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Libro Cuarto: Postales desde el Muro » Veinticuatro

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A pesar de mi prisa, las normas impuestas para el discurso inaugural del senador y para la cena de gala que se celebraría posteriormente no admitían discusión: se exigía a los asistentes que vistieran de etiqueta, incluidos los miembros de la prensa. La exigencia debía de estar dirigida sobre todo a los miembros de la prensa, pues, después de todo, todos los demás asistentes habían pagado mil quinientos dólares por el privilegio de asistir al banquete y sentarse codo con codo con el senador Ryman, mientras que nosotros estábamos allí sin rascarnos el bolsillo, amparándonos en la condenada «libertad de prensa». Si nos dejaban fuera, corrían el riesgo de que empezáramos a jugar sucio. En cambio, si nos dejaban entrar, nos mimaban, nos agasajaban y nos ofrecían una silla, podían dar cierta imagen de control sobre nosotros. Tal vez con esta actitud nunca se haya evitado que un escándalo genuino salga a la luz, pero ha ayudado a que muchos otros escándalos menores hayan permanecido sepultados bajo la mesa del interesado.

El personal de la candidatura había sido muy atento con nuestro equipaje y había dejado las maletas de mi hermano y las mías en nuestros respectivos lados de la caravana en la que nos alojaríamos mientras estuviéramos en Sacramento. Sin embargo, todo orden había desaparecido en cuanto Shaun se había lanzado sobre las maletas a la búsqueda de su esmoquin. Mis maletas estaban enterradas bajo una montaña de ropa, de armas, de papeles y de todo tipo de trastos de mi hermano. Tardé casi diez minutos en encontrarlas y otros cinco en dar con la maleta que contenía mi vestido. Todo ese tiempo lo pasé maldiciendo a mi hermano. Al menos así me mantenía distraída.

El atuendo de gala masculino es cómodo y práctico: pantalones, chaqueta y faja. Incluso la corbata puede llegar a ser útil si se necesita improvisar un torniquete o estrangular a alguien. El atuendo de gala femenino, por el contrario, no ha cambiado un ápice desde el Levantamiento, y todavía parece diseñado para que las mujeres mueran asesinadas a las primeras de cambio. Por ahí no paso. Mi vestido está modificado; la falda es fácil de quitar, el canesú me deja el espacio necesario para esconder en la parte interior una grabadora y una pistola, y tiene un bolsillo secreto en la cintura para guardar munición extra. Pese a todos esos arreglos, sigue siendo la prenda más constrictiva que tengo, y además, las situaciones en las que no tengo más remedio que ponérmelo me exigen también medias y tacones. Al menos, las medias modernas están confeccionadas con las fibras de un polímero que hacen el tejido prácticamente impenetrable.

Me pondría las medias y me pondría los tacones. Incluso me daría una capa de brillo en los labios para que pareciera que me había maquillado para la ocasión. Pero de ningún modo me pondría las lentillas para lo que no era más que una operación relámpago para llegar al senador y a mi equipo, convencerles de que tenía noticias frescas y traerlos de vuelta al Centro. Sin dejar de maldecir, saqué el chal a juego con el vestido del bolsillo lateral de la funda, me enganché la placa de identificación en el lado derecho del pecho y salí como una exhalación de la caravana en dirección al aparcamiento.

Steve estaba de guardia, de pie y con cierto aire, escuchando relajado los canales de radio por si se daba una urgencia de seguridad u ocurría algo en los vehículos estacionados. Se enderezó en cuanto me vio aparecer y se me quedó mirando con la barbilla pegada al pecho cuando reparó en mi vestimenta. Era imposible verle los ojos ocultos tras las gafas de sol, pero no se molestó en disimular el movimiento de la cabeza, que fue elevando lentamente mientras miraba el vestido, el chal alrededor de los hombros y finalmente, enarcando una ceja, las gafas de sol.

—¿Vas a algún lado? —inquirió.

—Estaba pensando en colarme en una fiesta —respondí—. ¿Te apetece llevar a la chica en tu coche?

—¿No has enviado a tu hermano para que te sustituyera?

—Ha surgido un imprevisto. Tengo que ir; es importante.

Steve me miró de arriba abajo con una expresión implacable en el rostro. Yo adopté el mismo gesto, y no aparté la mirada. Ambos éramos unos expertos, pero yo era quien más tenía que perder si metía la pata. Sin embargo, fue Steve quien cedió e hizo un leve gesto de asentimiento con la cabeza.

