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DE haber persistido en mi plan de regresar al hotel, echarme en la cama, curarme la herida de la cabeza y recuperarme lentamente, todo habría resultado diferente. Pero cuando el taxi que había tomado en el puesto de control Charlie giró por Kantstrasse, vi a Werner Volkmann. Llevaba puesto su «abrigo de empresario», el del gran cuello de astracán. Se encontraba a la puerta de la óptica que ocupaba la planta baja del edificio del hotel Hennig y estaba hablando con Tante Lisl. Ésta iba ataviada con un abrigo de pieles de color dorado y un gorro a juego, lo más deslumbrante del nuevo guardarropa completo que se había comprado para celebrar el éxito de su operación quirúrgica. Parecía que estaban discutiendo, y reconocí el modo en que gesticulaban agitando los brazos como la frenética exasperación que precede al abrazo de reconciliación. Lisl había perdido peso, cumpliendo así la promesa que el cirujano le había obligado a hacer. Pero los abrigos de pieles no favorecían ni su figura ni su estilo. A pesar de lo mucho que quería a los dos, no pude negar que mi primera impresión, la de ambos gesticulando con excitación, fue que estaba viendo a un domador intentando controlar a un feroz oso bailarín.

Sabía sin lugar a dudas que si me apeaba del taxi a la puerta del hotel harían comentarios acerca de que iba despeinado y que tenía una herida en la cabeza. Me harían preguntas que si yo no respondía darían lugar a ciertas bromas, y no estaba de humor para seguirles el juego. En aquellos momentos no me apetecía encontrarme con ninguno de los dos. Necesitaba un vaso de leche muy caliente, un par de aspirinas y la oportunidad de irme a la cama para dormir eternamente.

—Siga —le indiqué al taxista.

De repente se me ocurrió que quizá fuera una buena idea ir a contarle a Frank Harrington mi versión de los hechos que habían tenido lugar aquel día. Cualquier otra explicación de mi excursión espontánea y extracurricular —incluso la que pudiera dar una persona tan bien dispuesta hacia mí como Werner— ocasionaría un montón de preguntas oficiales.

Di al conductor la dirección de Frank, en el distrito Grunewald. Seguro que estaría en casa. Incluso en situación normal nunca estaba en la oficina después de las cuatro de la tarde, y últimamente —mientras continuaban las obras en las instalaciones de la unidad de campo— había estado trabajando desde su casa.

Me abrió la puerta Tarrant, el ayuda de cámara de Frank. Nunca me había caído bien Tarrant, y él no me aprobaba a mí. Creía que la estrecha amistad de Frank con mi padre le tenía demasiado predispuesto a pasar por alto mi manera de ser informal e insubordinada. Y Tarrant era un temeroso defensor de las formalidades de la vida.

—Tengo que ver al señor Harrington. Sé que está aquí —añadí rápidamente antes de que el ayuda de cámara pudiera decir que no estaba en casa y se estableciera así una batalla de voluntades, como había ocurrido otras veces.

—El señor se está vistiendo; preparándose para salir —me informó.

—No necesito más de cinco minutos —le dije.

—Espere aquí, señor.

No creía que yo necesitase sólo cinco minutos; yo siempre decía que sólo serían cinco minutos.

Mientras estaba de pie en el recibidor oí un murmullo de voces procedente de algún lugar del piso superior. Cuando se me permitió subir a ver a Frank, éste estaba de pie en el vestidor, peleándose con una almidonada camisa de frac y un anticuado cuello de puntas que había pasado de moda y que había vuelto sin que Frank se percatase de ello. Detrás de él había un armario largo, de cuya barra colgaban docenas de trajes, chaquetas y pantalones. Hasta una altura de un metro y medio había un mueble zapatero y cajones para la ropa interior. Uno de los cajones estaba abierto y dejaba a la vista más camisas de frac envueltas en suave papel de seda blanco; sin duda debido a la cuidadosa mano de Tarrant. Frank llevaba puestos los pantalones del traje de etiqueta, zapatos de charol y un chaleco negro muy formal encima de una camisa almidonada. Se estaba peleando con los puños almidonados y se miraba en un gran espejo mientras lo hacía. Cuando entré, observó mi imagen en el espejo sin darse la vuelta para mirarme.

—Siento interrumpirte, Frank —le dije.

—Tráigale al señor Samson un whisky Laphroaig grande con agua, Tarrant. Yo tomaré una ginebra Plymouth con bíter; dos o tres chorros de bíter, Tarrant. ¿Laphroaig con hielo, verdad? ¿Es así, Bernard?

Se dio la vuelta con una sonrisa en el rostro para preguntarme aquello. Siempre le complacía recordar qué era lo que a mí me gustaba comer y beber; era la faceta maternal de Frank. Como yo no quería echar a perder su evidente placer, sonreí y le dije que me parecía estupendamente.

Tarrant trajo las copas en una bandeja y luego se quedó revoloteando por allí.

—El señor Samson me ayudará si no puedo arreglármelas solo —le dijo Frank.

Tarrant se marchó sin ocultar su resentimiento al verse desplazado.

—¿Le he molestado? —le pregunté a Frank después de que Tarrant se fuera.

—Se hace viejo. Hemos que ser indulgentes con él. Teme que dejes tus huellas en mi bonita camisa limpia.

Sonreí. Me pareció un motivo improbable para el mal humor de Tarrant.

Frank salió en su defensa.

