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Libro Cuarto: Postales desde el Muro » Veintiuno

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Satisfecha porque había hecho todo lo que se podía esperar dentro de lo razonable para localizar a mi segundo, bajé la cabeza, coloqué los dedos en las teclas y me puse a trabajar.

Hay algo profundamente tranquilizador en la elaboración de un informe factual. Se tiene toda la información necesaria al alcance de las yemas de los dedos, a la espera de ser perfilada y transformada en algo con sentido. Se cogen los hechos, los rostros y las distintas caras de la verdad, y van puliéndose hasta que empiezan a brillar; luego se trasladan al papel o, como en mi caso, a la pantalla como un ejercicio para el lector. Configuré mi documento para que fuera subiéndose a la red página por página y confirmé mi número de licencia para realizar la subida. Todo aquel que estuviera convencido de que se trataba de una especie de maniobra para encubrir mi muerte, podía denunciar la página en el comité de licencias por apropiación de licencia; eso acabaría con los rumores antes que cualquier otra cosa. Un caso así también nos proporcionaría noticias jugosas.

En cuanto subí la primera página empezaron a llegar correos electrónicos. La mayoría eran mensajes positivos; me felicitaban por seguir con vida y me aseguraban que mis lectores nunca habían dudado de que saldría con vida. Algunos correos, sin embargo, eran menos amistosos, incluido uno que etiqueté para subirlo junto con el artículo de opinión que tenía en mente escribir y que afirmaba que Shaun y yo merecíamos morir a manos de los muertos vivientes, pues unos pecadores como nosotros estábamos a su mismo nivel ético; este correo se ajustaba perfectamente a la realidad que había llevado a Buffy a venderse.

Acababa de subirse la sexta página cuando Shaun se dirigió a mí.

—Becks dice que está verificando las IP. La mayoría parecen codificadas.

—Lo que significa que…

—Lo que significa que no puede rastrearlas.

¡Maldita sea!

—¿Y qué hay de los registros temporales?

—Únicamente demuestran que no fuimos nosotros, ni el senador, pero poco más. Si sólo nos guiamos por las horas, podría ser hasta la señora Ryman.

¡Maldita sea por dos!

—¿Alguna noticia buena que puedas darme?

Shaun levantó la mirada de la pantalla con una sonrisa de oreja a oreja.

—¿A qué te suena que tengo los códigos de acceso de todos los micrófonos ocultos de Buffy?

—A buenas noticias —respondí. Me habría explayado, pero empezaron a sonar unos pitidos en mi ordenador y una luz parpadeante en la parte inferior de la pantalla que me avisaba de una petición de comunicación urgente. Hice doble clic en la notificación.

El rostro de Mahir apareció en una ventana de vídeo; tenía el pelo alborotado y los ojos desorbitados.

—¿Qué pasa? ¿Qué quieres?

—¡No respondías al teléfono! —le grité, avergonzada antes incluso de acabar la frase. Mahir estaba en la otra punta del mundo; no había forma de que se hubiera hecho una idea de la urgencia de nuestra situación.

—Los ficcionistas de por aquí habían organizado una vigilia y una lectura poética en honor a Buffy. —Se apartó las greñas del rostro—. Asistí para hacer la crónica y me parece que bebí demasiado. —Ahora era él quien parecía abochornado—. Me quedé dormido en cuanto llegué a casa.

—Eso explica que no te enteraras del chivato —dije. Me removí en la silla y pregunté, dirigiéndome a mi hermano—: ¿Shaun, tenemos una copia local de esos archivos?

—Está en el directorio local del grupo.

—Perfecto. —Me volví de nuevo a la pantalla—. Mahir, voy a subir unos archivos a tu directorio. Quiero que los guardes. Haz al menos dos copias de ellos y te recomiendo que guardes una de ellas en un servidor externo.

—¿Los borro de nuestro servidor cuando los lea?

Empleó un tono suave, como intentando bromear conmigo. Mi tono, en cambio, era todo menos suave.

—Sí. Buena idea. Y si pudieras mover el resto de tus archivos para formatear tu sector tampoco sería una mala idea.

—Georgia… —Vaciló un momento—. ¿Ocurre algo de que debería saber?

Contuve el impulso de echarme a reír. Buffy estaba muerta, habían llamado al CDC para informar de nuestra propia muerte, alguien nos había estado utilizando para debilitar al gobierno de Estados Unidos. Estaban ocurriendo un montón de cosas que debería saber.

—Por favor —dije—, descarga los archivos, léelos y dame tu opinión sincera.

—¿Quieres mi opinión sincera? —preguntó sin disimular su repentino gesto de preocupación—. Lárgate de este país, Georgia. Ven aquí antes de que ocurra algo de lo que no puedas salir.

—No me dejarían entrar en Inglaterra.

—Ya encontraríamos una manera.

—Sería muy divertido convertirse en una exiliada política, pero Shaun se pondría hecho un basilisco si le obligara a trasladarse, y no me iría sin él. —Dejándome llevar, me quité las gafas y sonreí a la imagen de Mahir—. Lo siento, pero probablemente nunca lleguemos a conocernos personalmente.

Mahir hizo una mueca, alarmado.

—No hables así.

—Lee los documentos. Ya me dirás luego cómo he de hablar.

—Está bien —dijo—. Cuídate.

