese «especialista mundial» que he mencionado antes y creía haber dado con una cura para el Kellis-Amberlee de la retina. Mis padres, que siempre se entregan con gran entusiasmo a cualquier empresa estúpida en el nombre de una buena historia, me llevaron a Atlanta para que el doctor probara su tratamiento conmigo. Su cura se reveló tan falsa como su peluquín y su «terapia no agresiva» me dejó con los ojos haciéndome chiribitas durante un mes. Sin embargo, a cambio conseguí viajar en avión y vivir una aventura sin Shaun. Mi ego de nueve años tenía más que suficiente con eso.

Cuando tienes nueve años son más generosos en los piscolabis. También los comandantes de los aviones están más dispuestos a permitir a las niñas monas con gafas oscuras curiosear por la cabina; sin embargo, no se muestran tan comprensivos con los periodistas adultos que sólo buscan una manera de escapar de sus compañeros de viaje. Cuando a ello se suma el hecho de que el senador evitaba mirarme a los ojos, y que Shaun se había pasado todo el vuelo intentando desmontar su asiento con un destornillador que había afanado a uno de los agentes de seguridad, no resulta sorprendente que me alegrara lo de tomar tierra en nuestro destino, pese a que aterrizamos casi menos de una hora después de haber despegado.

Mi alivio también tenía que ver con el hecho de que el reglamento del CDC prohíbe el uso de dispositivos inalámbricos durante el vuelo, y no había tenido noticias de Mahir desde que habíamos salido de Memphis. Antes de que abrieran las puertas del avión, ya me había puesto a encender todos los aparatos, e inmediatamente empezaron a sonar los pitidos que avisaban de la entrada de correo. De pronto tenía más de quinientos mensajes nuevos, y ninguno de ellos era el mensaje que estaba esperando.

Seis agentes de seguridad más estaban esperándonos a pie de pista, incluido Steve, que sostenía un transportín en una mano. Rick soltó un grito de alegría, apartó de un empujón a Shaun para coger el transportín y se puso a hacer ruiditos cariñosos a

Lois, que tenía los ojos completamente abiertos y la cola con los pelos de punta.

—La gatita ha sobrevivido —dije, subiéndome las gafas por la nariz.

Shaun meneó la cabeza.

—Este hombre necesita una novia.

—Chsss. El reencuentro está siendo conmovedor.

—Me reafirmo en mi opinión. —Shaun echó la cabeza hacia atrás para mirar a Steve a los ojos—. Has traído a Rick su gatita.

El gigantón de seguridad asintió con el gesto divertido.

—Sí.

—¿Y mi regalo dónde está?

—¿Te conformas con la ubicación de tu furgoneta?

—Creo que sí. —Shaun me lanzó una mirada fugaz—. ¿Tú qué opinas, George?

—Yo pensaba pedir un millón de dólares, pero si mi moto está incluida en el trato, supongo que por esta vez te dejo decidir a ti. —Esbocé media sonrisa—. ¿Qué tal, Steve?

—Me alegro de verte viva, Georgia.

—Yo me alegro de seguir viva, Steve.

Robert Channing, que había sido ascendido de asesor jefe a jefe de personal en cuanto se vio que la candidatura apuntaba a la Casa Blanca, se abrió paso entre los guardias considerablemente más corpulentos y se arrojó sobre el senador Ryman como un perro de caza sobre su presa.

—¡Senador! Tenemos veinte minutos para cruzar media ciudad, y no puede llegar tarde o Tate subirá solo al escenario. —Su tono no dejaba lugar a dudas que eso supondría una catástrofe de dimensiones desconocidas.

—Y no podemos permitirlo, ¿verdad? —El senador Ryman sonrió de medio lado y nos lanzó una mirada de disculpa—. Lo siento, pero…

—El trabajo es lo primero —dije—. Rick, dame el gato.

Rick me miró asustado y se apretó el transportín contra el pecho.

Lois maulló.

—¿Por qué?

