Fe

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NO sé cuánto tiempo transcurrió antes de que fuera consciente de que mi padre estaba de pie junto a mí; yo estaba tumbado en el suelo. Llevaba puesto un gorro y un abrigo de pieles. Un estetoscopio le colgaba del cuello.

—Tiene el pulso fuerte —dijo mi padre en alemán con un poderoso acento de Berlín—. Creo que está volviendo en sí. Mire, ya abre los ojos.

No era mi padre. Ni siquiera se le parecía demasiado, excepto en el bigote. Una voz que pertenecía a alguien a quien yo no alcanzaba a ver, dijo:

—¿Necesitará puntos?

—No. No sangra mucho. Y está entre el pelo. La cicatriz no se le notará. Tiene mucho tejido de cicatriz.

Yo estaba tendido cuan largo era en un sofá en la habitación interior. Debían de haberme transportado allí. A lo lejos veía la habitación en la que habíamos estado sentados. La luz que se filtraba por entre las plantas de la ventana era verde y sombría. Me dolía la cabeza; me dolía mucho.

—¿Le duele? —me preguntó el hombre del estetoscopio. Traté de responder, pero las palabras no me salían—. No le duele —concluyó el hombre con el robusto estoicismo con que los médicos se enfrentan al sufrimiento de sus pacientes.

—Gracias, doctor —le dijo el hombre al que yo no podía ver—. ¿Puede oírme él?

Era la voz de VERDI.

—No lo sé. No está consciente del todo, pero se pondrá bien. No está malherido; sólo es una conmoción cerebral.

El segundo hombre se acercó más. Era VERDI. Habría reconocido aquella voz en cualquier parte.

—¿Me oyes, Samson? —Era una voz potente y dominante, muy apropiada para dirigirse a enfermos y dementes—. Asiente con la cabeza si me oyes.

Al infierno contigo, VERDI. Tu padre ya ha intentado abrirme la cabeza. Si asiento, la cabeza se me caerá, rodará debajo de la mesa y la recuperaré cubierta de telarañas.

Supongo que decidió concederme unos minutos más para que me recuperase, porque le oí caminar junto con el médico; lo acompañó hasta la puerta y una vez allí lo oí que le decía que ya no lo necesitaría más. Luego utilizó el teléfono para solicitar que le enviasen un coche. Le dijo que tenía que acudir inmediatamente a Pankow y que el chófer debía poseer credenciales del ejército ruso por si tenía que ir al sector oeste.

Cuando el médico se fue, VERDI comenzó a mostrarse menos comedido:

—¿Por qué le has golpeado, viejo loco?

—Cuando eras un niño lo pasábamos muy bien juntos —le dijo su padre con tristeza—. Entonces yo te quería.

—Te he preguntado que por qué le has golpeado.

—¿Te acuerdas alguna vez de aquellos tiempos, pequeño?

VERDI suspiró.

—¿Es que nunca puedes atenerte a la pregunta? La que te estoy haciendo es bien sencilla.

—Creo que fue la Escuela Militar —sentenció el viejo como si nunca antes hubiera dado con aquella solución—. Después de aquello, cambiaste. Regresabas a casa en vacaciones. Pero nunca volviste a ser el mismo. Te convertiste en un alemancito.

Había el resentimiento y el pesar de toda una vida detrás de la palabra elegida —alemancito— por un hombre que había batallado contra los alemanes y luego había elegido a una de ellos para que fuera la madre de aquel preciado y único hijo.

—Mamá murió. Y tú siempre estabas trabajando.

—No siempre.

—O estabas borracho. Estabas trabajando o borracho. Eso es lo que recuerdo de mis vacaciones. Nunca disponías de suficiente tiempo para dedicarte un poco a mí.

—Sabes que eso no es cierto, pequeño. Te dediqué mi vida entera. Renuncié a trabajos en el extranjero, perdí la oportunidad de tener ascensos. Te dediqué toda mi vida.

—Ojalá eso fuera verdad —dijo VERDI.