—¿Tiene algo que ver con Eakly, Georgia?

Su compañero había muerto allí. Ambos sabíamos que había una conspiración en marcha y era improbable que consiguiéramos sobrevivir si nuestro equipo de seguridad estaba involucrado. Seguramente había micrófonos cerca; yo no podía hacer nada para remediarlo y estábamos llegando al final de la partida. Había llegado el momento de poner toda la carne en el asador.

—Tiene mucho que ver con Eakly. Y con el rancho. Y con la muerte de Chuck y de Buffy. Por favor, necesito que me lleves a la cena.

Steve permaneció en silencio unos instantes, meditando sobre lo que acababa de decirle. Era un hombre grande, y la gente da por hecho que los hombres grandes son lentos. Yo nunca había pensado eso de Steve, y tampoco lo iba a pensar en ese momento. El agente estaba viendo por primera vez una situación con la que mi equipo y yo llevábamos meses lidiando y a cuya compañía nos había costado acostumbrarnos. Cuando Steve se puso en movimiento, lo hizo con rapidez y sin vacilar un instante.

—Mike, Heidi, encargaos de esta entrada. Si alguien pregunta por mí, decidle que he ido al baño y que le llamaré cuando vuelva. Si veis que se pone muy pesado podéis decirle para que se calle que he cenado salchichas y judías.

Heidi soltó una risa ahogada; un sonido estridente y nervioso que no casaba con su imagen de estricta profesional. El ceño de Mike mostraba su confusión.

—Sí, claro. Pero ¿por qué…? —dijo Mike.

—Te contratamos después de lo del rancho, así que no voy a machacarte la cabeza por hacerme esa pregunta. Existen motivos. —Steve me lanzó una mirada fugaz—. Y supongo que si fuera seguro explicar esos motivos en un espacio al aire libre como éste, ya estarían explicados.

Asentí con la cabeza. Yo no habría dado tantas explicaciones si antes Steve no hubiera invocado el fantasma de Eakly, pero no podía mentir al hombre al que había acudido en busca de ayuda. Incluso aunque hubiera pensado que podía engañarlo, cosa que no habría ocurrido, habría estado mal hacerlo.

—Limítate a hacer lo que te dice, Mike —dijo Heidi, dándole un codazo a su compungido compañero en el costado. El vigilante aguantó estoicamente el golpe y sólo dejó escapar un ligero gruñido. Heidi encogió el codo—. Entendido, Steve. Vigilaremos la entrada, estaremos atentos a la radio y no diremos a nadie que te has marchado.

—Perfecto. ¿Señorita Mason? Sígame. —Steve dio media vuelta y comenzó a andar a grandes zancadas hacia uno de los vehículos más pequeños del parque automovilístico. El coche era un Jeep modificado, con una carrocería negra y rígida que le daba el aspecto de una especie nueva y extraña de escarabajo. Sacó las llaves del bolsillo y apretó un botón. Las cerraduras de las puertas se abrieron con un pitido—. Me perdonarás que no te abra la puerta, ¿verdad?

—Por supuesto —respondí.

En un vehículo de dos plazas tan nuevo habría unidades de análisis de sangre incorporadas a los tiradores de las puertas para evitar que algún desafortunado conductor se quedara atrapado en el interior con un infectado. Aún quedan caballeros; lo único que ocurría era que este caballero en cuestión quería asegurarse de que yo no era un zombie antes de entrar en el coche.

Aunque tan preocupado como para abandonar su puesto, porque eso había hecho, pues no había informado por radio a la base de nuestro paradero, Steve condujo con precaución y sin perder la calma en ningún momento. Levantó el pie del acelerador para respetar el límite de velocidad máxima permitida cuando nos incorporamos a la carretera que nos llevaba a la ciudad y no encendió las luces de emergencia, ya que habrían llamado demasiado la atención, sobre todo la de los miembros de nuestra comitiva, que podrían empezar a preguntarse qué demonios estaba haciendo Steve fuera de su puesto. Nuestra salida de los barracones había sido registrada por las cámaras, pero las grabaciones estaban legalmente protegidas y sólo podían visionarse en el caso de que se produjera un brote, cuando las leyes de protección de la privacidad quedaban suspendidas.