—Dejaste huellas en la pechera de una camisa que te presté una vez, hace unos tres años. No hubo forma de quitarlas; eran unas débiles manchas marrones. Creo que debía de ser grasa de pistola. Al final le di la camisa a Oxfam.

—Lo siento, Frank. Debiste decírmelo. Te compraré otra. ¿Siguen teniendo tus medidas al día en New & Lingwood?

—Tengo docenas de camisas de frac —me aseguró Frank, que había comprado sus camisas en New & Lingwood desde que estaba en Eton—. Todavía me pongo algunas que heredé de mi padre. ¿En cuántas ocasiones se necesita una camisa de frac en estos tiempos?

—¿Vas a la ópera?

Yo sabía que eso no era muy probable. Frank no era un entusiasta de la ópera. Prefería el jazz. Era un desperdicio; su trabajo le daba oportunidad de ver una nueva producción de ópera cada noche si así lo deseaba.

—A la guarnición. A la cena de despedida que el regimiento ofrece al comandante. Seré el único civil que asista.

—Eso es todo un honor, Frank —le dije.

Porque Frank en medio de los soldados era el gozo supremo. Yo a veces pensaba que la tragedia de la vida de Frank era no haber sido militar de carrera. Frank amaba al ejército británico en todas sus numerosas funciones y formas de un modo que ni sus soldados más abnegados podrían haber superado. Pero Frank acabó la universidad con fama de erudito en griego, y alguien de los de arriba decidió que en el ejército se le desperdiciaría.

—Mi esposa no ha podido venir.

—Lástima —comenté automáticamente.

Sabía que la esposa de Frank odiaba asistir a los actos del ejército. Era una de esas mujeres inglesas para quienes todo lo extranjero es alarmante, inferior o ambas cosas a la vez. De hecho odiaba Berlín en todos los aspectos, y permanecía en la casa que tenían en Inglaterra todo el tiempo que podía. Pero no era ningún secreto que Frank se consolaba con acomodaticias señoritas, de las que tenía un repertorio considerable. En una ocasión incluso se había acostado con Zena. Supongo que la vida amorosa de Frank era un aspecto importante de la permanencia de Tarrant en su empleo; él sabía suficientes cosas como para escribir un libro, y era lo bastante prudente como para resistirse a hacerlo.

Frank siempre se enamoraba profundamente de sus amigas jóvenes. Ése era el estilo de Frank: devoción, sinceridad y pasión, pero por lo visto nunca duraba. Yo me preguntaba si llevaría a sus queridas a alguno de aquellos actos elitistas del ejército. Mientras que el ambiente habitual de Frank —la fraternidad anglogermana de Berlín— era un semillero de habladurías, el ejército sabía demostrar una discreción ejemplar acerca de aquella clase de temas.

—Tengo tiempo de sobra —dijo Frank.

Cualquiera que suela tener tratos con un inglés sabe que una declaración como ésa es una manera educada de decir que el tiempo apremia.

—He estado allí hoy —le indiqué—. He hablado con un hombre llamado Fedosov. ¿Te suena?

—¿Con VERDI? —me preguntó Frank.

—Y con su padre también. El del grupo de la Bandera Roja número cinco.

—Oh, Fedosov. ¿Se te dan bien los gemelos, Bernard? Mi ama de llaves me lava las camisas ella misma, a mano. Debe de echarle una tonelada de almidón a cada una. Es igual que ponerse una armadura.

Cogí el primero de los gemelos de oro en forma de torpedo y lo metí con fuerza por el ojal almidonado. Resultaba endiabladamente difícil.

—Fedosov fue uno de los agentes de mi padre —le comenté con desenfado—. ¿Lo sabías?

—No lo sabía a ciencia cierta, pero no me sorprende. Tu padre tenía unas cuantas personas en aquel lado que no quería confiarle a nadie. Así pues, ¿has ido allí y has hecho que el viejo se enfrente a su pasado?

—Sí.

—¿Y qué ha ocurrido? —quiso saber Frank.

Me dio el segundo gemelo y levantó el brazo para ofrecerme la otra manga.

—Me dio un golpe con un crucifijo de metal y me dejó inconsciente.

—¿De veras? —inquirió Frank con cara de póquer. Sabía mostrar un ingenio cáustico, especialmente en respuesta a cualquiera de mis fracasos demostrados, pero esta vez se contuvo—. ¿Y viste al hijo? ¿A VERDI?

—Llevó a un médico para que me atendiera. Estuve inconsciente. El viejo creyó que me había matado.

—Sí, de un golpe en la cabeza. Ya veo la hinchazón. ¿Te ha visto un médico en esta parte de Berlín?

—Acabo de llegar.

—Llamaré a un médico del ejército para que te eche un vistazo. Creo que deberías hacerte una radiografía. ¡Caramba! ¿Te encuentras bien?

—Sólo ha sido un vahído desagradable. Voy a sentarme un momento —le dije.

Tenía esa náusea que revuelve el estómago y que a menudo se presenta después de sufrir un desmayo.

—Es la reacción. Las conmociones funcionan así, Bernard. Una hora o dos después… Te meteré en un avión para Londres esta noche. No me gusta ni pizca el aspecto que tienes.

Levantó el teléfono y marcó un número interior. Cuando Tarrant se puso al teléfono le pidió que llamase a la RAF y les dijera que reservasen un asiento en el vuelo nocturno; máxima prioridad, añadió Frank. Y que enviasen a un coche con chófer. Y en la terminal de Londres que hubiera también un coche con chófer.