—Es cierto, pequeño. Sólo que tú no quieres reconocerlo. No deseas sentirte obligado. Siempre has sido así. Hasta fingías que no te gustaban los juguetes.

Quizá oír la palabra «juguetes» fuera la causa de que se desencadenase la ira.

—¡No me llames pequeño! No soy tu pequeño.

Se hizo un largo silencio; al cabo de un rato, el viejo dijo:

—El Englander me estaba amenazando. Yo les di… Bueno, eso fue hace muchos años. Les di algunos documentos. Unos cuantos papeles inútiles, de desecho. Andaba escaso de dinero. Lo hice por ti y por tu madre. Y este tipo ha venido aquí amenazándome con todo aquello.

—¿Qué te ha dicho? —le preguntó VERDI en voz muy baja y muy tranquila.

Yo sabía que me estaba mirando. Mantuve los ojos cerrados y permanecí inmóvil.

—Me trajo una tarjeta de pagos inglesa. Yo la había firmado al recibir el dinero. Pensaba que ellos destruían los recibos. Sólo lo hice una vez.

—Lo estuviste haciendo durante once años —le corrigió VERDI—. ¿Crees que no se me informaba de ello?

—¿Se te informaba?

—En aquellos días siempre nos las arreglábamos para tener a alguien infiltrado en la oficina del SIS de Berlín.

—Sólo lo hice una vez —insistió el viejo.

—Te digo que teníamos a alguien infiltrado allí.

—¿Quién era? Yo los conocía a todos. Era labor mía elaborar el material que teníamos acerca de la rezidentura de Berlín. ¿A quién teníamos allí?

—A un canalla presumido llamado Billy Walker. Un homosexual. Él se encargaba de informar sobre ti. Incluso envió un informe escrito al comandante de tu batallón, pero no se tomaron medidas al respecto.

—Tuve suerte.

—Walker y Samson estaban en la cima. El rezident era el padre de este tipo que está aquí. Se odiaban. Los hombres que se ocuparon de procesar el informe sobre ti, probablemente llegaron a la conclusión de que Walker estaba intentando crear problemas… que formaba parte de la vendetta entre los dos ingleses.

—¿Cuánto tiempo hace que lo sabes?

—Te vi alguna vez con el viejo Samson. No erais demasiado precavidos.

—¿No informaste sobre mí?

—Eres mi padre.

—Gracias, pequeño. Eres un buen chico.

—William Walker. Los ingleses lo llamaban «Johnny Walker» por el nombre del whisky escocés. Les gusta esa clase de chistes. Trajes elegantes, anillo de sello y pitillera de oro. No muy inglés; demasiado llamativo.

—Ese cabrón informó sobre mí.

—Al final tuvimos que deshacernos de él. Yo estaba en la oficina cuando se tomó la decisión. Elegimos al más encantador de nuestros prostitutos para hacerlo.

—Lo siento, pequeño. Me comporté como un estúpido. Podía haberte causado graves problemas. —Y luego, en otro tono de voz, añadió—: ¿Qué vamos a hacer con éste?

—¡Samson! —me llamó VERDI en voz muy alta al tiempo que se inclinaba sobre mí. Fingí que precisamente en aquel momento recobraba el sentido. Abrí los ojos lentamente y comencé a gemir; actué como quien padece dolor, lo que no me resultó difícil—. ¿Puedes oírme y entenderme? —me preguntó en alemán. Se sentía cómodo hablando en alemán; le gustaba el orden predeterminado que la sintaxis de esa lengua exige. Reconozco que yo también tengo esa misma preferencia a veces.

—¿Sí?… ¿Sí?… ¿Qué?… —pronuncié lentamente con voz borrosa.