—Porque a pesar de los recientes contratiempos y de la estupidez reinante, seguimos siendo reporteros, suponiendo que todavía se nos permite serlo. —Miré de refilón al senador. Nuestras miradas se encontraron, y me hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Me volví de nuevo a Rick. Vas a acompañar al senador para cubrir la visita a lo que se suponga que…

—Va a dirigirse a las Hijas de la Revolución Americana —apuntó Robert.

—Está bien, lo que sea —dije, sacudiendo una mano en el aire para demostrar mi total falta de interés en los detalles—. Rick, asistirás a esa reunión o lo que quiera que sea, y encontrarás algo interesante sobre lo que escribir. Nosotros iremos a inspeccionar el equipo y a ver en qué tipo de pocilga nos van a hacer acampar.

Rick asintió con evidente pesar y me ofreció el transportín. Casi me sentí mal sacándoselo de las manos. Sólo casi. Necesitaba hablar con mi hermano y, aunque me costaba admitirlo, necesitaba hacerlo a solas. Rick y Buffy tenían un pasado: Buffy nos había traicionado y Rick todavía estaba a prueba. La decisión de seguir trabajando con el ilustre señor Cousins debía tomarse por consenso y con el interesado al margen. Si decidíamos prescindir de sus servicios, debíamos tener todos los cabos bien atados antes de invitarle a buscar trabajo en otra parte.

—Se les ha reservado habitación en el Plaza, como a todos nosotros —repuso Robert, ofendido—. Es un cinco estrellas; dispone de los servicios más modernos y posee todas las licencias de seguridad. Senador, lo siento, pero no podemos perder más tiempo aquí charlando. Sígame, por favor. —Sin dar opción a que se iniciara una discusión, agarró al senador por el brazo y lo condujo hasta el coche que estaba esperándolo. Rick salió tras él junto con todos los guardias de seguridad salvo dos.

Steve fue uno de los que se quedaron. El otro era un hispano que no reconocí, pero cuyas gafas de sol eran tan oscuras que tanto podían obedecer a una prescripción médica como dejarlo sin ver nada. Al lado de cualquier persona habría destacado por su estatura, pero si esa persona era Steve, parecía un ser humano del montón.

Me pasé el transportín de

Lois a la mano izquierda y me volví hacia Steve.

—¿Ahora sois niñeras?

—Guardaespaldas —contestó Steve, sin permitirse frivolizar con la respuesta—. Habéis estado a punto de morir en la carretera. Nos gustaría asegurarnos de que no volvéis a intentarlo.

—De modo que os ocuparéis de que no hagamos distancias largas al volante.

—Más o menos.

Shaun dio un paso adelante.

—¿En vuestros planes entra impedirnos hacer nuestro trabajo?

—No, sólo vigilaros mientras lo hacéis.

Noté que Shaun empezaba a enfurecerse. Ser un irwin a menudo lleva implícito correr algunos riesgos estúpidos para divertimento de las cámaras. Un buen irwin puede hacer que ir a la tienda de la esquina para comprar una chocolatina y una lata de Coca-Cola se convierta en un desafío a la muerte y en un acto suicida. Probablemente, la idea de intentar grabar reportajes con un guardia de seguridad cubriéndole las espaldas le resultaba tan atractiva a Shaun como a mí la idea de la censura. Le cogí del brazo.

—¿Estás diciendo que nuestros trabajos se han vuelto tan peligrosos que tenéis que protegernos no de los peligros de los muertos vivientes, sino de los peligros de nuestros hermanos humanos? —pregunté.

—Yo no lo hubiera dicho con esas mismas palabras, pero te has acercado.

Shaun se relajó de mala gana.

—Supongo que quedará bien en los titulares —dijo en un tono que dejaba claro que quería decir todo lo contrario.

Al menos se había calmado. Le puse la mano en el hombro y moví la cabeza hasta mirar directamente al segundo agente.

—Me llamo Georgia Mason y éste es mi hermano, Shaun Mason. ¿Tú eres…?

—Andrés Rodríguez, señora —respondió en un tono apático—. ¿Da su visto bueno?