—Diga a Londres que quiero al señor Samson en una cama del hospital Clínico de Londres o en otro centro por el estilo. Sufre una conmoción. Necesita un examen médico completo.

Tarrant debía acompañarme al aeropuerto por si se presentaba algún problema de identificación. Los hombres de la RAF conocían a Tarrant.

—No te acabes el whisky —me dijo Frank colgando el teléfono con una mano mientras usaba la otra para quitarme el vaso—. Puede que sea eso lo que te ha causado la náusea.

—No creo.

En aquel momento la perspectiva de que me llevasen por arte de magia en el avión nocturno, de poder escapar de cualquier pregunta que Werner pudiera hacerme y de alejarme de Frank y de aquel frío que congelaba los huesos en aquella ciudad inhóspita, me pareció una proposición atractiva.

—Te vas directamente al Clínico de Londres o donde sea. El chófer tendrá toda la documentación necesaria. Enviaré un mensaje a la Central de Londres y les diré la hora de tu llegada y que estás herido.

—Gracias, Frank. —Eché la cabeza hacia atrás y cerré los ojos—. Al parecer, VERDI cree que el director general se opone al plan de Dicky.

—¿Cómo ha llegado a enterarse de eso? —me preguntó Frank mientras se afanaba con el otro puño.

No parecía alarmado más de la cuenta por aquella filtración, ni siquiera daba la impresión de estar preocupado.

—Pensé que quizá lo supieras tú.

—Werner Volkmann y VERDI han tenido algunos encuentros —me explicó Frank—. El nuevo trabajo de Werner está en peligro. Se ve que le interesa aprovechar todas las oportunidades que pueda para obtener la aprobación.

—Dicky sacará adelante el plan —le aseguré sólo para ver la reacción de Frank.

—Es la oportunidad de Dicky de conservar el puesto en Operaciones de manera permanente. Eso para él sería subir un importantísimo escalón.

—¿Y la siguiente parada será como adjunto?

—No nos precipitemos el techo —me advirtió Frank—. Mira, ¿podrías ayudarme con este poquito que me queda?

Frank había pasado el segundo gemelo por un lado del puño, pero el otro lado estaba completamente sellado y se resistía a todos sus esfuerzos.

—Estupendo —dijo Frank cuando hube completado el trabajo. Se tiró de los puños al tiempo que se admiraba en el espejo—. A ti no te haría daño que Dicky se convirtiera en director general adjunto. Para entonces Fiona estaría preparada para encargarse de Operaciones, de manera que habría una oportunidad de que tú te ocupases de los destinos en Alemania.

—Prácticamente he renunciado a esa clase de ambiciones —le indiqué.

Hubo un tiempo en que Dicky y yo íbamos brazo con brazo con tal de conseguir cualquier ascenso que se presentase. Ahora se hablaba de mí como su posible subordinado. E incluso eso era improbable, a decir verdad.

Entonces Frank se volvió hacia mí y me dio una palmada en el brazo, una especie de gesto de consuelo que no sirvió para animarme. Yo tenía la esperanza de que me dijera unas cuantas mentiras para darme ánimo. Cogí la chaqueta de la percha y le ayudé a ponérsela.

—Siento haber irrumpido en tu casa de este modo —me disculpé.

Sacó un reloj de oro del chaleco para ver la hora. Frank era lo bastante anticuado como para creer que sólo los camareros llevan reloj de pulsera con el traje de etiqueta.

—Harán que el avión te espere; es un asiento de prioridad. Pero es mejor que te vayas.

Se estaba prendiendo en la chaqueta sus medallas en miniatura. Era una exhibición de condecoraciones más bien exigua. El servicio de inteligencia se muestra parco al respecto. Fue en aquel momento cuando comprendí por qué Frank codiciaba tanto un título nobiliario. Quería ir de copas con sus amigos militares y llevar sobre el pecho una chuchería comparable a la quincalla que ellos habían acumulado en toda una vida de soldados.

—Gracias —le dije.

—Me alegro de que hayas venido a verme, Bernard —me indicó Frank mientras se abrochaba el chaleco y se tiraba de él hacia abajo—. Pero nunca me has preguntado qué opino de la operación VERDI… de la red de Werner y todo eso…

—¿Y qué opinas, Frank?

—Haré cuanto pueda por joderla.

—¿Por qué?

—Digamos que no estoy dispuesto a que se organice ninguna red secreta en mi jurisdicción, a menos que sea yo quien la organice.

Lo miré. Sabía que aquél no era el verdadero motivo. Por lo menos no era el único motivo. Frank no era de los hombres que ponen mucha resistencia a que otros hagan trabajos cuyo mérito, con toda seguridad, se les atribuirá a ellos en gran medida.

—No —dije.

—He enviado una protesta formal al director general.

—¿Le complació oír que no era su voz la única que se alzaba en son de protesta?

—Sí. Todo ayuda —dijo Frank—. El hecho es que soy de la opinión de que éste no es momento para montar una operación importante que está condenada a tener una vida limitada. Soy demasiado viejo para vivir otra de esas confrontaciones de sangre y trueno, con tanques y ametralladoras apuntando hacia arriba a través del puesto de control Charlie. ¿Y dónde voy a encontrar los agentes que se encarguen de ello? ¿Te acuerdas de cuánta gente buena perdimos la última vez?

Sí, aquello parecía más el motivo auténtico. Frank se había apoltronado en una rutina de «vive y deja vivir» que le sentaba bien a su estilo de vida. Atacar a los soviéticos de cualquier manera práctica llevaría consigo el riesgo de echar a perder las veladas de Frank, su vida social se vería afectada.