VERDI se adelantó hasta colocarse en un lugar donde yo pudiera verlo. Werner tenía razón: sin ayuda no lo habría reconocido. El hombre que yo había conocido era una bestia de rostro cruel, con los dientes en mal estado, que llevaba camisas raídas. Éste era un hombre blando, suave y sedoso. Llevaba un sombrero de fieltro perfectamente moldeado, un abrigo de cachemir oscuro echado sobre los hombros, una bufanda gris de seda con flecos, zapatos Oxford hechos a mano e incluso guantes de cabritilla. Todo como si acabase de salir de alguna exclusiva tienda de confección de Berlín Occidental, cosa que probablemente era cierta. Además, lo llevaba con estilo, moviéndose arriba y abajo con todos los amaneramientos que utilizan los actores de Hollywood cuando encarnan a jefes de la mafia de la Costa Este. Detrás de él, mirándome furtivamente por encima del hombro de su hijo, se encontraba el viejo, con ojos relucientes y cierta ansiedad en el rostro. Sus problemas no habían acabado, y era consciente de ello.

—Vas a llevar un mensaje a tu gente —me dijo VERDI con suavidad—. O dejáis a mi padre al margen de esto o se acabó el trato. Habla con el director general en persona. En persona. ¿Lo has entendido?

Se acarició la suave cara empolvada de talco, como para asegurarse de que se había acordado de afeitarse, y se quedó esperando mi respuesta. Estaba enfadado y molesto. Yo ya había supuesto que mi no anunciado encuentro con el viejo tendría la consecuencia de alterar a VERDI, pero las cosas no habían resultado como yo esperaba.

—Quizá —murmuré.

—Deberías estar avergonzado, Samson. Venir aquí a asustar a un viejo inofensivo. Mi padre padece del corazón. Podías haberlo matado del susto.

—Tu padre sabe cuidarse muy bien —refunfuñé—. Di lo que tengas que decir.

Traté de incorporarme, pero el movimiento me causó una descarga de dolor en la cabeza y volví a desplomarme.

—Ya he dicho lo que tengo que decir. Vas a volver a Londres y vas a ir a ver a sir Henry Clevemore en persona. Y vais a dejar a mi padre al margen de esto. No tiene nada que ver. No quiero que se le amenace, ¿me comprendes? Si los tuyos han cambiado de idea, me pondré en contacto con los americanos. Asegúrate de que se entere de que hablo en serio. ¿Lo entiendes, Samson?

—Quieren hacer el trato —le aseguré.

Para entonces yo ya empezaba a darme cuenta de que la Central de Londres agradecería aunque sólo fueran veinticuatro horas de acceso al nuevo ordenador central. Cualquier cosa después de eso sería un beneficio adicional.

—Ya lo creo que quieren —me dijo a modo de respuesta—. Aquí hay un montón de material archivado, Samson. Pero no todo van a ser buenas noticias. También hay desastres del SIS. Y embrollos del SIS, y traiciones del SIS. Van a rodar cabezas. Y estoy seguro de que hay personas en Londres que prefieren dejar las cosas como están. ¿Me equivoco?

—Siempre es así —le dije.

—Y quizá sir Henry Clevemore sea una de esas personas.

—Di lo que tengas que decir —le conminé—. Ya me encargaré yo de las conjeturas.

—Le he dicho a Volkmann todo lo que necesitan saber en Londres. Que tengo acceso a los circuitos y a los programas. De manera que todo es posible; tal como les dije que sería. Tengo preparado lo más importante en la terminal de aquí. De ahora en adelante todo depende de tu gente. Pero no os entretengáis demasiado o me iré con la música a otra parte.

—¿Con qué me ha dado ese viejo cabrón?

—¿Quieres un poco de agua? Te golpeó con el crucifijo —me explicó Verdi.

Ahora podía verlo; habían vuelto a colgar en la pared el gran crucifijo de hierro fundido, aunque quedaba un poco torcido.

—Un escocés me vendría mejor —le dije.

¿Quieres schnapps?

—Vale.

Me sirvió un vaso de vodka polaco helado; el que tiene esencia de serba. Bebí. No me vi libre del dolor, pero me lo hizo más llevadero… más parecido a una resaca.

A modo de tanteo me toqué la cabeza con la punta de los dedos. Estaba muy blanda y se me estaba hinchando. Me miré los dedos; no había sangre.

VERDI me observaba.