El salón donde tenían lugar el discurso inaugural del senador Ryman y la cena posterior, se encontraba en el centro de la ciudad, en una de las zonas reconstruidas tras el Levantamiento. Shaun y yo habíamos hecho, hace ya unos años, una serie de artículos sobre las áreas «malas» de Sacramento, para la que nos introdujimos, equipados con cámaras, en varias áreas acordonadas que nunca habían recibido los permisos para ser repobladas. Esqueletos de edificios consumidos por antiguos incendios miraban fijamente el asfalto agrietado, todavía con la cinta de alerta biológica atravesando resplandeciente los huecos de las ventanas y de las puertas. En el paraíso de mármol blanco y cromo resplandeciente del salón de la asamblea, uno nunca llegaría a conocer la existencia de esa otra cara de Sacramento, a menos que la hubiera visitado.

Tuve que someterme a tres controles de sangre hasta llegar al

foyer. El primero en la entrada del aparcamiento subterráneo, donde unos mozos con las manos enfundadas en guantes de plástico se acercaron con unos paneles de análisis, esperando que aceptáramos la ilusión de cortesía y no prestáramos atención a los guardias con armas automáticas de la caseta. Sin embargo, allí estaban, como estatuas, y se me erizó el vello de los brazos; no se trataba de la presencia en sí de las fuerzas de seguridad, sino del descaro con el que se habían desplegado. Nadie protestaría si nos cosían a balazos. Los dispositivos de grabación que llevaba encima estaban en marcha, pero sin un entramado de seguridad, no podía permitirme retransmitir por un espacio aéreo que seguramente estaría colapsado, y sin Buffy no disponía de una seguridad en la que pudiera confiar. Necesitábamos terriblemente a Buffy. Siempre la habíamos necesitado.

Steve se quedó en el aparcamiento, haciendo guardia junto al coche; sin un pase de prensa o una invitación, Steve no habría podido entrar en la fiesta sin montar una escena, y no queríamos que eso ocurriera. Al menos de momento. Estaba bastante segura de que me esperaban un montón de escenas en el futuro; eso siempre y cuando el senador me escuchara el tiempo suficiente para seguir teniendo un futuro.

Salir del aparcamiento para entrar en el ascensor me costó un segundo análisis de sangre. El tercero me llegó un poco por sorpresa, ya que se me requirió someterme al análisis para abandonar el ascensor. Cómo esperaban que me hubiera visto expuesta al virus durante los diez segundos que permanecí en el ascensor, fue un misterio para mí, pero no se habrían gastado el dinero en una unidad de análisis si no se hubiera dado ya al menos un caso. Las puertas del ascensor no se abrieron hasta que la luz verde que tenían en la parte superior se encendió. Antes de acceder al

foyer y sumergirme en un mundo que nunca había conocido el Levantamiento, me tomé un momento para encontrar una respuesta satisfactoria a la pregunta de qué sucedería si coincidían varias personas en el ascensor.

El misterio de las excesivas medidas de seguridad quedó resuelto en un abrir y cerrar de ojos, pues la vasta y elegante sala parecía recién sacada del mundo previo a la infección. Nadie llevaba armas ni elementos de protección a la vista. Un puñado de personas llevaban las bandas de plástico en los ojos que los delataban como afectados del Kellis-Amberlee de la retina, pero eso era todo. ¡Pero si incluso había ventanales, por el amor de Dios! Y había que fijarse muy atentamente para descubrir que se trataban de hologramas que proyectaban la imagen de una ciudad demasiado perfecta para ser real. Tal vez Sacramento hubiera sido así en el pasado, pero lo dudo; la corrupción ha convivido con nosotros desde mucho antes que los muertos vivientes.

Pese a que no se veían armas, la seguridad estaba garantizada. Un hombre con un lector de códigos de barras portátil en la mano me detuvo cuando sólo me había alejado dos pasos del ascensor.

—¿Nombre?

—Georgia Mason. Tras el Final de los Tiempos. Estoy con la candidatura del senador Ryman. —Me solté la placa para mostrársela. La pasó por el lector y me la devolvió, mirando con el ceño fruncido el resultado en la pantalla—. Tengo que estar en la lista.

—Según esto, Shaun Mason ya ha accedido al acto con las referencias que usted me ha presentado.

—Si revisa su lista de periodistas asociados, comprobará que ambos estamos adscritos a la candidatura de Ryman. —No me molesté en intentar ganármelo con mi ingenio chispeante. Tenía todo el aspecto de un burócrata nato, y esa clase de personas casi nunca se desvían de la línea que marca su cometido.