—Esa pregunta corresponde responderla al gran jurado. Sin embargo, de momento podrías llevarnos al hotel. —

Lois maulló y yo añadí—: Mejor que sea ahora mismo. Me parece que alguien está poniéndose de mal humor.

—La gatita no es la única —añadió Shaun.

—Compórtate —le reprendí. Sin soltarle el brazo que le tenía cogido con la mano que no sujetaba el transportín, dimos media vuelta y seguimos a los agentes hasta el coche.

Steve y Andrés se sentaron delante y a nosotros nos dejaron los asientos traseros. Un cristal de seguridad insonorizado nos separaba de los guardias y los convertía en unas siluetas imponentes apenas definidas, que perfectamente podían haber estado en otro coche. Recibí nuestro aislamiento como una pequeña bendición, si bien no fui capaz de relajarme del todo. No me merecía ninguna confianza. Me sentía como si ya nunca más pudiera confiar en nada.

Shaun abrió la boca cuando el motor se puso en marcha, pero yo le hice un gesto con la cabeza para interrumpirlo y le señalé la luz del techo. Él se mantuvo en silencio. Sin Buffy y su ejército de minúsculos dispositivos inteligentes, no teníamos manera de saber si había micrófonos en el coche. Resultaba que ni siquiera con Buffy debíamos haber confiado en que no nos hubieran colocado micrófonos en los vehículos, porque nos había vendido; sin embargo, al menos entonces creíamos que nuestra intimidad estaba a salvo.

—¿Hotel? —dijo Shaun, con la frente arrugada, articulando los labios para que se los leyera. Asentí con la cabeza. Cuando estuviéramos en nuestro espacio privado y con nuestras cosas podríamos buscar los micrófonos y activar un campo de pulso electromagnético. Después ya podríamos hablar de una manera más o menos segura… y nos urgía hablar. Teníamos que hablar de un montón de asuntos.

El viaje desde la pista de aterrizaje del CDC hasta el hotel duró cerca de veinte minutos. Lo normal habría sido que hubiéramos tardado más, pero Steve había aprovechado la ventaja de circular por el carril prioritario a disposición de los funcionarios gubernamentales y de las fuerzas de la ley; había encendido la baliza del coche y nos habíamos pasado directos al carril rápido exterior. Las cabinas de peaje nos daban luz verde en cuanto entrábamos en el radio de sus sensores. El pago electrónico de los peajes ha supuesto un aumento general de la velocidad, pero nada hace que el conductor habitual corra más que saber que otros están pagando por él; y nosotros ya debíamos de haber proporcionado paso gratuito a docenas de conductores. Eso casi compensaba el hecho de que estuviéramos adelantándolos justo cuando empezaba la hora punta, cuando cinco minutos marcan la diferencia entre llegar a casa «a una hora razonable» o hacerlo «tarde para la cena».

Lois se había pasado maullando todo el viaje, y Shaun intentando, con cierta desgana, abrir el seguro de la puerta del coche. Mi hermano es un as con las cerraduras; pero el seguro de la puerta del coche era inexpugnable. Cuando habíamos salido de la autopista para dirigirnos hacia el hotel no había hecho ningún progreso; se dio por vencido y guardó sus herramientas para forzar cerraduras haciendo una mueca silenciosa de disgusto.

El Downtown Houston Plaza era uno de esos edificios enormes, intencionadamente mastodónticos, construidos justo después del Levantamiento, cuando todavía no se había hallado una solución para combinar la arquitectura de líneas elegantes con la seguridad. El edificio parecía una prisión envuelta por una capa de estuco rosa y galletas de jengibre glaseadas. En el exterior se había plantado palmeras, que habían fracasado en su misión de suavizar las líneas angulosas del edificio. La planta baja carecía de ventanas, y las de los pisos superiores eran de ese cristal de seguridad sin brillo reforzado con acero. Los infectados podrían pasarse años aporreándolos sin conseguir romperlos; dando por sentado, claro, que de algún modo dieran el salto intelectual necesario para averiguar cómo utilizar una escalera.

Shaun contempló el edificio mientras lo rodeábamos, pero esperó a que el coche se detuviera frente a la entrada del garaje para ofrecerme su opinión profesional.