—Tú llama por teléfono a Clevemore —me pidió—. Te recibirá, te lo garantizo. Ésta es la mayor operación que han tenido los tuyos en muchos años. ¿Qué problema hay?

—El problema es saber si eres de fiar —le dije al tiempo que volvía la cabeza para mirar al viejo Fedosov, que estaba arrodillado junto a la ventana recogiendo los fragmentos de plantas y macetas que se habían roto.

—¿De fiar? —repitió levantando la voz con un enojo que tal vez no fuera simulado—. Tú eres el cabrón que mató a tiros a mi chófer. Por suerte para ti, no era miembro de mi personal. Te reconocí, pero no mencioné tu nombre en mi informe. Sólo expliqué que un equipo británico desconocido vino y dio el golpe, y que huyeron antes de que los pudieran interceptar. Dejamos que la milicia y los Vopos tendieran la red; sabía que no tendríais ningún problema para evitar a esos memos. Así que, ¿qué más quieres que haga para convenceros de que soy de fiar?

—Eres un tipo encantador, Andrei.

—¿Cuánto dinero en efectivo vale eso? —El viejo volvió la cabeza para poder vernos y oírnos mejor, y para observar mi reacción ante las palabras de su hijo—. Los americanos me darían muchísimo dinero.

—No estoy autorizado a hablar de dinero —le indiqué—. Pero será mejor que te vayas enterando de que la pasta no abunda en estos tiempos.

El viejo suspiró y volvió a la tarea de poner los cactus en las macetas.

VERDI se quedó mirándome atentamente tratando de decidir si yo hablaba en broma, pero llegó a la conclusión de que no era así.

—Si no vale una cantidad considerable de dinero, ¿por qué mandaron a ese estúpido cerdo gordo a acosarme? ¿Y por qué te mandaron a ti tras él?

—El único cerdo gordo que yo conozco eres tú.

—No te hagas el loco, Samson. Sabes que me refiero a Tiny Timmermann.

—¿Timmermann?

—¿Vas a quedarte ahí sentado intentando fingir que no conoces la identidad de vuestro propio agente? ¿El mismo que habíais enviado a California para que informarse tan detalladamente? ¿Me estás diciendo que no conocías la identidad del fiambre al que le registraste los bolsillos en aquella casa de Magdeburgo?

—¿Timmermann? ¿El muerto de Magdeburgo?

—¿Quién creías que era?

Ahora era VERDI quién estaba confuso.

—Creí que eras tú —le dije con sinceridad.

—¿Creíste que era yo? —me preguntó con una voz chillona, ronca y desdeñosa que me recordó los tiempos en que VERDI se encargaba de los interrogatorios de poca monta en las celdas de detención del viejo edificio de la Polizeiprasidium, en el Alex. Soltó una amarga carcajada de desprecio—. Entonces, ¿a quién te creías que disparabas en la carretera?

—¿Timmermann? ¿Era el muerto? ¿Lo dices en serio?

—Tú lo enviaste —me dijo.

—No, yo no lo envié. Él no trabajaba para nosotros, ni lo ha hecho nunca.

—Tú subiste al avión con él. En Los Ángeles. Estuviste hablando con él.

No respondí, pero estaba impresionado; lo más probable es que VERDI se diera cuenta de que había marcado un tanto. Nota máxima, viejo amigo. De manera que yo había estado bajo vigilancia desde el instante en que salí de California.

—Fue sólo una coincidencia —me indicó en un aparte amistoso, como si quisiera tranquilizarme hablándome de hombre a hombre, de agente a agente—. Pura suerte. Una persona a la que yo conocía iba en el mismo avión.

—¿Timmermann? ¿Quién lo mató? ¿Tu gente?

VERDI no lo negó.

—Se pasó de la raya, Samson. Fue por ahí haciendo preguntas por su cuenta acerca de la muerte de Kosinski; tentó a la suerte. Y eso es peligroso. A este lado del Muro no solemos alentar la curiosidad académica.

—Te equivocaste de hombre —dije.