—Sí, sí me acuerdo, Frank —le indiqué—. Pero creía que para eso nos pagaban.

—Eso es porque tú fuiste un niño de la guerra —me explicó Frank—. Pero algunos de nosotros recordamos la vida tal como era, sin guerras frías, guerras calientes ni ninguna clase de guerra. Incluso albergamos la esperanza de que aquellos tiempos puedan volver.

 

Supongo que a nadie le gusta estar en un hospital. Pero dos días de reconocimientos me dieron la oportunidad de poner en orden mis pensamientos. No pudieron conseguirme una cama en el Clínico de Londres, así que acabé en un pequeño hospital privado en el lado malo de Marylebone Road. Era una habitación pequeña y fea, recién reformada y que olía a pintura. En un rincón habían puesto un lavabo pequeño, y por encima del mismo había un espejo y un estante de vidrio con un vaso para el cepillo de dientes y un peine. En una de las paredes se veía un artilugio para examinar radiografías, y por encima había un televisor sobre un brazo extensible giratorio. Una gran ventana proporcionaba una vista de los torcidos tejados del oeste de Londres y llegaba hasta la autopista elevada.

La cama metálica de hospital estaba equipada con una radio personal y enchufes para el equipo de monitorización de cuidados intensivos que aún no estaba instalado. En la pared, al lado de la cama, había un teléfono, y colgado de un gancho al lado del teléfono estaba el mando a distancia del televisor. Lo único que yo tenía que hacer era estar allí sentado y mirar la televisión, o abrirme camino por una docena de libros en rústica que se encontraban dentro de la mesilla de noche, detrás de las cuñas, y esperar pacientemente a que me llevasen las comidas. No estaba del todo mal, a decir verdad.

Recibí muchas visitas. Nadie me preguntó qué me pasaba concretamente, pero deduje que habría corrido el rumor de que yo había resultado herido durante una osada incursión al otro lado del Muro. Procuré alentar el malentendido dando únicamente respuestas vagas a aquellos que venían a expresar sus buenos deseos y haciendo alusiones solapadas a la Ley de Secretos Oficiales cuando, sintiéndolo mucho, me negaba a responder a preguntas directas.

Dicky envió a su ayudante —que de hecho se presentó a sí misma como «Jenni, con i latina»— a que me visitara y me llevara una enorme caja de piña escarchada. Como no había ningún motivo para que Dicky pensase que a mí me gustaba hasta ese punto la fruta escarchada, sospeché que se trataba de un regalo que le había sobrado de las Navidades últimas, especialmente porque la pegajosa etiqueta, de la que habían arrancado el precio, tenía un petirrojo. Engullí una buena parte de aquello y el resto lo compartí con las enfermeras; la opinión general fue que estaba delicioso. La fruta me resultaba particularmente sabrosa cuando la mojaba en el brandy que había comprado en el aeropuerto.

No creo que Jenni, con i latina, hubiera estado antes en un hospital. Miraba a su alrededor con los ojos muy abiertos, llena de interés, y me preguntó si quería que me leyera un poco. Me manifesté en contra. Llegaron flores de Werner, dos docenas de tulipanes, y Frank Harrington me mandó por teléfono sus buenos deseos. Recibí tarjetas en las que se me deseaba la pronta recuperación, entre las que se contaba una, que representaba el dibujo indecente de un médico entrado en años metido en la cama con una enfermera joven, que me llevó un mensajero motorista. Resultó ser de Mabel, una chica de la oficina que prefería mecanografiarme las cosas antes de dejarme usar a mis anchas su procesador de textos.

No recibí ningún deseo, ni bueno ni de ningún otro tipo, de Silas Gaunt, ni del adjunto del director general, ni de sir Henry Clevemore. Supongo que aquello era señal de que a los tres se les había informado de que mi excursión al Este había sido algo decididamente no autorizado, de que yo no había puesto en antecedentes a Frank Harrington antes de ir, y de que había hecho quedar mal al Departamento al dejar que un viejo campesino ruso me golpease en la cabeza con un crucifijo.

Un joven médico chino de Hong Kong parecía estar al frente de mí «chequeo completo». Se encargó del escáner de la cabeza y del examen oftalmológico, y venía verme con frecuencia para hablar del precio de los coches de segunda mano y para comer piña escarchada. No era nada distante. Decía que los golpes en la cabeza había que examinarlos con mucho cuidado, y me dio unas tabletas amarillas que, según él, quizá me despejasen la congestión del resfriado que creo debí de coger en Berlín. Me dijo que también despejaban la congestión nasal, porque lo decían en los anuncios de la televisión. Pero supongo que le pagaban para que fuera amable.

Fiona se presentó en el hospital la noche que ingresé. Estaba esperándome en la recepción cuando llegué. Frank la había telefoneado directamente desde Berlín y le había dicho que se asegurase de que yo siguiera sus órdenes, de que me hiciera un chequeo completo y de que no cogiera el alta por mi cuenta a la mañana siguiente. Llegó con aspecto tranquilo y muy guapa. Tan práctica como siempre, llevó consigo un maletín para pasar la noche, que contenía mi pijama y las cosas de afeitar.

Fiona volvió a la mañana siguiente. Llevaba un fajo de trabajo que Dicky quería que yo leyera y le explicase.