—Por favor, espere mientras accedo a la lista. —Hizo un gesto aparentemente inocente con una mano. Sólo aparentemente, pues reparé en que cuatro personas habían fijado su mirada en nosotros, y ninguna de ellas sostenía una copa ni reía. Si cuatro de los agentes de seguridad de servicio mostraban tal descaro, las matemáticas de la seguridad profesional decían que había otros cuatro que se comportaban de manera totalmente opuesta.

El lector de códigos de barras emitió unos pitidos mientras se conectaba a la red inalámbrica y exploraba los documentos disponibles sobre los miembros de la prensa con acceso permitido al acto. Por fin, el aparato dejó de pitar, y el ceño fruncido del enjuto metomentodo se acentuó.

—Sus referencias son correctas —dijo en un tono que sonaba como si el simple hecho de que no le hubiera mentido lo molestara—. Adelante.

—Gracias. —Los guardias se habían fundido con la multitud una vez comprobado que no me disponía a arruinar la fiesta. Volví a colgarme la placa en el pecho y me alejé del hombrecito del lector de códigos de barras antes de llevarme la mano a la anilla de la oreja para activarla—. Shaun —mascullé en un hilo de voz.

El transmisor emitió unos pitidos que indicaban que estaba en proceso de establecer la comunicación. A continuación oí la voz de Shaun, cercana y sorprendida.

—¡Eh, George! Te imaginaba hasta el cuello de trabajo revisando la página. ¿Qué te cuentas?

—¿Te acuerdas de aquel chiste que empecé a contarte ayer pero no me acordaba del final? —pregunté, examinando la multitud congregada mientras enfilaba hacia lo que supuse que era la entrada al comedor principal—. ¿Aquel que era súper, supergracioso?

La sorpresa inicial de Shaun pasó a ser recelo.

—Sí, ya lo recuerdo. ¿Te has acordado del final?

—Ajá. Unos amigos lo han encontrado en la red. ¿Dónde estás?

—Estamos en el estrado. El senador Ryman está estrechando manos. ¿Cómo acaba el chiste?

—Será más divertido si te lo cuento en persona. ¿Cómo hago para llegar al estrado?

—Ve directa hacia las puertas grandes y dirígete al fondo del salón.

—Entendido. Corto la conexión. —Me di un golpecito en la anilla para finalizar la comunicación y seguí caminando.

Shaun y Rick se encontraban un poco a la izquierda de la multitud que el senador Ryman atravesaba estrechando manos. Esas personas habían pagado por el privilegio de conocer al hombre que, según todas las predicciones, sería el próximo presidente de la nación, y claro que lo iban a conocer, aunque el encuentro se limitara al par de segundos que se tardaba en estrechar la mano e intercambiar una sonrisa. En esos escasos segundos se hacen las presidencias. Aquí, escudados en la incuestionable «seguridad» de una lista de invitados sometidos a tres controles para descartar una infección, los políticos de la vieja escuela se sienten libres para volver a sus viejas costumbres y se tocan como si ese gesto nunca hubiera quedado desfasado. Los auténticos jóvenes se distinguían de los tipos que se habían sometido a todas las operaciones de cirugía estética y tratamientos regenerativos que el dinero podía comprar, en que los jóvenes parecían asqueados de tanto contacto humano alrededor. No se habían educado en ese tipo de cultura política, pero debían convivir con él hasta que se convirtieran en los ancianos en la cima.

El senador en absoluto parecía incómodo. Se le veía en su elemento; era todo sonrisas y comentarios sensatos, que ofrecía en botones de sabiduría por si acaso alguno de los reporteros estaba retransmitiendo el acto en directo. El senador había aprendido todas esas técnicas mucho antes de que nosotros nos sumáramos a la campaña; sin embargo, la presencia permanente de un séquito de periodistas le había convertido en un gran maestro. Se le daba muy bien, y con un poco de tiempo se quedaría sin rival en la materia.

Shaun estaba pendiente de mi llegada. La postura de sus hombros revelaba que no podía estar más en tensión, aunque trataba de disimularlo. Se relajó levemente en cuanto me vio abriéndome paso entre la multitud. Me saludó con un gesto con la cabeza.

—¿Dónde está Tate? —le pregunté en silencio, moviendo sólo los labios y meneando la cabeza.