VERDI movió la cabeza de un lado a otro para indicar que no lo creía así y se tiró del abrigo para acomodárselo mejor sobre los hombros. Yo siempre había querido llevar un abrigo como lo hacen alemanes y franceses: sin meter los brazos por las mangas. Pero cuando lo intenté en una ocasión, al salir del teatro Schiller con Gloria, se me cayó, y la esposa de Frank Harrington tropezó con él y cayó al suelo de bruces.

Consultó el reloj.

—Ya debe de haber llegado el coche —me dijo con esa confianza que sólo un hombre de la Stasi en un Estado policial conocería—. Te llevaré hasta el puesto de control Charlie. O te pasaré al otro lado si sabes adónde quieres ir.

—De acuerdo.

—¿Vas a encontrarte con tu amigo Volkmann en alguna parte?

—No.

—Así que Londres ha vuelto a dar empleo a Volkmann. Hay que ver con qué facilidad cambian de opinión, ¿no? Tenía entendido que lo habían puesto en la lista negra, y de repente me encuentro con que estoy haciendo tratos con él.

—A mí no me confían esa clase de cosas —le indiqué—. Yo sólo soy el chico de los recados.

—¿El chico de los recados casado con la hija del jefe? ¿Así son ahora las cosas, Samson? —Sin esperar una respuesta, añadió—: ¿Y adónde quieres ir?

Me zumbaba la cabeza y no me sentía lo bastante bien como para atravesar otra vez la ciudad andando. Pero no iba a acompañarlo a cruzar el puesto de control en su coche oficial. Tomarían nota de ello y no me lo perdonarían nunca.

—Friedrichstrasse Bahnhof.

—Lo que tú digas, Samson. Pero creo que adonde deberías ir es al puesto de control Charlie. Comprendo tu deseo de permanecer en el anonimato —me explicó con una mueca de desdén—, pero tu salud no está como para que puedas permitirte el lujo de abrirte paso a empujones entre el sucio proletariado de Berlín. —Echó una fugaz mirada a su padre—. Y a esta hora del día ese tren apestoso estará abarrotado de abuelos y abuelas que vuelven de visita con un pase de un día.

—De acuerdo.

VERDI tenía razón: yo no estaba en condiciones de ir empujando a nadie en ninguna parte.

Había hecho que nos llevasen un buen coche. No un Trabbie ni un Wartburg, ni siquiera un Skoda; aquél era un Mercedes 500 SEL de color plata, metalizado, con asientos de cuero rojo y neumáticos recién estrenados. Incluso los hombres de la Stasi necesitan demostrar ante sus colegas que las cosas les van bien, pero creo que lo había visto antes. La única nota discordante de nuestra partida vino del viejo.

—No debes ir, pequeño. No podría soportarlo —le dijo a su hijo—. Tú en el otro bando… No podría soportarlo.

—No te comportes como un viejo tonto —le dijo VERDI, a quien al parecer aquella petición no le había conmovido.

—Soy tu padre —le dijo el viejo—. Y te quiero.

—Entonces déjame que viva mi vida —le indicó VERDI sin alterarse; y pasó junto a él para bajar las escaleras detrás de mí.

—Eres un cerdo desagradecido —le gritó el viejo por encima de la barandilla de la escalera—. Te odio. Márchate. Y no vuelvas más. Por lo que a ti respecta, no te importaría en absoluto que yo estuviese muerto.

—He venido, ¿no? He vuelto a sacarte de un lío.

Quizá aquella conversación había avergonzado en cierto modo a Verdi. Refiriéndose a mí, comentó:

—Cuando se hacen viejos se vuelven como niños. —Al ver que yo no decía nada, añadió—: Dejó que sus padres se murieran viviendo en el asqueroso tugurio donde él nació. Sólo volvió a verlos dos veces durante aquellos años. Y ni siquiera se le ocurrió mandarles dinero alguna vez.