—Los niños te mandan besos. Les he dicho que iba a verte, pero no les he informado de que estabas en el hospital.

—He estado pensando. Creo que tendría que tomarme un día libre después de esto. ¿Les gustaría ir al teatro, a una matinal? A ver un musical. Podríamos comer algo y después ir a llevarlos, no demasiado tarde.

—Tendremos que coger a alguien que nos ayude cuando los niños vengan a vivir con nosotros —me informó Fiona poniéndose a la defensiva—. Esta tarde voy a ver a algunas personas que me envía la agencia.

—¿Una niñera?

—Son demasiado mayores para tener niñera. Pero tendrá que haber alguien que les prepare un desayuno caliente y los lleve al colegio por la mañana. Alguien tendrá que estar allí cuando vuelvan por la tarde, alguien que les lave la ropa y se encargue de que hagan los deberes.

—¿Casi como una madre, quieres decir?

Durante unos instantes me dio la impresión de que Fiona iba a reaccionar con enojo, pero sonrió y dijo:

—Como tu madre y como la mía. Pero hoy día las cosas han cambiado, cariño. A ti no te gustaría que yo estuviera en casa todo el día, ¿verdad?

—No —reconocí.

No hacía falta que me recordase que su nuevo trabajo como ayudante del jefe de Asuntos Europeos le iba a proporcionar un sueldo bastante más elevado que el mío, y le garantizaría un puesto permanente y una buena pensión.

—Sugiéreles la visita al teatro cuando vengan a pasar con nosotros el fin de semana. Seguro que les encantará.

—Diles que estoy aquí porque me están arreglando un diente.

—Sí, así lo haré. —Me dedicó una sonrisa—. Cuando nació Billy tuve miedo de que quisieras ser un padre duro. No te lo habría reprochado. Estabas en tu derecho de ganarte el respeto de tus hijos. Pero nunca te has retratado como un tipo duro con ellos, Bernard. Nunca les has contado historias sobre el trabajo que haces. No saben nada de los peligros que has afrontado ni de las veces que has resultado herido.

—Considerar al padre como un ídolo es una tiranía de la que pocos hombres salen intactos. El Departamento está lleno de ejemplos de esa clase.

—Pero no muchos padres se resisten a representar el papel que sus hijos crean para ellos, Bernard.

Me miró y me pareció que estaba a punto de echarse a llorar. Me pregunté qué sería lo que Fiona veía escrito en mi rostro.

—Y los tipos duros consiguen unos planes de jubilación que son una birria —puntualicé.

Fiona sacó el pañuelo y se sonó.

—Dicky quiere invitarnos a cenar el sábado por la noche —me informó—. ¿Te parece bien?

—Supongo que sí.

—Y veremos a los niños el domingo.

—¿Qué se propone Dicky? Sólo invita a la gente a cenar cuando quiere algo.

—Está muy preocupado por el golpe que tienes en la cabeza.

—Me ha enviado a Jenni, con i latina, con una caja de piña escarchada.

—¿Ah, sí? ¿Dónde está? A mí me encanta.

—Ese médico chino se la ha comido casi toda. Y supongo que la limpiadora portuguesa ha debido de terminarse la poca que quedaba y se ha llevado la caja. Estaba muy encaprichada con la caja. En la tapa había tres hombres de aspecto pickwickiano que cantaban a la puerta de una taberna. Según me dijo, pensaba enmarcarla.

—Ojalá dejaras de decir bobadas —me dijo Fiona—. Dicky está intentando conseguirte un despacho mejor.

—Me contento con quedarme donde estoy.

—No puedes. Van a usar la habitación para almacenar papel. Ahora hay tanto papel para las impresoras, las copiadoras y todo eso, que necesitan más espacio.

—A Frank no le gusta la operación VERDI.

—Ya lo sé. Ha presentado una protesta oficial.

—Eso me dijo. ¿Por qué?

—El adjunto va a dimitir.

Me miró esperando si yo establecía la conexión.

A pesar de que me dolía la cabeza, lo adiviné:

—¿Y Frank espera que la falta de entusiasmo por VERDI podría hacer que lo trasladasen de Berlín a Londres?

—Quizá. Y que el único lugar donde pueden ponerlo es en el cargo de adjunto.

—No. No creo que se trate de eso —le indiqué—. Frank no es tan rebuscado, ¿no te parece? Él iría directamente a sir Henry y le pediría el puesto de adjunto.

—Frank es demasiado viejo —observó Fiona.

—Sí. Pero ¿no te das cuenta? Si hiciera eso se jubilaría de adjunto. Se muere por tener un título. Ha perdido la ocasión una y otra vez. Esto podría proporcionarle todo lo que quiere: un título y una pensión mejor. Y Dicky podría poner en Berlín a alguien que apoyase la operación VERDI.

—¿Y tener en Londres un adjunto contrario a ella? ¿En qué favorecería eso a Dicky?

—Tienes razón —concedí.

Fiona debía de haber estado hablándolo con Dicky; ella no solía estar tan al día en la política de la oficina.

—A Frank no le quedará más remedio que cooperar —dijo Fiona—. Han archivado la protesta. Tendrá que continuar con ello tal como se ha planeado.

Aquélla era la voz de la Central de Londres en su punto más inflexible.

—Sí —convine.

Me pregunté si Fiona sabría que Timmermann estaba muerto. Debía de haber estado esperando que él la informase. Decidí que era más oportuno esperar a que ella sacase el tema.

—¿Por qué fuiste a hablar con VERDI? No es propio de ti mostrarte tan temerario.