—Es una trampa mortal.

—La mayoría de los primeros edificios «a prueba de zombies» lo son. —Me subí las gafas de sol por la nariz. Steve pasó una tarjeta de plástico por delante de los sensores, las puertas del garaje se abrieron chirriando y nos sumergimos en una oscuridad relativa—. ¿Qué lo hace especialmente mortal?

—Toda la porquería recargada de la parte delantera del edificio…

—¿Te refieres a los adornos?

—Sí, a los adornos. Se supone que sirven para decorar, ¿no? Da igual. Apuesto a que soportarían mi peso. Así que si me infecto, antes de convertirme tengo tiempo para trepar por los adornos y buscar un escondite en cualquier planta del edificio. Hay un montón de lugares donde cogerse, y podría llegar hasta la azotea, y si este hotel cumple con los protocolos actuales de seguridad, allí arriba tiene que haber una pista para helicópteros, en la que deben de desembocar un montón de corredores desde todos los rincones del hotel, para que cualquier superviviente pueda ser evacuado durante un brote. —Shaun meneó la cabeza—. Corre hasta la azotea, corre. Te la encontrarás plagada de gente que ha llegado a ella antes que tú; seres que no van en busca de ayuda, sino de la merienda.

—Encantador —dije. El coche se detuvo en una plaza de aparcamiento y el motor se apagó—. Supongo que ya hemos llegado.

La puerta del conductor se abrió y bajó Steve, que directamente cruzó el garaje en dirección a la esclusa de aire. Intenté abrir mi puerta, pero no lo conseguí; los seguros de las puertas traseras seguían bloqueados.

—¿Qué demonios…? Shaun, intenta abrir tu puerta.

Mi hermano trató de abrirla.

—Tiene puesto el seguro —dijo, con el ceño fruncido.

El intercomunicador del coche se encendió y apareció la voz de Andrés distorsionada por los altavoces.

—Señorita Mason, señor Mason, les pido que tengan un poco de paciencia, por favor. Mi colega va a pasar por la esclusa de aire y les esperará en el otro lado. El seguro de la puerta de la derecha se desbloqueará en cuanto mi compañero supere el análisis; entonces la señorita Mason podrá proceder a realizar su análisis. Una vez los resultados del análisis de la señorita Mason indiquen que está limpia, señor Mason, se le permitirá salir.

—¡Hombre! ¡Tienes que estar tomándome el pelo! —gruñó mi hermano.

El intercomunicador volvió a encenderse.

—Esas son las medidas de seguridad estándar.

—Puedes hacer un churro con esas medidas de seguridad y metértelas por el… —empezó a decir Shaun, en un tono afable, pero se interrumpió en cuanto lo agarré del brazo.

—Señor Rodríguez, parece que Steve ya ha salido de la esclusa de aire —dije en un tono educado—. ¿Sería tan amable de desbloquear mi puerta, por favor?

—De acuerdo. —El seguro de mi puerta se abrió—. Señor Mason, por favor, permanezca sentado. Señorita Mason, por favor, diríjase a… ¡Eh! ¿Qué están haciendo? ¡Deténganse!

Sin hacer caso de los gritos que salían por el intercomunicador, Shaun salió del coche y lanzó un beso al furioso Andrés antes de dar un portazo y salir detrás de mí en dirección a la esclusa de aire. Tal como había previsto, Andrés no salió del coche, y al otro lado del cristal veíamos su boca articulando maldiciones.

—Nadie tan preocupado por la seguridad va a salir a un lugar abierto y correr el riesgo de infectarse —dije; le cogí la mano a Shaun, mientras con la otra sujetaba el transportín de

Lois. Los maullidos de la gatita iban salpicando mi aseveración—. Somos peligrosos.

—El tipo se creía que conseguiría hacernos pasar por esto separados —dijo Shaun. Cogió el transportín de

Lois, que seguía maullando, y lo pasó por la trampilla para el equipaje. Los sensores registrarían que el bulto contenía un ser vivo, pero también registrarían su peso.