A la entrada, un teniente de policía uniformado nos saludó. Un sargento nos abrió la puerta para que subiéramos al coche. No se había mencionado nada acerca de que nadie debiera favores a nadie. Aquella vez, hacía mucho tiempo, cuando sus hombres me arrojaron del tren en lugar de detenerme, yo había quedado en deuda con él. Ahora la deuda se había duplicado. No había malicia, nada personal. VERDI lo había hecho todo a la manera como siempre se hacía cuando la otra parte juzgaba equivocadamente las cosas. Yo no estaba resentido. Me imaginé que si él hubiera venido a la parte oeste y hubiera intimidado con amenazas a Tante Lisl, seguramente yo lo habría tratado a él peor de lo que él me estaba tratando a mí. Había dos coches de policía estacionados en la calle, a la puerta. Media docena de hombres se encontraban de pie alrededor con llamativa ociosidad. Nada de esposas ni porras de goma. Sólo una ligera exhibición de fuerza y dos coches con luces destellantes para abrir paso hacia el punto de cruce y asegurarse de que yo sería humillado de un modo que tardaría en olvidar.

VERDI vino en el coche conmigo. Tenía un abundante repertorio de conversaciones triviales, salpicadas con unas cuantas preguntas acerca de Frank Harrington, de Dicky y de otras lumbreras del Departamento, todo ello concebido para demostrarme que sabía muchas cosas de nosotros. A Fiona no volvió a mencionarla, y a Gloria no la nombró ni una sola vez. Le agradecí aquel delicado ejemplo de discreción profesional. Aunque aquella actitud me dejó con la pregunta de cuántas cosas exactamente sabrían de mis problemas domésticos.

En el puesto de control Charlie ninguno de sus domesticados Grepos, ni de los hombres de paisano, se acercó a nosotros. El chófer condujo el coche hasta situarlo lo más cerca que pudo de la caseta blanca de madera del ejército de Estados Unidos, pero sin llegar a cruzar la frontera. Luego el chófer saltó del coche y me abrió la puerta.

—¿Timmermann tiene familia? —me preguntó VERDI cuando iba a apearme.

—No tengo ni idea.

—Si no tengo noticias en un par de días, dejaré que lo entierren aquí. ¿De acuerdo?

Miré a VERDI. Se recostó en el asiento de cuero suave, cruzó los brazos y me sonrió. Sabía lo que yo iba a decir, pero no pensaba ponérmelo fácil. No era tan complaciente.

—¿Y la mujer? —le pregunté—. ¿Y mi cuñada?

—No, no, no. Quizá quieran practicarle otra autopsia. El forense no dejará que se la lleven.

—Hay mala voluntad en esto —le dije—. En realidad no queréis el cadáver para nada, ¿no es cierto?

—Pruebas. Dicen que fue decapitada —me informó—. Te proporcionaré los documentos de la autopsia y los informes del forense. El ejército se encargó de ello. Eso forma parte del trato. ¿No te lo ha dicho Volkmann?

—Creí que el coche en el que viajaba se había quemado por completo. Que había acabado carbonizada. Pensaba que había quedado poca cosa de ella.

—Quizá así es como se supuso que sería, Samson. Pero a lo mejor alguien calculó mal. Será mejor que también le expliques eso a tu director general. O tal vez él pueda explicártelo a ti.

—De acuerdo —le dije.

Cerré la puerta del coche. Me daba cuenta de que a VERDI no le sacaría nada más. Lo había cogido con la guardia baja al abordar a su padre, pero ya había recuperado la compostura. Los hombres como él resultan difíciles de sorprender.

Cuando crucé a pie el puesto de control el sargento americano que estaba en la garita ni siquiera levantó la vista del libro de bolsillo que estaba leyendo. Me dirigí a la parada de taxis que había en la esquina y me metí en el primero de ellos.

Podía tratarse de uno de los hombres de VERDI que estuviera allí apostado para esperarme, pero no lo creí. ¿Qué más podía ganar él?

—Kantstrasse —le dije—. Hotel Hennig.

Giré la cabeza y miré hacia el puesto de control. VERDI seguía en el Mercedes plateado, observándome. No se había movido, y siguió así hasta el momento en que torcimos por Kochstrasse y lo perdí de vista.