—Lo intentaré. —Tecleé los comandos para iniciar la subida de los archivos, y en lugar de la imagen de Mahir apareció una barra de estado.

—¿Georgia?

La voz de Shaun; el nombre chungo. Me volví hacia él y empecé a notar que se me encogía el estómago al ir cayendo en la cuenta de que no me había llamado «George».

—¿Qué?

—Becks ha accedido a la línea de uno de los micrófonos ocultos.

—¿Y?

—Y creo que deberías escuchar esto. —Alargó el brazo y sacó la clavija de la entrada para los auriculares. Inmediatamente los ruidos crepitantes y afilados de una retransmisión en directo irrumpieron en la habitación, amplificados por el silencio repentino que se había hecho en el cuarto del hotel. Incluso

Lois, que había estado acurrucada junto al monitor de Rick, callada e inmóvil, echó hacia atrás las orejas y abrió los ojos como platos.

—¿… me oyes? —La voz de Tate retumbaba a un volumen inhumano, aumentado por las pastillas internas del micrófono y los altavoces de Shaun—. Vamos a resolver este problema y lo vamos a hacer ahora, antes de que las cosas se pongan más feas.

Se oyó otra voz, imposible de identificar. Shaun me miró a los ojos e hizo un gesto afirmativo con la cabeza con el que me decía que, en cuanto acabara la comunicación, haría que Becks pasara la voz por un filtro de sonido para ponerle un nombre. No podíamos hacer más.

—Y yo te digo que están acercándose demasiado. Con Meissonier fuera del mapa no hay forma de controlarlos. No hay manera de saber la cantidad de micrófonos ocultos que esa chica instaló por los despachos. Ya te advertí que no era buena idea lo del espía.

Contuve la respiración, y Rick maldijo entre dientes. Sólo Shaun guardaba un silencio absoluto, con los labios apretados.

—Ahora estoy en el despacho móvil de su novio —continuó Tate, sin imaginarse siquiera que estaban escuchándole—. De haber un lugar donde nunca pondría micrófonos, ése debe de ser el escenario de sus pecados.

—Se nota que no le conocía bien —señaló Rick en un tono amargo, distante.

—Nosotros tampoco —replicó Shaun.

—Me da igual cómo te deshagas de los demás —espetó Tate—, pero hazlo. Si el CDC les da el alta, ya encontraremos otra manera de quitárnoslos de encima. ¿Me has entendido? ¡Hazlo! —Se oyó un golpetazo, como si Tate hubiera estampando el auricular del teléfono contra el aparato. A continuación se oyeron pisadas y durante unos segundos los mismos ruidos afilados del principio, hasta que la retransmisión se interrumpió con la misma brusquedad con la que se había iniciado.

—Los micrófonos se activan con el sonido para emitir y grabar —explicó Shaun sin que hubiera necesidad de ello, pues todos sabíamos cómo funcionaban los micrófonos de Buffy. Una vez instalados, se encendían cuando detectaban un sonido y almacenaban todo lo que captaban, pero en cuanto el silencio regresaba a su radio de acción, pasaban a un estado de letargo para ahorrar batería. Buffy no debía de escuchar los archivos que grababan sus micrófonos, y lo más seguro era que se limitara a grabar las escuchas y a enviar los archivos a sus superiores con la tranquilidad que le daba su convencimiento de que su bando era el bueno.

—Tate —gruñó Rick—. Ese cabrón.

—Tate —dije. Me ardían los ojos. Me puse las gafas de sol y miré sucesivamente a Shaun y a Rick—. Tenemos que hablar con el senador.

—¿Podemos estar seguros de que él no forma parte de todo esto? —inquirió mi hermano.

Vacilé un instante.

—¿Becks es buena?

—No tanto.

—Está bien. —Regresé a la pantalla de mi ordenador—. Chivatos para todos. Quiero a todo el equipo conectado. Me da igual que estén en el quinto pino; los quiero en línea.

—Georgia… —titubeó Rick.

Meneé la cabeza sin dejar de aporrear el teclado.

—Quiero que te calles, te sientes y te pongas manos a la obra. Tenemos trabajo.

En la vida a todos nos llega ese momento decisivo, ese instante en el que nos damos cuenta de que estamos a punto de tomar una decisión que repercutirá en todo lo que vendrá a continuación y de que si nuestra decisión no es la correcta, podemos acabar en un callejón sin salida. A veces, la decisión incorrecta es la única que nos permite enfrentarnos al final con dignidad y sabedores de que hemos hecho lo que debíamos.

No estoy segura de que podamos reconocer esos momentos decisivos hasta que ya han pasado. ¿Acaso el mío fue el día que decidí convertirme en periodista? ¿O el día que mi hermano y yo nos registramos en una feria de empleo y conocimos a una chica que quería que la llamaran Buffy? ¿O quizá el día que decidimos presentarnos al concurso para ser el equipo de blogueros que cubrirían la campaña de Ryman, el trabajo ansiado por cualquier periodista?

Tal vez fuera el día que nos dimos cuenta de que probablemente eso era lo último que haríamos… y decidimos que nos daba igual.

Me llamo Georgia Mason. Mi hermano me llama George.

Bienvenidos a mi momento decisivo.

—Extraído de

Las imágenes pueden herir tu sensibilidad,

blog de Georgia Mason, 8 de abril de 2040

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