Mi hermano se llevó un dedo a los labios para que yo no hablara, sacó la PDA y escribió. Mi reloj pitó un par de segundos después y en la pantalla apareció: «otro lado d sala en inversores, ¿ke pasa?». Escribir el mensaje «Necesito hblar en Ryman lejos d Tate» me habría llevado demasiado tiempo, así que borré el mensaje de Shaun sin detenerme.

—Georgia —me saludó Rick cuando me acerqué a ellos. Sostenía una copa larga con lo que, a primera vista y si no se prestaba demasiada atención a las burbujas, parecía champán. En realidad era sidra: otro truco para moverse entre multitudes, pues si la gente cree que vas tan bebido como ella se desinhibe.

—Rick —dije, acompañando mi saludo con un gesto con la cabeza. Shaun me miró con una expresión de preocupación que no conseguía ocultar pese a sus esfuerzos. Le puse una mano en el hombro—. Bonito esmoquin.

—Me llaman Bond —repuso con gravedad.

—Ya me lo imaginaba. —Me volví hacia el senador—. Tenemos que llegar a él. Ojalá tuviera una pica.

—¿Nos vas a contar en algún momento qué ocurre o tenemos que seguirte ciegamente? —inquirió Shaun—. Lo pregunto porque de tu respuesta depende que te golpee en la cabeza en los próximos ocho segundos. Información capital.

—En estos momentos es un poco difícil de explicar —dije—. A menos que sepas qué cámaras están grabándonos.

Shaun gruñó y atrajo las miradas de un puñado de personas que teníamos a nuestro alrededor. Una sonrisita falsa se instaló inmediatamente en sus labios.

—¡Guau, George! ¡Qué chiste más bueno, de verdad!

—Nunca te dije que el chiste fuera bueno, sólo que me había acordado del final —repliqué, acercándome un poco más a mis compañeros. Y bajando la voz hasta el umbral de lo audible añadí—: Dave y Alaric han hecho grandes progresos. Han seguido los pasos del dinero.

—¿Y quién se lo ha embolsado? —Shaun era mucho mejor que yo en esto y la pregunta brotó de sus labios sin apenas moverlos.

—«¿Quién lo ha soltado?» sería una pregunta mejor. El dinero ha acabado en los bolsillos de Tate procedente de las empresas tabaqueras y de algunos particulares que todavía no han identificado.

—Ya sabíamos que Tate estaba metido en esto.

—Las IP que están investigando los han llevado hasta Washington… y hasta Atlanta.

En Atlanta sólo había una organización lo suficientemente importante para enviarme escopeteada al acto del senador, sobre todo cuando ya habíamos descubierto, al menos, parte de la trama de la conspiración. Shaun abrió los ojos como platos; la necesidad de discreción vencida por el repentino ataque de incredulidad. Si había infiltrados en el CDC…

—¿No están seguros?

—Siguen intentando rastrear las IP, pero la seguridad es extrema y han estado a punto de pillarlos un par de veces.

Shaun suspiró, en este caso de manera manifiestamente audible, y le reprendí por ello con un codazo en las costillas.

—Lo siento —se disculpó, meneando la cabeza—. Ojalá Buffy estuviera aquí.

—Ojalá. —Deslicé al interior de su bolsillo una unidad de memoria extraíble que llevaba escondida en el puño. Para un observador exterior habría parecido que estaba intentando birlarle la cartera. Que llamaran a seguridad si querían; no iban a encontrar ninguna prueba de delito—. Te he metido una copia de todo lo que tenemos. Hay otras seis. Steve no sabe que tiene una.

—Entendido —dijo Shaun. Crea siempre copias de seguridad de tus datos y dispérsalas tanto como puedas. He perdido la cuenta de la cantidad de periodistas que no han tenido en cuenta esta regla de oro, y algunos nunca se han recuperado del desastre que les ha acarreado la pérdida de sus archivos. Si nosotros perdíamos éstos, el descrédito sería la menor de nuestras preocupaciones—. ¿Fuera de la red?

—En varios lugares. No los conozco todos. Los chicos han hecho sus propias copias.

—De acuerdo.