Mientras el taxi avanzaba por la orilla del canal Landwehr, pensé en lo que había dicho VERDI. Recordé el día en que pescaron al pobre Johnny Walker de las grasientas aguas del canal. Mi padre llegó a casa aquella noche y no cenó. Aquél era un comportamiento desacostumbrado en él; mi madre creyó que estaba enfermo. Mi padre se sentó a la mesa y se quedó mirando al vacío. «Pobre Johnny», no hacía más que repetir. Chantajeado por un seductor de lujo elegido del gran surtido de prostitutos de la KGB, con toda seguridad había de rendirse ante él. Johnny siempre tuvo debilidad por las caras bonitas, yo lo sabía porque había estado con él en algunos de los bares del centro de la ciudad. Todos lo reconocían y lo saludaban. Me pregunté si mi padre estaría enterado de que aquel tipo se vendía a los rusos. Y de aquello pasé a preguntarme cuánto tiempo tardarían Werner y Frank Harrington en enterarse del fiasco de aquel día. Y mientras pensaba en aquello —de ese modo curioso como nuestro cerebro trabaja en el fondo mientras uno escucha música o se enfrenta a los problemas cotidianos—, todas las piezas de aquel rompecabezas encajaron de pronto.

Timmermann. ¡Timmermann! ¿Cómo pude haber sido tan lento en entenderlo? Incluso cuando vi el mensaje de Bret en la Biblia no lo entendí.

Lo que decía el mensaje era:

 

Muerto desconocido no obstante resulta reconocible como servidor esposa.

 

Timmermann era, naturalmente, el «experto» agente de campo que George Kosinski, alentado por el idiota de mi suegro, había contratado para que fuera a investigar la muerte de Tessa. Y como Timmermann era lo bastante engreído y estúpido como para meterse en ello sin la adecuada preparación ni respaldo, dijo que sí. O puede que el pobre Timmermann estuviera tan necesitado de dinero que no le quedara otra alternativa. Así es como los agentes, impulsados a realizar semejantes tareas viles por cuenta propia, con frecuencia acaban sus días: en misiones cada vez más arriesgadas y cada vez por menos dinero, hasta que la trampa se cierra en torno a su cuello. A veces me preocupaba la idea de que yo pudiera acabar así. Con la actual atmósfera de tacañería que reinaba en la Central de Londres y mi poco sólido contrato de empleo, cada día que pasaba me parecía más probable.

VERDI, comprensiblemente, había creído que a Timmermann lo había enviado la Central de Londres, y sin duda continuaba creyéndolo a pesar de mis negativas. Pero Timmermann estaba trabajando por su cuenta; había estado en Los Ángeles para que Fiona lo pusiese al corriente en secreto. Bret —nada tonto cuando se trata de observar lo que ocurre a su alrededor— había caído en la cuenta de lo que estaba ocurriendo entre Fiona y Timmermann.

Y ése era el motivo por el cual Timmermann había rehuido entablar conversación conmigo. En línea con las órdenes del Departamento para las misiones operacionales, mi asiento en el avión no fue reservado hasta dos horas antes de que yo viajase en él; Timmermann debió de sentirse consternado al ver que yo viajaba en el mismo vuelo que él.

Me fijé en cómo había dicho VERDI que él había echado la culpa del asesinato de Timmermann a un equipo británico no identificado. Lo más probable era que no hubiera dejado que sus superiores albergasen la menor duda de que yo había matado a Timmermann; VERDI no era de los que entregan informes imprecisos.

Culparme a mí de aquella muerte era probablemente el verdadero propósito para hacer que Timmermann y yo coincidiéramos en Magdeburgo aquella noche. Era retorcido hasta lo inverosímil. Era inútil perder el tiempo en preguntarse cómo había descubierto VERDI que yo iba en el avión con Timmermann. VERDI no era la clase de hombre que mata a la gente sin exprimirla. Y era un experto con el exprimidor, como yo sabía por experiencia.

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