—Es agradable que lo digas.

—¿Por qué?

—Quería ver si seguía siendo el mismo hombre de mano dura que conocí hace veinte años.

—¿Y sigue siéndolo? —quiso saber Fiona.

—Sí. Sólo que ahora tiene camisas y trajes mejores. A los hombres de mano dura como VERDI les resulta difícil adaptarse a una vida de sigilo. Si la operación fracasa, seguramente se deberá a que VERDI es un bocazas.

—¿Eso es lo que piensas? ¿Que no se puede confiar en él?

—Sólo espero no estar cerca de él cuando estalle —le aseguré.

—Pero ¿va a acudir a nosotros? ¿De verdad?

—Yo pienso que lleva en nómina muchos años.

—¿Cómo es posible? ¿Cómo va a estar en nuestra nómina sin que lo sepamos?

—A su padre, desde luego, sí lo tuvimos en nómina. Tengo el convencimiento de que el dinero se le enviaba a una cuenta bancaria de Zúrich. A nombre de madame Xavier. Es posible que se siga pagando a madame Xavier, pero en lugar de pagar al viejo, ahora se paga a VERDI.

—¿Eso te ha dicho él?

—No, él no. VERDI se limita a chillarme y a exigirme que le diga al director general que no es más que un castor avaricioso. Está lleno de mierda.

—¿En nuestra nómina?

—Me encantaría meterme en esa cuenta bancaria y ver si se siguen abonando en ella los pagos a nombre de madame Xavier —le indiqué—. Aunque puede que no esté metido concretamente en nuestra nómina. Algunos de nuestros agentes en Berlín fueron entregados a los americanos, otros a Bonn.

—Me parece que no te comprendo.

—Sospecho que está en la nómina de otros: de los americanos, de los franceses o de Bonn. Ha visto la manera de venderse dos veces. Le ha puesto a Dicky delante de los ojos la trama de los ordenadores, y Dicky ha mordido el anzuelo.

—¿Crees que deberíamos romper el contacto con él?

—Si pudiéramos encontrar pruebas de que VERDI lleva años en la nómina de alguna potencia occidental, podríamos hacerle bailar al son que nosotros quisiéramos.

—¿Quieres decir chantajearle?

—Eso es. Podríamos tenerlo en la palma de la mano. Ojalá yo supiera de cuántas cosas está al corriente su padre; es obvio que no conoce toda la historia.

—¿Por eso fuiste allí?

—Fui a mostrarle al viejo que tenemos pruebas suficientes como para acarrearle una sentencia de muerte. Tenía la esperanza de que VERDI captase el mensaje de que él también podría pillarse los dedos.

—¿Y dio resultado?

—No de la manera en que lo había planeado. Pero sí, VERDI lo captó perfectamente. Está acostumbrado a las insinuaciones y a las medias verdades.

—Bueno, empecemos por el principio —me pidió Fiona—. Supongamos que alguien en alguna parte le sigue pagando. Deberíamos poder seguir el rastro de los pagos o de las transferencias. Si dejamos que un agente se vaya a otra parte, en algún lugar debe de quedar constancia de ello.

—Y aunque Dicky se oponga a que se lleve a cabo una investigación, tú puedes averiguarlo —le insinué.

—No estoy segura —se apresuró a decir Fiona.

—Tú eres la ayudante de Dicky, su asistente y su mano derecha, ¿no es eso?

—¿Por qué iba a oponerse Dicky a una investigación?

—Todo se hace como quiere Dicky. Si descubrimos que VERDI trabaja como agente de otros, de los americanos por ejemplo, ellos querrán sacar tajada. O incluso reclamarán como propio a Verdi y querrán que nosotros nos retiremos.

—Dicky tiene muchas cartas escondidas. Pero si tienes algo concreto que yo pueda tomar como punto de partida, intentaré sacarlo a la luz sin hablar de ello con Dicky. En algún lugar de la tesorería debe de haber constancia.

—Allí, en la tesorería, no; manejan millones. Y esto no es más que una cuenta secreta. Estará bien escondida, Fi. No es una tarea fácil.

—Pero ¿no tienes ninguna prueba a partir de la cual pueda ponerme a trabajar?

—Sólo pruebas circunstanciales.

—Lo que quieres decir es que todo esto no es más que una corazonada tuya.

—Sólo es una corazonada —confesé.

—Pues tienes demasiadas corazonadas —me sugirió Fiona. Miró el reloj. Comenzó a ponerse el abrigo y añadió—: Creo que ahora te van a hacer una radiografía.

—Estoy perfectamente —le dije.

Se inclinó sobre la cama y me dio un beso.

—Claro que sí, estás maravilloso. Hasta mañana.

—Me iré a casa esta noche —le dije.

—Vamos, sé bueno —me pidió Fiona—. Mañana tienes que hacerte los análisis de sangre. Pero habrás terminado a primera hora de la tarde. —Estaba revolviendo en el armario, entre mi ropa—. Me llevo el traje para mandarlo a la tintorería. Te traeré una chaqueta y unos pantalones cuando venga a buscarte.

 

Yo sabía que mi relación con Gloria Kent había acabado para siempre. Y creo que Gloria también lo sabía. Y me había prometido a mí mismo que no volvería a empezar. Ni ahora ni nunca. La nuestra nunca había sido una relación sensata; Gloria era lo bastante joven como para ser mi hija. Yo estaba felizmente casado con una esposa maravillosa y triunfadora.