Rick había observado nuestra conversación apenas audible sin abrir la boca. Enarcó las cejas cuando el diálogo finalizó y yo le hice un gesto de negación con la cabeza. Él se tomó la negativa con naturalidad y dio un sorbo a su copa de «champán» mientras continuaba examinando la multitud congregada. Parecía centrar su interés sólo un puñado de personas: algunas eran políticos; otras, personas que me sonaban del equipo de la candidatura de Ryman. Miré de refilón a Rick, que sacudió la cabeza en dirección a Tate. Entendí lo que quería decirme. Estaba observando a las personas que creía leales a nuestro gobernador, quien parecía tener todos los números para ser el responsable de la muerte de un número terrible de inocentes, así como de la traición y de la muerte de uno de los nuestros.

Ninguna de esas personas estaba lo suficientemente cerca para oír nuestra conversación a menos que alguno de ellos hubiera colocado micrófonos ocultos en el senador o en su entorno. Había llegado el momento de meterse en la boca del lobo.

—Allá voy —mascullé dirigiéndome a Shaun, y me adentré en la multitud que envolvía a Ryman.

He de reconocerles algo a los tipos que se apretujaban alrededor del senador: no cedieron terreno con facilidad, ni siquiera pese a que me abrí paso entre ellos soltando los codos de una manera no demasiado delicada. Una señora con la edad suficiente para ser mi abuela me clavó el tacón de su zapato izquierdo en el empeine con una fuerza que ya me habría dejado perpleja en una mujer mucho más joven. Por suerte, incluso los zapatos que van a juego con mi vestido están hechos de un polímero reforzado. Aun así tuve que morderme la lengua para no lanzar una maldición en voz alta. Tal vez el servicio de seguridad pasara por alto la violencia soterrada que se desplegaba alrededor del senador, pero estaba convencida de que reaccionarían de una manera muy distinta si gritaba «zorra chupapollas».

Tras un buen número de empujones y varias dolorosas patadas en las espinillas y los tobillos, me encontré a la derecha del senador, que se hallaba ocupado en levantar y bajar la mano, arrastrada por la de un fornido octogenario cuyos ojos refulgían con el fervor revolucionario que sólo parecen poseer las personas que han descubierto la religión o la política a una edad muy temprana. Ninguno de los dos pareció percatarse de mi presencia. Yo no era la abordada ni la abordadora, de modo que quedaba fuera de la ecuación que los integraba en ese momento.

El final del apretón de manos no tenía visos de llegar; todo lo contrario, pues las sacudidas se iban haciendo más enérgicas a medida que adquirían ritmo. Sopesé el peligro potencial de sufrir una agresión por parte del octogenario caballero si me decidía a no esperar, y llegué a la conclusión de que la mejor opción era entrar en acción. Con toda la naturalidad con la que fui capaz, agarré al senador Ryman por el brazo que tenía libre y me dirigí a él en un tono meloso.

—Senador, le agradecería inmensamente que me concediera un momento de su tiempo.

El senador se sobresaltó, y su interlocutor me fulminó con la mirada que calificaría de letal cuando Ryman se volvió a mí y me regaló la mejor de sus sonrisas reservadas para las portadas de las revistas.

—Por supuesto, señorita Mason —dijo. Con gran habilidad escabulló los dedos de la mano del octogenario, diciendo—: Si me disculpa, concejal Plant. —Y dirigiéndose a la gente que tenía a su alrededor añadió—: Estaré de vuelta con ustedes enseguida.

Atravesar la multitud para llegar al senador me había llevado casi cinco minutos. Para salir de ella, sin embargo, bastó con que Ryman me colocase la mano en la espalda y me guiara hasta un espacio vacío en la parte izquierda de la tarima.

—No creas que me molesta el descanso, Georgia, estaba empezando a preocuparme por la integridad de mi muñeca, pero ¿qué estás haciendo aquí? —inquirió el senador Ryman en un hilo de voz—. La última vez que lo comprobé, te habías quedado en el Centro y por eso tu hermano se había pasado la noche incordiando al personal y comiéndose todos los canapés de marisco.

—Sí que había quedado en el Centro —repuse—. Senador, no sé si estará al tanto, pero… —Alguien le gritó una felicitación, y Ryman le respondió con una sonrisa de oreja a oreja y un gesto con ambos pulgares levantados. Era la expresión perfecta para una foto, e inmortalicé el momento con la cámara de mi reloj antes incluso de enterarme de lo que estaba haciendo. Instinto. Me aclaré la garganta y volví a intentarlo—. Buffy estaba trabajando para alguien que quería saberlo todo sobre su campaña.

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