Lois era demasiado pequeña para experimentar una amplificación viral y pasaría sin trabas—. Ese tipo es un idiota.

—No, sólo es un principiante —le corregí, colocándome frente al panel de análisis de sangre. Levanté la mano derecha. Shaun se situó junto a mí y levantó la izquierda. Uno…

—Dos.

Apretamos la palma de la mano contra los paneles.

Steve estaba esperándonos al otro lado de la esclusa de aire, meneando la cabeza.

—Seguramente el susto que le habéis dado al agente Rodríguez le dure un año —nos riñó sin demasiada convicción.

—Como el agente Rodríguez me ha provocado un enfado que va a durarme un año, yo diría que estamos en paz —repliqué, recogiendo a

Lois del depósito del equipaje—. ¿Tenemos que esperarlo o puedes llevarnos ya a nuestras habitaciones?

—¡Y a la furgoneta! —exclamó Shaun—. Me prometiste la furgoneta.

—Vuestra furgoneta está en el aparcamiento, junto con la moto de Georgia —dijo Steve. Sacó con dos dedos dos pequeños rectángulos de plástico del bolsillo de la chaqueta y nos los entregó—. Shaun, tu habitación es la 214. Georgia, tú estás en la 217.

Mi hermano y yo nos miramos.

—Esos números no suenan a habitaciones contiguas —señalé.

—En un principio tú ibas a compartir habitación con la señorita Meissonier, Georgia, y Shaun y el señor Cousins iban a ocupar una habitación del final del pasillo —explicó Steve—. Al jefe le pareció buena idea daros un poco de intimidad después de los… últimos acontecimientos.

—Sí, claro. —Shaun le devolvió la llave de su habitación—. Me quedaré con George hasta que me consigas la llave de mi nueva habitación. Rick y

Lois agradecerán poder estar solos, para estrechar vínculos después de pasar tanto tiempo separados. —

Lois maulló en el momento más oportuno.

Steve arqueó las cejas.

—¿Preferís compartir una habitación vosotros dos?

Su expresión nos resultaba de lo más familiar. La hemos visto en profesores, amigos, colegas y conserjes de hoteles desde que éramos unos adolescentes. Es la cara de «¿preferís compartir una habitación con vuestro hermano del sexo opuesto en vez de disponer de una habitación individual cada uno?», y siempre consigue sacarme de mis casillas. Las convenciones sociales me enervan. Si he de tener a alguien que me cubra las espaldas si un muerto viviente irrumpe en mi habitación, con la intención de añadir a mi vida más interés del que desearía, me gustaría que ese alguien fuera Shaun. Mi hermano tiene el sueño ligero y sé que es capaz de reaccionar.

—Sí —respondí tajante—. Preferimos compartir una habitación.

Por un momento dio la impresión de que Steve iba a empezar una discusión, pero entonces se encogió de hombros y renunció a ella como diciéndose que no era asunto suyo.

—Haré que os manden una copia de la llave y que trasladen tu equipaje, Shaun. Georgia, todas las cosas y el equipaje que calificaste de fundamentales ya están en la habitación.

Eso significaba que habían sido objeto de una inspección (procedimientos de seguridad estándar), pero no me preocupaba especialmente. Tengo como regla no guardar información confidencial sin codificar en lugares que puedan caer en manos ajenas. Si el servicio de seguridad del senador Ryman quería malgastar su tiempo buscando respuestas en mis bragas, allá ellos.

—Genial. Entonces iremos a nuestra habitación, si no te importa. Siempre y cuando no te sientas en la necesidad de acompañarnos.

—Confiaré en que no haréis nada para que os maten hasta llegar al ascensor —dijo Steve.

—Te agradezco ese voto de confianza —respondí. Shaun se despidió de él con el saludo militar y nos alejamos, todavía con

Lois maullando, siguiendo los letreros colgados de las paredes, que nos indicaban la dirección de los ascensores del vestíbulo.