Así que lo sensato era suponer que no recibiría ni una palabra ni una flor de parte de Gloria. Y no me sentí decepcionado por ello. Gloria era una chica sensata y yo confiaba en que aceptase la situación como un asunto perteneciente al pasado, que evidentemente es lo que era.

Acababa de regresar de hacerme las radiografías y me encontraba dormitando sobre una taza de té cuando oí que se abría la puerta.

—¡Hola, cabeza de hierro!

—¡Gloria!

Entró contoneándose en la habitación con una botella de vino y una caja de cartón caliente que olía a queso tostado. Puso la caja en la mesa, junto a mi cama, y la abrió para dejar a la vista dos pedazos de pizza caliente.

—Pensé que quizá no te dieran bien de comer aquí —me explicó al tiempo que sacaba del bolso un sacacorchos y lo lanzaba hacia mí.

—Tienes razón —reconocí al acordarme de la triste ensalada de pollo que me habían servido a la hora de la comida.

—Pues entonces abre el vino. —Arrojó el abrigo de ante sobre el sillón. Gloria llevaba debajo un jersey beige de cuello vuelto, una falda a juego y botas de montar de cuero pulido. Cogió uno de los pedazos de pizza con su envoltorio de papel y empezó a comer. Con los codos hacia afuera, se inclinaba hacia adelante dificultosamente y sujetaba la pizza con una mano mientras con la otra se protegía el suéter. Entre un bocado y otro dijo—: Las hacen dos hermanos españoles en la calle Marylebone High. Son las mejores pizzas de Londres.

—Está muy buena —le dije.

Cogió los dos vasos que estaban junto a la botella de agua Perrier que me habían asignado y los colocó ante mí mientras yo descorchaba el vino.

—Date prisa —me pidió con impaciencia—. Tengo un taxi esperando abajo.

—¿Por qué no lo has despedido?

Serví vino para los dos.

—Tengo cosas que hacer. ¡Trabajo! —exclamó con desprecio—. No voy a ingresar en la clínica prenatal. —Agarró el vaso y bebió un trago de vino entre dos mordiscos de pizza—. Es de salchicha caliente con queso extra.

—No está muy caliente la salchicha —observé.

—No está muy caliente —convino Gloria.

La estuve observando mientras ella cruzaba la habitación a paso largo, repasaba las tarjetas que me deseaban una pronta mejoría y olía los tulipanes, todo ello sin dejar de comer. Gloria era alta, de piernas largas y esbeltas y brazos delgados, y exhibía el vacilante porte desgarbado de un antílope joven. Pero no era torpe. En realidad nunca se había derramado tomate en el suéter, ni se caía de bruces cuando corría detrás de un autobús de aquel modo desgarbado, ni conducía de un modo que fuera demasiado peligroso… sólo parecía que iba a hacerlo. ¿O acaso mi preocupación por ella era paternal y protectora, de un modo que no era propio de un amante?

—Enséñame tus heridas de guerra, boxeador —me pidió. Con la mano libre me agarró por el pelo y me echó la cabeza hacia adelante para ver el lugar que me habían afeitado. Pude oler el jabón con el que se había lavado las manos y su contacto me hizo estremecer. Si ella notó el efecto que aquel contacto físico ejerció en mí, no dio muestra de ello—: Es poca cosa. ¿Cómo ocurrió?

Me soltó el pelo, mordió la pizza y lamió un chorro de salsa que estaba a punto de caer.

—¿Qué has oído decir? —le pregunté con la secreta esperanza de que se tratase de alguna impresionante hazaña.

—¿No dicen que te echaste de cabeza a una piscina seca? —me dijo—. Apuesto a que rompiste algunas baldosas.

—¿Qué ha sido de aquella ternura y amorosa preocupación que siempre otorgabas a los débiles y cansados?

—Desechada.

—Ay. —Vaya, vaya. Cogí el vaso de espeso vino tinto para ver cómo la luz que entraba por la ventana se transparentaba a través. Gigondas, un suculento y denso vino del Ródano—. Es un vino estupendo, Gloria. Debe de haberte costado una fortuna.

—Es de la bodega de mi padre. Me dijo que cogiera lo que quisiera.

—Hum… ¿Está bien tu padre?

Dudaba que el padre de Gloria hubiese aprobado que ella y yo engulléramos su esmeradamente almacenado vino viejo con una pizza industrial.

—Aún no hemos tenido noticias de él. Seguro que tardará unos días en instalarse. No quiero ponerme nerviosa, y mi madre tampoco, pero ella sale corriendo cada vez que suena el teléfono. Te lo puedes imaginar.

—Espero que todo le salga bien.

Terminó lo que le quedaba de pizza y tiró la servilleta de papel a la papelera. Luego se chupó los dedos.

—Escucha, Bernard. Fue una tontería lo que te dije la otra noche. —La miré sin decir nada—. Estaba borracha.

—No estabas borracha, Gloria. Nunca te he visto borracha.

Nunca había mostrado mucha inclinación por el alcohol. El vaso de vino seguía casi lleno.

—Sé aguantar cuando bebo —me aseguró con seriedad; pero, incapaz de mantener la cara seria, estalló en carcajadas—. Estaba preocupada porque mi padre se iba. Me comporté como una tonta.

—Sí, desde luego.

—¿Te he dicho que conservo bastante ropa tuya? Te la iba a llevar a la oficina, pero no sabía a quién dejársela. La gente cotillea. Y ya sabes cómo se ponen los de seguridad con las bolsas y las cajas abandonadas. Las fuerzan para abrirlas si creen que puede haber alguna bomba dentro.

—Mandaré a alguien a tu casa a recogerla.

—Hay docenas de camisas. Y aquella preciosa cazadora vieja de ante. Te sienta de maravilla, Bernard. Me encantabas con ella puesta, siempre estabas tan…

—¿Joven?

—No empieces otra vez.

—No debemos empezar nada otra vez —le indiqué. Y quizá lo dijera con excesiva prisa.

—No. Ya sé que no debemos hacerlo. Trato de evitar crearte dificultades, Bernard, de verdad. En realidad el verdadero motivo por el que he venido ha sido para preguntarte si te parece bien lo de la cena.

—¿La cena?

—Sí, me imaginé que no lo sabrías. Los Cruyer me han invitado a cenar el sábado. Sé que tú vas a estar allí con Fiona. ¿Crees que ella se va a sentir molesta? De que yo esté allí, quiero decir.

—No lo sé. No creo —le dije.

Aunque estaba completamente seguro de que la presencia de Gloria fastidiaría muchísimo a Fiona. Me sorprendía que Dicky no lo supiera también. ¿O era ésa la manera de Dicky de meterme en problemas?

—Daphne me ha llamado esta mañana. Tienen un hombre de más en la cena, y quieren cuadrar los números. Fue idea de Daphne.

—¿Y no le importará a tu novio? —le pregunté agarrándome a un clavo ardiendo con la esperanza de que Gloria, de pronto, decidiera no ir.

—¿Novio? No tengo novio fijo.

—¿Ha acabado tan pronto?

—¿El qué?

—Lo de tu piloto. Tu compañero de rallies.

—¡Cerdo! Somos un equipo de mujeres.

—¿Tu conductor es una chica?

—No, es una mujer de cuarenta años. ¿Crees que me hace falta un hombre para conducir en un rally?

—No, claro que no.

—Estabas celoso —me indicó esbozando una lenta sonrisa.

—No seas ridícula.

Inmediatamente se enfadó.

—¿Ridícula?

—Ya sabes lo que quiero decir. Ahora todo es diferente.

—Ya lo sé. Mira, te voy a dejar la tarjeta de la pizzería encima de la mesilla de noche. Te traerán todas las que quieras si las pides por teléfono.

—Gracias, Gloria. Eres muy considerada.

—¿Bernard?

Se detuvo y me dirigió una fugaz sonrisa.

—¿Qué?

—No es cierto… eso de que la CIA se vaya a hacer cargo de nosotros, ¿verdad?

Me eché a reír.

—¿Quién te ha dicho eso?

—¿Ni que vayamos a fundirnos con la CIA?

—Puedes estar tranquila a ese respecto, Gloria —le indiqué—. ¿Con quién demonios has estado hablando?

—Una chica tontita que está en el Registro me lo dijo hace meses. No me lo creí, por supuesto. Pero luego, cuando me enteré de que el señor Rensselaer iba a volver a Londres, pensé que quizá hubiera algo de cierto.

—¿Bret Rensselaer en Londres?

—Sí. Vuelve para trabajar en la oficina. ¿No lo sabías?

—¿Estás segura? ¿Quién te lo ha dicho?

—Precisamente él es el hombre de más en la cena de los Cruyer del sábado. Tengo que estar con él.

—Sí, pero no se va a quedar a vivir en Londres —le dije con poca convicción—. Supongo que sólo está de visita. O que ha venido a alguna reunión.

—No, vuelve para trabajar con Dicky. Ya tiene casa para vivir y le han asignado una secretaria. El problema es el despacho. No hay nada para él en el piso de arriba, a menos que echen a tu mujer y le devuelvan a él su antiguo despacho. Dicky Cruyer nunca se avendría a hacer eso.

—¿Cómo sabes tú todo esto?

—Las chicas hablan mucho —me informó Gloria—. Date una vuelta por el lavabo de señoras y podrás averiguar cualquier cosa que quieras saber.

—Probaré a hacerlo —le dije.

—Entonces, ¿no te importa que vaya a la cena del sábado?

—Estoy seguro de que Fiona lo comprenderá.

Las sienes volvían a latirme.

—Daphne está muy nerviosa. Ya sabes cómo es. Está convencida de que Bret Rensselaer es vegetariano. Ha pensado en darle tomates rellenos de trigo bulgur de primer plato y queso de coliflor de segundo.

—No, a Bret no. A él no le gustaría eso.

Se inclinó sobre la cama para darme un beso de despedida, pero se detuvo justo antes de hacerlo. A unos centímetros por encima de mí, dijo:

—¿Puedo decirle eso a ella, decididamente?

—¿A Daphne? Desde luego.

—Porque si no a lo mejor vamos a estar comiendo panecillos de nueces y enormes montones de ese puñetero trigo bulgur y tabbouleh y toda esa basura que Daphne dice que es tan sana. —Me dio un beso en los labios y luego limpió los restos de carmín de mi cara con un pedazo de pañuelo de papel mojado con saliva—. No nos conviene que tu mujer haga preguntas embarazosas, ¿verdad?

—Fiona ya ha estado aquí. Antes que tú.

—Sí, lo sé. La he visto en la oficina con tu traje.

—Quería asegurarse de que no voy a escaparme de aquí.

—Es muy lista —sentenció Gloria con una admiración que era inconfundiblemente auténtica.

—Sí, es muy lista —convine.

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