El hotel era tan antiguo que los ascensores todavía subían y bajaban por unos huecos fijos. Se habría tratado de una novedad que hubiera atrapado mi interés de no ser porque estaba extremadamente tensa y exhausta. Me quedé mirando los espejos de las paredes del ascensor, intentando olvidar mi incipiente dolor de cabeza y los quejidos de

Lois, cada vez más nerviosa. La gatita quería salir del transportín, y quería hacerlo ya. Entendía cómo se sentía.

Nuestra habitación era tan anticuada como el ascensor, con las paredes revestidas con un asqueroso papel de franjas amarillas, verdes y marrones, y con una ventana reforzada de acero, que daba al jardín central. La luz del sol reflejada en la piscina, tres pisos debajo de nosotros, convertía el agua en un gigantesco haz de luz que atravesaba directamente nuestra ventana. Automáticamente gemí, volví la cabeza de golpe y cerré los ojos con fuerza. Shaun corrió a cerrar las cortinas mientras yo entraba tambaleándome en la habitación, completamente ciega, y dejaba que la puerta se cerrara sola.

Las luces estaban apagadas, y cuando Shaun cerró las cortinas la habitación quedó sumida en la bendita oscuridad. Mi hermano atravesó la habitación y me cogió del codo.

—Ya es seguro. Las camas están por aquí.

—Ha sido una broma de muy mal gusto —me quejé, y me dejé guiar por Shaun.

—Pero divertida.

—Nada de divertida.

—Pues yo estoy riéndome.

—Estoy empezando a hacerme una idea de dónde vas a dormir tú esta noche.

—Aun así ha sido divertida. —Mi hermano se detuvo y me empujó hacia abajo por el hombro mientras me cogía el transportín de las manos—. Siéntate. Yo prepararé las cosas.

—No olvides conectar la pantalla de pulso electromagnético —le recordé, mientras me dejaba caer de espaldas en la cama. El colchón era más nuevo que la decoración. Me incorporé como un resorte—. Y conecta los servidores.

—No soy un novato —replicó Shaun en un tono inconfundiblemente jocoso, aunque no lo suficiente para ocultar su preocupación—. Tienes un aspecto deplorable.

—¿Cómo puedes saberlo con las luces apagadas?

—Ya lo tenías antes de que el malévolo astro rey te soltara un puñetazo en la cara. Ahora tienes un aspecto deplorable en una habitación a oscuras. Que no lo vea no quiere decir que no lo tengas.

—¿Por qué no me lo has dicho antes?

—Porque estábamos rodeados de gente y estaban empezando a aflorar tus dotes de mal bicho. No me pareció apropiado. —Un traqueteo acompañó sus pasos por la habitación; a continuación se oyó un golpazo y el ruidito metálico del cuello de una bombilla enroscándose en el portalámparas—. Estoy cambiando las bombillas de las lámparas de las mesitas de noche.

—Gracias.

—No hay de qué. Eres más agradable cuando no tienes migrañas.

—En ese caso, pásame mis superanalgésicos cuando acabes lo que estás haciendo.

Hubo un momento de silencio.

—¿De verdad los quieres?

—Voy a necesitarlos cuando acabemos de hablar. —Tomo un montón de medicamentos genéricos para los dolores de cabeza que me causan los ojos. Sin embargo, no me refiero a ellos cuando hablo de «superanalgésicos»; éstos son un combinado asqueroso de narcóticos que incluye ergolina, codeína, cafeína y otro puñado de agentes químicos con nombres más difíciles de pronunciar. Hablando claro: matan el dolor. También matan todas las funciones cerebrales superiores durante por lo menos seis horas. Evito drogarme siempre que puedo, ya que raramente puedo permitirme el lujo de perder el tiempo, pero empezaba a tener el presentimiento de que ése sería el último momento «libre» que tendríamos durante una temporada. Si pasarlo colocada y en un estado de inconsciencia significaba que recuperaría las energías para lidiar con el futuro que nos aguardaba, bueno, he hecho cosas peores en pos de la verdad.

—Georgia…

—No quiero discutir.

—Sólo iba a decirte que tenemos tiempo para que te eches una siesta antes de hablar, si quieres, y luego puedes tomarte los analgésicos. Las Hijas de la Revolución Americana siempre se tiran horas hablando.

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